Capítulo 3

Mary se detuvo frente a la puerta de Blackbourne House y tomó una bocanada profunda de aire antes de hacer sonar la aldaba.

Se sentía más nerviosa que cuando se había presentado por primera vez en el St George, y no entendía por qué. Al fin y al cabo, ya había estado antes en esa casa y conocía muy bien a la familia; además, sabía que tanto Victoria como lord Blackbourne la apreciaban, y el trabajo que iba a realizar allí era el mismo que llevaba realizando desde hacía varios años. Quizá su nerviosismo se debía a Jimmy, se dijo. No lo había visto desde que eran niños, y no tenía ni idea del tipo de hombre en el que se había convertido, aunque, por lo que le había revelado Victoria, parecía ser de la clase que menos le gustaba.

Desde que trabajaba como enfermera, por el hospital habían pasado muchos jóvenes que habían recibido heridas en reyertas, a causa del juego o por mujeres. Ella había tenido que lidiar con sus acercamientos y sus indeseadas atenciones, y desde que tuvo un par de desafortunados encuentros, se había acostumbrado a llevar consigo un estilete y una pequeña pistola. Esta última había sido por insistencia de Margaret. Su amiga había conocido a un armero, Robert Wogdon, y había trabado amistad con él. Aunque el hombre se dedicaba, sobre todo, a la fabricación de armas de duelo, había creado una más pequeña y manejable para Margaret y luego otra para ella misma. Había aprendido a disparar y tenía buena puntería, pero no estaba segura de poder hacerlo contra una persona. El estilete se adecuaba mejor a sus capacidades.

La puerta de la mansión se abrió, y Mary abandonó sus pensamientos. El mayordomo la reconoció enseguida.

—Me alegro de verla, señorita Reed —la saludó al tiempo que se apartaba para franquearle la entrada—. Hacía mucho tiempo que no la veíamos por aquí.

Mary sonrió. El hombre, que debía rondar los cuarenta y tantos años, llevaba trabajando con los marqueses desde que estos contrajeron matrimonio. De figura espigada y rostro afilado, poseía una sonrisa amable y un carácter sereno.

—He estado muy ocupada en el hospital, señor White. ¿Cómo se encuentra su esposa?

—Anne está mucho mejor desde que usted le recomendó que tomase esas hierbas. —Recogió el sombrero de la joven y lo dejó sobre la mesa de entrada, junto con la limosnera y los guantes—. Estoy seguro de que le encantaría que fuese a tomar el té con ella alguna tarde, si tiene tiempo.

—Lo haré encantada. ¿Y lady Victoria?

—La está esperando en el saloncito.

El mayordomo la condujo por uno de los corredores laterales, y Mary lo siguió. Hacía varios años que no visitaba la casa, y aprovechó para observar los cambios que habían hecho en ella. Siempre le había parecido elegante y distinguida —no en vano se notaba el toque de Victoria en cada rincón—, pero, en ese momento, le dio la sensación de que una atmósfera de tristeza y desazón restaba algo de belleza y calidez a su interior.

—¿Cómo se encuentra el señor Marston?

El hombre la miró un instante y sacudió la cabeza con pesar.

—Creo que su presencia puede hacerle mucho bien al señorito Jimmy.

Las palabras la abrumaron. Todo el mundo parecía poner en ella la esperanza de la recuperación del joven, pero ella sabía bien que, casi siempre, todo dependía de la voluntad del paciente. Si no quería salir adelante, de nada servían los cuidados que se le dispensasen.

El señor White se detuvo frente a una puerta y llamó con suavidad antes de abrir y anunciarla.

—La señorita Mary Reed, milady.

Mary agradeció al mayordomo, con una sonrisa, y entró en el saloncito. Se detuvo al ver que lady Victoria no se encontraba sola.

—No sabía que estaba ocupada, si prefiere…

—Por supuesto que no —la atajó Victoria, sabiendo lo que se disponía a decir—. Te estábamos esperando.

El hecho de que la duquesa de Westmount, la abuela de Jimmy, se encontrase en el saloncito para tomar el té con ella, no la tranquilizaba precisamente. La belleza y elegancia de aquella mujer, a pesar de sus años, la abrumaba; la hacía sentirse como si fuese una cuenta falsa en medio de un collar de perlas preciosas. Tenía una mirada verdeazulada que parecía penetrar hasta los últimos rincones del alma, dejándola con una sensación de desnudez absoluta. No le gustaba sentirse así.

—De modo que este es el milagro que tienes preparado para Jimmy —comentó la dama, sus ojos brillantes de satisfacción.

A Mary le gustaron aún menos sus palabras. Ella no era ningún milagro, si lo hubiera sido, habría podido salvar la vida de Tom. Sin querer, unas lágrimas traicioneras humedecieron sus ojos y se clavó las uñas en las palmas de las manos para evitar que se deslizasen por su rostro.

—Mary, no sé si conoces a lady Westmount.

—Es un placer, milady —le dijo, al tiempo que ejecutaba una perfecta reverencia aprendida en sus tiempos como costurera en Londres, cuando tenía que agasajar a las damas para ganarse su benevolencia.

—Por supuesto que sí. Nos conocimos en Angels House el día en que Jimmy fue a despedirse de ti porque se marchaba a Eton. —Su sonrisa amable dibujó unas pequeñas arrugas en las comisuras de los labios de la duquesa—. Pero quizá eras demasiado pequeña para recordarlo.

—Sí que lo recuerdo, milady. Yo tenía unos siete años, y a esa edad, un vestido como el que usted lucía, como si fuera una princesa, se vuelve inolvidable.

Lady Eloise agradeció el cumplido con un ligero cabeceo. Había pasado bastante tiempo de eso y ya no se sentía así, sino solo como una mujer madura y algo cansada. Había criado a cuatro hijos y tenía once nietos a los que adoraba. Cada uno de ellos le había dado problemas y sobresaltos, pero también alegrías y mucho amor. Había luchado porque la felicidad los alcanzase, y no iba a permitir que la vida de Jimmy se marchitase en una triste cama.

—Eras una niña preciosa entonces, y te has convertido en una joven más bonita aún —le dijo, mientras observaba con cuidado el rubor que trepaba por sus mejillas. Comprendía que Jimmy se hubiese sentido fascinado con ella. Esperaba que esa fascinación resurgiese de nuevo en su nieto cuando viese a la muchacha y fuese lo suficientemente potente como para sacarlo de su postración.

—Es usted muy amable, milady.

Por la postura rígida de la joven, Victoria comprendió que se sentía incómoda e intervino con rapidez.

—Te agradezco mucho que hayas venido, Mary. Estoy segura de que nos serás de gran ayuda.

—Haré lo que pueda, por supuesto —declaró, intentando adoptar un tono profesional, a pesar del temblor interior que acuciaba su cuerpo—. Me gustaría saber cuál es el estado del paciente.

Victoria suspiró.

—Te dije que tuvo un accidente. Salió despedido del faetón en el que viajaba y este cayó sobre él. —Se detuvo un momento y respiró hondo—. Le destrozó las piernas. Tuvo… Los médicos dijeron que los huesos se fracturaron por diversos lugares, pero lo que más les preocupó fue la inmovilidad. Como te comenté, no creen que pueda volver a caminar.

Sus últimas palabras se desvanecieron en un suave susurro.

—Caminará. —El tono contundente de la duquesa sobresaltó a las dos mujeres—. Mary lo conseguirá.

Ella abrió los ojos, alarmada, y comenzó a negar con la cabeza.

—Yo no puedo… —interrumpió su discurso y apretó los labios con fuerza. Las palabras «no puedo hacer milagros» se le atascaron en la garganta. Aunque las creía de verdad, no podía decirlas en voz alta. Sin embargo, no hizo falta, puesto que lady Eloise prosiguió de inmediato.

—Estoy convencida de que lo único que Jimmy necesita es alguien que lo saque de ese mundo oscuro en el que lleva sumergido desde hace varios años —replicó con voz firme y convencida—; necesita que alguien lo desafíe.

Tanto Victoria como Mary la miraron con una mezcla de asombro y sorpresa. Esta última se preguntó si de verdad era eso lo que esperaban de ella y no los cuidados que estaba preparada para ofrecer.

—No creo que eso sea…

La mirada directa de la duquesa detuvo la réplica de Victoria. Luego, su gesto se suavizó. Tomó la mano de su nuera y la apretó con cariño.

—Por supuesto que lo crees, Vic. Sabes tan bien como yo que, desde el accidente, Jimmy no ha hecho nada por ayudarse a sí mismo, ni siquiera ha intentado moverse. Si no hacemos algo… —La voz de lady Eloise se quebró, y Mary se dio cuenta de que contenía las lágrimas. Tragó saliva para deshacer el nudo que se había formado en su garganta—. Si no hacemos algo, lo perderemos. Y tienes que ser tú, Mary. En esta situación, Jimmy intimidaría a cualquier otra mujer, pero tú lo conoces y sé que podrás manejarlo. Siempre supiste cómo hacerlo —señaló, al tiempo que esbozaba una sonrisa trémula.

Ella le devolvió la sonrisa mientras regresaban a su mente recuerdos antiguos: el día que Jimmy curó a su muñeca Sally porque Peter la había arrojado al suelo y ella lloraba desconsolada porque estaba segura de que Sally se había hecho daño; la tarde en que se ocultó en el establo porque echaba de menos a sus padres y no quería que nadie la viese llorar, Jimmy la encontró y se sentó junto a ella, en silencio, luego cogió su mano y le dijo que él siempre estaría a su lado. Sintió una opresión en el pecho. En ese momento, era Jimmy quien necesitaba que ella estuviera junto a él. Tomó aire con determinación y un brillo de decisión se instaló en sus ojos oscuros.

—Lo haré.

Un profundo alivio sacudió a las dos damas y se reflejó en sus rostros. Victoria se levantó de inmediato y Mary hizo lo propio.

—Ven, te mostraré… Dios mío, he perdido mis modales, ni siquiera te he ofrecido una taza de té —le dijo consternada al ver que la taza que habían preparado para la joven continuaba vacía.

—No se preocupe, preferiría ver ahora a mi paciente.

—Victoria, querida —interrumpió lady Eloise—, tampoco le has hablado a Mary de las condiciones de su trabajo.

—Es cierto —convino con una sonrisa pesarosa. La inquietud que sentía por el estado de Jimmy la había vuelto distraída y nerviosa, solo James lograba calmarla, acunándola en el refugio de sus brazos—. Lo siento. Te quedarás aquí, por supuesto.

—No puedo hacer eso. —Le parecía algo impropio, por más que necesitase un alojamiento. Al haber dejado su puesto en el St George, había perdido el derecho a la habitación que el hospital le proporcionaba. Sin embargo, vivir en Blackbourne House era… demasiado.

—Por supuesto que puedes —la contradijo Victoria, volviendo a ser, por un momento, la mujer enérgica y vivaz que ella recordaba—. Además, creo que es necesario, por si Jimmy te necesita. También te pagaremos un sueldo adecuado.

Mary suspiró al tiempo que claudicaba. Por más que hubiese deseado hacer todo aquello por el simple deseo de ayudar a Victoria, que siempre había hecho tanto por ella, era cierto que necesitaba el dinero, y también un lugar donde vivir.

—Muy bien.

Victoria le sonrió.

—Entonces, déjame que te muestre tu dormitorio primero, luego podrás ver a Jimmy. Si me das una dirección, el señor White se encargará de que traigan tus pertenencias —le aseguró—. Bajaré enseguida —añadió, dirigiéndose a la duquesa.

—No te preocupes, querida. Yo ya me voy, Charles debe estar esperándome para ir al baile de los Penworth.

Victoria arqueó las cejas.

—Pero si todavía faltan horas.

La duquesa se levantó del sofá con un movimiento elegante que Mary no pudo por menos de admirar, y la observó retirar una pelusa imaginaria de la amplia falda de su vestido de seda azul con estampados florales. Habría jurado ver el sonrojo en las mejillas de la dama antes de que esta inclinase la cabeza.

—Charles y yo tardamos un poco en prepararnos —musitó.

Un delicioso estremecimiento la recorrió al recordar la manera en que su esposo la ayudaba a vestirse, besando cada parte de su cuerpo antes de cubrirlo. En una ocasión, la había vestido y desvestido hasta tres veces. Una sonrisa cargada de ternura asomó a sus labios. No importaba el tiempo que hubiese transcurrido, amaba a Charles con la misma fuerza y pasión que cuando se había enamorado de él.

—Ya veo —repuso Victoria, sonriendo también. Podía imaginar lo que sucedía. James se volvía muy creativo cada vez que se vestían juntos para acudir a algún evento social. Hubo una vez en la que ni siquiera llegaron a la fiesta a la que habían sido invitados, y la consecuencia fue el nacimiento de la pequeña Victoria nueve meses después.

Mary observó el intercambio de sonrisas cómplices y miró de una a otra sin comprender nada. Sin embargo, lo que más le sorprendió fue que la duquesa se acercase a ella y depositase un beso en su mejilla.

—Cuida bien de Jimmy, querida.

Tragó el nudo que se le formó en la garganta y asintió como pudo. El trato casi maternal de la duquesa le recordó al de la señora Becher, la gobernanta de Angels House, y la nostalgia que sintió en su pecho la abrumó.

Apenas se enteró de la conversación de Victoria mientras subían las escaleras principales y doblaban hacia el pasillo de las habitaciones.

—Discúlpeme, estaba distraída y no he prestado atención —le confesó, azorada, cuando se detuvieron frente a una de las puertas que se abrían en el largo corredor.

—No te preocupes, no se trataba de nada importante. Este será tu dormitorio —le señaló, al tiempo que la abría para que ella pudiera entrar. Le sorprendió que no la alojasen con el personal de servicio, en el piso inferior, pero enseguida comprendió la razón—. Comunica con la alcoba de Jimmy, así, si necesita algo durante la noche, podrás atenderlo.

Mary sintió un cosquilleo en el estómago. Sabía que resultaba impropio que una joven entrase al dormitorio de un caballero, ya que podían producirse situaciones indecorosas. Se reprendió a sí misma por la dirección de sus pensamientos. Ella era enfermera y solo debía preocuparse por el bien de su paciente.

—Muchas gracias, milady. —Miró a su alrededor. La alcoba era mucho más amplia de lo que había imaginado y estaba decorada con buen gusto. Los tonos verdes abundaban, dando casi la sensación de que se hallaba en mitad de un prado salpicado por flores doradas, como el tapizado que cubría las sillas y el pequeño escabel que descansaba a los pies del enorme lecho—. Es precioso.

—Me alegro de que te guste —comentó con satisfacción—. Creo que ya es hora de que me llames Victoria, puesto que vas a formar parte de la familia.

Mary no malinterpretó las palabras de la dama, pero, a pesar de saber que se trataba de algo transitorio, no pudo evitar que las lágrimas acudiesen a sus ojos. Supuso que se debía al cansancio, y no al hecho de que llevaba demasiado tiempo sola, sin nadie que cuidara de ella.

—Gracias… Victoria. —Ella no podía saber todo lo que abarcaba esa única palabra de agradecimiento, los sentimientos y emociones que escondía.

—Bien, entonces déjame que te acompañe a ver a Jimmy.

—No. —Mary tuvo que hacer un esfuerzo por dejar a un lado las sensaciones que experimentaba y centrarse en la conversación. Leyó la confusión en el rostro de la dama y se apresuró a aclarar—: Creo que sería mejor que me encontrase con él a solas. Lo más probable es que no le guste mi presencia y, si quiere desahogarse, es mejor que no escuche lo que tenga que decir.

Poco después de entrar a trabajar en el hospital, había comprendido que a los hombres no les agradaba sentirse incapacitados y tener que depender de una mujer que los cuidase, y supuso que Jimmy no sería una excepción. Aquellos primeros días en el St George había aprendido una cantidad ingente de expresiones soeces que ni siquiera sabía que existieran.

Victoria pareció comprender a lo que ella se refería y asintió.

—Pero si necesitas ayuda, me avisas, por favor —le advirtió. En sus ojos verdes se reflejaba la preocupación, y Mary se esforzó por sonreír y aparentar una seguridad que no sentía. Echaba de menos a Margaret, que siempre había dirigido cada uno de sus pasos. Las palabras de Victoria reclamaron de nuevo su atención—. Quiero que sepas que Jimmy está muy cambiado, no tiene nada que ver con el niño que conociste. Él ha perdido toda la dulzura que tenía —le explicó. El timbre de su voz vibraba con una tristeza serena que empañaba también sus ojos. Parecía haberse rendido ante lo que consideraba inevitable—. Se ha convertido en un joven irascible. Me parece que odia todo lo que lo rodea, aunque yo creo que se odia más a sí mismo. Todos tratamos de tener paciencia con él, pero eso parece molestarle todavía más.

Mary podía comprender su reacción. Lo más probable era que Jimmy se viese a sí mismo como una carga para su familia.

—No se preocupe, Victoria, he aprendido a no dejar que me afecten las palabras duras, sé que las pronuncian bajo los efectos del dolor y la impotencia.

—Ojalá… —Victoria se detuvo. Había estado a punto de decir que ojalá ella le devolviera a Jimmy la felicidad que había perdido, pero no podía cargar sobre los hombros jóvenes de la muchacha una carga tan pesada cuando ni ella ni James habían logrado hacer nada por su hijo—. La cena es a las siete. Avísame si necesitas algo, por favor —le dijo en cambio.

—Por supuesto.

Lady Blackbourne se marchó, y ella se quedó sola en la espaciosa habitación. Miró con atención la puerta que comunicaba con el dormitorio de Jimmy, casi como si pudiera ver a través de esta lo que sucedía en el interior. Se secó las palmas sudorosas sobre la falda de su vestido gris y respiró hondo.

—Bien, es hora de enfrentarse al dragón.