Angelitos negros

El viento de una gorda nublazón desaliñaba los árboles. Hacia el sur, el cielo encapotado coagulaba una fina línea de negro en el horizonte, que empezó a disolverse cuando las gotas, como maíz resbalando fuera de un saco, levantaron un olor a hierro, podredumbre y madera. Roque corría hacia ellos, empapado, gritando «Viene-una-cuadrilla-deespañoles». Antes de que alcanzara el frente del bohío, donde nuevas pieles eran tratadas, Engombe amarró las que estaban listas y gritó y empujó a los demás para que lo imitasen. Argenis sólo tenía sus grabados; los había guardado en un sobre de cuero, dentro del baúl de Roque, para protegerlos del salitre. A los pocos minutos, cargados con las hamacas, los cueros, las armas y herramientas, algunas viandas y las pocas pertenencias de cada uno, los cuatro hombres que le quedaban al barbudo caminaban hacia el oeste y buscaban el manglar del río Sosúa, que el indio conocía como la palma de su mano y donde, según este, se hallarían a salvo hasta que la cuadrilla, tras echar abajo y quemar el asentamiento, regresara a Santiago, de donde seguramente había venido. La cuadrilla, formada por unos veinticinco hombres, que Roque había contado atisbando con el catalejo, bajaba la cordillera y tardaría un día más en llegar. Era menester enterrar el cofre y los cueros para aligerar el paso. Se detuvieron al pie de una ceiba. Vieron amainar el vendaval, y cavaron varios huecos a cuarenta pasos del árbol. Si alguno perdía la vida, les recordó el manco, sacando tierra de un hoyo, el cofre del muerto sería repartido entre todos. Sellaron el pacto con un trago de agua y retomaron el camino.

Al llegar al manglar, tardaron horas en encender un fuego gracias a la humedad que la lluvia, que no veían desde hacía meses, había traído consigo. El manco improvisó un techo de hojas de palma que entretejió con la maraña del mangle para proteger la candela, y extendió los dos cueros que no habían enterrado bajo la pobre guarida, con la ilusión de darle algún descanso a su cuerpo; sólo que una nube de mosquitos y jejenes los cubrió tan pronto se quedaron quietos, y mucho más aún después de que Roque ordenara apagar el fuego para que el humo no los delatara.

Comieron piña. Bebieron sorbos de aguardiente. Al caer la noche, un animal que se movía en la hojarasca los mantuvo despiertos. Al amanecer, con los nervios de punta, emprendieron camino río abajo. Iban en busca del mangle más espeso y menos asequible a la tropa que los perseguía. Argenis se había hecho una herida en el dedo gordo del pie y quiso sentarse para mirársela. Engombe le metió con la culata del arcabuz en las costillas para que se levantara. Roque no hizo nada para impedírselo. Cojo, con ojos sellados de lagañas y picadas de jejenes hasta en los cojones, Argenis buscaba como un adolescente la aprobación del barbudo; se ofrecía para ayudarlo con su carga, poniéndole temas absurdos en medio del calor y el lodo arenoso que engullía la pierna hasta la rodilla a cada paso. Se detuvieron antes de lo planificado ya sin ínfulas de confort, reposaron la cabeza en una piedra o un tocón, desfallecidos bajo el ataque de insectos cuya acometida no respetaba narices, ojos o bocas. El manco temblaba de frío bajo el sol del mediodía, con la epidermis repleta de ronchas purulentas. Engombe se hacía mangas de arena mojada sin éxito, maldiciendo al indio, cuya piel, por alguna razón, despreciaban las alimañas.

Presa de males invisibles para la Playa Bo de 2001, Argenis se arrastraba como un alma en pena de la ducha a la cama; sufría en su carne libre de picaduras el ardor desesperante de su yo bucanero. A falta de heridas, su yo del presente, Argenis Luna, participante del Sosúa Project, rebosaba veneno, y al son del latir en la cáscara irritada de su doble había encontrado la manera de devolver a Linda Goldman la humillación que le había causado frente a todos en la mesa de la terraza hacía unos días.

En unos minutos, el sol saldría y la bióloga, que nunca faltaba a la caminata mañanera con su perro, hallaría al animal duro como un palo junto a algún arbusto de la propiedad, víctima de un buen pedazo de salchichón con Tres Pasitos.

Como una película de vaqueros, pensó Argenis, y se rascó con un cepillo de pelo ronchas que no tenía al escuchar a Linda, quien gritó el nombre de Billy una, dos, muchas veces hasta que un grito amorfo le dejó saber que ya había descubierto al pobre perro en las escaleras de la terraza, con la mandíbula trancada en un grotesco rictus. Argenis salió para disimular y se acercó al grupo que rodeaba al cadáver al pie de sus amos, que lloraban inconsolables y abrazados. Malagueta, buen lambón, pensó Argenis al ver que el negro también lloraba junto a una Elizabeth que, a pesar de que no se le conocían sentimientos, se esforzaba por expresar su preocupación y empatía apretando con su mano el hombro de la mujer de Giorgio.

Un día antes, durante el único paseo que se le vio dar solo desde su llegada a Playa Bo, se había cuidado de comprar el raticida y el salchichón en un colmado de otro pueblo. Se sintió un genio por primera vez en años. En el camino pensó en Mirta, su ex, y en la posibilidad de hacer con ella lo mismo que con el perro, pero lamentablemente a Mirta no le gustaban los embutidos. Enterraron a la querida mascota frente a la terraza donde tantas conversaciones había interrumpido, poniendo sus patas sobre el regazo de Linda con una pelota de tenis en la boca para que ella la tirase fuera, hacia la oscuridad, de donde Billy la traía veloz, satisfecho y feliz. Malagueta se tomó la molestia de buscar un peñón blanco de río de dos pies de alto en Puerto Plata, y lo colocaron a modo de lápida sobre la fosa. Iván estiró su talento para la analogía y habló del entierro de Mozart, del aguacero maldito que evitó que la gente acompañara hasta el cementerio al genio de la música, que iba en un ataúd de segunda mano seguido por cuatro gatos.

Al día siguiente, Giorgio salía a supervisar las obras de remodelación de la galería de arte en la capital y se detuvo en la cabaña de Argenis porque Malagueta se hallaba allí. Pidió al negro que durmiera en la casa y cuidara a Linda, sin mirar a Argenis ni una sola vez, que se supo un «bueno para nada» a los ojos de su mecenas, una carga que había venido a comerle la comida y a enfermarse de la mente. Mientras escuchaba a Giorgio darle al performancero el número de teléfono de Nenuco e instrucciones sobre los tés que gustaban a su mujer, Argenis vio de reojo las telas que no tocaba hacia días, la pintura dura en los pinceles estropeados, que había dejado sin limpiar, dándole sorbos de agua a un bucanero manco que se cagaba encima tiritando en el mangle infernal de su continuo y fatigante espejismo.

Malagueta estrenaba unos mocasines de gamuza Kenneth Cole y unas bermudas blancas de algodón que emulaban a la perfección el estilo de Giorgio. Hacía días que no se ponía la gorra de los Dodgers, y había recuperado, a fuerza de abdominales, el six-pack que yacía bajo la desaparecida barriga. El prieto se está puliendo, pensó Argenis, consciente de la deteriorada apariencia que Linda le había señalado en la mesa.

El beat 4/4 de un bombo electrónico hacía vibrar las cabañas. Elizabeth armaba su sesión de DJ para el party que celebrarían el fin de semana en la propiedad y donde presentarían el producto de sus primeros dos meses de trabajo. Los invitados, coleccionistas, artistas, extranjeros millonarios, surfers de Cabarete, el público habitual de las todavía escasas fiestas electrónicas y uno que otro funcionario del Departamento de Cultura de Puerto Plata disfrutarían de una noche dedicada a Francisco de Goya. El flyer de la fiesta, que la misma Elizabeth había diseñado, era una foto de Malagueta con peluca, un traje de la España del siglo XVIII, los pinceles, la paleta y la pose del Goya retratado por Vicente López; al pie de la misma, en letras Garamond, se leía el nombre del evento, Caprichos. El blanco de la peluca y el gris de la chaqueta resaltaban la negrura de las manos y la cara de ceño fruncido, que suscitaba una atmósfera cómica y siniestra al mismo tiempo. Malagueta entregó a Giorgio los flyers impresos para que los repartiera en la capital, mostrándoselos entusiasmado a Argenis, quien, creyendo merecer que una de sus pinturas engalanara la invitación, se sintió, nueva vez, despreciado.

Las primeras líneas de «Angelitos negros» cantada por Toña la Negra retumbaron en las bocinas de Elizabeth: «Pintor nacido en mi tierra»… El sample del bolero descansaba sobre el comienzo de «Where’s Your Head At?» de Basement Jaxx, y las ooos largas y trompeteadas de la cantante introducían el espíritu épico de la manga sonora que la DJ comenzaba a tejer. Los platos, el mixer, un drum machine y un sampler estaban seteados en una mesa contra una pared donde Elizabeth había pegado con tape y chinchetas papeles, fotos, notas en servilletas, recortes de periódicos y revistas, canciones, ideas, feelings, piezas de Goya y las distintas interpretaciones que le daba a las mismas en PostIts amarillos escritos con su fea letra en marcador rojo. El mural era una constelación de referencias, acumuladas durante dos meses de trabajo con Iván, madrugadas de Internet y el consumo compulsivo de música al que se había sometido los últimos años. Esta suma de pedazos era la pieza que exhibiría, allí mismo, en su cabaña, durante la noche, sumada a la otra mitad, con la que pondría a bailar a la gente a partir de la media noche. Su arqueología auditiva no discriminaba entre géneros, había aprendido del hip hop a encontrar segundos de oro tanto en una balada de Rocío Jurado como en una pieza de Bobby Timmons, pedazos, que extraídos y loopeados, crearían música nueva, divorciada de la pieza original que los contenía. Robaba, sin dejar rastros, bloques de canciones ajenas que matizaba con melodías en acordes menores de sintetizadores que topeteaban la oscuridad nostálgica del blues y del gagá dominico-haitiano, del que era fanática.

Estando en Chavón, Elizabeth había visitado con sus amigos La Ceja, un batey cerca de La Romana, donde cada Semana Santa, como en todos los ingenios azucareros de la isla, se celebra un ritual de fertilidad en el cañaveral. Bajo una enramada tres largos tambores cierran el ojo de un ritmo arremolinado que despliega histérico los bajos de unos fututos polifónicos que buscan un movimiento marcial en las piernas y en el vientre. Con la luna llena en el cenit, había visto el púrpura sagrado que adquiría el cañaveral a la medianoche contra un cielo cundido de estrellas. Un viejo poseído por Papá Candelo caminó hacia ella sobre carbones encendidos, recogiendo paciente uno para prender su cachimbo. Cuando estuvo a su lado, una densa presencia la penetró y le mostró, específica y elocuente, la extrema pobreza de los braceros haitianos, la boca trágica con la que este ceremonial antiquísimo se aferraba al presente, la permanencia de una esclavitud que se disfrazaba de oficio y el poder de una música que alojaba en el cuerpo humano a deidades capaces de tragarse al mundo.

La mancha que esa experiencia había dejado en su interior era enorme. Ahora, sus bordes se definían en formas tangibles, en la música que mezclaba concienzuda, buscando el efecto bailable y misterioso de aquella fórmula mágica. Llevaba años tambaleándose entre carreras y proyectos y por fin se clavaba en el blanco que sus distintos talentos presentían a lo lejos. La música para la fiesta, tres horas de mezcla, trazaría una línea fluctuante de Toña la Negra al trance de Goa, minaría el camino de sombras amenazantes y dulzuras arrebatadoras, minimal tech, deep house y drum & bass, rezos afrocubanos, samples de la voz de Héctor Lavoe y Martin Luther King, Ed Wood y Gertrude Stein; y como un regalo para Linda y Giorgio, a quienes debía de alguna forma el descubrimiento de su verdadera vocación, en el clímax de la tercera hora, antes de saltar de clavado hacia el océano cyberhippie de un repetitivo trance tiraría sobre la antológica «I Feel Love» de Donna Summer trozos de la voz de Jacques Cousteau en su documental Haiti, Waters of Sorrow. El efecto era trágico, inspirador y contradictorio, las predicciones del explorador francés sobre el futuro submarino de la isla colgarían del silencio por unos segundos antes de que el bajo cayera otra vez, como un maremoto, sobre la pista de baile.

Las orejas rockeras de Argenis tardaban mucho en comprender lo que su colega llevaba varios días armando en su taller. El manco no mejoraba. Argenis parecía ser el único que se preocupaba por atenderlo, mojarle la frente con un trapo, escuchar sus delirios en un inglés calloso que no comprendía, agitando el brazo mocho como si conservase la mano perdida. Roque se mantenía despierto, velaba el refugio y daba rondas para asegurarse de que estaban a salvo. Comían el casabe mohoso que les quedaba, impedidos para encender fogata y cocinar las tilapias, que hubiesen podido pescar con facilidad, ya que al más mínimo intento Engombe los apuntaba a él y al indio con una pistola. La herida del pie se le había infectado y se mantenía junto al enfermo sin moverse mucho para no lastimarse, el dolor le acalambraba la pierna y no menguaba con las aspirinas que tragaba de a cuatro en el complejo de los Menicucci.

Ya nadie le traía sopas, conversación o café; su licencia médica o la simpatía que pudo haber despertado en los demás había caducado. Malagueta le había hecho el favor de abrirle las cortinas y le había notificado, por si no se acordaba, que el party era esa noche y que contaban con que organizaría su taller para la exhibición de sus piezas durante la fiesta. También le ofreció, de mala gana, ayuda para montar las telas en sus bastidores. Por el cristal vio que Giorgio había vuelto de la capital, que dos obreros, uno con un pico y otro con una pala, lo acompañaban. El manco se había vaciado de todos sus líquidos durante la noche y no sabían qué hacer con su cadáver amoratado y hediondo. Sobrevolando en círculo y atraídas por el olor del muerto, las auras tiñosas atraerían también a la cuadrilla. Decidieron moverse, dejar que las aves de rapiña dispusieran del cuerpo. Curioso que tuviese corazón ahora y no con el fucking Billy.

En el banco frente a las cabañas, Giorgio sacó un papel de un tubo y mostró al grupo sonriente los planos para el edificio que albergaría el laboratorio de Linda, comisionados al arquitecto que se encargaba de la galería de arte, sorprendiéndola y arrancándole la primera sonrisa desde la muerte de su perro. Comenzarían la construcción al mediodía, con un pequeño acto para el que requería la presencia de todos, así la fiesta de la noche tendría otra razón de ser. Llegada la hora, se juntaron en la terraza. Linda parecía haber llorado mucho y miraba a Giorgio con ojitos devotos mientras hablaba por el celular con su colega James Kelly para compartir con él las buenas noticias. El grupo, que incluía a Nenuco y Ananí, cargaba una neverita, un mantel y bolsas con refrigerios. Caminaban rodeando a Linda, hacían chistes sobre el futuro laboratorio, dejaban atrás, en su corrillo de alegría, a Argenis, que cojeaba y se ayudaba a caminar con un palo de escoba que había encontrado en la cocina de la casa. El lugar elegido para la obra era un claro al otro lado de la calle, frente a la propiedad de los Menicucci, que habían conseguido por centavos.

A unas millas del lugar que ahora coronaban las tiñosas, los bucaneros avanzaban ya sin suelo estable bajo sus pies, titubeaban sobre raíces de mangle, de cuyo fondo acuoso surgían, abriendo y cerrando pinzas, cientos de cangrejos de todos los tamaños. Argenis hacía un esfuerzo sobrehumano para mover sus piernas en ambos lugares, ya sin preguntarse para qué, persiguiendo como un zombi a los que le precedían.

«Aquí comienza una gran aventura», dijo Giorgio tras sacar una botella de champán de la neverita. Detrás de él, los dos obreros marcaban con cuatro estacas y una cuerda el espacio que ocuparía en la tierra el edificio. Malagueta e Iván abrieron el mantel sobre la yerba seca y amarillenta. Argenis fue el primero en sentarse y el último en recibir una copa. Brindaron por el Centro de Investigación Marina de Playa Bo. Iván derramó un poco del contenido de la suya en la tierra en busca del favor de los muertos que la habitaron. Giorgio silbó con ambos dedos en la boca para que los dos obreros, que se abanicaban con las gorras, comenzaran a cavar allí, donde pronto descansarían los cimientos. El área era perfecta, con acceso a la calle principal y en un pequeño claro sin accidentes, rodeado por la sombra de almendros, flamboyanes y una ceiba, junto a cuyas raíces se desarrollaba el picnic.

Argenis recordó de golpe el lugar donde por orden de Roque habían enterrado el cofre con sus grabados. Los obreros de los Menicucci hincaban sus herramientas; sacaban años de tierra y mierda de vaca de entre las enormes raíces de la ceiba, que asomaba sus tentáculos al sol del verano antillano. El dolor del pie y las demás molestias desaparecieron ante una súbita explosión de adrenalina. Giorgio acariciaba la mejilla de su mujer con el dorso de su mano izquierda; la barba de varios días le oscurecía el mentón. Con la otra mano empinaba la botella con la misma elegancia con que el jefe de los bucaneros avanzaba ágil en el mangle, dejando a Argenis solo y a merced de los cangrejos, el cansancio y las tiñosas. Lo iban a dejar morir y sus grabados serían cosechados a pico y pala por Giorgio y su puta. Argenis dio vuelta atrás, saltó endemoniado de raíz en raíz, se hizo daño en el pie con astillas y animales y buscó alcanzar el lugar donde yacía el cofre, que desenterraría con los dientes si era necesario.

Al salir del mangle, Engombe y Roque le pisaban los talones. Se han preocupado por mí y me buscan, pensó. Pero al llegar al pie de la ceiba cuatrocientos años más joven, donde ahora se celebraba el picnic, tenía la punta del arcabuz de Engombe en la nuca. Roque puso su mano sobre el arma obligando al negro a bajarla y Giorgio se arremangó la camisa, resoplando incómodo con el calor. Ambos miraban a Argenis con cuatro ojos idénticos creando un túnel de silencio; a un lado se chocaban copas, al otro, retumbaba una verdad inexplicable y nauseabunda. «¿Y ahora qué te pasa?», preguntaron Giorgio y Roque al unísono. El pintor tembló de pánico, sin poder abrir la boca. «No desperdicies la bala», dijo Roque a Engombe, y tomó el arma por el cañón para blandirla como un bate y tumbar a Argenis de un golpe seco en la cabeza, no sin antes decirle con su boca bucanera: «Esto es por Billy, hijo de puta».