Ya dije (o creo que dije) en otra parte para qué me servía El satiricón a los doce años—mis doce años, no los del Satiricón. Estoy seguro de que Petronio habría aprobado ese uso: es un trabajo de amor ganado. Pero no habrían tenido igual reacción algunos contemporáneos al saberse leídos como pornógrafos. Me refiero a Kraft-Ebbing, a Wilhelm Stekel, a Freud, pero debía decir mejor a sus libros: cuando hablo de contemporáneos hablo de libros que habitan, al mismo tiempo, esa historia universal de un solo hombre, esa geografía del tiempo que es una biblioteca, cuyos ríos navegaba hasta lagos emponzoñados o descendía por ellos a océanos de evanescente hondura entre olas sensuales, atravesaba desiertos de arena erótica o me internaba en ferales selvas instintivas. Conozco, desde niño, mis textos de sexología, leídos minuciosamente, expurgados para separar el oro del sexo de la ganga del logos. Puedo recordar mejor trozos de una Enciclopedia del conocimiento sexual (detrás de ella, detrás del pseudónimo de «Costler», su coautor junto con Willys, se esconde doblemente un escritor convertido por el hambre y el exilio en apresurado sexógrafo, Arthur Koestler) que Memorias de una princesa rusa, Dos noches de placer o Las aventuras de Sonia, los manuales de erotismo entonces en boga. Puedo relatar («con pelos y señales», como se dice) ese cuento stekeliano que irónicamente es uno de los más poderosos aliados de la continencia, o al menos de cierto orden imponible al desorden del sentido. Es aquel que cuenta el «caso» de un desaforado masturbador que vagaba por los placeres (oportuna forma, ¿eh?, de hablar de los solares yermos) y se auxiliaba con latas vacías, botellas, envases, etc., y que un día desdichado seleccionó un pomo particularmente estrecho, donde, para colmo, dormía la siesta una rata. (Stories My Mother Never Told Me es el título de una antología firmada por Alfred Hitchcock. )
Puedo continuar los ejemplos, pero esto sería hacer montones, redundar. Sin embargo, no estaría completa la relación si no mencionara una ausencia: nunca lamentaré bastante no haberme encontrado cuando niño esa obra maestra titulada, con modestia y distanciamiento clínicos, Extravíos secretos u Onanismo en los dos sexos, del doctor Antonio San de Velilla, director de la Biblioteca de Educación Sexual que publicaba en Barcelona Carlos Ameller, obra leída ya de adulto, hélas! ¡Qué no habría dado ese niño que se llamaba como yo por esta torre de Nesle patológica! Sé lo que habría hecho: leer el libro con apasionado método, ejercicio que, como los trabajos de amor perdidos, se corta exactamente en el clímax. No hay mejor metáfora para el coitus interruptus que esta narración:
EL EXTRAÑO CASO DE LA INDÍGENA INDIFERENTE
Durante las largas escalas que hacíamos en Calcutta, acostumbraba pasar el día y gran parte de la noche en la residencia de verano que mi buen amigo el capitán Witkins poseía a unos quince kilómetros de la ciudad, en las inmediaciones de la costa.
Entre la servidumbre indígena del militar británico, jefe de un escuadrón de cipayos, me llamó la atención una muchacha tamil de unos veinticinco años de edad, alta, robusta y no mal formada, pese a su continente ligeramente varonil.
Era activa en el trabajo y sus buenas cualidades morales constituían el motivo del sincero cariño que le profesaba la señora Witkins, quien no cesaba de elogiar las excelentes condiciones de la fiel Bathuga.
La indígena disfrutaba de una confianza ilimitada en la mansión de mis amigos, y era algo así como el ama de llaves y la encargada del resto de la servidumbre, compuesta por dos asistentes soldados del escuadrón, una vieja lavandera china, que por cierto me inspiró siempre una antipatía inexplicable.
Cierto día que tomábamos el café en la veranda del bungalow, vimos llegar a Bathuga completamente desnuda y tratando de ocultarse a nuestras miradas, mejor dicho, a las mías, puesto que tanto Witkins como su esposa y el resto de los habitantes de la casa ya estaban acostumbrados a ver la muchacha de tal guisa, sobre todo a la hora de sus baños, generalmente a media tarde.
El capitán quiso tranquilizarla, diciéndole que yo era como de la familia, a lo que ella replicó que jamás habría osado aparecerse de tal guisa, mas aconteció que mientras tomaba su baño, el mar le había arrebatado las vestiduras.
—Es hermosa, capitán—dije a mi amigo.
—Y salvaje. Un día, si no llego a intervenir a tiempo, mata a uno de mis asistentes, y todo porque se permitió decirle que estaba enamorado de ella, advirtiéndole que el muchacho es de lo mejorcito que he tenido a mis órdenes: trabajador, educado y hasta dueño de unas huertas situadas muy cerca del río, que le producían muy saneados ingresos. Y ya había advertido la inclinación del soldado por Bathuga, a la que siempre hacía objeto de regalos y otras delicadas atenciones. A mi esposa le agradó aquello, pues de haberse casado es seguro que hubiera podido contar con los dos servidores más fieles.
»Un día—prosiguió Witkins—mi mujer la reprendió cariñosamente por lo que había hecho con el enamorado galán, diciéndole que desperdiciaba la mejor ocasión de matrimoniar que acaso se le presentase en su vida. Hasta tal extremo llegó mi esposa en sus recomendaciones, que le habló de las delicias del matrimonio, del placer de los hijos, de las caricias de un marido amante... ¿Y sabe usted cuál fue la contestación de Bathuga? Pues, sencillamente, que su deleite mayor consistía en servir a sus amos y sobre todo en bañarse en la pequeña ensenada donde hemos establecido la playa familiar. Y no hubo medio de hacerla cambiar de opinión.
—Es extraño—repliqué—, porque, a sus años y en este clima, tal vez experimente ciertas inquietudes muy naturales.
—No lo sé, doctor. Pero lo que sí puedo asegurarle de una manera cierta es que, en los seis años que la muchacha lleva a nuestro servicio, no ha desdeñado ocasión de mostrar su repugnancia o al menos una franca antipatía por los hombres de su raza y creo que por los de todas.
—¿Se trata de una invertida?
—Menos aún. No pensará usted que la vieja china...—replicó mi amigo.
Tan maldita como las sexualidades indias debe ser la culpable costumbre de comprar libros de viejo: mi ejemplar salta de este último fragmento, casi al final de la página cincuenta y cuatro, hasta mediados de la página cincuenta y nueve, donde dice:
En las prácticas del tribadismo a que son tan aficionadas las damas de la celeste república, la imitación fálica desempeña un papel muy importante.
Pero debe de haber un dios de los pornógrafos. Juan Goytisolo conocía el cuento y recordaba el final. La indígena, efectivamente, no repudiaba sólo a su raza, sino a todo el orbe masculino, y no es una lesbiana, por lo que debemos pedir tantas disculpas a la vieja china, que es una pista deliberadamente falsa, como a la señora de Witkins, también inocente. El culpable no es el mayordomo, sino el domo del mar. El narrador consigue un día seguirla hasta la playa cercana y la sorprende en una rada oculta. Allí estaba la razón de su sinrazón. La bella salvaje, con tecnología que envidiaría un ingeniero civil, aprovechaba las mareas, el flujo de la resaca y una caña-bambú ingeniosa y calculadamente dirigida para producirse los más espasmódicos orgasmos solitarios auxiliada por las aguas territoriales. ¿Quién necesita a los hombres cuando dispone de la naturaleza? Arquímedes, con su punto de apoyo ideal, habría entendido a la muchacha tamil, y para superarla habrá que crear el coito cósmico.
El autor del trozo escogido por el doctor San de Velilla no es Somerset Maugham. Ni Earl der Biggers, inolvidable inventor de Charlie Chan. Ni tampoco Kipling después de leer a D. H. Lawrence. Ni siquiera S. J. Perelman, el Robinson del pobre. Era otro sexógrafo, Martin de Lucenan, que lo recogió en su libro titulado, inevitablemente, La sexualidad maldita.
Pero si ni Gamiani o Mlle. O superaron nunca a Bathuga, el doctor San de Velilla da una lección a Lucenan y a cualquier otro competidor en ese arte dialéctico de la profilaxis sexual. Un ejemplo temprano—y decisivo—en su libro es esta escalada médico-descriptiva que es un verdadero camino de toda carne. Comienza por el comienzo. He aquí el primer párrafo del capítulo primero, intitulado, justamente, «Peligros de la lujuria»:
El abuso de los placeres sexuales degrada y arruina en poco tiempo el organismo: de todos los excesos, el de los goces venéreos es el que tiene un castigo más pronto y doloroso.
Pero el doctor San de Velilla no se queda en el editorial. Sigue una impresionante enumeración de las calamidades que aguardan como obstáculos merecidos al progreso del libertino.
He aquí el terrible cuadro de las penas que pasa el hombre lujurioso: debilidad de los órganos genitales, flaccidez incorregible y acentuada del pene, pérdidas seminales involuntarias, atrofia de los testículos, parálisis de la vejiga, etc., etc., etc.
Las agoreras etcéteras pertenecen al doctor, de quien es esta acción moralmente niveladora: lo que es castigo para el hombre es pecado (original) en la mujer:
Pero entre todas las dolencias que el abuso venéreo puede originar en la mujer, ninguna más tristemente horrible que la ninfomanía o furor uterino.
Si no el subrayado, los mismos adjetivos habrían originado una estruendosa carcajada eslava en Catalina la Grande, famosa ninfómana, que, por otra parte, al vivir en la blanca Rusia, vería sus males atenuados por la profusa nieve:
Los climas cálidos, donde las pasiones fermentan; los manjares suculentos; el abuso de los licores alcohólicos y aromáticos; el exceso de los placeres; los desarreglos de la menstruación; las relaciones peligrosas; los espectáculos; las danzas y las imágenes y lecturas lascivas son también otras tantas causas que pueden predisponer a la ninfomanía. O producirla.
El buen doctor De Velilla, además de aterir o sellar el trópico al vacío para que no fermenten las pasiones, totalizar el vegetarianismo, reimplantar la ley seca, controlar las amistades mediante una ubicua policía del sexo y suprimir de paso la vida moderna para evitar la ninfomanía (quiero conservar el tenue misterio de sus signos: subrayo donde el doctor lo hace), tendría que comenzar por escoger la nada, y al no escribir Extravíos secretos eliminaría al menos uno de los ejemplares de la biblioteca lasciva.
Pero el buen doctor parece más preocupado con la enumeración exhaustiva de los efectos que interesado en suprimir las causas, el síndrome del sexógrafo. ¿O se trata del conocido caso del doctor San y el señor Velilla?
El espíritu vese asediado por las más obscenas ideas; piérdese el apetito; huyen el sueño y el reposo; el cuerpo se enardece; los órganos genitales hácense sitio de un escozor, de un prurito, de una picazón insoportable; la lascivia es extrema; los deseos venéreos imperan cual amo absoluto, y sólo contienen a la víctima un resto de pudor y de vergüenza.
Como todo sexógrafo, el doctor San, a la menor provocación, pasa de la generalización más vaga a una galopante particularización:
A veces la ninfómana lleva su delirio hasta el extremo de arrojarse a los brazos del primer advenedizo; le acosa y le solicita, y si encuentra una negativa o alguna resistencia, estalla en amenazas y vomita injurias.
Tanta pasión inútil no se ve más que en los films interpretados por el inolvidable Bela Lugosi o en las leyendas de vampiros, y solamente lamento no haberme tropezado nunca con una ninfómana en busca del consorte perdido y ser para ella, si no el primero, al menos el último advenedizo. Pero es mejor atenerse a la literatura, que nos hace compartir esa lujuria al convertir la personalización en asunto privado, casi íntimo:
Entonces entran en acción los órganos genitales; la vulva, en sus desordenados movimientos, se contrae con violencia o se dilata desmedidamente; el clítoris se entumece y todos los folículos de la vagina y de los grandes y pequeños labios segregan abundante líquido mucoso.
Luego de describir a esta espeluznante criatura del espacio interior que lleva nombre venusino, De Velilla regresa a los (in)felices poseedores de semejante pieza de convicción fetichista:
Las infelices, llegadas a este grado de embrutecimiento y de furor, rasgan sus vestiduras, se magullan el pecho, se arrancan los cabellos y, en la impotencia de saciar sus horribles deseos, se masturban en público.
(¿Ante la indiferencia o la injerencia pública?)
Pero apenas hay tiempo para responder, porque el sexólogo deviene psicólogo en otra vuelta de párrafo:
Ora sueltan inmoderadas carcajadas, como en la embriaguez de la alegría, ora su abundante llanto y sus profundos suspiros parecen atestiguar la más violenta tristeza, concurriendo a veces a aumentar el horror del cuadro los más obscenos dichos y las más indecentes posturas.
Finalmente el médico se confunde con el predicador para que el estilo alcance su última perfección, en una apoteosis barroca que es a la vez un contenido delirio. Y el lector adulto piensa en Quevedo y en Buñuel o en Juan de Patmos, porque la escatología se hace escatología.
En estado tan atroz y, sin embargo, tan digno de piedad, el pulso está agitado; la irritación general se encuentra en su último período, y los órganos genitales, enrojecidos, tumefactos, segregan un líquido acre y purulento; hay insomnio, pérdida del apetito; la orina es rara, espesa; el vientre está duro y constipado; finalmente coronan tan mísera existencia la consumición, el marasmo y la muerte.
Pero el lector temprano que no conoce a Dante y ha olvidado a los hermanos Grimm, el adolescente que tropiece con el tomo tendrá tiempo y prosa para encontrar, capítulos más adelante, no a moribundas que despiden un humo verde apocalíptico de entre volcánicos montes de Venus o que afectan risas sardónicas en los grandes labios, sino otros ejemplares. Ese cazador solitario conocerá a criaturas más sanas, que invocadas quizá con la clínica intención de evitar la masturbación metódica o desenfrenada, son un espléndido aliciente para el onanismo en los dos sexos.
Así, la literatura médica, como la novelita rosa, en el caso de Corín Tellado, completan el ciclo masculino-femenino de inocentes celestinas a un erotismo siempre en flor, que es una de las pocas definiciones en esa edad confusa que es la adolescencia, y entre sexógrafos y polígrafos crecen blancos y verdes y rosados los pornógrafos, benditos, previstos por Cupido porque
Omnia vincit amor.