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¿Tengo dos cuerpos o es que mi mente tiene la capacidad de transmitir en dos canales de programación simultánea?, se preguntaba Acilde con la vista fija en el pequeño collar de perlas falsas que llevaba la enfermera que le cambiaba el suero. Frente a su cama de hospital se proyectaban las noticias del día: «Durante una redada en Villa Mella tras la pista de los dirigentes de la organización terrorista pentecostal Siervos del Apocalipsis, la Policía Especial encontró por accidente a uno de los sospechosos involucrados en la muerte de Esther Escudero, líder religiosa africanista y amiga personal del Presidente, quien fue asesinada una semana antes durante un robo en su residencia. El sospechoso, Acilde Figueroa, quien según su huella de identidad digital era de sexo femenino, resultó ser un hombre y se hallaba amarrado a una cama inconsciente y en estado de deshidratación junto al cadáver del doctor Eric Vitier, quien al parecer sufrió un fallo respiratorio horas antes. También encontraron una anémona de mar, valorada en unos sesenta y cinco mil dólares. El espécimen ha sido trasladado a un laboratorio privado, donde recibe cuidados especializados». Fotos felices de Acilde, Eric, Esther y Morla que nada tenían que ver con lo narrado se sucedían sobre la noticia: Acilde en un cumpleaños, Eric el día de su graduación de la escuela de medicina en Cuba y un selfie de Morla con un t-shirt amarillo de Los Indiana Pacers.

Un helicóptero aterrizaba con ruido en el techo del hospital. Afuera, junto a la puerta entreabierta, el policía que lo vigilaba se espantaba los mosquitos con la mano y veía un juego de pelota en una tableta vieja. Acilde caminó hasta el baño sin ayuda. Se levantó la bata para mirarse al espejo, complacido con los resultados físicos de la droga: la nueva anchura de la espalda y los antebrazos, la desaparecida acumulación de grasa en las caderas, el triste saquito de los cojones y unos pechos finalmente incapaces de amamantar a otro ser humano. Pensó que tal vez esa vida en la Sosúa de fin de siglo XX que se desarrollaba en su cabeza era un efecto secundario de la Rainbow Bright. Allá, en la casita de campo de los indios que le hacían reverencias, frente el espejo que colgaba de un clavo sobre la llave de agua en el patio, se aseguró, como una comadrona hace con un recién nacido, de que a ese otro cuerpo no le faltaba nada. Es idéntico, pensó embelesado, y se pellizcó las tetillas y las nalgas afiladas en esa fotocopia suya de 1991, mientras abría y cerraba la boca, y decía «tengo hambre», y comía con los dedos el pescado frito que un Nenuco de ojos esperanzados le ofrecía en un plato Duralex.

Satisfecho, emprendió el camino de vuelta a la cama de hospital. El guardia abrió la puerta con la formalidad y eficiencia del que tiene superiores cerca. Un inmenso mulato pelirrojo, en un joggingsuit Adidas rojísimo y con una cadena de oro de la que colgaba el Santo Niño de Atocha, entró con dos guardaespaldas encorbatados. Tronó los dedos para que sus cuidadores salieran de la habitación, arrellanándose en el único sofá.

Se mordió una uña, la escupió y preguntó: «Entonces, ¿tú ere’ el bujarroncito que va a salvar al país?». Acilde no respondió, alcanzó la cama con esfuerzo, avergonzado de la batita con la que el Presidente de la República lo había sorprendido. «Esther Escudero era mi hermana, mariconcito», dijo, y cerró los puños. Luego añadió, poniendo nervioso a Acilde con su voz de Balaguer y su pinta de Malcolm X: «No te mando a romper el culo a batazos porque le prometí, le juré, que pasara lo que pasara íbamos a facilitarte la ayuda necesaria para que realizaras tu misión».

Al parecer todo el mundo, en el pasado y en el presente, esperaba algo muy importante de él, y frente a Said Bona, Acilde sintió la súbita necesidad de fingir que sabía de lo que le hablaban. El carisma de este hombre, que se había echado al bolsillo la voluntad del país durante quince años, surtía el mismo efecto en él que en las masas que había seducido a golpe de videos de youtube en los que criticaba al gobierno y usaba el español dominicano que se hablaba en la calle. Ya en el poder se declaró socialista, firmó una caterva de tratados con los miembros de la Alianza Bolivariana Latinoamericana, quienes perseguían el sueño de la Gran Colombia desde sus estados totalitarios. Encarceló a todos los ex funcionarios corruptos con cargos reales; y a los líderes de la oposición, con cargos inventados. Expropió compañías y propiedades, y al cumplirse el primer año de su mandato cambió el color del partido de morado y amarillo a rojo con negro, en honor a Legbá, Elegguá, la deidad africana que regía su destino, el dueño de los cuatro caminos y el mensajero de los dioses, y declaró al vudú dominicano y sus misterios como religión oficial.

Pero ahora Said Bona estaba en aprietos. Tras aceptar almacenar armas biológicas venezolanas en Ocoa, el maremoto de 2024 había arrasado con la base que las albergaba y dispersado su contenido en el mar Caribe. Desaparecieron especies completas en cuestión de semanas. La crisis ambiental se extendió hasta el Atlántico.

Mientras su gestión perdía puntos, Said se esmeraba en culpar a los Estados Unidos y a la Unión Europea de haber fabricado el tsunami con el fin de desestabilizar la región.

Acilde intuyó que la tarea que deseaban que realizara tenía que ver con ese desastre, que hacía llorar a Esther Escudero durante los rezos con que abría el día. Ese desastre por el que llegaban al país oceanógrafos y médicos y por el que ahora el Caribe era un caldo oscuro y putrefacto. Said tocó con su índice el extremo de sus gigantes gafas Dolce & Gabbana y un holograma de Esther Escudero se materializó junto a la cama. Omicunlé llevaba un traje blanco de falda larga y ancha, en la cabeza un turbante azul bandera, y el sinfín de collares y pulseras propias de su sacerdocio. Se veía como Acilde imaginaba se vería su fantasma, y este fantasma, sonriente y pacífico, dijo: «Si estás viendo esto significa que todo salió bien. Eric te inició y ya sabes que eres el Omo Olokun: el que sabe lo que hay en el fondo del mar. Said cuenta contigo, utiliza los poderes que recién empiezas a descubrir para el bien de la humanidad. Salva el mar, Maferefún Olokun, Maferefún Yemayá». Terminado el mensaje y desaparecida la muerta, Said se quitó las gafas y descubrió unos ojos llorosos, los mismos que lucía para delicia de las doñas de la nación, cuando, enardecido en la campaña electoral, había dicho que los hijos de las madres solteras eran hijos de la patria y, por lo tanto, suyos. «¿Qué necesitas?», preguntó Said a Acilde con voz ahora caballerosa.

Por la forma discreta y poco específica en que Esther se había referido a sus poderes, entendió que no había necesidad de develar esa ventana que se había abierto en su mente hacia el pasado, ni del clon que allí dominaba a control remoto. Este era, hasta ahora, su único poder y quería comprobar la veracidad de ese otro tiempo, al que había llegado a través de la anémona que un día pensó vender por cuatro cheles. «Necesito un lugar tranquilo y solitario, pues estos son Días de Recordar en los que recuperaré la memoria de mis vidas anteriores y de mi misión», dijo Acilde con el lenguaje ceremonioso de los que lo habían sacado del agua en el 91, y despertó por primera vez la curiosidad del Presidente.

Llegaron a un acuerdo: Acilde iría a la cárcel unos meses para tranquilizar a los seguidores de Esther que pedían su cabeza. Said se aseguraría de que la estancia fuese agradable y luego, tras encontrar pruebas indudables de su inocencia, lo pondrían en libertad.

La celda de Acilde tenía un inodoro, un lavamanos, una estufa, una neverita, una cama y una mesa con un monitor antiguo de cuarenta y cuatro pulgadas conectado a un teclado. El piso alfombrado y gris tenía una mancha de un palmo con matices anaranjados, como si alguien hubiese dejado sobre la misma un locrio de sardinas un par de días. No se le permitía tener plan de datos integrado en la cárcel, pues los hackers podían detectarlo y acusar al gobierno de favoritismos con ciertos presidiarios. Allí, Acilde permanecía recostado gran parte del día, ahora que el hombre que había empezado a ser en Sosúa se movía a su antojo. Aprendió cosas sobre ese tiempo y sus gentes y se hizo una idea de lo que de él esperaban. Al mes de haber llegado, ya Nenuco había compartido con él cuanto sabía. El portal de las anémonas, cada animal de la poza, sus nombres en español y en taíno, recetas para cocinarlos, las yerbas que tenían en el patio y para qué servían, de dónde venían ellos; y del más allá, de dónde según ellos, venía él. Acilde lo dejaba fantasear porque si Nenuco se enteraba de que el más allá era una celda en el 2027, se hubiese pegado un tiro.

Yararí se le había ido con Willito y se decía que estaba preñada. Tan pronto como se la robó, Willito la puso a cocinar lo que pescaba en un chinchorrito en la playa. Nenuco había ido a buscarla y la niña le había dicho que no iba a volver a aquella «maldita choza nunca más».

Durante el día, Acilde se tiraba con los ojos cerrados en la camita de su celda para que su otro cuerpo recorriera el pueblo playero en el motor de Nenuco, y hacía preguntas, y anotaba en una libreta nombres de calles y negocios, nombres de personas, con la excusa de que escribía un libro, datos que en la noche, en la oscuridad de su celda, cotejaba frente a la vieja computadora que le habían permitido tener. Al poner los nombres de su libreta en el buscador aparecían datos de la historia de los mismos: el éxito de ciertos comercios, la mala suerte de otros, el futuro criminal de un joven de aspecto inocuo o el ascenso a la alcaldía de una señora analfabeta. Qué perdidos y obtusos lucían ahora los habitantes de aquel pequeño pueblo, qué tristes sus pequeños planes y proyecciones, que cómica la desesperación del que ignora que un destino maravilloso lo aguarda a la vuelta de la esquina.

Todavía no lograba confirmar su propia existencia en ese pasado playero, confirmar que su extensión estaba realmente entre aquellas gentes y que, como los demás, dejaría una huella en el tiempo. Para poder corroborar su presencia necesitaba ser alguien, necesitaba un nombre, necesitaba papeles, y esa misma noche Nenuco lo llevó donde Stephan, un alemán dueño de bar que falsificaba documentos para europeos de pasado innecesario, que se retiraban en Sosúa con lo que en sus países no hubieran podido comprarse un chicle.

La barra, a dos cuadras de la playa, estaba repleta de turistas mayores de sesenta años y jóvenes mulatos del patio, sentados en mesitas de plywood bebiendo Brugal con Coca-Cola y muy atentos al animador que en la pequeña tarima de concreto saludaba al público con una camiseta de licra, bajo la cual sus exagerados músculos parecían embutidos fosforescentes.

«Señoras y señores, signore e signori, ladies and gentlemen, mesdames et messieurs, meine Damen und Herren, willkommen, benvenuti, welcome to tonight’s show at One Eyed Willy, where your dreams come true, and opening this great evening of fun I introduce to you Sosúa’s very own: El Asco!». Enseguida apareció en escena un travesti que se había sometido a todo tipo de experimentos caseros tras las curvas de un cuerpo de mujer. Las inyecciones de aceite Crisol lo habían deformado, creando burbujas extrañas en lugares equivocados, y el apretado vestido plateado con muselina añadía un toque escalofriante a la piel gris y cadavérica. De la torre de bocinas a ambos lados del local comenzó a sonar «I Feel Love» de Donna Summer, con esos sintetizadores con los que el genio de la música electrónica bailable, Giorgio Moroder, inauguró el futuro en 1977. Ya en la oficina de Stephan, detrás del negocio, el coro de la canción se seguía escuchando, pompeando a un público que silbaba y aplaudía la escatológica sensualidad de El Asco haciendo las mímicas del «looooooove».

«¿De dónde sacaste a este muñeco?», dijo el alemán con un fuerte acento, y luego, riendo: «Te va a ir muy bien, en este país ser blanco es una profesión». A treinta años de distancia, Acilde introdujo el nombre completo de Stephan en el buscador y vio cómo, gracias a la popularidad de esa primera barrita y a su show de travestis, se convertiría en un reconocido empresario con restaurantes en toda la costa norte. No había contemplado el costo de la falsificación y anotó en su mente, junto a todos los demás favores que le había hecho Nenuco, los cien dólares que el indio se sacó del bolsillo para pagar por los documentos. Mientras Stephan le tomaba la foto frente a una tela blanca colgada en una puerta, le preguntó qué nombre quería ponerse. La canción llegaba a su fin y el público aplaudía desaforado. «Giorgio», dijo Acilde, y luego añadió el apellido que su madre había visto en el documento de identidad de su padre cuando este abrió la cartera para pagarle: «Giorgio Menicucci».