En un prólogo de la edición de Seix Barral de Las amistades peligrosas se lee: «Es un castellano posterior sólo en cuarenta años al francés de Laclos», para elogiar una traducción española del libro hecha en 1822. Esta aseveración (entre otras sobre el erotismo, los jóvenes lectores, los críticos jóvenes, etc.), hecha por un crítico a menudo inteligente, no se sostiene bajo ningún examen, ya sea lingüístico (¿son el francés y el español idiomas siameses?), sociológico (la noción del erotismo como juego de salón en la Francia del siglo XVIII es única en Europa: tan única como el arte de Watteau y Fragonard que lo pinta es esta novela que lo describe), materialista histórico (las relaciones, de veras peligrosas, entre la aristocracia declinante y la pujante burguesía en Francia no tienen siquiera un remoto equivalente en la España de «cuarenta años más tarde»), pero para alguien a quien la lingüística, la sociología y cualquier filosofía no son más que formas de la literatura, para alguien que considera a la literatura como una cristalización del lenguaje, esta declaración muestra a la distancia que están la mayor parte de los escritores (críticos o novelistas) españoles de comprender los problemas del lenguaje en general y del español en particular. Desde el punto de vista del lenguaje, una traducción es siempre una aproximación y como tal sujeta a errores. Es decir, que toda traducción es de veras una traición. No hay, pues, manera de probar que una traducción de Les liaisons dangereuses hecha por un (más o menos) contemporáneo (más o menos) europeo es superior a una traducción hecha al español por un contemporáneo nuestro y americano. Esto equivale a declarar una falsificación más legítima que otra. Pero me atrevería a afirmar que una traducción actual sería más eficaz para hacer el libro asequible a los lectores actuales, que cualquier intento (más o menos) cronológico. No tengo la menor duda de que una traducción de Las amistades peligrosas hecha, por ejemplo, por Virgilio Piñera sería más acertada que esta versión española del siglo XIX. Esto explica por qué en los idiomas verdaderamente creadores cada generación tiene su versión de Homero: cada pueblo tiene el Dante que se merece. Es cierto que no hay respuesta a este problema, pero hay una pregunta—¿es el español de Cervantes equivalente literario del inglés de Shakespeare?
Si para Sterne las digresiones eran el sol de un libro, para mí las erratas son un son.
¿Cómo no amar al linotipo o lindotipo que reescribió así a Emir Rodríguez Monegal hablando del divino Alighieri:
No es necesario ser un dentista para reconocer en Paradiso la huella del gran poeta florentino.
en «Paradiso en su contexto», en Imagen, de Caracas?
Veo el pasado como una forma de locura. El futuro es amenazador o ficticio: mañana ocurre siempre hoy. Sólo el presente puede sostener la vida. Caótico, amenazado por el futuro, enrarecido de nostalgias, el tiempo presente contiene desgraciadamente demasiadas trazas del pasado y no puede detener el futuro: es decir, el presente no puede dejar de ocurrir a cada instante. Una cronología es la nostalgia hecha crónica, enferma de fechas.
La escritura es una forma de poder. La lectura es una forma de adquisición del poder. No otra cosa es ese sentimiento de haber alcanzado un estadio natural, su status social, una estación humana que se siente, junto con una indescriptible alegría, una felicidad que casi alcanza un grado metafísico, en la primera lectura posible: ese momento mágico en que el alfabeto se organiza en un lugar misterioso, antes remoto y ahora tan próximo, para formar una palabra conocida. La expresión de ese momento es, curiosamente, una exclamación de sabiduría: «¡Ya sé leer!». Muchas veces compartida, es cierto, por un conocimiento secreto: «¡Ya puedo leer!».
El español es demasiado importante para dejarlo en manos de los españoles.
Mencken dijo: «Cuando dos terceras partes de las gentes que hablan un idioma dicen una cosa de una forma y una tercera parte de otra, la más simple lógica indica que la mayoría tiene la razón—y así el idioma hablado por la minoría, aunque sea en el país que originó este idioma, pasa a hablar, de alguna forma, una suerte de dialecto».
Cuando Juan Goytisolo habla de la corrupción del pensamiento por la sintaxis y cita casos en que la prosa oficial española está determinando una manera reaccionaria de pensar, se olvida de que en otras zonas del español ha aparecido una variante de la neohabla de Orwell. Si términos como hispanidad huelen a un conservadurismo definitivamente depassé y la frase «Veinticinco años de paz» oculta tras su aparente modernidad de slogan toda la historia española a partir de la Guerra Civil, no se puede olvidar que al llamar en Cuba UMAP a un campo de trabajo forzado para homosexuales se está encubriendo, bajo la aparente asepsia anónima de las iniciales, los atisbos de que el español—¿quién lo hubiera creído?—bien puede ser, junto al ruso, el chino y el inglés, una de las jergas posibles en 1984. Por supuesto, Goytisolo puede responderme que su deber como español es hablar de España, que es la vieja sombra que él conoce. A lo que tengo que decirle que yo como cubano tengo que hablar de la futura amenaza que ya conocí.
Moviéndose dentro de los estrictos (y esta forma latinizante de estrecho no es un adjetivo azaroso) límites de un idioma que repudia la ambigüedad (o, mejor dicho, de un idioma cuyos practicantes académicos-gramáticos, escritores respetables, redactores de editoriales, constituyentes y miembros del poder judicial—se sienten personalmente agredidos por cualquier párrafo ambiguo), Severo Sarduy y Manuel Puig no sólo coquetean con la ambigüedad sino que la cortejan asiduamente, se casan con ella, viven en unión estrecha y si se permiten alguna otra liaison extramatrimonial no es con cualquiera de las sensatas criaturas del sentido recto, sino con la más casquivana de las formas dudosas.
Para Puig (no puedo resistir pensar inmediatamente en Démy, en sus paraguas charburgueses, en Les parapluies de Cherbourg) la rectitud es el sitio a que van las ilusiones a morir: una boquita pintada de provincias que se frunce en la vejez metropolitana y burguesa, una carta que leerá, junto con el lector, fatuo, el fuego que consume, párrafos dulcemente joviales que dejan un sabor de tristeza al final del libro. Es, como se ve, un sentimentalismo ambiguamente asumido: no hay que creer mucho en las lágrimas novelísticas de Puig, pues ese escritor que duerme a la orilla del agua en que contempló sus ondas (Marcelle) de recuerdo, no es un narciso fatigado en el autoerotismo ni el tronco inerte que parece de lejos, sino un peligroso cocodrilo anímico, con una piel tan correosa como aviesas son sus intenciones para cualquiera que caiga inadvertido en el doble estanque provinciano de las costumbres rancias y la conversación amable. (Nota bene: leer a Jane Austen después de leer a Manuel Puig, o leer a Manuel Puig después de leer a Corín Tellado. )
Sarduy sardónicamente no revela el sexo de sus narradores ni siquiera cuando se sabe que el narrador es el propio escritor. Esa voz escrita no es pasiva ni activa, sino intermedia. Su lenguaje es su género, es sui generis.
TVeni, TVidi, TVici
El teatro es una caja a la cual se echó abajo una de las paredes para admitir al espectador. El cine abrió un ventanal en la pared del fondo y extendió la visión del espectador hasta el horizonte. Ahora la televisión, regresando a la caja mágica, ha abierto una luceta de adentro hacia afuera para traer el horizonte y proyectarlo de afuera adentro. Pero esta arca de Pandora terminará, no me queda ya duda, con sus antecedentes. No existe siquiera la esperanza de que como el teatro (al convertirse el cine en el espectáculo favorito del recién nacido siglo, el arte de la escena revisó drásticamente sus fines y sus medios, cf. Brecht, Beckett, Ionesco, etc. ), pueda el cine sobrevivir el continuo asalto de imágenes a que nos somete la televisión mediante un profundo examen de sus posibilidades. Es cierto que ha habido otras artes populares en el mundo moderno (la novela, la ópera, por ejemplo) que han sobrevivido más de una débâcle y, lo que es peor, a todos los augurios (y deseos) de desastre. Pero el cine necesita el público que lo creó al convertirlo de mera curiosidad voyeurista en la forma artística más popular de la historia. Su única posibilidad de renacer está en una muerte y transfiguración a través de la caja con la pared de vidrio, ese monóculo por el que todos miraremos un día. Pero perderá el cine, a no dudarlo, su carácter de misterio colectivo y esa preciosa vulgaridad (ilegible) que tan bien han entendido Orson Welles y Fellini (ilegible). Si la distanciación que ofrece la televisión—interrumpido el espectáculo tantas veces como el espectador quiera y al menor (ilegible) o la posibilidad de repetirlo ad infinitum o ad nauseam ahora mediante la cassette—es eliminada por la capacidad de atención obsesiva del medio y cada aparato se transforma en una hierofanía, será en todo caso un misterio privado. O familiar. Se convertirá, por tanto, en el último refugio del soñador por persona interpuesta. No importa que el vidente juegue un rol inerte (el espectador ha sido siempre una presencia pasiva), lo que importa es la calidad de sus sueños. A juzgar por muchos espectáculos de televisión actuales, esos sueños son, es sorprendente, mágicos y ancestrales, como en los mejores momentos del cine. Star trek es un ejemplo mayor. Ha habido otros antecedentes más crudos. Viaje al fondo del mar (cuya capacidad de creación onírica fue celebrada hace más de cinco años por un viejo surrealista, Cirlot) se movía en la misma dirección: hacia ese paisaje extraordinario que en Star trek es el único hábitat concebible.
Acabo de ver a Mary Tyler Moore (la musa doméstica de Dick Van Dyke en su viejo y maestro show) en la primera comedia de su nueva serie. Este episodio (en realidad una obrita en dos actos y varias escenas), titulado El amor está en todas partes, es un breve estudio de costumbres. La llegada de una muchacha provinciana a la ciudad en busca de trabajo, cómo encuentra casa en el edificio en que ya vive una amiga, casada y con hija, cómo consigue trabajo y termina la relación con su novio que estudia medicina: este episodio es casi perfecto, no sólo en sus personajes sino en su diálogo y sus situaciones de comedia. Solamente le falta un tercer acto para ser una comedia urbana ni más ni menos conseguida que otras comedias americanas modernas, como Descalza en el parque o Flor de cactus. Pero ese tercer acto ausente es los puntos suspensivos que enlazarán otro episodio tal vez diferente, tal vez parecido, tal vez idéntico... la semana que viene. Mejor hecha y mejor cuidada que la mayor parte de las comedias teatrales, menos pretenciosa y compleja que muchas comedias del cine, la televisión demuestra en esta muestra que, si el cine—a pesar de Gable, Grant y Rock Hudson, con o sin Capra, contando con Lubitsch y Wilder y sus guionistas sabios— no pudo eliminar la competencia de la comedia de salón teatral, la televisión lo conseguirá tarde o temprano. Ya no hay que salir para ir a un teatro a ver la próxima comedia de otro Wilde por venir: Anch’io sono Arte, parece gritar la caja de un solo ojo ubicuo.
Cuando, leyendo el hermoso, triste, demasiado breve prólogo de Lilliam Hellman a las novelas cortas de Dashiell Hammett (The Hammett omnibus), me entero no sin horror que Hammett estuvo preso por comunista en 1951, que El halcón maltés fue erradicado de las bibliotecas USIS por McCarthy (este siniestro bufón entrevistando a uno de los verdaderamente grandes escritores del siglo americano: «Si usted fuera yo, Hammett, ¿no haría lo mismo con su libro?». Respuesta rápida del antiguo operador de la agencia Pinkerton: «Si yo fuera usted, senador, acababa con las bibliotecas». Hay que decir en favor de la verdad que McCarthy fue el único que rió en el Senado) y que nadie protestó. Me parece una monstruosidad. Tanto como me parece una monstruosidad de otro orden pero idéntica que nadie protestara por la encarcelación brutal, casi al mismo tiempo, del más grande poeta americano (incluyendo a Whitman), de su reclusión dentro de una jaula, a merced del sol y de la lluvia y del frío, que Ezra Pound fuera sometido a toda clase de injurias y castigos y que nadie protestara. Me parece una traición de los intelectuales a su propia clase. Tanto como me parece una traición actual que Mary McCarthy (ese apellido me suena), Susan Sontag y Harrison Salisbury (por no mencionar más que nombres obvios y recientes: pero podría hablar de Sartre, de Bertrand Russell et al.) vayan a Vietnam, hablen de los crímenes de guerra americanos y ni una sola vez se refieran a un crimen de paz cometido contra un intelectual vietnamita por el propio «Santa Claus de ojos rasgados», el buen tío Ho. ¿Quién ha preguntado por la suerte de Tran Duc Tao? A finales de los años cincuenta este agudo pensador marxista tuvo la ingenuidad de atreverse a conciliar el pensamiento de Marx con el de Husserl, intentando la imposibilidad (aún en términos filosóficos) de reunir el marxismo y la fenomenología. Tran fue duramente criticado después que Sartre (eran los tiempos de Temps Modernes como fiscal de la masacre de Budapest) publicó su tractatus. A la crítica que no consiguió una autocrítica suficiente siguió el destierro como maestro al interior de Vietnam del Norte, al destierro siguió la cárcel. Desde entonces nada se sabe de la suerte de Tran. ¿Un Babel más? ¿Otro Mandelshtam? ¿O tal vez solamente György Lukács en Vietnam? Tal vez no se sepa nunca ahora que la mayoría de los intelectuales de izquierda están preocupados por presentar al marxismo como un pensamiento dúctil, con campeones en cada esquina, como si no se tratara de una nueva escolástica y las excepciones (llámense Juan Hus o Carlos V, Enrique VIII o Lutero, Juana de Arco o Inocente VI) no muestren más que la variedad posible a la Edad Media. Después de todo me parece más que sintomático que durante tres meses todo el pensamiento filosófico, moral y político de uno de los areópagos de Occidente girara en torno a un confuso sócrates de pacotilla y manía cuántica. Me refiero, por supuesto a París, a la izquierda francesa y a Daniel Cohn-Bendit considerado como profeta.