–– Un cuarto en el que al entrar todos nuestros recuerdos quedan abolidos de manera definitiva…
–– Es decir que al salir de allí sería como volver a comenzar la vida, pero sin la carga de la memoria.
–– Ahora caigo en la cuenta…
–– ¿A qué te refieres?
–– Cada vez que nuestros mayores se refieren a ese lugar lo hacen con mucha discreción, bajando la voz como si se hablaran de una penosa enfermedad.
–– En una ocasión, llegué a creer que tan solo se trataba de aquel rincón adonde iban a parar los trastos inservibles…
(Cuarto de san Alejo es como le llaman en algunas partes a esas habitaciones que nadie ocupa, y en las que se suelen amontonar los objetos más disímiles: un libro y un colador desfondado, unas chancletas gastadas y un descascarado jarrón. Pero no viene al caso para esta historia, así que sigamos el hilo de la conversación de los dos personajes.)
–– Pues bien, ahora ya sabes que existe, y es el que permanece siempre con la luz apagada.
–– Claro, porque el olvido es eso: una luz que se apaga y nos deja en tinieblas.
–– Debe ser por eso que la tía Bertha siempre sale de allí con el rostro manso, tranquilo, como aquel que está condenado a muerte y de repente le dicen que no, que su pena ha sido levantada y mañana mismo va a regresar a su casa.
–– Deja de estar leyendo tanto a Truman Capote…
Hubo sonrisas. Encendieron los cigarros, algo húmedos por el sudor, que llevaban desde hacía rato en las manos. Los fumaron con fruición y prosiguieron su charla pausada, lenta, de quienes no tienen ningún apuro ni creen en lo trascendental.
–– ¿Te acuerdas de Isabel, aquella muchacha sobrina de nuestro profesor de Historia Patria que únicamente veíamos en vacaciones de diciembre?
La pregunta había brotado con algo de soterrada ingenuidad, pero fue aceptada sin reticencia pues parecía inevitable entre los dos.
–– Sabes bien que la amé como no he vuelto a hacerlo con nadie y que sufrí su absurda muerte. Pero, ¿por qué la mencionas?
–– Lo has dicho: sufriste mucho cuando ella murió y todos en casa estuvimos muy preocupados por tu salud. Si por aquellos días hubiéramos sabido la existencia de ese cuarto…
La idea le pareció sencillamente abominable, pero no lo manifestó. Al fin y al cabo, él desde muy joven había asumido que las heridas que inflige la vida son el único patrimonio con el que se cuenta. El resto (y el resto en él no eran más que libros, cuadernos, botellas de licor) lo iba recogiendo y dejando uno por el simple azar de la vida.
–– Ten en cuenta que también se corre el riesgo de olvidar las cosas buenas, las canciones y poemas que hemos atesorado desde que aprendimos a leer, el color de los paisajes que amamos.
–– Como sea, sabes que son más los recuerdos que nos duelen. Así que al entrar a ese cuarto la balanza se iba a inclinar siempre a favor. Admite que son pocas las ocasiones en que se es plenamente feliz.
–– No lo discuto, pero aun así siento que olvidarse de lo que uno ha sido es, más o menos, como morirse en vida.
Habían dado con el lugar casi por azar, después de ir atando pequeños cabos sueltos que sus familiares iban dejando en la hermética cotidianidad de una familia en la que la mayoría vivía por fuera gran parte del día y las normas eran inflexibles. Una era: los niños no hacen preguntas.
Pero ellos habían dejado de ser niños, sin que los demás se percataran y sin que eso constituyera un motivo de asombro para ellos mismos. Fumaban a escondidas, leían revistas prohibidas, conocían la dulzura y la hiel de enamorarse, en fin.
––… si te digo que no quiero entrar, no es porque tenga miedo. Simplemente, no me interesa esta aventura.
–– Pues no creo que vaya a tener mayor efecto, si sólo tardamos unos segundos. Además, no creo que tengamos otra oportunidad, pues ayer vi cuando papá y el tipo del otro día firmaban los papeles de la venta de la casa. Papá recibirá el dinero en cuestión de días y para el próximo fin de semana tal vez volvamos a estar solos, pero no en este lugar.
¿Le mentía? Por momentos así lo pensó. Ese apremio por entrar a un cuarto vacío, del cual hacía poco que habían retirado sus últimos atractivos –un viejo piano y una colección de revistas sobre animales–, ese afán inocultable en la voz que parecía encubrir otras motivaciones que él no alcanzaba a descifrar… Por momentos olvidó que el que le hablaba era su hermano y se resistió a dar el paso hasta que, por su propia iniciativa, tomó en las manos el pomo de la cerradura y dijo:
–– Está bien, entremos. No se te vaya a dar por decir que tuve miedo y que por mi culpa nos quedamos sin averiguar algo muy importante. Pero en seguida te digo que voy a estar únicamente un rato, pues ya es casi la hora de mi clase de pintura.
La respuesta a aquel requerimiento fue una sonrisa amplia y unos ojos que se iluminaron como nunca antes los había visto hacerlo. Entonces, abrieron con mucho cuidado la puerta y entraron en la penumbra de la amplia habitación que estaba en la parte final de la casa y colindaba con el patio de los Gómez Fernández. Las paredes estaban vacías y en el ambiente no se sentía ningún olor, ni siquiera el que despiden los lugares encerrados y llenos de trastos herrumbrosos. Cada uno empezó a andar con parsimonia por su lado y con los brazos extendidos, como si temiera tropezarse.
–– ¿Marcos? –– se escuchó, débil, una voz ––. Marcos, ¿sigues ahí?
El otro no respondió. Y no tenía por qué hacerlo, pues aquélla no se le parecía ni remotamente a una voz familiar. ¿Y quién era ese Marcos por el que se indagaba? Más bien, pensó, debía salir cuanto antes de allí. El lugar, sin duda, se le hacía peligroso, sobre todo con aquel desconocido que no dejaba de mirarle mientras se afanaba en ocultar entre las manos el brillo opaco de un metal.