Madre naturaleza

Las plantas crecen de su cuenta. Nadie ve cómo ni en qué momento.

Su crecimiento es una acción pasada.

Juan Calzadilla

Cierto día, a muy tempranas horas de la mañana, un hombre descubrió que a través de una de las muchas grietas del rústico piso de su vivienda comenzaba a brotar una pequeña planta. Sonrió con ingenuidad y ternura mezcladas, se maravilló del hecho. Como si desde la fibra más íntima de su ser sintiera esa vocecita que tiene la conciencia susurrándole que, entre tantos hombres, la Madre Naturaleza le había elegido a él testigo de excepción de lo que a todas luces debía considerarse un hecho particularmente extraño.

 

Invadido de una felicidad desbordante y contagiosa, el hombre puso fin al sueño de su mujer y de sus hijos con un destemplado grito. Ante el apremiante llamado, se vistieron con lo primero que hallaron a la mano, y helos ahí, soñolientos aún, terminando por ceder también al arrobamiento que provocaba contemplar el verde intenso y natural del minúsculo tallo y de las pequeñas hojas ––señalados ahora por un tembloroso dedo índice–– que empezaban a irrumpir en medio de los pocos y viejos enseres que por años habían ocupado la sala familiar.

 

En la escena hubo sonrisas, abrazos, ocurrencias y, sobre todo, una tajante decisión, comunicada por el hombre con el ceño fruncido y con vehemencia: por ningún motivo la planta debía ser arrancada y, en adelante, observando un horario riguroso, debía ser regada y cuidada con esmero por cada uno de los miembros de la familia.

 

En medio de las alegres voces que se escuchaban, una de las mujeres de aquel hogar determinó que ella se encargaría de participar la buena nueva al vecindario, con el que, al parecer por una arraigada costumbre, se compartían por igual venturas y desgracias.

 

Por supuesto, la providencial medida empezó a ejecutarse cada mañana. Antes de la entrega a su diaria rutina y con una cándida sonrisa, a nuestros personajes se les veía derramar sobre la planta un agua abundante y fresca que la hacía espigarse de una manera que alguien calificó después como “vertiginosa e inimaginable”. Era evidente que realizaban aquella labor de buena gana, con la fruición que producen los actos voluntarios pero triviales, ésos que se incorporan con sencillez a nuestras vidas, sin que lo notemos y sin que medie ningún esfuerzo.

 

Cabe pensar que por algún tiempo aquella familia encontró de esta manera su correspondiente ración de felicidad, y a ningún dios, por más rencoroso que fuera, le estaba dado escamotearla. En esta ocasión, los consejos de la prudencia han debido encaminarse hacia todos los dioses para que mantuvieran alejadas de allí sus manos torpes.

 

Sin embargo, tener una planta en medio de la sala devino con los días un hecho dispendioso, que demandaba un sinnúmero de pequeños esfuerzos a los que casi nadie está dispuesto a acostumbrarse. Porque había que tener en cuenta que se trataba de una higuera (“Ficus carica, ramas gruesas, grisáceas y hojas caedizas palmeado-lobuladas”) que no cesaba de crecer y que empezó a causar enormes grietas en las paredes y en el ya de por sí agrietado piso de la vivienda. De modo que el hombre no dudó en decidirse a arrancarla de cuajo y olvidar el asunto. En esta escena sí que venía bien aquella frase que habla de “cortar de raíz” un problema. Era, ni más ni menos, lo que este personaje se disponía a hacer.

 

Pero ¿cuándo llevaría a cabo este plan que no necesitó de concilios ni asambleas? En su fuero interno decidió que no había mejor día para ello que el domingo, día consagrado por costumbre al asueto. Pensó que esa labor reuniría de nuevo a la familia entera y tendrían así un momento de solaz. Era aquélla una familia a la que acicateaba desde hace algún tiempo el deseo de realizar cuanto antes algunas mejoras a esa humilde casa en que habían ido amasando el sueño de un porvenir más próspero. ¡Ah, quién sabe cuántas veces se habrían imaginado libres del lastre que significa la pobreza!, calamitosa sombra que vieron erguirse sobre sus cabezas desde que tenían memoria.

 

Nunca antes, sin embargo, hubo una decisión más tardíamente tomada: la previsible y sistemática labor de destrucción iniciada por la planta desde tiempo atrás (quizás desde el momento mismo en que el hombre la descubrió y le sonrió con ingenuidad y ternura), encontró su final aquella noche. Paredes, vigas y techo se vinieron abajo y estuvieron a punto de sepultar los cuerpos de quienes alguna vez conocieron la dicha gracias al hermoso acto de ver crecer una planta.

Como era de esperarse, de los sueños y las sonrisas pasaron a una rabia sorda y visceral que no hallaba sobre qué estallar, puesto que a su alrededor no había nada.

 

Mientras removía los escombros a los que acabó reducida su casa, al hombre se le oyó maldecir y referirse con amargura a la Naturaleza como una madre despiadada, a la que no conmueven las noticias que le llegan acerca de la suerte adversa que ha corrido alguno de sus hijos.