¿QUIÉN RECUERDA A MEDINACELI?

Subiendo la empinada carretera que es más bien una rampa deslumbrada por el ubicuo sol del mediodía en Castilla, dejando cuidadosamente a los lados las zanjas pajizas, los monjones oscilantes y unos pocos almendros fielmente reproducidos en polvo, y ya en el recodo donde la rampa se vuelve una cinta de plomada y mi carro es de veras un elevador, nos bloquea el ascenso un convertible contrario que más bien parece un lanchón de cabeza de playa al aparejarse a mi Fiat 600 y desembarcar el torso de un americano evidente, quien dispara su pregunta inevitable y sorprendente: ¿Es éhste ehl caminoh deh Medicinelli? Apenas nos recobramos para decirle que sí, que éste es el camino—aunque evitamos devolver su instant Medicinelli a un meramente histórico Medinaceli.

Llegamos a lo alto de la roca-fuerte, parqueamos bajo un castaño y junto a un muro al que el automóvil yuxtapuesto hace igualmente vertiginosos, recorremos el castillo medieval convertido por el tiempo en un aguafuerte de sí mismo mientras transformamos las almenas de inexpugnables atalayas en meros balcones al paisaje castellano, contemplamos a unos aldeanos trillando con una mula cuya obstinación se ha vuelto circular, atravesamos la aldea, que es un apéndice del castillo o un accidente en la roca, nos refugiamos del sol y del polvo del tiempo en un parador donde almorzamos viendo a lo lejos y abajo un tren que Miriam mira, y finalmente regresamos al auto para descender al tránsito eterno de la carretera.

Pero ni Miriam Gómez ni yo volveremos a llamar jamás Medinaceli al bastión conquistado por innúmeros turistas desarmados, uno de los cuales lo bautizó para siempre con el hipocondríaco nombre de Medicinelli.