DOS MUSEOS BELGAS

Si no hubiera todo lo demás (que al revés de Diego Rivera en su ridículo mural De lo que México dio al mundo, no voy a enumerar: ¿y el resto, todo lo demás que el mundo dio a México, dónde ponerlo?), dos cosas justificarían a Bélgica, dos museos: el Bois de la Cambre y el de Beaux Arts.

El bosque, que debo atravesar veloz en mi Fiat 600 cuatro veces al día yendo y viniendo del trabajo, es un museo vegetal en que los plátanos europeos se exhiben junto a tilos y laureles y almendros y abedules y hayas y castaños y sicomoros o plátanos falsos y cedros y alerces y toda clase de pinos y abetos y siempreverdes, y recorrerlo es una fiesta vegetal vertiginosa, hecha y conservada por ese asesino de árboles que es el hombre.

El museo de Beaux Arts es tan modesto como toda Bélgica, y al verlo desde la calle con su árida arquitectura nadie sospecharía que esconde tantas bellezas, tanta emoción encapsulada, comenzando por el hermafrodita que descansa en un rellano de la escalera, ofreciendo al ascendente visitante su anatomía femenina desnuda y reservando sus partes protestantes para la pared pasiva. Luego, arriba, entre el sorprendente Rogier van der Weyden o Roger de la Pasture y su retrato del Gran Bastardo de Borgoña, la Venus de Mabuse con sus curvilíneas carnes más rubensianas que en la obra maestra de Rubens en Amberes, Adriaan Brouwer y su hombre orinando que recuerda a Teniers, que dicen que siempre pintaba un meador en sus cuadros de tabernas, como en su Jugadores de cartas ahí al lado, que casi parece una partida de póker de un oeste, Rubens y su estudio de la cabeza de un negro, que es uno de los primeros dibujos de una cabeza africana y una obra maestra repetida en los billetes belgas de quinientos francos para desespero de falsificadores y racistas (¿será algún día un billete como éste de curso forzoso en Sudáfrica?), y Bruegel el Joven, llamado El Terciopelo, con sus joyas y flores como joyas, y antes de pasar a la obra maestra entre las obras maestras hay que acercarse con mucho cuidado a ese retrato de una niña sonriendo que a cinco metros se vuelve grave, a tres metros está compungida y a un metro se ve que una lágrima le corre eterna y silenciosa queriendo caer hasta un pájaro muerto para siempre entre sus manos, y que, justamente, es un cuadro anónimo varias veces: no se sabe ni se sabrá nunca quién fue su autor ni quién es esa niña que lamenta con un acento más inmortal que el célebre poema catuliano la muerte de su pájaro favorito, ni se sabe qué mano debajo de la mano determinó esta elegía fuera del tiempo y del espacio pictórico y del tiempo y del espacio de la historia. Pero estas obras maestras no son más que estaciones para llegar a Bruegel el Viejo. No quiero hablar de su Hombre que bosteza ni del Censo en Belén ni de su Caída de los ángeles rebeldes en que sus Opstandige Engelen forman una trama eterna de maldad monstruosa, sino de otra caída menos populosa pero más significativa para el mito y para la literatura, La caída de Ícaro.

El cuadro es en realidad una combinación de marina y escena campestre. En la marina unas carabelas aparecen ancladas y otras están a punto de largar velas rumbo a un poniente que se ve al fondo casi oculto por el horizonte alto. Hay un paisaje escarpado a la derecha, y a la izquierda se vislumbra una ciudad blanca como Babilonia. Hay movimiento en su puerto y un supuesto bullicio en sus calles.

El paisaje bucólico está, como siempre en Bruegel, en función del trabajo campestre, de la agricultura y del pastoreo. El pastor atiende a sus ovejas y el labrador ara con esmero. No lejos del labriego y a sus espaldas hay un muerto en unos matorrales, y esta escena no es más que una ilustración del viejo proverbio que dice que no hay arado que se detenga por un hombre muerto. Aparecen otras figuras humanas atendiendo a sus menesteres: un pescador pescando, marinos haciéndose a la mar.

En el extremo inferior derecho del cuadro, como si fuera parte de un nadador inexperto, se ve una pierna luchando contra una zambullida desastrosa y, ya en el agua, el reflejo de otra pierna. Es Ícaro caído, acabado de caer, cayendo todavía, pero ahora en el olvido o, peor, en la ignorancia total. Todos en el cuadro lo han olvidado o no pueden siquiera recordarlo porque no saben que existió. El único de los posibles espectadores de su caída que mira al cielo, el pastor, lo hace en dirección contraria y dándole la espalda al evento. Nadie sabe que acaba de ocurrir un desastre, más que histórico, eterno porque pertenece a la memoria humana, el mito, y volverá a ocurrir una y otra vez. Nadie, excepto, por supuesto Bruegel l’Ancien.

Otro escritor, otro visitante del museo, ha dedicado unos versos a este instante, a este cuadro inmortal. Comienza el poema diciendo que los antiguos sabían mucho de estas cosas.