PER-VERSIONES CUBANAS

Siempre me llamó la atención la curiosa degradación que han sufrido en Cuba ciertos términos españoles.

El ejemplo máximo es quizá la palabra matrona, que en vez de ser una «madre de familia noble y virtuosa» como quiere un diccionario, es la encargada de un burdel y, en muchos casos, además de celestina es ella misma proxeneta.

Un solar es una casa de vecindad, quintopatio o conventillo: donde la miseria se da la mano, como tantas veces, con la promiscuidad—si es que ambas palabras pueden darse la mano, milagro social que no ocurre más que en esa tierra de prodigios verbales que es la Retórica. Los solares se encuentran por lo regular en La Habana Vieja y muchas veces un solar no es más que un palacio colonial venido a menos: sus habitaciones condales devenidas vulgares cuartos, la mansión degradada a cuartería, la casa solariega apocopada en solar.

Sé que hay una explicación para esta decadencia verbal que conlleva, muchas veces, ruina física. La más a mano, por supuesto, envuelve a una sociedad esclavista hasta hace poco y a su descendencia empobrecida y en fuga geográfica o histórica. Pero no me interesan las explicaciones sociológicas ni histórico-materialistas o pastorales-históricas, sino las literarias, la literatura: la sugerencia que nace de tal degradación, la exaltación que crea esta decadencia. En este caso ninguna palabra destituida puede ser más sugerente que la palabra caballero.

Caballero ha venido a significar poco más que chico, cuate o socio, en su aceptación individual, y a veces, denomina a un grupo cívico indiscriminado. En raras ocasiones deleitosas esta decadencia llega a sugerir un nuevo auge de los tiempos gloriosos de la caballería andante. Solamente hay que tomar un ómnibus de la ruta 28—coger esa guagua—para oír al conductor anunciar la inminente llegada de una calle habanera que corta la avenida de San Lázaro, vía usual de esta ruta, y gritar el aviso en típico lenguaje de guagüero: «Espada, caballeros!».

Casi se pueden ver volar las capas al abrirse presurosas por los brazos aguerridos, permitiendo a una mano decidida empuñar el florete o la tizona, y, acero en ristre, acababa apenas de decir esto cuando D’Artagnan le dirigió un puntazo tan furioso, que, de no haber dado un rápido salto hacia atrás es probable que hubiese sido aquélla su última broma.