El amanecer llegó con un cielo sin preocupaciones. Jim, que no había conseguido pegar ojo en toda la noche se maravilló del azul del firmamento y el frescor de la mañana. Vio a unos pájaros, o criaturas similares, volar muy alto, atravesando en bandada aquel cielo sin nubes, como si las inquietudes y las malas noticias se hubieran diluido en la luz del nuevo día.
Pero sabía que no era así. Los problemas seguían allí y él no podía delegar en nadie para olvidarse de ellos. Eran su responsabilidad, y había llegado el momento de hacerle frente. Llamó a su asistente y le dijo que despertase a todo el mundo y que los convocase para una reunión dentro de una hora.
Mientras tanto, desayunó en silencio. A su lado, Laura no probó bocado. Su mirada, llena de ansiedad, iba una y otra vez hacia la jungla. Le había insistido para que enviase una expedición de búsqueda esa misma noche, pero Jim sabía que eso era una locura. Además de Laura y él, sólo quedaban diez personas en el campamento. El piloto Snoopy Stern y María Wasser, tenían entrenamiento militar. Igual que el sargento Leo Owens y los soldados John Pastore, y April Kwaina. Pero tanto la geóloga Susan Goodman, como los biólogos Dick Buckmanster y Soña Martin, el ingeniero Abe Greenspan o el informático Saúl Langley, eran incapaces de manejar un arma.
Y ninguno de ellos tenía la habilidad de las Fuerzas Especiales para internarse en un territorio hostil de noche. Si querían hacer algo más que perderse en aquella jungla desconocida, tendrían que aguardar la luz del sol.
Sus hombres ya lo estaban esperando. Jim Conrad dejó a un lado los restos del desayuno y se dirigió al centro del campamento. Los miró uno a uno. El rumor ya se había difundido y estaban expectantes ante sus palabras.
—Creemos que en el grupo que partió ayer para internarse en la jungla hay un traidor —dijo sin más preámbulos.
Hubo un largo silencio mientras todos intentaban asimilar la noticia. Algunos cruzaron miradas nerviosas. En algún lugar en las profundidades del bosque, algún tipo de criatura, quizá un pájaro, cantó de un modo estridente.
Se elevó un murmullo de incredulidad entre los presentes.
—¿Quién? —preguntó Dick Buckmanster hablando por todos.
—Es posible que sea Larry —dijo Jim sin demasiada convicción.
—¡Qué! —exclamó Susan Goodman—. Eso no es posible coronel. Usted conoce a Kaplan desde hace más tiempo que yo. Han trabajado juntos en innumerables ocasiones. ¿Cómo podría ser un traidor?
—Lo conozco desde hace quince años —admitió—. Conozco a su mujer y a sus hijos, y he estado invitado varias veces en su casa. Pero ayer sospechamos que podría estar relacionado con la filtración que sufrimos en la base, incluso con el asesinato de Ingo Kouchi, y la mutilación que sufrió su cadáver y el de Lorenzo McCain. Fue él quien sugirió que fuera enterrado en el bosque antes de que pudiéramos hacerle la autopsia, ¿no es así Leo?
—Eh, sí... sí, señor —dijo el sargento.
—Con el debido respeto, coronel —dijo April Kwaina—, eso no demuestra nada. Lorenzo había muerto en un accidente en el que todos estábamos presentes, no había necesidad de hacerle ninguna autopsia, y lo de darle una sepultura decente es algo con lo que todos estuvimos de acuerdo.
Los ojos de la muchacha eran como dos carbones que miraban a Jim con dureza. Llevaba el pelo cortado al cepillo y decolorado hasta hacerlo casi blanco, lo que contrastaba con el oscuro bronceado de su piel.
—Sí, April —le dijo Leo Owens a su subordinada—, pero he recordado que Kaplan empezó sugiriendo que quemásemos el cadáver. Sólo cuando le hicimos ver lo difícil que iba a se conseguir la leña necesaria para incinerar un cuerpo humano con algo de dignidad, propuso lo de enterrarlo en la selva.
—Pero, sargento —insistió la soldado—, eso sigue sin ser una prueba.
—Tienes razón —reconoció el coronel—, es sólo algo circunstancial y queríamos que Larry nos aclarase. Por eso anoche llamé al capitán Castro por radio, para que me pasase al geólogo y poder hacerle unas preguntas. Pero no hubo respuesta, el grupo Delta y los dos civiles que iban con ellos han desaparecido —no pudo evitar mirar a Laura de reojo al decir esto—. No sólo no conseguí comunicar con ellos, sino que la señal del radiofaro de sus equipos electrónicos también se había esfumado sin dejar rastro.
—Eso sólo sería posible si los equipos hubieran quedado completamente destruidos —dijo Abe Greenspan.
—Precisamente —asintió Jim—. Quizá Larry Kaplan no sea el topo después de todo. Pero lo que no hay duda es de que algo extraño le ha pasado al grupo, y cada vez que ha sucedido esto, hemos concluido que había una mano negra detrás de los supuestos accidentes.
—Le aseguro, coronel, que Kaplan no es un traidor—insistió Susan.
—De cualquier forma—dijo Jim—, la desaparición de la señal de radio es tan extraña que no podemos esperar a que regresen. Debemos salir a buscarlos. El problema es que ya somos muy pocos, y ninguno de nosotros tiene entrenamiento para adentrarse en la jungla y seguir un rastro.
—Yo sí, coronel —dijo April—, aunque este no procede del ejército.
—Por supuesto, contaba con usted. Pero mi problema ahora es decidir cuántos vamos y cuántos se quedan aquí, y con qué protección.
—Yo voy —dijo Soña Martin, adelantándose.
—Sinceramente, señor —intervino Snoopy Stern—, el grupo ya es demasiado pequeño como para volver a dividirlo. Sólo estaremos seguros si vamos todos en busca del capitán Castro y los que iban con él.
Jim miró a los civiles con preocupación. La joven bióloga parecía en buena forma, pero su jefe era un auténtico paquete que empezaría a quejarse de los pies apenas hubiera recorrido un par de kilómetros. Y ahora que sabía que Laura estaba gravemente enferma, pensó que lo ideal sería dejarlos a ellos dos atrás. Y quizá también a Susan Goodman, que estaba demasiado gorda. Pero su exmujer advirtió su mirada y adivinó sus intenciones.
—Yo voy a ir en busca de mi... ayudante —dijo con firmeza—. Sola si es preciso. No me importa otra cosa que encontrarlo sano y salvo.
Jim comprendió que debía tomar ya una decisión, aunque esta iba a tener tantos inconvenientes como ventajas. Pero aparentar estar convencido de que lo que ordenaba era lo correcto, formaban parte de su trabajo.
—De acuerdo —dijo—, entonces iremos todos.
Pero una hora después, mientras el heterogéneo grupo de militares y civiles se ponía en marcha con una exasperante lentitud, volvió a considerar que aquella marcha por la jungla iba a ser una locura. Su mirada se cruzó con la joven soldado April Kwaina, y esta hizo un gesto de resignación alzando las cejas, como si entendiera perfectamente lo que él estaba pensando.
Al menos ella iba a ser de gran ayuda. Pertenecía a los hopi, una tribu de nativos norteamericanos que formaban parte del grupo de los “indios pueblo”. Como le había asegurado al coronel Jim Conrad, había aprendido a seguir un rastro desde niña, y al poco rato de internarse en la selva, la muchacha comprobó que seguir el camino que habían tomado los Delta no iba a ser demasiado difícil. Los soldados de Hawk Castro se habían preocupado de dejar señales más que evidentes a su paso. Una vez que April aprendió a reconocer e identificar estas marcas (ramas rotas pero no arrancadas, tallos doblados, hojas de árboles dispuestas de forma que marcasen una dirección), fue cómo seguir un rastro de miguitas de pan en un bosque sin pájaros.
Puesto que su avance era más lento que el de los Delta, tuvieron que hacer un alto en mitad del camino y acampar. Llevaban unas tiendas plegables high-tech en forma de iglú, y muchos otros pertrechos de los que habían prescindido los soldados de las Fuerzas Especiales, lo que sin duda contribuía a ralentizar su avance. Tampoco es que hubieran podido ir mucho más rápidos, porque los civiles que iban con ellos ya habían empezado a quejarse varias horas antes de que los pies los estaban matando
Cuando Jim dio la orden de alto, Buckmanster, que se dejó caer sobre la hierba, y prorrumpió un amargo llanto, lanzando agudos gemidos y jurando que al día siguiente sería incapaz de dar un paso más. Susan tenía los pies ensangrentados y también se quedó tendida en el suelo, pero aguantándose en dolor de una forma mucho más diga que el biólogo. Soña iba a curarles con una crema que sacó del botiquín, pero April dijo que tenía una solución mejor. Comprobó que las plantas de sus pies estaban llenas de ampollas, y con una aguja de coser, en la que había enhebrado un hilo de algodón, atravesó de parte a parte cada una de ellas, dejando dentro de un trozo del hilo.
—Esto es para que drene el líquido del interior —les explicó—. Mañana poneros unos calcetines gruesos y estaréis listos para otra caminata.