PELIGRO DE COLISIÓN DE LOS MUSEOS

A pique de parecer Casandras en busca de una Guerra de Troya que sucederá ineluctable, queremos tratar una vez más un tema de palpitante actualidad: la colisión de museos en pleno vuelo creador.

Mucho se ha insistido desde nuestras columnas informativas, siempre al servicio de los intereses generales de la nación, sobre el creciente peligro de colisión entre museos. Tanto hemos publicado sobre el tema que hemos corrido, más de una vez, ese riesgo homicida periodístico—que se paga siempre con la pena capital del hastío lector—de «matar», como quien dice, una noticia por su constante repetición. Desgraciadamente, no es la primera vez que se producen escalofriantes casos de near-misses (que uno de nuestros cablistas incipientes bautizó—tan nuevo es el concepto—con el irrespetuoso término de casi-vírgenes, con la consiguiente protesta—justificada, por demás—de nuestra jerarquía eclesiástica, siempre vigilante en todo aquello que pueda manchar onerosamente la pureza del idioma castellano) o «casi-colisión» o «evitación-apenas», o como se pueda o quiera traducir este término novísimo que nos regala la museología, ciencia aún por explorar.

Pero sin tener que adentrarnos demasiado en la jungla de las etimologías, queremos llamar la atención de nuestros lectores y, en especial, a las autoridades competentes en la materia, sobre la repetición, sin duda peligrosa, de casos en que dos o más museos han estado a punto de chocar violentamente sobre un cuadro o una escultura determinada. (¡A veces dicho choque ha estado a punto de producirse por una tanagra más o menos!)

No hay que padecer un cerebro calenturiento o una desbocada imaginación para prever las trágicas consecuencias de catástrofe tan horrible como una colisión de dos (o más) museos en horas de visita, que es cuando más congestionados están. Malo sería una colisión nocturna, apenas justificada hoy día en que los principales museos de las naciones más civilizadas sin excepción cuentan todos—o casi todos, para no generalizar demasiado—con los mejores instrumentos de investigación y peritaje, equipados como están además con guardas nocturnos siempre alertos, sistemas electrónicos de alarma y, en el caso de los museos germanos, con Dobermann-Pinschers excelentemente entrenados para la detección de intrusos indeseables.

Pero una colisión diurna—poco antes del té de la tarde, por ejemplo, o del café de media mañana, en el caso de los museos meridionales—cobraría magnitudes de hecatombe. Es hora ya, señores, de que se tomen todas las medidas necesarias—caiga quien caiga, duélale a quien le duela y pésele a quien le pese—para evitar que una desgracia hecha por el hombre destruya una de las obras de creación—ese continente que es mucho mayor que la suma de su de-por-sí valioso contenido: al revés del rastro o «mercado de las pulgas», como se le llama vulgarmente—más luminosas de la historia de la humanidad.

No queremos dar fin a nuestro comentario de hoy sin ofrecer nuestra felicitación más álgida a todos aquellos —marchands, dealers, no por extranjeros menos merecederos, y a nuestros subastistas del patio—que con su actitud vigilante y su resonante voz cívica han evitado recientemente que dos de nuestros más prestigiosos museos napoleónicos chocaran no hace mucho sobre la misma obra de arte. ¡No siempre los peritos tienen por qué tener la última palabra!