Dolor. Durante toda la reunión, Laura había contenido los incesantes ramalazos de dolor que atravesaban sus entrañas. Intentaba disimularlo apretando con fuerza los dientes y clavándose las uñas en la pernera del pantalón. Pero Jim se dio cuenta de que algo le pasaba y se quedó mirándola fijamente.
Alzó las cejas interrogativamente y ella hizo un gesto de negación a la vez que intentaba sonreír: “No es nada”.
Cuando la reunión acabó, todo el mundo parecía demasiado preocupado como para fijarse en ella, así que aprovechó para dirigirse hacia la puerta.
—¿Qué te pasa, Laura? ¿Te sientes enferma? Tienes mal aspecto.
Jim había cruzado el comedor con dos zancadas y se había colocado frente a ella, interceptando su camino de salida.
—Es solo cansancio. Llevamos muchas horas sin dormir y apenas descansé anoche. Y todo lo que ha pasado... Necesito echarme un momento.
—¿Ibas a tu apartamento?
—Sí, dormiré una hora y estaré perfectamente.
—Lo siento, pero ordené que cortasen la electricidad. Aquí vamos a hacer lo mismo en cuanto salgamos. Tendremos que compartir el dormitorio común. Es una incomodidad, ya lo sé, pero necesitamos controlar la energía.
—Lo entiendo, está bien. Iré a buscar unas cosas que dejé allí.
—Es preciso aprovechar nuestros recursos, sobre todo ahora que sabemos que la temperatura está bajando. ¿Crees que lo que dice Neko es verdad? Me refiero a eso de que no podremos salir de aquí…
—No lo sé, pero él tampoco. Simplemente le gusta alardear. Él es así.
El dolor le acometió de nuevo, y una sensación de calambre en el bajo vientre la obligó a hacer una mueca que no pudo disimular.
—Laura, ¿estás bien? —dijo Jim inclinándose para mirarla a los ojos.
—Sí, sí, iré por esas cosas a mi apartamento y luego me recostaré en el dormitorio común. Sólo es cansancio, ya te digo.
—Espera, llévate esto —Jim abrió un cajón del mueble del recibidor y sacó una linterna de petaca de él—. Tu apartamento estará muy oscuro ahora.
—Gracias —dijo Laura—. Nos vemos luego.
Al salir al porche que separaba los barracones, el estómago se le revolvió y se apoderó de ella una náusea abrumadora. Se inclinó hacia delante, apoyó una mano en cada rodilla, y esperó respirando hondo a que pasara.
No llegó a vomitar, aunque lo intentó con todas sus fuerzas pensando que así sentiría algún alivio. Al cabo de un rato, la náusea remitió lo suficiente como para que ella pudiera caminar de nuevo, manteniendo la cabeza muy recta, como si acabase de desembarcar de una larga travesía en velero.
Abrió la puerta de atrás de su apartamento y entró.
Jim no la había engañado, habían cortado la corriente y el interior estaba oscuro como boca de lobo. Más bien como una nevera después de que se cierre la puerta y la lucecita se apague, pensó Laura. Porque la sensación que tuvo es que allí dentro hacía aún más frío que en el exterior.
Encendió la linterna de petaca. En un lateral tenía uno de esos tubos fluorescentes en miniatura que daba una luz fría, pero mucho más efectiva que el cerrado cono de la bombilla principal. Atravesó el salon-comedor y entró en el dormitorio. Su bolso de viaje de cuero negro estaba tirado sobre la cama. La cajetilla de cigarros de cannabis apareció salvadora en su interior.
No se demoró más, encendió uno y se sentó en el borde de la cama, decidida a esperar a que se le pasase el malestar antes de dar otro paso. Fumó lentamente, rodeada por la penumbra, exhalando bocanadas de humo que tenían un aspecto casi sólido bajo la luz de la linterna.
Aquel acto furtivo de fumar, sola en la penumbra, le hizo revivir viejas sensaciones. Cuando tenía trece años y vivía con su padre en los Estados Unidos. Todas las noches, antes de irse a dormir, le quitaba un cigarrillo y se lo fumaba escondida en el baño. Era complicado, porque sólo podía fumar de madrugada, en horas robadas al sueño. Lo curioso es que no recordaba que en ningún momento su padre le prohibiera hacerlo. Él fumaba de un modo tan compulsivo que hubiera sido gracioso escuchar sus razones para prohibírselo.
Pero ella no se escondía porque pensase que hacía algo malo al fumar, sino porque no quería que su padre se enterase de que su pequeña estaba creciendo. Fumaba a escondidas por el mismo motivo por el que algunos niños fingen ante sus padres creer aún en los Reyes Magos. Ese fue siempre su secreto. Hacerse mayor era lo que más quería y lo que más se esforzaba en ocultarle a su padre, y por eso fumaba a escondidas.
Durante sus años de universidad siguió escondiéndose para fumar, porque entonces probó por primera vez el cannabis y otras sustancias prohibidas por la estricta legislación norteamericana. Ella creía que la ayudaban a transitar por su geografía interior, y a ir descubriendo poco a poco y con mucho esfuerzo quién era realmente. Fueron unos tiempos confusos para una juventud que vivía la euforia de su descubrimiento existencial en un Occidente que había entrado en decadencia con la crisis del petróleo, y que en aquellos años alcanzó su punto más bajo con la crisis de los rehenes en la embajada de Teherán. Eran el momento de las sectas orientalistas; de películas como Juan Salvador Gaviota, que animaban a lo jóvenes a buscar alternativas fuera del Sistema. Aunque esto significase escapar de una tiranía para caer en las garras de algún gurú desaprensivo y pederasta. Pero ella nunca perteneció al grupo de los que buscan maestros espirituales que los conduzcan mansamente hacia la luz. Siempre se consideró capaz de encontrar su propio camino, leyendo a Hermann Hesse, a Kafka, a Cortázar, a Heidegger, y a Sartre.
Y fumando a escondidas.
El dolor había empezado a remitir suavemente, alejándose de modo casi imperceptible, como el reflujo de una marea. Acabó el cigarrillo tumbada, mirando distraída hacia el techo y con el edredón echado encima de la parka. Es hora de marcharse, pensó mientras apagaba la colilla en el cenicero. La temperatura seguía bajando y bajando, y el vapor que exhalaba por la boca le parecía ahora indistinguible del humo del cigarrillo.
Mientras caminaba hacia la salida, pasó junto al baño del dormitorio y decidió entrar. Necesitaba orinar y sabía que la intimidad que había disfrutado en aquel apartamento se había acabado. Ahora tendría que compartir un retrete con veintisiete personas. Levantó la tapa de la cisterna de mochila, y comprobó que estaba llena de agua. Hacía mucho frío, y eso estuvo a punto de disuadirla, pero se bajo los pantalones de lana hasta las rodillas y se sentó en la taza helada. Cuando terminó se puso en pie y miró con aprensión el contenido del inodoro, buscando rastros sangrientos. Pero la orina estaba limpia. Pulsó el botón cromado y dejó correr aquella última carga de agua.
De repente, se volvió asustada hacia el dormitorio.
A través del espejito del cuarto de baño había visto una luz desplazándose junto a la cama en la que había estado tumbada hasta un momento antes.
No lo había imaginado, era el foco de una linterna moviéndose a un lado y a otro como si buscase algo.
—¿Jim? —preguntó. ¿Quién más podía ser?
Sujetó con la mano su linterna de petaca, que había dejado apoyada en el bode de la bañera, y dirigió su luz fluorescente hacia el dormitorio.
No era suficiente. A cierta distancia aquella luz se difuminaba rápidamente, y no le mostraba nada más que contornos imprecisos. Le dio la vuelta a la linterna y buscó el botón que conmutaba con la bombilla del foco. Lo presionó y la luz fluorescente se apagó sin que la otra se encendiese.
—¡Maldita sea! —musitó.
Había quedado rodeada de la más completa oscuridad. Manipuló a ciegas la linterna y esta se le escapó de las manos y rebotó contra el suelo.
—Estúpida… Estúpida…
Se puso de rodillas y palpó frenéticamente los helados azulejos del suelo del baño. No veía absolutamente nada.
No, eso no era verdad. Ahora podía ver con toda claridad el espectral haz de luz que se movía nervioso por el dormitorio.
Sus pupilas se dilataron por el terror y la oscuridad, y alcanzó a ver una silueta turbia y difuminada detrás de la luz. Lo extraño era que aquel haz de luz que recorría el dormitorio no lograba iluminar nada en él; ni los muebles, ni las paredes, nada. Era como si aquel cono de luz lechosa fuera tragado por un mar de tinta negra e impenetrable. Lo sujetaba una figura vagamente humana que avanzaba hacia ella, apenas iluminada por el reflejo de su propia luz al incidir en superficies que Laura no lograba distinguir.
Cuando la tenebrosa silueta estuvo a menos de dos metros de la puerta del baño, Laura advirtió que no tenía rostro, y gritó.
No hubo ninguna reacción a su grito por parte de aquel ser inconcebible, que siguió su camino y entró en el baño. Laura retrocedió aterrorizada, intentando apartarse de su camino para que no chocase contra ella, y con su pie golpeó la linterna de petaca que se estrelló contra la base del lavabo.
Aquella criatura estaba a su lado en aquel estrecho cuartito, moviéndose a la distancia de un brazo. Era como una nube de humo oscuro. Dirigía su foco de luz hacia un lado y otro, y la luz se reflejaba en el espejito y en los azulejos, pero el foco no iluminaba ningún otro detalle del interior del baño.
Laura se acuclilló y buscó la linterna allí donde la había oído golpear. La encontró, y con movimientos pausados (se obligó a no cometer ningún error esta vez), la sujetó frente a sí y pulsó su interruptor.
Un chorro de luz deslumbrante surgió del foco e iluminó por completo el interior del baño, rebotando intensamente contra los cromados, los azulejos blancos y en la mampara esmerilada de la ducha.
El baño estaba vacío.
Armándose de valor, apagó la linterna y aguardo unos instantes a que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad. La criatura fantasmal seguía en el baño, pero se había dado la vuelta y se dirigía hacia el dormitorio. Allí la esperaban tres focos más, manejados por entes igual de espectrales.
Laura encendió la luz y todo se esfumó. Corrió hacia la salida del apartamento, abrió la puerta, y gritó pidiendo ayuda. Jim no tardó en aparecer en el umbral de su vivienda. Cruzó el porche, se acercó a su exmujer.
—Laura, ¿qué pasa? ¿Por qué gritas? —le preguntó.
—Entra y cierra la puerta. Sin preguntas, sólo cierra la puerta.
Lo hizo y se puso junto a Laura, en el oscuro interior del apartamento, confundido y sin entender de qué iba aquello. Entonces ella apagó la linterna.
—¡Dios! —musitó Jim sin dar crédito a lo que le mostraban sus ojos.
—No tengo ni idea de lo que son —dijo ella—. Parece que no pueden vernos… ¡pero están aquí!
Jim Conrad dio un paso hacia la figura fantasmal que avanzaba por el salón. Laura intentó sujetarlo, pero él se zafó y se interpuso justo en su camino. Agitó los brazos frente a ella, intentando llamar su atención. La criatura siguió caminando sin advertir su presencia, y pasó a través de él.
¿Esas cosas habían salido del interior de la Geoda?, se preguntó.
Antes de que nadie más se enterase, llamaron a Neko. Durante un buen rato, el muchacho observó maravillado y en silencio a los espectros.
Al fin, se volvió hacia Jim y le dijo con asombrosa tranquilidad:
—No hay de qué asustarse, coronel. Sólo son el equipo de rescate que estabas esperando. Ya están aquíiii...
—¿Qué? —Jim no tenía la más remota idea de a lo que se refería.
—Los fantasmas no son ellos, coronel, sino nosotros.