22

Laura fue de nuevo la primera en sentarse en la sillita-arnés. Uno de los militares comprobó concienzudamente la firmeza de las correas, y luego hizo una señal para que la grúa levantase a la mujer.

Contempló el dispositivo con aire crítico, pero no iba a ponerle muchas pegas, quería bajar de una vez y averiguar qué era aquella cosa. No sabía cuantas horas llevaba sin dormir. Desde el desastre todos habían perdido la noción del tiempo, y ya nadie estaba seguro de si era de día o de noche. La mortecina luz del exterior tampoco daba muchas pistas. Y ahora ella, descendiendo hacia ese lugar increíble, creía estar viviendo un sueño, todo parecía revestido de un aura de irrealidad. Pero sus sentidos estaban hiperactivos, y el corazón le latía con fuerza en el pecho. Estaba allí. Ahora.

El escenario era fantasmal. Descender por aquel inmenso hueco, escasamente alumbrado por los focos que se habían instalado en el borde de la excavación, era un viaje a un mundo subterráneo, como en las viejas novelas de Verne y Burroughs. La silla oscilaba lentamente a pesar del cable-guía.

Abajo, en lo que jocosamente todo el mundo llamaba ya “El Diábolo”, vio las figuritas de los dos soldados Delta mirando hacia arriba. Advirtió que habían montado una red de seguridad en torno a los dos extremos acampanados del cilindro. Era una buena idea. Un estremecimiento se abrió paso en su mente al pensar en una caída libre de dos kilómetros.

Jesús Rodríguez se acercó a recibirla y la ayudó a desatarse las cinchas. A pesar de la máscara podía ver que era un atractivo latino de pelo negro y ondulado, y unos ojos asombrosamente verdes.

—Bienvenida, doctora —murmuró él con la torpeza típica de los militares cuando tienen que dirigirse respetuosamente a un civil.

La silla volvió a elevarse para recoger a Neko. Kreczsinsky se acercó asiendo un cable que estaba tendido entre los dos extremos del cilindro.

—La superficie es engañosamente segura —le dijo a la mujer—. El cilindro tiene cincuenta metros de ancho, pero es tan resbaladizo como una barra de hielo cubierta de aceite. Si se desequilibra y no tiene a lo que agarrarse, podrían resbalar lentamente hasta el borde, y no queremos eso. Será mejor que usted y su ayudante avancen sujetándose a este cable.

Neko aterrizó al cabo de un rato con la caja del sensor de masa bien apretada contra el pecho. Los militares lo ayudaron a liberarse del arnés. Albert Kreczsinsky le repitió el consejo que le había dado a Laura.

—De acuerdo, vamos de una vez —dijo ella sujetándose obedientemente al cable.

Empezaron a caminar por aquel mundo curvo, negro y extraño. Neko miraba a un lado y a otro, asombrado y como si tampoco acabara de creerse que realmente estaba allí. Pero era verdad que el Diábolo flotaba en el centro de la Geoda sin que aparentemente nada lo mantuviese en su posición. Dio un pequeño salto como si quisiera comprobar la solidez de aquel suelo.

—Aquí está actuando un principio desconocido —dijo Neko sin poder contener el chorro de ideas que se agolpaban en su mente—. Esto no puede explicarse por el intenso magnetismo que delató esta posición. De acuerdo, el campo magnético de la Geoda es lo bastante fuerte y grande como para desviar el Polo Norte de la Tierra, pero si estuviera tan concentrado como para lograr este efecto, las piezas de metal de las armas de eso Delta saldrían volando... Que digo, hasta mis empastes saldrían volando. No, es otra cosa.

—Con calma —le aconsejó Laura, interrumpiéndolo antes de que su imaginación se desbocase como solía hacer—. Nos tomaremos las cosas con calma. Pasitos de bebé, uno detrás de otro, y... ¿Qué te ocurre?

Neko se había detenido y miraba hacia arriba con desconcierto.

—Doctora... ¿es mi imaginación o no estamos derechos?

—¿Cómo?

Señaló elocuentemente hacia arriba. La boca desde la que habían bajado, y de donde llegaba la luz, ya no estaba directamente sobre sus cabezas.

—Eh... no... no me había dado cuenta...

—La gravedad está haciendo cosas raras —aseveró Neko—. Ahí debe de estar la explicación. Y no es una idea tan descabellada.

Llegaron al borde del Diábolo, una nítida línea de negro brillante sobre el negro abismo. Los dos Deltas habían montado una especie de túnel con la red que colgaba hacia abajo.

Jesús Rodríguez ató una nueva cuerda de seguridad a sus cinturas.

—Bajen agarrándose a la red por el lado exterior —les instruyó—. No hay peligro, nosotros los sostenemos e iremos guiando su descenso.

Laura fue de nuevo delante. A pesar de la enorme distancia que tenía que cubrir, descubrió que no era difícil bajar, aunque se alegró de que la oscuridad no la dejara ver el fondo de la Geoda. Los soldados iban soltando lentamente la cuerda mientras ella se asía a la red con los dedos. Dada su posición debería sentirse como si colgase de espaldas sobre el abismo, y no era así. Abajo estaba orientado con el centro del Diábolo. Ya no tenía ninguna duda de que, como decía Neko, la gravedad estaba haciendo cosas raras.

Al fin pisó suelo firme y trató de orientarse. Pero tuvo que sentarse porque los cambios en la gravedad habían conseguido marearla. Lo de Neko fue mucho peor. Llegó poco después, cayó de rodillas y se arrancó desesperadamente la máscara facial. Vomitó, y luego miró a Laura con culpabilidad.

—Lo siento pero... he estado a punto de vomitar dentro de la máscara. Joder, tuve que quitármela—, dijo mientras se limpiaba la boca con la manga.

Laura miró la máscara del muchacho en el suelo, y luego se deshizo de la suya y la arrojó a un lado.

—¿Qué haces, doctora?

—Esto es una estupidez. Cualquier germen o veneno que contuviera la Geoda ya está diseminado por toda la base.

El anillo se alzaba en un plano perpendicular a ellos, a cien metros de distancia en el amplio túnel que era el interior del Diábolo. Brillaba con una luz azul iridiscente, palpitante, creando un fascinante moaré de colores.

Como una aurora boreal, pensó Neko acordándose de Soña.

Seguro que a la joven bióloga le iba a gustar ver aquello.

El anillo tenía al menos un metro de sección y cincuenta de diámetro, la misma anchura del túnel. El hueco interior parecía estar ocupado por una gigantesca lente que distorsionaba todo lo que había tras ella; las paredes negras del otro lado y los focos que habían instalado los militares.

¿Qué es eso?, se preguntó Laura. ¿Algún tipo de aparato óptico?

Se imaginó lo que pensaría Galileo si pudiera examinar el telescopio de Monte Palomar. Reconocería algunas piezas, lentes, engranajes, escalas graduadas... pero estaría bastante menos seguro acerca del mecanismo que lo orienta. Y el sistema informático sería incomprensible para él.

—Parece que nos hemos equivocado todos —dijo—. Desde luego, eso no parece un agujero negro. Y tampoco una singularidad desnuda.

—No, pero... —Neko se sentía tan confuso por lo que tenía enfrente que no sabía qué decir—. Toda la masa del gran espacio vacío de la Geoda debe de estar concentrada ahí. No hemos podido equivocarnos en eso.

—No lo sé, es como una lupa gigante... Pero eso es ridículo.

Laura avanzó unos precavidos pasos hacia el anillo luminoso, con Neko casi pegado a su espalda. No había ninguna barrera que le impidiera el paso. Hubiera podido caminar hasta el mismo anillo luminoso y tocar con la mano la lente que alojaba. Pero se detuvo. Mientras caminaba había advertido que la lente vibraba levemente, como si estuviera hecha de gelatina y no de algún material sólido. Si lo que sospechaba era cierto, palpar aquella superficie, o simplemente acercarse más a ella, podía ser muy peligroso.

Permaneció absorta unos minutos. El muchacho rozó su hombro.

—¿Sí? —Laura se volvió hacia él, regresando a la realidad.

—Creo que es el momento de averiguar de una vez lo que es eso.

Neko abrió con cuidado la caja de madera que había cargado hasta allí. El nuevo sensor de masa del CIN2 utilizaba sensores de alta resolución, formados por sistemas nanomecánicos. Percibía masas cercanas a un zeptogramo, la milésima parte de la millonésima de la millonésima de la millonésima de un gramo; y también podía utilizarse para detectar y medir grandes masas a distancia, en un entorno con aire, vacío, o líquido. Era un instrumento muy delicado, e insustituible ahora que estaban aislados del resto del mundo. Si se estropeaba, no podrían pedir otro a suministros.

Durante las siguientes dos horas Laura y el muchacho trabajaron concienzudamente con él. Ninguno de los dos habló en todo ese tiempo. Sólo cuando ella lo desconectó, Neko se atrevió a dirigirle una mirada inquisitiva.

—Doctora, has llegado a la misma conclusión que yo sobre lo que es esa cosa, ¿verdad? —le preguntó.

Laura se sentó sobre el suelo de frío diamante negro y cruzó los brazos sobre las rodillas flexionadas. Estaba agotada.

—Sí —suspiró—. Pero te juro que aún no puedo creerlo.