La noticia causó verdadero revuelo en aquella tranquila comarca: se rumoraba con insistencia que, en las afueras, en una población casi olvidada, habitaba un extraño hombre. Los diarios (que como es habitual no publicaban nada importante ni fuera de lo común) informaron del hecho con grandes titulares. Pero, ¿dónde radicaba la singularidad de aquel hombre? ¿Era acaso un ser anormal, lleno de desagradables malformaciones congénitas?; ¿poseía tal vez un raro don para alterar el orden de las cosas ante la mirada perpleja de quienes lo contemplaban? Pues no, ni lo uno ni lo otro.
La gran romería que comenzó a frecuentar aquellos lares se encontró con un hombrecito un tanto retraído en el que no destacaba nada en particular.
Como era de esperarse, en esta primera oportunidad los curiosos se sintieron defraudados, y culparon del engaño a los directores de los nacientes diarios, empeñados por aquella época en aumentar, a costa de lo que fuera, sus irrisorias ventas. Y no pudieron evitar cierta desazón al recordar el largo y accidentado viaje que tuvieron que hacer para llegar hasta allí. Poco después, sin embargo, su interés se vería recompensado: por boca de los más allegados al hombre comenzaron a enterarse dónde estribaba, en realidad, la singularidad de aquel ser. Así, obtenían de primera mano lo referente a tan particular existencia, causa del asombro de los habitantes de la remota villa que un día cualquiera alcanzó las primeras planas. Su sorpresa iba en aumento a medida que se enteraban de los pormenores más íntimos del personaje. ¡Era cosa de ver el rostro que ponían cada vez que se agregaba un retazo a la vida de aquel extraño ser!
Se trataba de un hombre del que todos afirmaron que no se le conocía ninguna forma de vanidad. Jamás había mentido ni se había obsesionado por las tenencias materiales. Bagatelas: eso eran para él los bienes de este mundo. ¿No alcanza esto a definir cabalmente la personalidad de este hombre? Pues, por otro lado, se agregó con vehemencia que tampoco sus días habían sido aguijoneados en ninguna ocasión por la envidia o los celos. Sin sobresaltos, guardando perfecto equilibrio al marchar sobre esa cuerda en cuyos extremos están situados el Bien y el Mal, y rodeado de una absoluta sencillez (que algún periodista impertinente se atrevió a calificar de “insana austeridad”), de esta forma había estado viviendo este hombre desde que vino al mundo. Y no renegaba de su humilde condición ni anhelaba poner un pie en un escaño superior de la absurda escala que ha establecido la sociedad.
Según contaban, este hombre no hacía más que gastar sus horas en la simpleza de las labores caseras. Permanecía, por así decirlo, como anclado en su tranquilo universo, desprovisto de maledicencia contra ninguno y de afán por la gloria, que para él siempre fue vana e insustancial. Y si bien es cierto que el hombre nunca alcanzaría a entender el desmedido interés de quienes visitaban su casa, verdad es que tampoco sentía desconfianza, aunque quien se acercara a tocar su hombro fuera el más vil e inescrupuloso de cuantos existían.
Pero como de todo suele haber en la viña del Señor, tampoco faltaba el que, empujado por alguien, apenas si merodeaba un rato por el lugar y se alejaba con inocultables gestos de incredulidad en el rostro.
A la postre, el interés que por algún tiempo había suscitado el pueblo donde vivía el hombre fue mermando poco a poco y su nombre –– Q –– se fue diluyendo en la memoria hasta volver a ser un punto más de la vasta cartografía de valles y montañas de aquella tranquila comarca.
Del hombre de la noticia se supo que murió a muy temprana edad. Al enterarse, alguien manifestó que no valía la pena que hubiera desaprovechado su existencia empeñado en ser tan solo un hombre bueno.