El capitán Castro era un militar de raza. Su abuelo murió en la Bahía de Cochinos, intentando derrocar al odiado dictador con quién compartía el apellido. Veinte años después, su padre entró a formar parte de la recién creada Unidad Delta. Fue uno de los primeros en inscribirse, y participó en la Operación Garra de Águila; la misión que pretendía rescatar a los rehenes de la embajada de Estados Unidos en Teherán, en 1980. Pero esto también resultó un completo desastre. Su padre murió en un remoto desierto iraní, y su cuerpo fue abandonado a la saña vengativa de los integristas.
A pesar de todo, Hawk Castro amaba la Delta Force. Había nacido para formar parte de las Fuerzas Especiales y se había preparado para ello desde niño. El recuerdo de su padre y su abuelo siempre estaban con él.
Igual que la cruz de oro que había pertenecido a su abuelo. Hawk era católico, y frente a la entrada de la mina se santiguó y la besó. Luego la guardó debajo del aparatoso traje hermético que llevaba, cerró la cremallera y se ajustó la máscara. Sus cuatro hombres iban pertrechados cómo él, con ropa anticontaminación, equipo de respiración independiente, y placas detectoras de radioactividad. Además llevaban el armamento favorito de los Deltas, los fusiles HK416 con culatas rígidas de plástico y guía láser.
Había pasado mucho tiempo desde el fiasco de la Operación Garra de Águila. Ahora los Deltas eran conocidos y temidos en todo el Mundo. Su riguroso adiestramiento físico, la familiaridad con armas de todo tipo, el combate cuerpo a cuerpo y nocturno, los hacía estar preparados para cualquier eventualidad. Pero nadie hubiera podido imaginar lo que iban a intentar ahora, y a Hawk Castro se le pasó por la cabeza la idea de que, quizá, él pronto continuaría la tradición familiar de caer en combate. No fue miedo, en absoluto, sólo se le pasó por la cabeza y él lo apartó de inmediato a un lado.
La voz del coronel Jim Conrad sonó es su intercomunicador
—Recuerde, capitán, de momento es sólo un reconocimiento del pozo. Bajen e informen de lo que ven, pero no corran ningún riesgo.
Hawk pensó que iban a descender dos kilómetros en las entrañas de la tierra para enfrentarse a algo que, unas horas antes, había generado un torbellino que a punto estuvo de destrozar la base entera. Algo completamente desconocido. ¿Cómo se supone que iba a evita correr algún riesgo? Pero dijo:
—Descuide, señor. ¡Vamos, muchachos, en marcha!
Los cinco entraron en el ascensor del pozo principal.
—Los ascensores están dañados, coronel —anunció Castro—. Procedemos a descender con las cuerdas especiales.
Las cuerdas de fibra de carbono eran tan delgadas como un lápiz, y tenían más de dos kilómetros de longitud. Intendencia las había llevado hasta la bocamina en gruesos carretes semejantes a ruedas de tractor.
Desde la Sala de Control, Laura y Neko permanecían atentos a las imágenes trasmitidas por las cámaras que llevaban los Deltas en sus cascos. Los cinco hombres se deslizaban uno tras otro por el hueco del ascensor. Durante interminables minutos no se distinguió gran cosa, excepto las gruesas botas militares rebotando contra las paredes del pozo para frenar su descenso.
Jim Conrad apartó la vista del descenso de los Delta, y miró de reojo a las mucho más inquietantes imágenes que mostraba otro de los monitores. Eran el resultado de instalar algunos visores NVD de visión nocturna a las cámaras de vigilancia que habían quedado activas dentro de los barracones.
Y, a pesar de lo que Neko le había explicado, era terrorífico ver deambular por ellos a aquellas criaturas espectrales.
—¿Qué quieres decir con eso de que nosotros somos los fantasmas? —le preguntó al muchacho poco después de que los vieran por primera vez.
—Pues que esa es gente normal, que sigue en nuestro universo normal, mientras que nosotros nos hemos salido de él. Ellos son el equipo de rescate que sus jefes han mandado para ver lo que ha sucedido en la base. Nosotros apenas percibimos un eco diluido de su presencia, pero estoy seguro de que ellos no pueden detectarnos de ninguna forma. Lamentablemente, tampoco pueden hacer nada para ayudarnos porque ni siquiera estamos en el mismo plano del universo. Desde su punto de vista es como si estuviéramos encerrados en una caja junto con el gato de Schrödinger.
—No te entiendo.
—Bueno, sólo bromeaba. Lo que quiero decir es que estamos en un lugar dónde ellos no pueden mirar de ningún modo. Lo que confirma la teoría que expuse durante la reunión. Hemos quedado atrapados dentro de una membrana de contención creada por la Geoda. Estamos fuera del continuo espacio-temporal.
Jim Conrad estaba harto de las pintorescas teorías del muchacho. Sólo quería tener algo que él y sus hombres pudieran comprender sin dificultad. El tiempo corría en su contra, y la sensación de que estaban viviendo una locura, una situación sin salida, se estaba apoderando del ánimo del más valiente.
Fuera lo que fuera lo que estaba pasando allí, comprendió que había llegado el momento de bajar a explorar la Geoda.
Aparó la vista de las imágenes espectrales, y volvió a concentrarse en las trasmitidas por las cámaras de los Deltas. Muy pronto iban a saber lo que realmente había en el interior de aquella cabrona.
El grupo de Hawk Castro había llegado por fin al fondo del pozo. El capitán paseó el rayo de su linterna por todo alrededor, mientras sus hombres recorrían el túnel y la base del ascensor, tomando imágenes de todos los daños. Las reparaciones ya sería asunto del equipo de Leo Owens.
Luego se dirigieron hacia la cueva, apartando escombros y trozos de maquinaria hechos trizas que bloqueaban algunas secciones del pasillo.
—Aparte de que parece que ha habido un terremoto, todo está OK —musitó Kaplan atento también a los monitores—. Miren eso, es raro que no haya sido arrastrado al hueco.
Uno de los soldados había enfocado los restos de una de las cámaras que habían vigilado el movimiento de los robots perforadores. El trípode estaba tan retorcido como una escultura de Chillida, pero allí seguía.
La cueva estaba curiosamente limpia. Cualesquier cosas que no estuviera firmemente anclada a la roca —y muchas que sí lo estaban—, había sido tragadas por el agujero y arrastrado dentro de la Geoda. El negro material diamantino descubierto brilló con la luz de sus linternas. Un gran agujero de bordes dentados parecía llamarlos desde el centro de la cueva.
—Voy a acercarme para mirar —dijo Castro.
Tomó precauciones. Ató un cable a su cintura y lo aseguró con un mosquetón al enganche de los rieles por los que se habían movido los robots, que parecía seguir sólidamente anclado. Se arrastró hasta asomar la cabeza.
En la Sala de Control, todos se acercaron un poco más a la pantalla.
El rayo de su linterna era demasiado débil para iluminar completamente el inmenso espacio, pero el capitán Castro logro vislumbrar lo que les esperaba. La Geoda tenía algo en su centro geométrico. A él le pareció un carrete de hilo, y desde donde estaba no parecía mucho mayor que eso, pero sabía que aquel objeto cilíndrico medía doscientos metros de longitud.
—Coronel —dijo a través de la radio—, ¿pueden ver claramente eso?
—Lo vemos. ¿Qué dicen las lecturas de radiación?
—Normal hasta ahora, señor... Aquí ya no queda mucho más que hacer, pido permiso para enviar dos hombres a investigar el cilindro.
—Unos pocos metros de esa cosa pesan tanto como una montaña —musitó Laura. Es mejor que sus hombres tengan cuidado.
La recomendación de que tengan cuidado era innecesaria, hasta casi insultante tratándose de Deltas. Pero Jim asintió y dijo por el micrófono:
—De acuerdo, Hawk. Pero que no aparten la vista del contador Geiger mientras descienden. Si ve algo inusual, aborten la misión.
—La radiación no los matará —le advirtió Laura—. Será la gravedad, o la fuerza de marea.
—¿Fuerza de marea? —se extrañó Jim—. Bueno, da igual, te aseguro que esos son hombres entrenados para el peligro.
Hawk Castro eligió dos voluntarios para ser los primeros en descender: Albert Kreczsinsky, y Jesús Rodríguez. Bajaron un carrete de las cuerdas especiales, y lo afianzaron a la estructura metálica de la cabeza del riel. Mientras la mitad del equipo se encargaba de sujetar y tender las cuerdas, la otra mitad dispuso un anillo de focos en torno al orificio.
—Todo dispuesto, señor —dijo Kreczsinsky tras asegurar con un tirón las correas de su arnés de escalada.
—Atención, ¡focos! —ordenó el capitán.
Las potentes luces se encendieron iluminando el inmenso hueco negro, arrancando innumerables destellos de aquellas paredes de diamante no tocadas por luz alguna desde Dios sabe cuándo. Al fondo distinguieron los escombros que, arrastrados por el tornado, se habían acumulado en el cuenco inferior de la Geoda. Dos kilómetros de caída libre y ninguna pared sobre la que apoyarse. A no ser desde un avión, no era posible enfrentarse a algo semejante en ningún otro lugar de la Tierra.
—Esperamos sus órdenes, señor —dijo Rodríguez.
Los dos muchachos se han situado de espaldas, al borde mismo del abismo, dispuestos para iniciar aquel increíble descenso. Castro se apartó de la inquietante boca abierta del agujero y se volvió hacia sus hombres.
—Muy bien —dijo—; adelante.
Kreczsinsky y Rodríguez se dejaron caer hacia atrás. Descendieron en perfecta sincronía, colgando como marionetas de sus delgadas cuerdas, atravesando una y otra vez los haces de luz que convergían desde arriba.
Mientras contemplaba la escena a través de los monitores, Laura pensó que aquellos haces, al iluminar el polvillo que aún flotaba en el interior de la Geoda, parecían tan sólidos como columnas de mármol, y mucho más firmes que las delgadas cuerdecitas de las que colgaban aquellos hombres.
El descenso fue lo bastante largo como para trasformar la tensión en aburrimiento para los civiles que observaban la acción desde la base. Pero no para los dos Deltas, quemantuvieron su extrema atención hasta el final.
Entonces sus botas se posaron sobre el lomo del Diábolo.
Era muy resbaladizo, pero no había peligro de caer al vacío, pues seguían sujetos por las cuerdas. Caminaron sobre él como dos hormigas sobre una tubería. Si no encontraban una entrada tendrían que pedir el soplete láser y perforar de nuevo. Pero nadie quería hacer eso.
Nadie quería intentar abrirle más agujeros a aquella cosa.
El cilindro se expandía por cada lado hasta formar dos grandes conos, como bocas de trompeta. Aquello podía ser una abertura, pero no había forma de verla desde aquella perspectiva. Así que desde lo alto hicieron descender un espejo sujeto a un anillo circular. Kreczsinsky sujetó dos cuerdas al anillo para evitar que girase y dirigirlo. Lo llevaron frente a la “boca” izquierda.
—Apenas se distingue —dijo Rodríguez dubitativo—. Es negro sobre negro, pero... Sí, está abierto. Es un túnel. Permiso para entrar en el cilindro.
—Un momento —dijo Jim desde la Sala de Control— ¿Lecturas de radiación?
—Perfectamente normales, señor. Pero…
—¿Sí? ¿Qué sucede, soldado?
—La brújula que llevo en mi reloj, señor. Se ha vuelto loca y gira a toda velocidad en un sentido y en otro.
—Sí, con eso ya contábamos —dijo el coronel—. Por lo que sabemos no es peligroso. Adelante, capitán, sus hombres pueden entrar.
—Sí, señor —dijo Castro desde la caverna—. Muchachos, ya lo habéis oído. Extremad las precauciones ahora.
Kreczsinsky fue el primero en bajar, mientras Rodríguez sujetaba su cuerda para evitar que su compañero resbalase y empezase a oscilar de un lado a otro de aquel cono invertido como el péndulo de un reloj.
En la Sala de Control, a través de la cámara del casco del Kreczsinsky sólo veían la negra pared del Cilindro pasando interminable ante ellos.
Por fin la abertura apareció ante él. Con un pequeño impulso, Kreczsinsky saltó a su interior. Su potente linterna iluminó una especie de pasarela plana sin barandillas, también de aquel diamante negro, que se extendía desde la abertura hacia el centro hueco. Avanzó lentamente por ella. Su linterna trazaba amplios arcos iluminando las paredes negras que lo rodeaban.
Laura se preguntaba cómo se sentiría en esos momentos. Estaba en primera línea mientras ellos lo observaban todo desde una relativa seguridad. Era reemplazable y lo sabía. Y también que de su posible muerte aprenderían algo, y así el que fuera a ir detrás de él tendría más posibilidades. Pero aquel hombre era un profesional; no se apresuraba, lo escrutaba todo palmo a palmo antes de dar un nuevo paso. Su linterna no revelaba nada interesante. Sólo paredes vacías, curvas, negras y brillantes. De repente se detuvo, dudando.
Apagó la linterna.
—Kreczsinsky, ¿qué sucede? —Preguntó Castro, que también estaba siguiendo sus movimientos a través de un pequeño monitor de campaña.
—Hay una luz al fondo, señor.