Nuestro helecho rebozaba verdor por todas sus hojas y parecía querer quedarse entre nosotros por mucho tiempo. Pero salimos a la calle y cuando volvimos había desaparecido. Buscamos por todas partes y solamente encontramos una hoja de adiós, no lejos de una malanga vecina. Su sustituto desapareció de noche y al amanecer no aparecía por ninguna parte. Fue cuando el tercer helecho decidió dejarnos para siempre que supe adónde van los helechos cuando mueren. Estaba, como los otros, en el poyo de la ventana de mi estudio, convenientemente atado a la falleba cuando acerté a mirar en su dirección. Con estos ojos que buscan ahora las teclas apropiadas que golpearán a veces erróneos mis dedos, vi la cuerda roja hacerse floja, deslizarse libre del tiesto y finalmente abandonar cómplice el abrazo seguro que hasta hace poco le ofrecía. El helecho se arrastró con aire inocente hasta el borde del quicio, unos cuantos centímetros hacia el abismo, pareció dudar un momento, miró en mi dirección y, antes de que pudiera salir yo de mi estupor y extender mi mano en su auxilio, se lanzó de cabeza al vacío. Grité, mi mujer corrió hasta mí, ansiosa, mientras yo trataba de hablar, abriendo la boca sin emitir más que un sonido horrorizado y horrible. Finalmente pude exclamar: «¡El helecho, el helecho! ¡Se acaba de tirar de la ventana!».
Cuando nos repusimos, conseguimos levantar la hoja de guillotina de la ventana inglesa y mirar hacia el jardín del sótano, varios metros más abajo. Allá en el fondo, entre la yerba crecida del césped, salvaje en su abandono, vimos los tres helechos. Dos estaban muertos hace tiempo, esqueletos vegetales en sus sarcófagos de barro cocido, casi hechos polvo en el polvo de su tierra de cultivo. El tercer helecho se retorció en agonía unos momentos, sus múltiples hojas agitadas al viento unos segundos. Luego entró en coma, fue sacudido por algunos estertores reflejos y finalmente murió. Nos sobrecogió un miedo herbal.
Intentamos dar toda clase de explicaciones a esta estúpida muerte voluntaria. Cuando se nos acabaron, buscamos otras. La Encyclopaedia Britannica, los libros de jardinería y un manual victoriano sobre plantas cultivables en el clima doméstico europeo nada decían que pudiera explicar el suicidio de nuestros helechos.
Pero ahora, hace poco, buscando una palabra que, como siempre, olvidé antes de encontrarla, al paso de mi vista por el Oxford Dictionary of English Ethymology tropiezo con la palabra fern, helecho en inglés. Entre las etimologías posibles—Olde English, holandés medieval, bajo alemán—hay una constante sin embargo: todas apuntan al vuelo: ala, pluma, hoja. Y una duda me asalta, ¿será el helecho una encarnación vegetal, enraizada de Ícaro?