Es fascinante ver cómo la vida nos va robando la vida cada día. Fascinación es también la del pájaro que mira inmóvil a su inminente culebra. Uno de los vajos cotidianos de esa serpiente última son los objetos. Cojo como ejemplo más a mano una pluma. No se me escapa que el antojo es tan arbitrario como el amor. (Como no olvido que en el fondo de toda posesión está el sexo.) La pluma aparece por primera vez en una vidriera. La miro: la veo. La compro o la pido para tenerla en la mano. Luego la adquiero—momentáneamente o para siempre, quién sabe. Lo cierto es que ya la tengo. ¿O es ella quien me tiene? De la posesión paso al uso, del uso al hábito, del hábito a otra forma del amor que es gracia de la compañía: la convivencia. De aquí a la necesidad no hay más que un paso. De la necesidad paso al vicio, a la enfermedad, al frenesí patético. Mientras, la pluma queda ahí: la consumirá tal vez el uso pero no los sentimientos. Desapareceré, pero la pluma permanecerá tan indiferente como el universo. Mi vida me consume en mil pasiones inútiles y jamás correspondidas por los objetos y por la misma vida, en ésta, en aquéllos me gasto. Me consumo consumiendo, tanto como viviendo muero.