Un trozo de morcilla cae en cada uno de los cuencos de madera de los hombres de Roque. Él mismo la ha preparado para celebrar la venta de los setenta cueros que tuvieron listos a la vuelta del inglés a Playa Bo. La delicia hecha con tripas de cerdo cimarrón está adobada con la pimienta jamaiquina que el capitán Ball trajo de Cuba. El jefe de los bucaneros es buen cocinero y le cuenta a Argenis que en ello se había empleado en el galeón español que lo trajo de Canarias. Mientras haya vacas, el trabajo continúa, se matan y se desollan, con la idea de tener siempre algo que ofrecer a los barcos que se detienen en la costa, sin los que no habría ni vino, ni aceite, ni harina, ni pólvora, ni las piezas de oro y plata que se acumulan en los cofres, donde cada cual junta también sus sueños. El de Engombe es capitanear un barco. El pirata francés al que se había alquilado lo abandonó en la costa norte con una bota de agua por matar a un compañero de un martillazo en la cabeza. El sueño del francesito: volver a su tierra y desposar a una vecina de pechos enormes por la que se mata a pajas. El manco es feliz y come mejor y más a menudo aquí que en el calabozo inglés donde lo habían reclutado. El indio no tenía cofre y el vino le venía muy mal, sus sueños de geometría sagrada cartografiaban la tierra del principio donde una legión de muertos llamaba su nombre.
Han sacrificado dos docenas de vacas y Roque le entrega a cada uno una botella para acompañar la cena. Comen en paz, se relamen los dedos con los grillos que chillan en el fondo hasta que Engombe se levanta a buscar un pedazo de casabe y el francesito, juguetón, mete la mano en el plato del negro para robarle las sobras. Antes de que pueda tocarlas, Engombe le ha cortado la cabeza con la cimitarra. La cabeza rueda hasta los pies de Argenis, que la ve parpadear varias veces, como si una paja le molestara la vista, antes de quedarse definitivamente inmóvil. Reaccionando con una rabia portentosa, Argenis tumba a Engombe de un puñetazo en el pecho, mientras llora al pobre muchacho y el manco maldice y el indio grita arrodillado. Todos se le van encima al asesino, logran inmovilizarlo, amarrarlo a la base del guayacán. Roque levanta la cabeza por el pelo y se la pone al lado para que tenga que mirarla toda la noche. Argenis llora desconsolado y repite «Côte de Fer, Côte de Fer», como decía el pobre inocente. Giorgio e Iván hicieron que Nenuco rompiera la puerta del taller del pintor para despertarlo pues sus gritos llegaban hasta la casa.
Argenis llevaba semanas durmiendo de día y pintando de noche. Se levantaba casi siempre cerca de las 10 PM cabizbajo y sin apetito. Lo que pintaba, sin embargo, tenía a Giorgio entusiasmado. Se le metía en el taller con una bolsa de yerba, una botella de vodka y un galón de jugo de toronja. Malagueta solía acompañarlos. Elizabeth pasaba de la pintura, o por lo menos no le interesaba mucho, aunque de vez en cuando venía al taller de Argenis con Iván y ponían música y conversación. Argenis pintaba en la tela sin montar, extendida en el piso, en un silencio que sólo rompía para responder con teorías extrañísimas las más sencillas preguntas. Giorgio le ponía tema a ver con qué salía, guiñaba un ojo a Elizabeth, que hacía muecas y se reía a sus espaldas, mientras ponía «Silence is Sexy» de Einstürzende Neubauten, «Traigo de todo» de Ismael Rivera, «Contacto espacial con el tercer sexo» de Sukia, «The Bells» de Lou Reed, «Into the Sun» de Sean Lennon, «Killing Puritans» de Armand Van Helden, «Remain in Light» de Talking Heads o «Superimposition» de Eddie Palmieri. Cuando Elizabeth abría la boca era para comentar algo que había visto en una revista o en Internet o para criticar la obra de todos los artistas locales que no se encontraban en esa habitación, a los que catalogaba como olla, quedaos, mediocres y chopos. Argenis sabía que ella lo incluía en esa categoría y mientras pintaba hacía algunos esfuerzos interesantes con el propósito de que lo sacara de la misma.
En algún momento, mientras abandonaba una de las tres carreras que su papi le había pagado antes de Chavón —ingeniería de sonido, creative writing y peluquería—, Elizabeth había leído el manifiesto de Fluxus en el scrapbook de una compañera de clases. Tras ordenar una pila de libros de arte conceptual y varias cámaras digitales por Amazon se había autodeclarado videoartista y realizado una serie titulada Seco y latigoso, que era, básicamente, nueve loops de tomas de prostitutas que trabajaban la calle en distintas zonas de Santo Domingo. Los había subido a la web en una página del mismo título; había logrado que un curador francés la incluyera en un compendio de Arte Actual del Tercer Mundo. Desde entonces, todo el mundo le lamía el culo. Por eso y porque tenía un BMW, una casa en Las Terrenas, toda la música del mundo y las mejores pastillas del Caribe. No tenía necesidad de estar en el Sosúa Project, lo hacía porque le daba la gana y porque era, de todos, la única que de verdad tenía una relación de amistad con los Menicucci.
Un día se fue la luz, pero encendieron velas y Argenis siguió pintando. «Monsieur, ¿qué usted cree de la crisis energética que sufre el país desde hace treinta años?», le preguntó Giorgio, dándole un codazo a Malagueta para que prestara atención. «En el Caribe vivimos en las áreas oscuras del cerebro planetario, como con el LSD; estas neuronas que son nuestras islas se iluminan muy poco, pero cuando lo hacen…», respondió Argenis y vertió en la tela el fondo de hielo y toronja de su vaso para crear un efecto de aguada.
No obstante, la noche de los gritos no hubo painting party. Tras despertar a Argenis, Giorgio le trajo un vaso de agua e Iván, sin encender la luz, se sentó en la cama y le dijo que aquella gritadera mientras dormía era cosa de muertos. «Cada quien tiene su guía espiritual, un difunto que lo guía, una luz que te ayuda; también hay muertos oscuros que quieren aprovecharse de uno y hacen trampas y se hacen los buenos.» Nenuco lo interrumpió: «En la casa de don Frank había uno. Yo a don Frank le atiendo el jardín, y encontraron una botija llenecita de monedas de oro. Con eso él tiene para no volver a trabajar más. ¿Y tú sabes cómo fue que la encontró? Había una plaga de hormigas en la casa y él soñaba todas las noches con un prieto que se las comía. Un día dice: «Déjame echar agua caliente para matarlas», y va al patio y me dice: «Nenuco, ayúdeme», y con una pala empezamos a buscar los túneles del hormiguero, cuando de pronto damos con algo duro y era la botija de barro. Por aquí había mucho pirata y negro alzao que enterraban el dinero que juntaban».
Argenis siguió llorando despierto. Sintió la verdadera magnitud de la carga que las expectativas que generaba su talento representaban y se sintió seguro de no poder llenarlas nunca. La experiencia con los bucaneros era agotadora. Además, tenía que hacer algo por lo que un coleccionista hipotético quisiese pagar miles de dólares, con un poder seductor que perdurara en el tiempo. Arrullado por el canturreo de Nenuco, mientras Giorgio, recostado en el marco de la puerta, lo miraba preocupado, pensó en Bacon y en Lucian Freud, en Yeyo y en que si hubiese nacido trescientos años antes su técnica le habría abierto las puertas de la corte de un rey. Odió a la profesora Herman y las pretensiones que le había contagiado. Tengo que entrar en un manicomio o meterme a evangélico, pensó, deseando un alivio que ni la pintura ni las comodidades de Playa Bo le habían ofrecido.
Despierto en la noche de dos mundos, intentaba cerrar la ventana del que contenía la cabeza cercenada. Giorgio le tomó la mano y Argenis se la apretó como si temiera caerse por un barranco. Cuando se la soltó, Giorgio retiró la suya y le acarició levemente la palma de la mano. Con sus cuatro ojos cerrados, Argenis sintió que un cuerpo se le metía en el catre, lo acurrucaba y lo mecía. Una mano le acarició el vientre, que se tensó sin alejarse, apretó los glúteos adivinando la ruta de la mano hacia abajo, dejándose hacer. Llevaba siglos esperando esta mamada, que jaloneaba con labios consistentes palanqueando con una lengua hábil y suave, que tragaba sin miedo al vómito su güevo grande y que cubría su pecho y sus piernas con la caricia de una larga melena que olía a salitre y a pimienta. Olvidó al francesito, el arte y Playa Bo, olvidó su nombre y el del órgano alrededor del cual ahora se cerraba concéntrico el universo. Se vino duro, como si se hubiese vaciado para siempre los cojones. Abrió los ojos anestesiado y vio que Roque levantaba finalmente la cara y se tiraba a su lado en el catre para dormirse roncando casi de inmediato. En el presente, Nenuco, Iván y Giorgio se habían marchado, lo habían dejado solo, con la puerta del estudio rota y abierta de par en par.
Acompañada de la anécdota sobre el estado de cosas en los hospitales cubanos y el fácil acceso en el mercado negro a medicamentos controlados, Iván le había regalado a Argenis una tira de Valium, gracias a la cual pasaba cada vez más tiempo en la Sosúa del siglo XVII. O no lo extrañaban en las sesiones del curador o sus pinturas lo habían exonerado de las mismas. Tras días y noches seguidas mortificando a Engombe para hacerle pagar por su crimen, Roque lo había dejado libre, pues necesitaba a su arcabucero para el trabajo. Argenis, sin embargo, no le quitaba la vista de encima y buscaba la menor excusa para darle con una piedra en la cabeza. Tras lo que había pasado en el catre se sentía desorientado y feliz, protegido por el manto del tiempo, porque para él ese pasado que aún no reconocía como totalmente suyo, no tenía repercusión en el presente, donde seguía siendo un macharrán y donde nadie nunca se enteraría de nada. Ahora tenía más razones para no hablar de lo que le pasaba y seguir usando la licencia de artista loco para hacer lo que le diera la gana con sus horas. Quería proteger a Roque, quería impresionarlo; y le pidió permiso para usar la imprenta e intentar hacer unos grabados, y mostrarle un retrato que de él había tallado en una tabla vieja. Roque le facilitó las herramientas que habían venido con el aparato, que descansaba en la casucha construida por el manco y el difunto, pensando que de ser buenos podrían vender algunas copias a los contrabandistas. Ahora los primeros siete colgaban de la pared con clavos de zapatero. A falta de tinta, Argenis había utilizado sangre de vaca, corriendo con una cubeta desde el matadero y aplicándola de inmediato antes de que se coagulara.
En el primer grabado, un negro arcabucero le apunta a unas cabezas de ganado en la distancia. En el segundo, un barbudo manco carga sobre el hombro del brazo bueno un tronco de palma junto al francesito, a quien Argenis había dibujado de memoria. Se había esmerado en los pliegues de la tela de los calzones, en el camisón de hilo que por ropa llevaban todos y en dar volumen a la pipa de barro danés que fumaba el manco, tanto en las horas de trabajo como en las de descanso. El tercero era una jungla tropical, hacia cuyo centro un hombre de espalda triangular y pelo recogido en un moño se internaba, al tiempo que levantaba un sable sobre su cabeza para abrirse paso en la maraña. El cuarto era el indio, en cuclillas, que atizaba el fuego de una parrilla donde ahumaba el bucán. En el quinto, Roque posaba con un arcabuz al hombro, con un sombrero de felpa carmesí y dos pistolas en el cinto sobre el acantilado hacia Playa Bo. En el sexto se veía a Engombe amarrado al árbol. Pensarán que es un esclavo, se dijo el artista, que había firmado los grabados como Côte de Fer. El séptimo era el interior del bohío con la tinaja de barro donde guardaban el agua fresca en una esquina y, bajo una ventana, el catre de Argenis donde yacía dormido su salvador.
Las siete tablas habían salido de una misma caoba. El manco, a pesar de su carencia, tenía buena mano con la madera y, acatando las órdenes de Roque, lo había ayudado a preparar las planchas. La idea de hacer los grabados le vino una tarde al regresar de la matanza. Roque, que llevaba las botas sucias de sangre, marcaba con las huellas rojas de sus pasos las rocas del arroyo al que habían ido a beber agua y bañarse. Las ondas de su melena mojada le acariciaban la definición muscular de la espalda, que cerraba en una cintura casi femenina. Cuando se volteó, Argenis continuó tallando con la mirada la pelvis peluda que escondía un pequeño y relajado pene, y más arriba la barba castaña, encaracolada, que terminaba en la base del cuello, del cual colgaba una llave de cobre en cordón trenzado de cuero.
Ya preparaba otras planchas, y mientras los otros desollaban los animales o curtían los cueros, Roque le permitía quedarse con el indio, que se maravillaba con las imágenes mágicas que Côte de Fer había logrado producir con vaca y caoba. A la luz del fuego que encendían cada noche, sacaba con una gubia la madera sobrante en el dibujo de una vaca a la que Engombe y Roque dejaban sin piel cuando oyó gritos. Venían del presente. Esta vez no eran suyos sino de Linda, que había vuelto de la capital, de sus reuniones con el Ministro de Recursos Naturales. Argenis se levantó azorado y al acercarse a la casa escuchó claramente la diatriba de la mujer, que se quejaba de que en Playa Bo lo que había era un reguero de vagos metiendo y bebiendo, consumiendo el dinero que debían gastar en construir un laboratorio, la verdadera razón de toda esta mierda, «or did you forget?», y luego la voz de Giorgio que trataba de tranquilizarla diciéndole que esperara a ver lo que había producido Argenis. «Son tesoros», decía, «seguro se van a vender.»
Los susurros de Giorgio, en extremo cuidadosos, como si temiese que su mujer lo golpeara, le dieron ganas de matarla. En su cabeza, el italiano era un altruista que creía en él, y ella era una puta engreída y egoísta. Fantaseó con violarla y estrangularla, luego con machacarle la cabeza con el bate de béisbol de aluminio que tenía Malagueta en su taller. Fucking mamagüevaza. Esperó en la oscuridad a que la pelea terminara e imaginó que Giorgio saldría a darse un break de la judía chelera, dándole la oportunidad que Argenis ansiaba de aconsejarlo, de devolverle agradecido su amistad, de rodearlo con un abrazo en el que su pecho tocaría el de su mecenas finalmente. Pero lo que alcanzó a escuchar, tras un breve silencio, fueron los gemidos de placer que una húmeda y apresurada reconciliación arrancaba a los Menicucci. Quedó agazapado entre las palmas enanas hasta que los mimos en inglés e italiano que intercambiaron después del encuentro, le hicieron volver a su cabaña con una amargura que le dolía en los huesos.
Se echó en la cama. Fijó los ojos en el filo cubierto de polvo de las aspas del abanico de techo. Caminó frenético hacia la casucha de la imprenta en su otra noche, donde talló una a una las tablas vírgenes que el manco le había dejado, a la luz de una vela. Atacó la madera con la misma vehemencia con que el desvelo y la extrañeza lo estaban tallando a él. Al amanecer, cubrió las planchas con un lienzo y contempló la soledad del paisaje que lo rodeaba, ni próspero ni acogedor, el límite entre la playa y el bosque, a la espera del ataque letal de una cuadrilla española que llegaría en cualquier momento, sin ruido, a cortarles la cabeza, si un compañero borracho no lo hacía antes. ¿Por qué tenía que ver esto? ¿Quién lo había puesto allí? Recordó las palabras del jardinero, estos hombres con los que trabajaba y vivía habían muerto hacía tiempo y él gastaba el suyo persiguiendo a un barbudo hermoso mientras realizaba grabados que nunca nadie vería. Llegó con sus dos cuerpos, el de Argenis y el de Côte de Fer, hasta la playa diciendo «maricón» y «loco», «maricón y loco», y esas palabras le herían por dentro con un filo similar al borde del arrecife, en cuyas formas reconocía las narices anchas y labios gruesos del perfil de su padre como en un cuadro paranoico-crítico de Dalí.
Durante el desayuno, Linda se sentó en las piernas de su marido, que le llevaba los pedazos de la ensalada de fruta a la boca con un tenedorcito. Un camión de FedEx entró con dificultad por el camino de gravilla que conducía de la calle a la casa y todos se levantaron para ver a Elizabeth firmar unos papeles y anunciarles, abriendo las cajas con el cuchillo de mesa, el nuevo giro que daría a su proyecto profesional. Sacó unos platos Technics 1200, un mixer y unos veinte discos de pasta: adiós videoarte, hola DJ Elizabeth Méndez.
Iván estaba radiante con la maleabilidad de su pupila y levantó su mimosa para brindar por su futuro. Él la había estado empujando en esa dirección desde que escuchó la música que producía para sus videos, mucho más interesante y compleja que las imágenes que acompañaban. Malagueta propuso que para la presentación del proyecto alrededor de Goya, en el que llevaban trabajando más de un mes, hicieran un party, y que allí Elizabeth hiciera su debut. Argenis, mientras tanto, que desollaba su cuarta vaca del día, congeló una sonrisa hueca en la mesa de la terraza y sintió en carne propia cómo sus cuadros se encogían ante la parafernalia electrónica plateada y brillante. Víctima de la vertiginosa caída en picada de su autoestima, sintió náuseas y la más criminal de las autocompasiones. Los dreadlocks le colgaban como ristras de ajo podrido y las ojeras parecían el fondo de dos calderos quemados. «Señora Méndez», dijo con tono sarcástico a Elizabeth, «usted es una mujer de muchos talentos.» Ella levantó la vista de sus juguetes nuevos un segundo, sin decir nada, para mirarlo a los ojos por primera vez en su vida. Linda, con ganas de soplar fuera la nube negra que, una vez más, los ya obvios problemas de personalidad del pintor cernían sobre la mesa, dijo con una voz que buscaba parecer preocupada: «Argenis, deberías ver un doctor, man, you look like shit».