Curioso que ese misógino belga y victoriano de origen inglés que no parecía amar a nadie más que a sí mismo (nunca en sus ochenta años largos se casó o mantuvo una modelo amante y era hombre de tan pocos amigos, como migas), casi en un determinismo psicológico de su nombre pronunciado a la francesa (J’aime son sort) y que prodiga en sus cuadros y grabados su cabeza peligrosamente parecida a la del conde de Montesquieu, llevando en una ocasión ¡un sombrero de plumas!, pero a veces servida cercenada en una bandeja, como un Bautista propicio y desdeñoso, a los críticos gordos y glotones que esperan ansiosos, cuchillos y tenedores en ristre, al fondo del dibujo, curioso digo, o mejor, repito, que entre su constante parada de máscaras que ocultan más caras, de esqueletos peleones que apalean peleles pusilánimes, de desfiles de Cristos entrando por Bruselas entre el bullicio y el jolgorio enmascarado, de comisiones fallidas de un retrato de una dama que se convierte, ante el rechazo femenino ofendido, en una caricatura bigotuda de sí misma rodeada ahora por una circunstancia de caretas más humanas, de una crueldad de polichinelas que conocen íntimamente a los monstruos del Bosco y de Bruegel, de ese fárrago fogoso de bañistas que empuercan promiscuos las playas y los prados, de viejas verrugosas y pintarrajeadas como carátulas, cacatúas, caricatos, de mercaderes que compran y venden el templo (¿del arte?) a toda hora sin que nadie los expulse de su farsa de fariseos flamencos, de filisteos, de disfraces lívidos y grotescos con que enmascarar la realidad del fin de siècle visto (y reproducido) como fin del mundo, siguiendo y precediendo a su compatriota Huysmans en un pesimismo, aprendido d’après la lettre mallarmeana, en que la cara y la carne son igualmente tristes, donde la única serenidad posible está encarnada por la imagen apacible del padre leyendo un libro entre sombras crepusculares, pero curiouser and curiouser! que la sola luminosidad sensual de un día de verano belga viene dada por el doble desnudo de dos bañistas, solas en su cuarto, secando sus cuerpos coritos y vanamente voluptuosos en una toilette casi cómplice mientras miran desvergonzadas por entre toallas veladoras y miembros descaradamente desnudos al pintor como si fuera una cámara carnal, y desmintiendo (a pesar de la ambigua anatomía que las hace aparecer casi efébicas o andróginas) en su femenina franqueza su edad, diciendo que sí con sus poses al tiempo que exclaman mudas con sus cuerpos inocentemente culpables, impúdicas pero impúberes, como modelos de ese tartamudo fotógrafo contemporáneo, deformadas mucho antes de estar formadas, corrompidas sin haber sido maduras, protestando demasiado: «¡Pero, por favor, si apenas tenemos diez años!».