¡Las ballenas me aterran!
Esos huesitos que debe uno insertarse a escondidas en los más íntimos orificios de la vestimenta como supositorios sartoriales parecen actuar contra natura cuanto más imitan a la naturaleza haciendo una prenda vertebrada. O al revés, otorgando a una camisa blanca su elegancia que mata, armando un corset victoriano o un cinturón actual para rondar siempre los istmos del cuerpo—el cuello, la cintura.
Recuerdo la noche en que la ballena colateral izquierda se me partió con un chasquido de fractura de fémur junto a la yugular y al oído siniestros—para echarme a perder una cena y el paseo digestivo que iniciaba. Había venido subrepticiamente de fábrica dentro de la camisa y al oírla quebrarse inesperada sentí una punzada por localizar. Cuando finalmente di con la causa del lúgubre trac me fue imposible extraer los huesecillos partidos por más que traté mientras manejaba el carro, poniendo en peligro mi vida y, lo que era más importante esa noche, la preciosa carga blanca que llevaba conmigo. Al volver a casa, rasgué mi cuello violentamente con unas tijeras y vi, entre la sangre imaginada, caer al suelo las dos medias ballenas, pavorosas en su estéril blancura.