FANTASMAS DE SU SIGLO

Edmund Wilson no parece quejarse de nuestra escasa literatura con fantasmas, pero lo consigna. Dice que la explicación está en la luz eléctrica, que nuestros abuelos veían fantasmas confundidos por las sombras de las luces de vela, quinqué o gas. Se ve bien que Wilson no ha sentido nunca miedo a las doce del día el 15 de agosto de 1953. Es probable que en su vida Wilson tenga oportunidad de sentir miedo a las doce del día 15 de agosto de 1953, pero de tenerla sabría que puede haber fantasmas bajo cualquier luz, mismo las de tungsteno. Es más, hay fantasmas bajo las luces Kleig, capaces de alumbrar mil candelas. Cada luz, por supuesto.

Además, nuestros fantasmas son otros.

La verdadera literatura de terror del siglo XX no está en los cuentos con fantasmas, sino en los testimonios políticos. Pero, si lo que se quiere son cuentos de aparecidos, ahí está la ciencia-ficción.

Dice o creo que dice Thomas Mann que es un pobre destino quedar reducido toda la eternidad a repetir un gesto fantasmal: la sombra que pasea por la explanada, la mujer de blanco que abre una puerta y sonríe, el elemental que apenas se manifiesta contra un muro. Pero, ¿no es peor ser condenado a la nada?

Entre ser un fantasma local y ser nada siempre escogería ser un fantasma. Es mejor ser que ser nada.

Experiencia más que experimento hecha con Natalio Galán: un corcho, una aguja y una estrellita de papel. Se hace una veleta y se cubre todo con un vaso que hará el uso de campana pneumática. (Me acuerdo del pajarito muerto y la vela.) Se coloca todo sobre un plano a nivel, sólido. Pensar en silencio durante un rato y concentrarse hasta hacer mover la estrellita con la fuerza del pensamiento: psicokinesis. Pasamos dos, tres horas pujando mentalmente y nada. A las dos de la mañana nos dimos por vencidos y nos fuimos a dormir.

Natalio me asegura que la construcción se ha movido otras veces, en Nueva York, en Camagüey. Quizá La Habana queda en el medio.

A las cuatro de la mañana me despierto de golpe, con la certeza de una presencia extraña en la casa y un zumbido como el de un lejano ventilador en alguna parte. Enciendo la luz y voy al estudio. Enciendo la luz del estudio y miro a la mesa donde está la veleta parapsíquica. Tampoco se mueve ahora. La presencia extraña se manifiesta, sin embargo. Es M o N (no recuerdo) que viene a verme. El zumbido despertador es el timbre sofocado por la puerta de la cocina que quedó cerrada. Enciendo la luz y abro la puerta de la calle y M o N, o tal vez verdaderamente M (no recuerdo), aparece en el marco como un retrato no oval pero sí maestro de la belleza. Tal parece que habla. Habla: «Vengo de un baile y quería verte», dice ella. Pasa. Hacemos café. Le cuento la experiencia. Viene y me besa en la boca mientras bebe un sorbo de café (todavía no me explico cómo pudo hacerlo) y se echa hacia atrás para mirarme y sonreír con ternura. «Mira que eres bobo», me dice. «¿Tú crees en esas cosas?» «¿En qué cosas?», digo. «En los fantasmas y eso.» Digo que no bostezando. «Pues yo sí», dice ella, y desaparece.

Antes de que empiece a buscarla, la encuentro: había ido al cuarto. Lo que confirma que no se pueden cerrar los ojos ni para bostezar. Estaba desnuda, pero no estaba en el cuarto: no se puede acertar siempre. Sentada en la silla, en mi silla de trabajo, miraba fijamente un punto. Iba a pedirle que viniera al cuarto, cuando vi la giralda dando vueltas, como un anemógrafo de vientos metafísicos. Levanto los ojos y ella miró a los míos, asombrados. «¡Vaya!», me dijo. «¿Qué te parece? La fuerza de las mujeres.» Me acordé de un dicho campesino: Más jala una crica que un par de bueyes. «Sí», le dije.

Recogió su ropa de encima de la cama y la acomodó en el closet. Apagué la luz y comenzó a amanecer y la vi surgir desde un borrón lívido hasta hacerse una forma rosada, rosa, roja, y luego larga y lenta y lúcida y después blanca blanca y finalmente volvió en ondas cada vez más amplias a ser una nebulosa que colmaba el cuarto, que es como decir el mundo que es como el cosmos.

La veleta debía dar vueltas y vueltas y vueltas, mientras ella y yo nos hundíamos por una rampa espiral sin centro.