En Orán, frente a la bahía que era un caldero árabe desde el mediodía, mirando por evitar su reverbero (o tal vez por no tener nada mejor que hacer) cómo los automóviles, idénticos, entraban y salían del túnel al final de la Avenue Medina, me dijo ella en su voz argentina después de un silencio
que hasta ese momento creí significativo a causa de unas lágrimas y un coitus entre eructos:
—¿Te das cuenta de que todo nos ha ocurrido en la ciudad de Khámuz?
—¿Se llama así en árabe?
Me miró con impaciencia más que con sus ojos hebreos.
—No, che, de Álbert Kámus!
Pudo más la pedantería que el amor.
—Ah, Camus.
—¡Sí, sí!
Hubo otro silencio que enseguida se colmó de ruido de motores, de brisa del mar y de melismas borboteando de un radio invisible.
—¡La ciudad del extranjero y de la peste y de la nada! La ciudad de
La abandoné a su molólogo exterior de literatura y beatería y nostalgia por persona interpuesta, por poder, y me puse a mirar al sol musulmán/mediterráneo/tórrido o como se llame esa fuente de fuego de las cuatro de la tarde en Argelia, cerrando los ojos y viendo rojo, que es la mejor manera de ver la vida cuando.