TRAGICOMEDIA EN EL CENTRO DEL LABERINTO

I

Dáidalos, Daedalus, Dédalo se ha ido, llevándose todos sus nombres, sus hombres, sus sombras, y a su hijo, que salvó la última o la primera tapia de un salto.

Iba de lado Dédalo, haciendo eses, a juzgar por su cabeza, que era lo que yo veía. ¿Estaría ebrio o es que siempre caminó así y solamente me doy cuenta ahora?

¡O Daedalos, so ladeado! Grito y no me oye. Nadie me oye. Nadie por tanto me responde. Grito y el eco me devuelve el mismo grito al revés ¡odaedal os, soladeaD O!

Ya debe de ser de noche. Debe haber salido la luna, si hay luna, y de seguro el sol de ayer ya salió y se puso, si es de noche. ¿Es de noche o de día? El techo no me deja ver nada. Ni siquiera puedo ver el piso. Sé que estoy de pie porque no estoy sentado, y como no estoy cayendo debo de estar parado en mis patas, sobre el piso. No veo mis patas, pero las siento y al sentirlas siento el suelo donde terminan o comienzan, según se vea, si es que se puede ver. Pero no veo el suelo. Me alegro de no verlo, ya que al no ver el suelo no veo mis patas, pero sé que el suelo está ahí porque tengo sobre él mis patas y al saberlo sé que tengo patas y eso me basta para no querer ver el suelo y saber al mismo tiempo que tengo patas y no pies. Como sé que tengo patas, sé que las tengo en el suelo. Sé al mismo tiempo que no las tengo en alto porque no estoy acostado, y aunque estuviera acostado tendría que estar bocarriba para estar patas al cielo.

II

Mi cabeza busca el cielo y mis patas hallan la tierra: ni siquiera eso, el suelo. Arriba todo el cielo deparado es el cielorraso. Mi cabeza busca el tiempo y mis patas el espacio, pero no sé dónde estoy ni qué hora es. Sé, sí, que estoy en el centro, pero sé que no soy ese centro aunque se haya hecho centro a mi alrededor. He perdido, como se ve, el tiempo al reducirme el espacio.

Dédalo mintió como un científico al decirme que las divisiones del espacio son como las divisiones del tiempo. Considera, me dijo, como horas las columnas, y los tabiques, minutos. Las paredes son segundos y los mosaicos del piso pueden ser los intersticios entre segundo y segundo, un vaivén del péndulo. Eso dijo. Yo le creí. Luego me confió que todo el edificio, que es circular (fue entonces que me enseñó los planos), podía ser visto como una máquina del espacio, contraparte del reloj, esa máquina del tiempo.

(Cuando, otro día, le pregunté por qué si mi palacio es redondo son las paredes cuadradas, me dijo que mi impresión no era más que una ilusión óptica, que yo veía segmentos de cemento, así dijo, y me parecían cuadrados, pero que si yo pudiera ver una pared completa, que por lo demás no existe, me dijo, ya que debo quebrarlas para alejar los intrusos, me dijo, en ese caso yo podría ver que el edificio es circular o multígono. Me dijo además que yo acababa de plantear el dilema del mulo y su culo, dijo y se rió como un loco. ¡Qué vesánico!)

Luego me halagó, me alabó, me acabó diciéndome que yo era el único en el mundo y tal vez en el universo que podía disponer de dos máquinas dimensionales, una para medir el tiempo y otra para medir el espacio, y hacerlas mi habitación. Dijo que esta construcción concéntrica, esta máquina espacio-tiempo, este doble reloj de las horas y los pasos, era única en el universo y que yo, afortunado, estaba exactamente en su centro, era ese centro. El Centro. Bromeando agregó: ¡Eres un minotauro central, el Centrauro!

Yo de idiota me reí, me reí tanto que me corrían las lágrimas, los mocos, las babas, el orine, la sangre, mugiendo de contento. Entre bufidos no pude darme cuenta de que iban echando sobre mí el techo sin ruido. ¡Ese Dédalo! Sabe mucho, demasiado. Lo pagará y caro un día. Se lo dije y me dijo: Un día o una noche: yo tengo dónde escoger. Eso dijo. Pero para ti, me dijo, sólo queda ya la noche.

Y era verdad. Era de noche, únicamente noche y todo noche, bajo techo. Cuando me di cuenta dejé de mugir, de reír para rugir, y quise perseguir a Dédalo, que se me escapó entre segundos de espacio—y me perdí un rato por esos pasos.

III

Ahora estoy aquí de nuevo, en mi centro, en el centro que encontré otra vez al poco espacio, sin poder salir afuera, regresando por entre una madeja de minutos y de horas hasta que se me acabó el lugar sin encontrar el tiempo o la salida. Dédalo me dijo que la construcción, esta excrecencia era para que todos se perdieran, menos yo, que me encontraba. Tenía razón, toda la. No me pude perder porque me encontraba siempre. Así fue como no encontré la salida nunca, pero estuve enseguida en el centro.

Hace tiempo (no sé cómo puedo usar esta palabra en su sentido real o físico, ya que no tengo la menor noción del tiempo) que estoy no rugiendo sino mugiendo, rumiando mi soledad y la pérdida de mi tiempo en tan poco espacio. No me tengo pena porque mi corazón está allá abajo, en el otro, en el toro, mientras que la cabeza con que pienso está dentro de mí, en mí mismo, en Mino.

(Debo agregar, para no hacer trampas dedálicas, que todos estos juegos de palabras concéntricas no son míos, sino de Dédalo, que los hace todo el tiempo. O los hacía. O los hace allá afuera todavía, donde el tiempo se separa del espacio.) Quiero decir, ahora afuera, que me molesta también decir algo entre paréntesis, ya que son como otro corral del espacio que se hace cárcel del tiempo, un laberinto verbal que imita mi habitación-toda-espacio-sin-tiempo: es así como la bautizó Dédalo, que me dijo, Tu palacio, Minotauro, se llamara labúrinthos (él tiene mucho acento griego, tan fuerte como su acento de aceite y de ajo), y al construirlo, me dijo, me inspiré en la forma en que ara tu pariente el buey. En principio, me dijo, pensé llamarlo bustrófedon concéntrico, pero luego—

IV

No se calló aquí Dédalo sino yo.

Me callé, me callo ahora porque creí, creo, haber oído un ruido aquí afuera, quiero decir allá adentro, entre las horas de espacio. Sí, en efecto, alguien viene. ¿Será Dédalo? Dúdolo. No creo que se atreva a visitarme después de lo ocurrido. Alguien llega. No, no es Dédalo: Dédalo no lleva faldas hasta el suelo. Tampoco puede ser Ícaro, aunque a veces él sea un trasvestidista. Pero atravesaría mi aposento evitando los zigzaguanes, saltando por entre los travesaños, travieso, caminando por el borde de los muros haciendo alardes de equilibrio entre el suelo y el cielorraso, como hace siempre.

¿Quién será? Quién es, porque ahí se acerca. Es, efectivamente, una mujer. Es muy joven y muy bella. Se parece mucho a Mami, pero Mami está muerta hace tiempo y confinada en el centro de otro laberinto. ¿No será un fantasma? ¿Una estantigua? ¿Una alucinación acaso?

No, es bien real y yo no sueño, nunca sueño y sólo sé qué es un sueño porque Ícaro me dijo cómo es, cómo son los sueños y qué son, dibujándolos en esa pared donde estrió su nombre en el cemento todavía blando. Ese memento mori, como lo llamó él al hacerlo.

Es, sí, una mujer muy bella. Aun a la poca luz del centro se ve linda. Se parece mucho a..., pero... ¡Voto a Zeus! ¡Es mi hermana! ¡Mi hermana Ariadna! ¡Qué bueno, viene a rescatarme! Siempre lo dije, la familia es la familia. Suave tú ahora, la bella Ariadna.

No diré nada, ni siquiera me moveré fingiéndome dormido en mi noche para no asustarla y se crea que volveré a ser como antes, que cada vez que ella me llamaba Asterión yo le daba tales sustos y espantos, jugando, claro, a embestirla porque yo no podría hacerlo nunca en serio. No soy una bestia.

Pero... ¡qué extraño! Ariadna evita mi mirada, siquiera se atreve a mirar para acá. ¿Qué es eso que trae en la mano? ¿Una bola luminosa? Sí, ¡es una bola lumínica! Una bola de hilos de seda mágica, un ovillo maravilloso alumbrando amarillo. ¡Cómo se ilumina su bella cara! Pero, un momento, el ovillo casi que se está acabando ya, se acaba, se acabó. Pero—¡espera! Se va mi hermana, sin mirarme, se está yendo ya. Se va. ¡Se fue! ¡Qué extraño! ¿Qué querría? Seguro que es un ardid suyo para permitirme escapar mejor. ¡Eso es! ¡Estoy salvado! Ese ovillo mágico sirve para salir del laberinto. Recuerdo haber oído a Dédalo discutir con su hijo Ícaro, a quien siempre llamaba caro Ícaro, la mejor manera de llegar hasta mí en caso de que yo estuviera enfermo, para traer al médicoveterinario que me atiende, o cuando no funcionaran las trampas con mi alimento, que es siempre

ensalada

sopa vegetal

agua

buena avena

pasto a pasto

yerba verde...

Pero, un instante. Es mejor que me olvide de la comida y me concentre que siempre me pierdo en razonamientos laberínticos.

¿Qué debo hacer ahora? ¿Esperar? ¿O seguir el hilo conductor hasta la salida? Espero, desespero. Si salgo es algo. Pero una vez afuera, ¿cómo enfrentar ese laberinto abierto yo solo? Dejaré que decida por mí el azar. Pares o nones. (Al revés de Dédalo, nunca he planeado nada y es muy tarde ya para aprender.)

Ah, pasos de nuevo. Pero ¡qué extraño! Ahora son más fuertes, masculinos. Es un hombre el que viene. ¿Será Minos?

V

Ya lo veo. No es Minos, tampoco Osmín. ¿Oracio o Ícaro? No, no lo conozco. Viene sujetando el hilo de mi hermana Ariadna entre los dedos pulgar, índice y del medio, en su mano derecha, y en la izquierda—en la izquierda trae ¡una espada! ¡Una espada! ¿Para qué una espada? Yo no estoy amarrado. No puede, pues, soltarme. Tampoco la va a usar para cortar el hilo, que es flojo y fino. Además, se ha acabado ahí en su mano, sosteniéndolo en su mano derecha se acaba de acabar. Parece como si fuera, je je, a ensartar su espada con el hilo, convirtiendo, invirtiendo su función, una espada en aguja. ¿Querrá acabar con el laberinto a mandobles? ¡Imposible! Este edificio no es un nudo sino una trama. Entonces... ¿a qué una espada?

Lo sabré en un instante. Ya se acerca. No me atrevo a preguntarle a qué viene, pues no nos han presentado. ¡Ah!, pero ahora veo, cuando veo su cara, sus ojos, su mirada—sí, asesina—, veo que viene aquí a matarme: ya he visto esos ojos antes. No en esta misma cara sino en la de mi padre, el rey Minos, poco antes de que muriera tan de repente Mami. Mi huésped, como un microbio, me visita para matarme.

Aquí llega. No hay duda de que viene a convertir mi aposento en un matadero, a convertirme en bife, a transformar mi toro en ternera. Tampoco tengo dudas ahora de que viene enviado por mi hermana, ya que su ausencia es, como un silencio, culpable.

Mi hermana, la que no quiso mirarme por última vez. ¿Por qué querrá mi hermanita, la única mujer, además de la difunta autora de mis días (y mis noches), que he adorado, por qué querrá ella matarme? ¡Ah, qué boñiga de vida! ¡Qué duro es el oficio de minotauro! Unos quieren encerrarme, otros quieren olvidarme y hasta hay algunos que quieren asegurarse de que podrán olvidarme en la muerte. ¿Y qué harán con el recuerdo? En tanto yo, ¿qué debo hacer?

Nada. Eso es, ¡nada! Es mejor ser víctima que verdugo: siempre se pesa más en la conciencia ajena. Y si no vivo yo, vivirá en él mi culpa. Me volveré todo una bestia bovina prestándome al sacrificio. Después de todo, tal vez mi hermana no quiera otra cosa que hacer posible una reunión con mi madre más allá del cielorraso. Es probable. Si no, da lo mismo. Después de nada, ¿qué es la vida sin tener tiempo ni espacio?

VI

Ya el amigo de mi hermana está al alcance de la mano del hermano de su amiga. Y casi me río boyalmente al saber que pienso esta frase torcida que no me pertenece como si fuera una cita citable, my famous last words: un leve laberinto lábil. Se ve enseguida que la he calcado de Dédalo, que ha conformado mi pensamiento al confinar mi vida en vericuetos. Además ese dédalo es muchas veces metafórico, porque yo no tengo mano sino pezuña Es decir, un dividido dedo ungulado, según Dédalo. Por otra parte, soy yo quien está al alcance de la mano real de mi enemigo fortuito que no sabe que actúa como mi más íntimo amigo al tomarme ahora por el poco pelo de mi nuca y sujetar firme mi cabeza antes de dar el golpe, último, ultimándome.

Qué ironía de la vida (y de la muerte o de la suerte) que alguien que no conozco, a quien nunca hice un solo favor o beneficio, pueda hacer la obra pía de alejarme de mi gemelo impuesto, de separar para siempre mi cabeza pensante de Mino del odioso cuerpo bestial del otro, el toro.

Ya veo volar la espada y me regocijo pensando que acabaremos—mi hermana y su amigo y el odio y el amor y ese acero ignorante y mi aquiescencia sabia—con este vínculo ajeno que desde el primer día me segregó de parientes y conocidos, de su amor, robándome el cariño de los míos, los Minos, y me regaló el odio—evidentemente mortal—de mi padre, de mi hermana, de Dédalo, de sus artesanos y de mi último amigo, ese desconocido de la espada que ya llega. Lo espero como T. a M.

VII

Pero ¡un momento, muerte!, que no has terminado con mi agradecimiento.

Gracias a todos los parroquianos que costearon mi prisión perpetua al pagar por verme exhibido en la feria antes de internarme, gracias a los viandantes que arriesgaron el castigo real por intentar conocer mi imagen sin pagar, gracias a los niños, numerosos, indistintos, que dieron muestras de curiosidad infantil infatigable al tocar al otro con palos y punzas y al competir unos con otros a ver quién acertaba mejor su flanco con piedras y con hondas y un salivazo suave: unos y todos torturaron mi culpable cuerpo como yo mismo no habría sabido, ni podido, hacerlo.

Finalmente...

¡Adiós, Dédalo, y gracias por el monumento!