Regresa Virgilio Piñera de Bruselas y cuenta que la ciudad es húmeda y que venera un ídolo fálico, el Manneken Pis, que «mana agua por salva sea la parte constantemente». Deduzco enseguida que el «niño que hace pipí», en las palabras de Virgilio, ese monumento nacional a la poliuria manando agua corriente día y noche, debe ser la causa primera de la humedad. Virgilio no desestima mi dictamen, sino que dice que la estatua convierte a toda la ciudad en su orinal. Luego la conversación pasa a otros temas trascendentes—París-la-CiudadLuz, Grecia-cuna-de-Occidente, España-la-Madre-Patria, etc.—y olvido a Bruselas. Años después ese tópico se vuelve mi destino: me nombran agregado cultural en Bélgica.
La primera noche en Bruselas, como conviene a un visitante—los diplomáticos no son más que residentes de paso—, del aeropuerto nos llevan a un restaurante—italiano, por supuesto—, en lo que luego conoceré como la Porte Louise, y de sobremesa somos transportados a la Grand Place, y de ese teatro barroco reconstruido con luces—nunca antes la arquitectura ha manifestado mejor su tendencia a convertirse en decoración exterior que en Bruselas—caminamos todos, guiados por el amable anfitrión cojo, hasta el emplazamiento del Manneken Pis, que uno de los acompañantes se empeña en apodar Mammeken, con humor previsiblemente cubano. Compruebo, sin sorpresa (o tal vez con reverencia suprema por los mecanismos de la memoria), que Virgilio no exageraba las dimensiones míticas de esta venerada representación fálica, sino sus dimensiones reales: el Manneken Pis es una estatuica poco más grande que una tanagra, casi como un angelote de imaginería. En ese momento se me ocurre que Bruselas tiene dos héroes excrementales: Baudelaire, que un día se cagó (metafóricamente) en ella antes de sucumbir a la apoplejía belga que lo fulminó, y el Manneken, este hombrecito que la orina en sentido recto. Pienso asimismo que Rabelais habría intentado que el Manneken pipiara vino; Verlaine, ajenjo; Oscar Wilde, hock y soda; Hemingway, whiskey; Bessie Smith, ginebra; Balzac, café; De Quincey, láudano; Macedonio Fernández, mate; Henry James, té; el joven Tolstoi, vodka; Tolstoi viejo, yogurt de elk; Víctor Manuel, cerveza; Anita, que está a mi lado, Coca-Cola; Miriam Gómez, café con leche, y antes de preguntarme qué querrían mis anfitriones que manara en vez de esa agua eterna que haría las delicias de Lawrence de Arabia en su infierno—un desierto sin oasis—, el viento belga cambia de rumbo el arco líquido y nos moja a todos de risa tonta y turística. Pienso en el verbo—venerar—que usó Virgilio y compruebo que mi avatar en Bélgica acaba de comenzar en este bautizo.