Hay un hombre sentado en una esquina cualquiera de la ciudad. Ha permanecido allí durante horas y horas. Nadie advierte, al pasar, su cuerpo recogido. Tal parece que a él eso es lo que menos le importa: no reclama una mirada, no pronuncia una sola palabra, no tiende la mano. Simplemente sigue allí, impasible, y hasta se diría que, sin ver, sin oír.
Poco a poco el hombre se ha ido sumando al paisaje de la esquina. Ahora apenas se nota. No hay un gesto de asombro, no hay sorpresa entre los transeúntes. Es como si la esquina, con sus paredes manchadas por el tiempo, hubiera concertado con él hacerle parte suya. En adelante, este punto del vasto universo sólo existirá con el hombre. Si se levantara, si diera unos cuantos pasos y se perdiera por la primera calle, echaríamos de menos su presencia, comenzaríamos a preguntar en seguida hacia dónde ha marchado. Pero no hay aquí lugar para los sobresaltos: su figura sigue allí, como agregada a la porción de oscuridad que empieza a cubrir la esquina.
No hay sufrimiento, no hay dolor ni angustia en él. Ninguna razón que nos mueva a acercarnos, menos a afligirnos. Nada que nos obligue a bajar la voz, ninguna pena que importunar. Ni siquiera deja un resquicio para que finjamos piedad. Sólo hay un hombre sentado en la esquina. Eso es todo.