Dejaron el coche en la calle de l'Alhambra y cruzaron el Campus Nord, alumbrados por la luz amarillenta de las farolas. A Laura siempre le resultaba extraño pasear por la universidad a aquellas horas, sin el bullicio de las decenas de jóvenes que se dirigían hacia su siguiente clase, o simplemente deambulaban ociosos. Pero ahora todo estaba tan silencioso que no parecía real.
El edificio Nexus II había sido diseñado por Ricardo Bofill. Estaba en lo alto de una loma, rodeado de césped y se llegaba a él por una estrecha escalera. Tenía el aspecto incongruente de una fortaleza japonesa con las paredes de cristal, una combinación que a ella le resultaba odiosa sin saber por qué. Subieron a la tercera planta, que era dónde estaban instaladas las empresas de más alta tecnología. Cruzaron un pasillo con puertas a ambos lados, hasta la última habitación que quedaba a la izquierda de la escalera.
—Debo advertirte algo —dijo Laura con la mano en el pomo, antes de abrir la puerta—, Neko es una persona bastante peculiar. Para que te hagas una idea, es miembro de la Giga-Society, uno de los clubes más exclusivos del mundo (sólo siete contándole a él), pues todos sus asociados deben superar los 190 puntos de CI, o tener un percentil de 99.9999999%. Hizo las carreras de física e ingeniería en la mitad de tiempo y con las mejores notas de su promoción, aunque todos sus profesores, sin excepción, lo odiaban. Es mejor que lo tengas en cuenta, porque, a veces, Neko puede resultar... irritante.
—Anotado.
Entraron en una sala cuadrada iluminada con fluorescentes. A través de los grandes ventanales, que cubrían por completo una de las paredes, los otros edificios de la universidad parecían congelados en una instantánea de postal. Otra de las paredes estaba ocupada por una gran pizarra electrónica en la que estaba desarrollada una variante del algoritmo de Deutsch-Jozsa. Otra por estantes repletos de los más diversos objetos, desde cristales de roca hasta láseres de dióxido de carbono, y también algunos libros en papel. En el centro había varias mesas con ordenadores y pantallas de plasma. Frente a una de ellas se encorvaba un joven de hombros estrechos y pelo descuidado.
—Hola Neko —saludó Laura, cerrando la puerta detrás de ella.
El muchacho levantó la vista y miró con descarada curiosidad al hombre que la acompañaba.
—¿Qué tal te fue en el hospital, doctora? —preguntó.
—Todo bien, pura rutina —se giró hacia Jim, que permanecía silencioso e inmóvil a su lado—. Imagino que te estarás preguntando quién es este tío que me acompaña. No tiene nada que ver con el hospital; es el coronel Jim Conrad, del ejército de los Estados Unidos de Norteamérica. Mi primer marido del que nunca he hablado demasiado. Trabajé para él en la época de la Guerra Fría... Ya sabes, hace un millón de años.
Se habían conocido a principios de los años ochenta. Laura era entonces una joven y prometedora física, hija de un profesor de matemáticas exiliado del franquismo. Jim Conrad, un capitán del ejército norteamericano que trabajaba en Seguridad Nacional; en la en la Iniciativa de Defensa Estratégica, la famosa “Guerra de las Galaxias” de Ronald Reagan.
Se enamoraron, se casaron, y tuvieron cinco años de vida en común. Los tres primeros habían sido simplemente malos; los dos últimos, una pesadilla inexplicable para sí misma. Después de divorciarse, harta ya de los militares y de los norteamericanos, regresó a España para quedarse.
Jim avanzó un paso y le tendió la mano al muchacho.
—Encantado... —dijo—. Creo que tu nombre real es...
El joven se puso en pie y cruzó la habitación en dos zancadas. Le dio un flojo apretón de manos al norteamericano.
—Neko, coronel. Y es así como debes llamarme. Nada más.
Jim sonrió a la vez que asentía.
—De acuerdo. Neko.
Tendría poco más de veinte años y debía de medir cerca de los dos metros de altura, lo que hacía que incluso Jim pareciese bajo a su lado. Mirándolo, el militar pensó que sería un buen jugador de baloncesto, aunque su aspecto indicaba que no era precisamente aficionado al deporte. Extremadamente delgado, nudoso, un poco encorvado hacia delante, como si se hubiera acostumbrado a tener que hablar con gente de menor estatura. Tenía la cabeza redonda, los ojos azules y algo saltones, el pelo castaño claro. Una barba deshilachada y escasa le cubría el mentón y las mejillas. Llevaba una camiseta negra, con la foto serigrafiada de un niño de cinco años con el rostro cubierto por una máscara de gas. Y debajo la frase: "Are you my da-ddy?".
—Así que aquí trabajáis sobre la computación cuántica—dijo Jim mirando a su alrededor—, pero no veo ningún modelo de ordenador cuántico.
—Eso está en otra habitación, es tan grande que no cabría en esta —le explicó Neko. Sin dejar de mirarlo, dio un paso atrás y se sentó sobre una de las mesas. Añadió—: Déjate de rodeos, coronel del ejército de los Estados Unidos, y dime de una vez qué es lo que te ha traído por aquí. ¿Es que planeas retomar tu relación con la doctora, ahora que vuelve a estar libre?
—Neko... —dijo Laura con tono de advertencia.
El muchacho alzó una mano pidiéndole calma, y siguió diciendo:
—No, no lo creo. Todo en ti huele a viaje oficial. ¿Me equivoco? Y, además, antes la doctora me llamó para asegurarse de que yo iba a estar presente. Así que imagino que tienes algo que contar. ¿Qué es?
Jim se volvió hacia Laura y asintió alzando las cejas.
—Tenías razón —dijo—. Es muy perspicaz.
—Lo soy. Así que al grano, por favor.
—Verás —intervino Laura dirigiéndose a su ayudante—, cuando trabajábamos juntos, hace más de veinte años, el entonces capitán James Conrad tenía una especialidad que era muy valorada por sus superiores. Era capaz de organizar y dirigir pequeños equipos de investigación que actuasen perfectamente coordinados. Gran parte de su prestigio venía de su talento para escoger a los hombres y mujeres ideales para cada misión, y ser capaz de deducir con una mirada si una persona sería útil o no en el grupo.
—Y así sigue siendo —reconoció Jim—. En ese aspecto es como si el tiempo no hubiera pasado. Sólo que ahora soy coronel y dirijo equipos algo más grandes. Pero, básicamente, mi labor es la misma que entonces.
—Sin embargo —siguió diciendo Laura—, antes de venir aquí, me dijiste que estabas metido en una misión muy importante en Canadá. Y que habías descubierto que uno de tus hombres era un traidor...
—¿Un traidor? —exclamó Neko—. Vaya, esto se pone interesante.
—Así es —dijo Jim—. Tenemos un topo en el equipo que está informando a la prensa de lo que vamos descubriendo.
—No he oído nada al respecto —dijo el muchacho—. ¿En Canadá? No creo, porque yo me hubiera enterado de si allí pasaba algo raro.
Neko mantenía un blog que se llamaba “El acorde de los bosones”, que se había hecho muy popular en el campus. En él trataba los temas más diversos; desde la simbología de la saga Star Wars, hasta encendidas discusiones sobre las diversas teorías conspiratorias que circulaban por la red.
—Lo que hemos encontrado en Canadá es tan extraño, tan difícil de entender, que hasta los periodistas dudan en hacerlo público sin antes asegurarse de que hay algo de verdad en todo ello.
El muchacho abrió mucho los ojos, cruzó los brazos y se sujetó la barbilla con la mano, componiendo una pose teatralmente inquisitiva.
—Felicidades, coronel —dijo—, has conseguido toda mi atención.
—Hace unos meses dirigimos hacia una zona de los Territorios del Noroeste, un nuevo modelo de satélite de observación llamado LEO-DV5.
—Lo conozco —se apresuró a decir Neko abriendo mucho los ojos —. Pertenece a la constelación de satélites FIA, ¿verdad? Un nombre precioso: “Futura Arquitectura para Captación de Imágenes”. Por lo que sé, es un proyecto destinado a la búsqueda de agujeros talibanes en Afganistán. ¿Es que esperabais encontrar una base islamista en la Meseta Laurentina de Canadá?
—El motivo por el que dirigimos hacia allí las cámaras del LEO-DV5 no vienen al caso. Imagino que sabes que el Escudo Canadiense está formado de granito puro. Geológicamente es una de las más grandes extensiones del planeta libre de cuevas. Pero... —Jim buscó en uno de los bolsillos de su traje azul y extrajo un lápiz USB—. ¿Puedo usar uno de vuestros ordenadores?
Laura rodeó una mesa y conectó la terminal de un monitor de plasma de cuarenta y cinco pulgadas. Observó como Jim insertaba el USB.
—Gracias. Encontramos esto —añadió entonces el militar.
Las imágenes aparecieron en sucesión en la pantalla. Brillaban con unos colores asombrosos y extraños, como si fueran pinturas realizadas por un artista abstracto. Los avanzados sistemas de teledetección del satélite registraban partes del espectro electromagnético invisibles a simple vista, y componían bandas espectrales compuestas con falsos colores o colores superpuestos que revelaban información imperceptible para el ojo humano.
—Un momento, detén esa —pidió Laura alzando una mano.
Se acercó a la pantalla y observó detenidamente la imagen.
—¿Las bandas de diferentes tonos de azul y naranja indican las densidades del terreno? —preguntó. En el centro aparecía una nítida mancha negra, perfectamente redonda y tan perfilada como una sombra en la Luna.
—Sí. Exacto.
—¿Puedo ver una escala? —pidió la mujer.
Jim tecleó concienzudamente en la terminal, y en la pantalla aparecieron unas cifras superpuestas a la imagen. Aquello, fuese lo que fuese, era enorme. No sólo grande: enorme. Neko también se acercó para ver mejor.
—Efectivamente —dijo Jim, satisfecho por la reacción de los dos científicos—, se trata de una geoda de dos kilómetros de diámetro, enterrada a gran profundidad en la Meseta Laurentina. Puesto que ningún proceso natural imaginable puede formar una esfera perfecta de ese tamaño, decidimos que era algo que debía investigarse inmediatamente... Y os aseguro que lo que encontramos superó todas nuestras expectativas.
—Adelante, coronel —dijo Neko desviando su atención del monitor—. No siga haciéndose el misterioso y diga de una vez qué es.
—Eso —dijo Jim retirando el USB de la conexión— lo sabréis si aceptáis acompañarme a Canadá y firmar allí los habituales contratos de confidencialidad del SPO. Ahora no puedo deciros nada más.
—No es necesario —dijo Neko con una sonrisa de suficiencia—. Ya has dicho más que suficiente, coronel. “Ningún proceso natural imaginable”, eso significa que pensáis que esa Geoda es artificial. Un Artefacto, de acuerdo con la denominación habitual del Libro Azul. ¿Me equivoco? Dime sólo una cosa más, coronel, ¿a qué profundidad está enterrada esa esfera?
—Lo siento, Neko —dijo Jim encogiéndose de hombros.
—Ya basta —dijo Laura dirigiéndose a su exmarido, a la vez que alzaba una mano para pedirle a Neko que se callara—. Sé exactamente el tipo de asuntos a los que se dedica el SPO, y no entiendo su relación con esa cosa que habéis encontrado en Canadá. Pero sí sé cómo actúa el ejército norteamericano y no quiero volver a enredarme con vosotros. Lo siento, Jim.
—Necesito la opinión de un físico sobre la Geoda, y, dadas las circunstancias, sólo puedo confiar plenamente en mi exmujer —dijo él en un tono que era casi suplicante—. Hay algo asombroso en su interior. Algo que en este momento no estoy autorizado a revelar, pero te aseguro que no querrás perdértelo por nada del mundo. Sólo quiero tu opinión sobre este asunto, sólo eso. Una valoración sin más responsabilidades. Tres días a lo sumo.
—Oh, vamos, doctora —se adelantó Neko antes de que Laura hablara—. Esto parece de verdad fascinante...
—No nos interesa —dijo ella suspirando—. Entre otras cosas, no tenemos tiempo. Ahora mismo estamos a las puertas de un descubrimiento decisivo para que el ordenador cuántico comercial sea una realidad algún día. Y ese es nuestro trabajo, Neko, espero que no lo olvides.
—¿Puedo saber de qué se trata? —preguntó Jim.
—Estamos a un paso de solucionar uno de los principales problemas para que los ordenadores cuánticos se conviertan en una opción industrialmente viable —le explicó Neko—. Se trata de la decoherencia cuántica. Y estamos tocando la solución con los dedos... —hizo un gesto con la mano como atrapase algo pequeño con ella—. Quizá es cosa de días, o semanas, pero vamos a contra reloj porque sabemos que otros laboratorios están también cerca. Y en esta carrera no hay premio de consolación para el segundo.
—Así es —dijo Laura, y fue como si una sombra pasase frente a sus ojos—. Y no tienes ni idea de los sacrificios que he tenido que hacer personalmente para llegar a este punto. No puedo ayudarte ahora, Jim.
—Bien, sabes que yo tenía intención de contratarte sólo a ti, pero no tengo ningún problema en incluir a tu ayudante en el trato. Y, a cambio de vuestro tiempo y dedicación, os puedo ofrecer algo que quizá os sea de utilidad en vuestra investigación. ¿Os interesaría echarle un vistazo al prototipo más avanzado de ordenador cuántico creado hasta ahora?
Neko abrió mucho los ojos y exclamó:
—¡Claro, tú estás hablando de ir a Canadá. Por lo tanto te refieres al que tienen en la sede del D-Wave Systems de Vancouver.
—Muy bien, chaval —dijo Jim con su mejor sonrisa de vendedor de coches—. En realidad, D-Wave Systems tiene un contrato con el Ejército. Así que, con toda seguridad, puedo ofrecerte acceso pleno.
—¡Entregaría mi madre a los muchachos de Al Qaeda por pasar una hora con ese aparato! —exclamó Neko con una mirada ansiosa.
—Déjalo ya, Jim —dijo Laura—. Te lo pido por última vez.
El militar norteamericano se puso una mano sobre el pecho como si fuera a cantar su himno nacional, y dijo muy serio:
—Te juro por Dios que sólo serán tres días, Laura. Además...
Sacó entonces un talonario de cheques y un bolígrafo, y se apoyó en una de las mesas para escribir.
—¿Vas a ofrecerme dinero? —se asombró Laura.
Arrancó el cheque y se lo entregó a su exmujer.
—Esto no es para ti, sino para tu universidad. Para compensar por las molestias que podría causarle vuestro traslado.
Laura bajó los ojos y dio un respingo.
—¡Dos millones de dólares! —leyó.
—Incluso con el dólar devaluado es una cifra importante —asintió él.
—¿Es una broma?
—Es algo muy serio, Laura —dijo Jim mirándola a los ojos—. Te necesito en mi equipo durante un par de días. Al precio que sea.
Ella le devolvió una mirada furiosa. Comprendió que de repente todo estaba ya decidido, y que su opinión había dejado de importar. Porque ni en sueños la universidad iba a rechazar una donación como esa.
Le gustase o no, estaban dentro.
—Sólo hay un problema —dijo Neko—. No tengo pasaporte. Ni siquiera tengo el DNI actualizado.
—No te preocupes por eso, chaval —dijo Jim—, nosotros vamos a ocuparnos de todo... No pongas esa cara, Laura. En unos días estarás de regreso. Y te aseguro que no te arrepentirás de haber hecho este viaje.
Veremos, pensó ella mientras se llevaba la mano al abdomen.
De repente había sentido una sorda punzada de dolor.