La habitación se hallaba casi a oscuras cuando Mary penetró en esta. El olor a cerrado, a sudor y a alcohol le hizo fruncir la nariz en un gesto de profundo desagrado.
Echó un vistazo alrededor gracias a la escasa luz de la única vela que aún se mantenía encendida sobre la pequeña cómoda al lado de la cama; junto a la palmatoria descansaba también una botella de ginebra medio vacía. Nadie debía de haber acudido a hacer limpieza en el dormitorio desde hacía un buen tiempo, dada la cantidad de cosas que yacían esparcidas por el suelo alfombrado. Hizo una mueca cuando un trozo de porcelana crujió bajo sus pies. Sin duda, Jimmy había desfogado su ira arrojando objetos —esperaba que contra las paredes, y no contra alguien en particular—. Fuese lo que fuese que hubiera ocurrido en el interior de esa habitación, era hora de acabar con ello.
Con decisión, encaminó sus pasos hacia los grandes cortinajes que impedían el paso de la luz por los ventanales y los descorrió. Una nube de pequeñas motas de polvo se elevó en el aire y jugueteó con los rayos de sol hasta posarse de nuevo, con suavidad, sobre la costosa y elegante alfombra Aubusson. Desde el gran lecho que dominaba el centro de la habitación, se elevó un gruñido sordo, pero ese fue el único signo de que allí había vida humana.
Mary apretó los labios con disgusto, aquello era mucho peor de lo que había imaginado. Se acercó a la cama y agarró la botella por el cuello con dos dedos antes de arrojarla contra el fondo de la chimenea vacía, donde se hizo añicos.
El estruendo del vidrio al romperse provocó un nuevo gruñido bajo las sábanas. Jimmy se removió incómodo cuando notó la luz lacerante a través de sus párpados cerrados.
—¿Qué demonios…? —Su voz sonó pastosa y ronca. Se cubrió el rostro con un brazo—. Cierra esas cortinas de una puñetera vez.
Mary ignoró los gruñidos y las desagradables palabras, y continuó recogiendo las cosas del suelo —las que aún seguían intactas—, a pesar de que no era una tarea que le correspondiese, pero al menos quería poder moverse por la estancia sabiendo que no iba a tropezar o a romper algo.
—Bueno, al menos se ve un poco más decente —comentó—. Tal vez, si abrimos las ventanas lograremos que también huela mejor.
—¡Maldita sea! ¿Quién demonios es usted?
Mary tragó saliva cuando se giró a mirarlo. Jimmy se había incorporado en el lecho, apoyado sobre los codos. Las sábanas habían resbalado hasta su cintura y mostraba un torso desnudo, de pronunciados músculos y suave vello rubio. Aún podía distinguir los colores amarillentos y verdeazulados de los cardenales que lucía. La miraba con los ojos entrecerrados y una expresión que la hizo temblar. Aquel hombre no guardaba ningún parecido con el niño que había conocido años atrás. Pero ella no se hallaba allí como amiga, sino como enfermera. Enderezó la espalda y le devolvió una mirada serena.
—Soy enfermera y…
—Lárguese de aquí ahora mismo. —Su tono sonó mucho más temible cuanto que no había gritado las palabras—. No necesito una maldita enfermera, ¿me oye?
Tenía la lengua seca como un trozo de madera y la cabeza como si se la hubiesen rellenado de algodón. Le dolían todos los músculos de la espalda, ya que le resultaba imposible girarse solo mientras dormía y había rechazado que uno de los sirvientes pasase la noche con él por si necesitaba algo. Odiaba la humillación que suponía tener que recibir ayuda, y mucho más si se trataba de una mujer.
Se impulsó hacia atrás y apoyó la espalda contra el cabezal de la cama mientras observaba a la joven. Era bonita, a pesar del horrible vestido gris que llevaba, y poseía una buena figura de cintura estrecha. Su rostro ovalado no mostraba las señales propias de las mujeres que se criaban en los barrios bajos de Londres, al contrario, su piel se veía sonrosada y sus ojos negros no mostraban esa tristeza y temor que parecía cuajar en las almas perdidas del East End. A pesar del placer que le suponía la visión, le molestó que ella siguiese allí de pie, mirándolo en silencio.
—¿Acaso eres sorda, mujer? —le espetó furioso. Se pasó las manos por el cabello rubio, rogando porque remitiese la insistente pulsación que latía en su cabeza. Necesitaba un trago, seguro que así se le pasaría. Se giró hacia la mesilla y frunció el ceño—. ¿Qué…?
—La he tirado —comentó Mary al ver lo que buscaba, y se alegró de haberlo hecho. No iba a dejar que Jimmy arruinase su vida con el alcohol por no aceptar el dolor de la realidad que lo ataba a aquella cama.
—¿Que has hecho qué? —El grito ronco hizo que su corazón se detuviese un instante y luego comenzase a latir a una velocidad incontrolable, pero no dejó que su rostro trasluciese lo mucho que la había asustado—. ¡Es usted una arpía miserable! ¿Quién demonios le ha dado permiso para inmiscuirse en mi vida? ¡Lárguese de una vez o…!
Cuando Jimmy detuvo sus palabras y se aferró con fuerza a la frazada que cubría el lecho, Mary sintió una infinita compasión por él. Imaginó lo que pensaba en ese momento, que no podría cumplir ninguna amenaza porque se hallaba impedido, y comprendió la desesperación que estaría acechando su alma en esos momentos. Por eso decidió enfrentarse a él.
—Me prometiste que te ibas a convertir en todo un caballero, pero, por lo que veo, no te sirvieron de nada todos los años de estudio en Eton.
Jimmy levantó la cabeza con brusquedad y clavó sus ojos en los de la muchacha mientras intentaba descifrar sus palabras. ¿Acaso se conocían?
—¿Quién eres?
Mary dejó escapar un suspiro teatral.
—No es muy halagador que un hombre olvide a la mujer que una vez le propuso matrimonio.
El ceño de Jimmy se frunció.
—Nunca me pidieron…
—Lo hice —le interrumpió ella—. Cuando tenía cinco años.
Percibió el momento en que la comprensión lo alcanzó, pero, al contrario de lo que había imaginado, el descubrimiento no lo hizo sonreír. Vio cómo apretaba la mandíbula.
—¿Te ha mandado llamar Victoria?
Aquello iba a ser más difícil de lo que imaginaba.
—Sí.
—Pues no te necesito, ¿lo entiendes? Así que ya puedes marcharte por donde has venido.
Si Jimmy creía que ella era de las que se rendían con tanta facilidad, se había equivocado por completo. No era la primera vez que un paciente la trataba así. Aunque la mayoría de las mujeres que llegaban al hospital se mostraban dispuestas a que otra mujer las cuidase, los hombres —al menos al principio— no actuaban del mismo modo. Acostumbrados a tratar con los doctores, odiaban verse atendidos por una mujer, ya que no les gustaba aparecer vulnerables ante ellas.
—Supongo que no recuerdas mi nombre. —Era probable, se dijo. Habían pasado muchos años, y se habían despedido cuando eran todavía unos niños—. Soy…
—Mary. —Ella se sorprendió gratamente, y un agradable calorcillo se extendió por su pecho—. Eres Mary Reed.
Su tono sonó más calmado y eso le pareció una buena señal.
—Ha pasado mucho tiempo.
Jimmy la observó de nuevo. Debería de haberse dado cuenta desde el principio de que se trataba de ella. Aunque se había convertido en una mujer, seguía teniendo los mismos rasgos que lo habían perseguido en sus sueños de adolescente: unos ojos brillantes como obsidianas y el cabello como seda negra. Su nariz seguía siendo respingona y su barbilla mostraba el mismo gesto de terquedad que había tenido en su infancia, pero sus labios se veían más carnosos y deseables. Un poso de amargura se asentó en su estómago cuando se dio cuenta de lo que ella debía estar viendo en esos momentos mientras lo contemplaba: un joven desaseado, borracho e inválido. Una rabia oscura lo invadió por la humillación que le causaba verse así expuesto.
—Si lo que querías era verme, ya me has visto —declaró con dureza—. Ahora, lárgate.
Mary tomó una bocanada de aire para intentar calmar sus emociones. Estaba harta de la autocompasión en la que él se revolcaba.
—No sé en qué momento perdiste los buenos modales para convertirte en un patán zafio y deslenguado, Jimmy Marston —le espetó, con los brazos en jarras y los ojos brillantes de furia—, pero si quieres que me vaya tendrás que echarme tú mismo.
Ignoró el gruñido rabioso que brotó de la garganta masculina y se giró, dándole la espalda, para dirigirse al ventanal que abrió de par en par permitiendo que entrase la brisa.
—¿Qué demonios haces?
—Si no cuidas ese lenguaje, tendré que lavarte la boca con jabón —repuso con los dientes apretados—. Por si no te has dado cuenta, tu dormitorio parece una pocilga y huele como una, y no pienso soportar trabajar en un lugar así solo porque tú parezcas haber decidido convertirte en un cerdo.
Una furia rojiza nubló la visión de Jimmy y aspiró aire con fuerza para tratar de calmarse antes de que pudiera decir algo de lo que más tarde se arrepintiese. Estaba sorprendido de que ella lo tratase con tan excesiva familiaridad, pero, más aún, de que la compasión no tiñese sus palabras ni su mirada. Era algo que odiaba cuando la veía en los ojos de los sirvientes e, incluso, en los de sus propios padres.
—Nadie te ha pedido que trabajes aquí.
—Tus padres me han contratado —replicó, volviéndose de nuevo a mirarlo—. Trabajo para ellos y pretendo ganarme mi salario.
Jimmy apretó los dientes con fuerza. La brisa fresca de la tarde hizo que se le erizara la piel de los brazos y, en ese momento, cayó en la cuenta de su desnudez. Una sonrisa ladina se insinuó en sus labios.
—Si de verdad quieres ganarte el salario, estaría más que dispuesto a que me prestaras servicios más íntimos y placenteros —le dijo con voz suave y sensual—. Hace tiempo que no disfruto del cuerpo de una mujer y, aunque no eres mi tipo, me puedo conformar.
Sabía que se había mostrado grosero y vulgar, pero no le importó con tal de que ella abandonase su dormitorio y la mansión, a ser posible, para siempre. Era la primera mujer que veía la vulnerabilidad del estado en que se hallaba, puesto que no había permitido que ninguna de las sirvientas entrase en la estancia, y el hecho de que fuera ella lo humillaba profundamente.
Mary sabía lo que Jimmy intentaba hacer con su actitud y procuró que sus palabras no la ofendieran, aunque no pudo evitar que un pellizco de dolor le mordiese el corazón. De niña había fantaseado con casarse con Jimmy, volcarían el uno en el otro todo el amor que no habían recibido de sus padres, tendrían una casita en el campo y muchos hijos. El hecho de que al crecer comprendiese la inutilidad de sus sueños no significaba que no se decepcionase al saber que no la consideraba ni siquiera un poco atractiva. Sin embargo, no estaba dispuesta a que él lo notase.
—Siento que te encuentres tan necesitado, pero tú tampoco eres mi tipo, así que tendrás que buscar compañía en otro lado.
Él bufó al escuchar su contestación. Sin embargo, no replicó. La observó mientras trataba de ignorar la punzada que, como un cuchillo afilado, había atravesado su corazón. Ninguna mujer se fijaría en él, ¿quién querría cargar con un inválido?
—¿Lo hiciste? —le preguntó en un tono tan bajo que Mary apenas lo escuchó. Se volvió hacia él con curiosidad.
—¿El qué?
—Casarte con Peter.
La intensidad de su mirada azul la puso nerviosa. Le pareció ver en esta una tristeza profunda y, sobre todo, un sentimiento de derrota y desesperanza que le apretó el corazón. Como había dicho lady Eloise, Jimmy necesitaba que alguien lo sacara de ese pozo oscuro, y ella se impuso a sí misma la tarea de lograrlo. Se centró en lo que le decía.
—Casarme con… —La confusión provocada por sus palabras se esfumó cuando recordó el último encuentro con Jimmy en Angels House. Estaba molesta con él porque se marchaba y no volvería a verlo; por eso le dijo que se casaría con Peter en vez de hacerlo con él, ya que prefería a un hombre trabajador a un señorito. Nunca se habría imaginado que Jimmy se enfadaría tanto, y le había dolido separarse así de él. Sacudió la cabeza en respuesta a su pregunta—. No, no lo hice. Peter se casó con Jane, una joven maravillosa.
—Como dijiste que…
—Tenía siete años, Jimmy —respondió, dirigiéndole una sonrisa sincera y deslumbrante que hizo que él retuviese el aire en sus pulmones por unos segundos. Mary lo miró y decidió confesarle la verdad, aunque no fuese completa—. Me dolió que te marchases a Eton. Sabía que no volvería a verte y que perdería a un buen amigo.
—Pues, por lo que veo, te las has arreglado muy bien sin mí. Tienes un buen trabajo, amigos, y supongo que hasta un prometido o un esposo —tanteó.
Ella sacudió la cabeza.
—Mi trabajo en el hospital es demasiado exigente y no me deja tiempo para formar una familia, aunque he recibido numerosas propuestas de matrimonio —añadió con un brillo de diversión en sus ojos al recordar a sus pacientes.
Jimmy frunció el ceño al notar el nudo que se le había formado en el estómago. Su reacción ante las palabras de Mary era exagerada. Al fin y al cabo, lo suyo había sido tan solo un enamoramiento infantil. Él mismo había estado con muchas mujeres, aunque solo había deseado proponerle matrimonio a una. Pensar en Hester hizo que renaciera la furia en su interior. Ella se había casado con un conde muy rico que le llevaba al menos veinte años, y al que había podido manipular a su antojo. Se decía que la dama había tenido numerosos amantes, y que el conde, enamorado por completo de su joven esposa y dolorido por su actitud, se había quitado la vida. Había también quien opinaba que había sido ella quien había envenenado a su esposo. Fuese cual fuese la verdad de los hechos, lo cierto era que Hester se había convertido en una viuda acaudalada.
Alejó esos pensamientos y volvió a centrarse en Mary.
—Hablaré con mis padres. No tienes por qué dejar tu trabajo en el hospital, yo no necesito una niñera.
Jimmy siguió los movimientos de la joven mientras se acercaba a la cama. Se detuvo tan cerca de él que pudo oler el aroma a jabón y a flores que emanaba su piel. Lo miró con tanta atención que lo puso nervioso.
Mary se obligó a sí misma a permanecer al lado del enorme lecho y continuar con su juego, aunque le estaba costando mucho permanecer indiferente ante aquel torso desnudo. Sus músculos cincelados podrían haber servido como modelo para una lección de Anatomía, y los dedos le hormiguearon, impulsados por la tentación de probar si eran tan duros como parecían. Se reprendió a sí misma por tales desvaríos.
No entendía por qué se sentía así, ya que Jimmy no era, ni mucho menos, el primer hombre que veía desnudo. Su trabajo en el hospital le había proporcionado más conocimiento del cuerpo masculino de lo que habría deseado, y Margaret siempre se reía de ella por ser tan pudorosa. A pesar de todo, percibía una diferencia; quizá se debiera a que ya conocía a Jimmy de antes.
Sin hacer caso de las sensaciones que experimentaba, se inclinó un poco más hacia él, casi hasta percibir el calor que fluía de su cuerpo, y olisqueó el aire.
—A juzgar por cómo hueles y por el desaliño de tu aspecto, con ese cabello largo y esa barba crecida, yo sí creo que necesitas una niñera —replicó.
El movimiento fue tan sorpresivo que dio un respingo cuando él la aferró con fuerza por la muñeca. Sus dedos se clavaron en su carne tierna con dolor y apretó los dientes para no dejar escapar un gemido.
—Te divierte, ¿no es verdad? —le espetó con rabia—. ¡Oh, sí! Has dicho, «vamos a jugar con el pobre inválido, ya no es un caballero, ni siquiera un hombre». —Una risa ronca y desagradable brotó de su garganta, y Mary se estremeció por el dolor que ocultaba—. Soy solo un despojo humano que no puede hacer nada por sí mismo. Tienen que bañarme y vestirme como si fuera un niño. ¿Eso es lo que quieres hacer tú? ¿Convertirme en tu juguete, como si fuera tu muñeca Sally?
Mary trastabilló cuando él la soltó con brusquedad. Evitó masajearse la zona por donde él la había retenido, aunque le dolía bastante y sentía una pulsión latente en la carne maltrecha. Comprendía su reacción, pero, aún así, permitió que la furia la dominase. Una furia que iba dirigida hacia la autocompasión que Jimmy sentía por sí mismo y hacia su espíritu de derrota.
Se echó hacia atrás y lo miró con dureza. El pecho masculino subía y bajaba preso de la agitación y la rabia.
—¿Sabes qué, Jimmy? He conocido hombres a los que tuvieron que cortarles las dos piernas, hombres que se quedaron ciegos o sin un brazo, y todos ellos salieron adelante y retomaron sus vidas porque tenían algo por lo que luchar —le dijo. Su voz restallaba como el trueno en la tormenta en medio del silencio de la habitación—. Me da lástima saber que tú no tienes nada por qué hacerlo, que tus padres y la maravillosa familia que tienes y que tanto te ama no sea suficiente para que luches por ellos. —Respiró hondo, y a pesar de ver en su rostro que sus palabras le habían desagradado, continuó—: Debería marcharme y dejar que siguieras revolcándote en este estado miserable que tanto te complace, pero no pienso hacerlo. Puede que tú no creas ya en ti mismo, pero yo sí creo en ti, Jimmy Marston.
Se dio la vuelta y, con toda la calma de que fue capaz, se dirigió hacia la puerta que comunicaba con su dormitorio y cerró tras ella.
En cuanto se supo lejos de la mirada masculina, se apoyó temblorosa contra la pared y permitió que lágrimas de rabia y de tristeza se deslizasen por sus mejillas hasta vaciarse por completo de la pena que acongojaba su corazón.
Se quedó allí un rato, rodeada por el silencio, roto de vez en cuando por el estrépito de algún objeto que se rompía al otro lado de la puerta. Cuando ya no se escuchó nada, se permitió a sí misma moverse. Eliminó el rastro de las lágrimas con el agua tibia del lavamanos y se tumbó sobre la cama.
Se sentía cansada. Desde que había comenzado a trabajar como enfermera, se había dedicado en cuerpo y alma a los pacientes, sin permitirse tener una vida propia, y la lucha constante contra sus quejas y lamentos y el deseo de morir que muchos de ellos experimentaban habían horadado su alma poco a poco. Un estremecimiento recorrió su cuerpo, aunque se temía que el frío procedía más bien de su interior. Cerró los ojos un instante con el deseo de que el sueño la alcanzara para poder olvidar.
Había comenzado una nueva lucha, y ella había perdido el primer asalto.