He aquí la historia, un poco triste, de una escoba nueva que, desvirtuando lo que sentencia la trillada frase, barría mal. En realidad, “muy mal”.
No realizaba con eficacia la labor para la cual la había inventado la humanidad. De manera que aquellas superficies que intentaba limpiar –– por muy diestra y diligente que fuera la mano que la dirigiera –– quedaban, inevitablemente, con la misma cantidad de basura acumulada.
Y como si ello no bastara para contrariar a la sufrida ama de casa que la utilizaba, parecía haber renunciado a su postura erguida y con frecuencia había que levantarla del suelo.
Decepcionada, la mujer no dejaba de renegar y maldecía la hora en que se le había ocurrido comprar esa escoba inútil. Hasta que un buen día no soportó más y decidió arrojarla a la calle.
Un niño que pasaba por ahí la recogió, la llevó a casa y le dio la forma de un alado caballo de madera, con el que comenzó a pasearse, mañana y tarde, galopando –– ¡clac, clac, clac! –– por las vastas praderas de la imaginación.
Ésta es, en apenas unas pocas palabras, y con la ayuda de una mujer y un niño casuales, la que podría tomarse como el acercamiento a una nueva teoría sobre por qué algunas personas han llegado a aborrecer de manera definitiva los lugares comunes.