8. ATRAPADOS POR LO OBVIO

El mayor límite a nuestros logros de mañana está en nuestras dudas de hoy.

FRANKLIN ROOSEVELT

Una de las mejores definiciones de creatividad que conozco no la dio un publicitario o un artista, sino un científico. Fue Alexander Fleming, el padre de la penicilina, el primero en hablar de contemplar la realidad de un modo desacostumbrado...

Parece una recomendación sencilla. Pero nada más lejos de la realidad. Es condenadamente difícil, porque la primera dificultad está en nuestro propio cerebro. Órgano prodigioso, capaz de asombrosas maravillas, es también el mayor responsable de aplicarse la ley del mínimo esfuerzo. Como ya hemos visto en capítulos anteriores, es un ahorrador de energía. Así que hablarle ahora a este rácano gestor de nuestros esfuerzos de observar la realidad «de un modo diferente» es como hablarle a una persona vegetariana de comerse un chuletón de buey. Aparentemente, va contra sus principios. O eso parecería.

Pero no es así, como veremos en este y en los siguientes capítulos...

Por sí solo no lo hará. Salvo que se encuentre en peligro.

Tendremos que ayudarle.

Lo bueno: existen diferentes técnicas para hacerlo.

Uno de los principales obstáculos con los que se encuentra el pensamiento creativo es nuestra tendencia, biológica, de obviar lo obvio. En su afán por ahorrar energía, nuestro cerebro no dudará en obviar determinados estímulos que se nos ponen por delante si estima que nos van a exigir un esfuerzo adicional. Los ignorará por más que se le presenten en forma de evidencias. Lo hace por pura inercia, simplemente porque van en contra de las creencias y caminos de pensamiento que ha trazado pacientemente para nosotros a lo largo de nuestra vida. Esos caminos trillados que recorremos sin apenas esfuerzo, casi con los ojos (unos ojos en sentido figurado; los ojos de la mente) cerrados.

A esta facultad para obviar lo obvio es a lo que se llama estado de obnosis. O más científicamente, discriminación cognitiva.

Cuando éramos pequeños, nuestros mayores nos tomaban el pelo con una adivinanza. Nos preguntaban: ¿de qué color es el caballo blanco de Santiago? Y la mayoría de nosotros caíamos en la trampa sin reparar en que la respuesta estaba incluida en el propio enunciado de la pregunta.

Sí, éramos pequeños e inocentes... Pues creedme, ¡no hemos mejorado mucho desde entonces!

La obnosis es un fenómeno por medio del cual nuestro cerebro se queda enganchado a una respuesta y no sabe salir de ahí. No es capaz de ver la verdadera solución en el caso de adivinanzas o juegos de los llamados de pensar, ni aunque lo tenga delante de sus ojos o de, y esto es lo verdaderamente importante, encontrar nuevas alternativas a una determinada situación.

Queda atrapado por la primera idea o respuesta posible.

No solamente porque ha recorrido mentalmente tantas veces ese itinerario que desarrolla una serie de automatismos que le dificultan enormemente saltárselo, sino porque pierde la capacidad de observar la totalidad de posibles soluciones. Es decir, de valorar opciones.

Te propongo un juego...

Yo te hago una pregunta y tú debes contestarla en menos de dos segundos. ¿Juegas?

Allá va:

La madre de Marcela tiene cinco hijas.

Y se llaman así: Lala, Lela, Lila, Lola, y...

¿Cómo se llama la quinta?

No es necesario que te tomes un tiempo para pensar.

Ya lo tienes claro.

¡Lula!

O quizá... ¿has dicho Lulú?

Como ya estabais sobre aviso por culpa del caballo blanco de Santiago es posible que te hayas percatado de que el nombre de la quinta hija es Marcela. Pero si has contestado, sin pestañear, «Lula» o «Lulú», considéralo normal.

Haz la prueba con tus amigos y familiares. Si haces bien la pregunta, y con una cierta rapidez, te garantizo que habrá muchas «Lulús y Lulas» ... y muy pocas Marcelas en las respuestas que te den.

Esto, si eres de los que han «picado», cosa que es normal, te explicaré que el motivo es porque desde pequeñitos nos han enseñado que la secuencia natural e inmutable de las vocales es a, e, i, o y u.

Por lo tanto, después de Lola toca Lula.

Es lógico que, tras escuchar las cuatro primeras en su orden natural, nos salga automáticamente la quinta, la que corresponda a la «u».

Nuestro cerebro ha quedado atrapado por lo obvio, por la tiranía de lo cotidiano. El dato de Marcela, como el del color en la pregunta sobre la montura del caballo de Santiago, molesta.

No debería estar ahí. Como ese inoportuno testigo accidental de un crimen al que el asesino se ve obligado a quitar de en medio, también nuestro cerebro lo quita de en medio. Y la forma de hacerlo es ignorándolo.

La discriminación cognitiva es un arma muy necesaria en nuestra vida.

Nos permite... permite a nuestra mente no tener que ir conectada a todo, y todo el día. Es decir, tendríamos que estar muy agradecidos a ello, porque así podemos descansar, ahorrar energía, de todo aquello en lo que no sea necesario centrar nuestra atención.

Sin embargo, a la hora de crear nuevas alternativas, de hacer uso de nuestro poder de pensamiento lateral, creativo, también saca su filo y nos corta la posibilidad de encontrar opciones nuevas, de poder observar de otro modo una realidad que ha identificado como obvia.

Nos hace que vayamos adelante con la primera idea. Sin más...

Nos quedamos atrapados de ella.

Nos atrapa por lo obvio, porque parece la respuesta adecuada y única, sin darnos la oportunidad de plantearnos otras posibles opciones.

La obnosis está presente en todos los órdenes de nuestra existencia, y nos puede conducir a ignorar clamorosas oportunidades y advertencias que aparecen ante nuestros ojos, pero que no somos capaces de identificar.

La obnosis, en numerosas ocasiones, es la que nos lleva, por ejemplo, a repetir exactamente la misma conducta ante una situación o problema dado, por más que la experiencia nos desaconseja ser pertinaces en el error. Si las otras veces no ha funcionado ¿por qué diantres iba a hacerlo ésta? ¿Por qué insistimos en contarle a nuestros clientes la misma interminable presentación de Power Point o el mismo discurso que aburre a nuestros colaboradores o compañeros, pese a que nadie nos ha dicho jamás al terminar «¡Esto es la bomba! ¡Lo compro!»?

Pues no, ni es la bomba ni por supuesto nos lo compra.

¿No deberían ser eso señales más que suficientes para cambiar de registro?

El viejo simio insistirá, erre que erre, en contar la misma monserga y, encima, se sorprenderá y llorará amargamente cada vez que constate que ha vuelto a fracasar.

La obnosis es como esas arenas movedizas a las que, invariablemente, y parecía que inevitablemente, iba a parar el explorador en las viejas películas de aventuras. Aparecían de la nada en medio de la selva y, una vez se caía en ellas, no había forma humana de salir. Es más, cuanto más porfiaba el desdichado explorador por escapar, más profundamente se hundía. Sólo había una manera en la que el destino te dejaba huir de tu destino (si eras el protagonista, claro, si no, estabas sentenciado): que, por una bendita casualidad (o porque un alma samaritana te la arrojaba), hubiera por allí una liana de la que poder agarrarse, y así, poco a poco, el explorador podía ir izándose y librarse de esa trampa mortal.

También hay una escapatoria para la obnosis, en cuanto al pensamiento repetitivo se refiere, una forma en la que quien queda atrapado en esta emboscada mental puede escabullirse y dejar atrás su maligno influjo. Como el explorador a su liana salvadora, también nosotros deberemos agarrarnos a esta única salida como si nos fuera la vida en ello. Porque, en muchas ocasiones, realmente nos va la vida en ello... al menos, la vida laboral.

Una vez más, el cine nos proporciona una buena manera de explicarlo. De hecho, nuestro antídoto principal contra la obnosis está muy inspirado en un recurso cinematográfico: el primer plano. También llamado «Close-up».

El cineasta hábil utiliza esta técnica cuando necesita que la atención del espectador no se disperse, sino que tenga los cinco sentidos puestos en aquello que quiere enseñarle. Por eso, elimina de la pantalla y de nuestra visión todo aquello que no considera importante.

Por medio de este recurso visual, todo queda reducido a lo esencial, a lo que aporta valor a la historia. Nos ayuda a poner el foco en lo importante, a que no se nos escapen los detalles. El explorador que se iza tirando de la liana no piensa en otra cosa, no ve otra cosa más que sus manos acercándole centímetro a centímetro a la salvación.

Poner el foco en algo requerirá dedicarle tiempo y atención.

A las cosas que de verdad importan en la vida hay que dedicarles tiempo. A tu pareja, a tus hijos, a tus hobbies, a tu trabajo, a tus clientes... Nada que valga la pena puede tener futuro sin dedicarle tiempo.

La vida es tiempo, suelo decir con mucha frecuencia en mis cursos y conferencias. El tiempo no es oro, es vida.

A lo que no pones tiempo, no pones atención, no pones foco.

Y, quizá, te pase desapercibido.

Para romper con la obnosis hay que dedicarle tiempo a las cosas que importan. Tomarse las molestias, y sobre todo dedicar el esfuerzo que sea necesario, salirse de los caminos trillados aunque éstos sean más cómodos. Poner los cinco sentidos, diríamos que pararse a pensar. Sólo así empiezan a surgir nuevas alternativas, a bullir en nuestra mente nuevas ideas que cuestionan las anteriores, a no conformarse con la primera opción, ni con la segunda, ni con la tercera.

Y además, para ello, disponemos de un proceso creativo muy claro, fácil de entender, de utilizar, y de muchísimas técnicas de creatividad que, aplicadas a este proceso, nos permitirán no quedar atrapados por lo obvio, encontrar alternativas múltiples.

Este proceso al que me refiero y las técnicas más utilizadas las veremos en un capítulo de este libro dedicado a ello.

Pero sin necesidad de conocer ninguna técnica, hay una pregunta básica por la que empieza todo que siempre nos ayudará a salir de la obnosis. No la obvies .

La pregunta es: «¿Y si...?».

O su versión: «¿Qué pasaría si...?».

Son preguntas mágicas.

También podemos decirnos: ¿y si esto, que siempre he hecho de esta manera, lo hiciera de esta otra? O ¿y si pruebo esto otro?...

Lector, puedes tener las tuyas propias. Son válidas. El caso es no dejar de hacer uso de ellas. Como lo haces cuando estás en peligro o sin solución conocida.

Este «¿y si...?» es un primer paso, lingüísticamente evolutivo, para convertirnos en un nuevo mono.

«Prohibido prohibir» reza el mítico eslogan revolucionario de mayo del 68. Y aquella consigna, que gritaban los contestatarios del momento, revolucionarios, frente a los tanques y los antidisturbios, vuelve a estar muy vigente en los entornos laborales y sociales de hoy. Porque nos vemos obligados a ser, quizá más que en ninguna otra época de la historia de la humanidad, contestatarios. Preguntones.

R-evolucionarios. Curiosos. Imaginativos. Generadores de otras opciones, de otras formas de hacer las cosas. Inventores e innovadores.

Fantasiosos. Artistas fuera del arte como disciplina. Nada complacientes. Adogmáticos. Aprendices de todo...

El nuevo mono lo sabe.

Está en el camino de serlo.

En primer lugar debemos ser todo ello con nosotros mismos.

Por alguna razón, que se pierden los ancestros de nuestra educación y nuestra cultura, nos empeñamos en poner límites a lo que, en principio, no los tiene. En ocasiones, nos ponemos los palos en las ruedas a nosotros mismos, reduciendo absurdamente las diferentes opciones creativas para encontrar soluciones nuevas, para enfocar la realidad en una dirección diferente.

El principal obstáculo del pensamiento creativo, lateral, alternativo, no está en los límites del propio problema que se nos presenta, sino en los límites que nuestra mente crea artificialmente alrededor de éste y que dificultan su solución.

Nos gusta pensar que somos analíticos. Y es verdad, lo somos. En ocasiones demasiado. Con una metodología de análisis que no es la adecuada para todo, y que nos lleva, antes de tomar una determinada dirección, a considerar todos los límites que giran ante las posibles soluciones, todos los límites que están rodeando las alternativas posibles. Introducimos límites a la búsqueda de opciones.

Los límites actúan como variables en la ecuación que usamos para valorar qué pasaría en los distintos escenarios posibles como alternativas de solución.

Pero así lo único que estamos consiguiendo, con frecuencia, con cada nuevo límite, es disminuir nuestra capacidad creativa.

Y constreñir nuestra capacidad de actuación.

Uno de los grandes mandamientos de la creatividad es que hay que saber despejar los límites personales y del entorno.

No se trata de no tenerlos en cuenta, sino de saber que no forman parte de la ecuación, y que nos servirán para enjuiciar, al final del proceso, si algo está en disposición de funcionar o no.

El ciudadano BETA tiene la capacidad de despejar de su pensamiento los límites, propios o de su entorno, de una forma rápida, sin complejos. Porque sabe que las posibles soluciones están ahí, esperando a ser descubiertas.

No se dice «esto es imposible». A veces sí dice «es difícil».

Pero no confunde un dicho con otro. Sabe que lo difícil es normal.

Forma parte de la nueva normalidad.

No dice «no lo sé», dice «todavía no lo he descubierto», «todavía no lo sé».

Si no nos cuestionamos la primera idea, si no trabajamos de una forma diferente nuestros propios límites, sacándolos de la ecuación, será muy complicado generar nuevas alternativas. No vamos a poder, por muchas técnicas de creatividad que aprendamos y muchos másteres que cursemos. Seguiremos cegados por nuestra propia mirada y no seremos capaces de ver la realidad más allá de nuestras propias narices.

Ya nos lo enseñó Einstein cuando decía:

«Un problema nunca puede ser resuelto en el punto en el que surgió».

Muchas personas no entendían esta reflexión einsteniana. Les parecía compleja. Por eso él lo volvía siempre a decir así: «Si un problema fuera posible solucionarlo en el punto en el que surgió, nunca hubiera sido problema... por lógica». O dicho también así: «Un problema no puede ser resuelto con viejas soluciones porque no sería ya un problema».

Esta última forma ha sido la más repetida por maestros y gurús, aunque no es la original con la que él nos lo contó, pero se entiende mucho mejor, y a la primera.

La creatividad es un acto volitivo, requiere del esfuerzo consciente y voluntario de buscar múltiples alternativas, mirando la realidad de un modo desacostumbrado.

Sin voluntad, sin la capacidad de mantener el esfuerzo en el tiempo, da igual que rebosemos de inspiración.

La famosa sentencia de Picasso lo evidenció: «Que la inspiración te pille trabajando...».

La inspiración podría ser ese estímulo, estado de lucidez o corriente de pensamiento positivo que experimenta repentinamente una persona, favoreciendo su creatividad y su capacidad para generar soluciones diversas a un problema. La inspiración es necesaria en la fase de visualización y de ideación. Es ese estado de gracia que, a menudo, atribuimos a los grandes artistas pero que todos, en mayor o menor medida, experimentamos alguna vez. Y más que con creatividad, tiene que ver con un estado de genialidad. De «eureka», o en su versión más coloquial de «ajá...».

La inspiración vive en esa «nube» transitoria que nos permite dar lo mejor de nosotros mismos.

Pero la inspiración en el proceso creativo, siendo imprescindible, necesita de la acción. La inspiración sin acción es como tener un sueño y no ser capaz de despertarse de él. Porque tener sueños es maravilloso, pero es mucho mejor despertarlos.

Conozco muchas personas que viven atrapadas en sus propósitos.

Personas que tienen un montón de proyectos: escribir un libro, trabajar por su cuenta, irse a vivir a un barco, montar una granja de huevos ecológicos..., pero no dan el paso, no convierten la idea en un hecho, no se accionan, no dan pruebas de hacer que se convierta el sueño en realidad. A veces, se dicen y nos dicen, quieren hacerlo, incluso tienen una idea bastante precisa de los pasos que deben acometer para lograrlo..., pero no lo hacen. Procrastinan eternamente, van postergando su realización y, cuando se quieren dar cuenta, han cumplido los cincuenta, los sesenta.

La creatividad no es sólo la capacidad de percibir la realidad de una manera desacostumbrada, con mucho esfuerzo, sino también el poder de los humanos para averiguar cómo llevar los sueños a la acción.

Convertir las ideas en hechos.

El nuevo mono lo sabe, lo practica. Se atreve. Una y otra vez.

Se equivoca, pero de ello aprende y sigue, lo vuelve a intentar.

Dicen que Cristóbal Colón era una persona extraordinariamente creativa. Y cabezota.

Fue el primero al que se le ocurrió probar una ruta alternativa para intentar llegar a la India. Desde que el hombre occidental descubrió aquellas tierras y codició las muchas posibilidades comerciales que albergaban, todas las expediciones europeas que se habían aventurado en esa travesía lo habían hecho por la conocida y tortuosa ruta de África, bordeando el continente africano hasta alcanzar Asia. De hecho, hasta el otro gran navegante de la época de Colón, el portugués Vasco de Gama, seguía usando esa misma ruta, siempre avistando tierra firme desde la cofa del barco, para evitar problemas, ya que se hacía así desde que se pensaba que la tierra era plana, no fuese que se cayesen en el abismo. Cincuenta y un años después del primer viaje de Colón, el astrónomo polaco Copérnico demostró que la Tierra era redonda y reformuló la teoría heliocéntrica del sistema solar, y aunque fundamentó sus teorías en torno a 1507 cuando el navegante estaba tratando de llegar al Extremo Oriente, no fueron publicadas hasta 1543.

En 1564, cuando nació Galileo Galilei, quien mejoró notablemente el invento del telescopio y formuló la primera ley del movimiento, América llevaba setenta y dos años descubierta, y hacía treinta años de la circunnavegación de la Tierra capitaneada por Magallanes y Elkano.

Por cierto, algunos analistas creen que muchos siglos antes, tanto Platón como Aristóteles seguían las enseñanzas de que la Tierra era planta de Pitágoras, Parménides y Hesíodo. Eratóstenes, director de la Biblioteca de Alejandría, midió con notable precisión el meridiano terrestre en el siglo II a. J. C.

En la época de Colón ya se estaba superando la concepción de la Tierra como una superficie plana. Por lo tanto, muchos de los marinos de su tiempo ya sabían que, si navegaban durante muchas millas en dirección Este, no se encontrarían con ningún abismo sino, por lógica, con el otro confín del mundo. Y por qué no, con la India.

Ese conocimiento nuevo estaba al alcance de todos.

Sin embargo, fue Colón el primero en llevarlo a la acción.

Otros navegantes de gran fama y prestigio prefirieron seguir introduciendo sus límites del pasado en la ecuación, y no accionar nuevas formas de hacer las cosas.

Esto, que ya les pasó a los marinos de aquel momento, les sigue pasando hoy a los capitanes que conducen las carabelas de ciertas empresas.

Parecería que el tiempo no nos ha enseñado nada.

Seguimos actuando igual.

El nuevo mono, no. El nuevo mono sí ha aprendido y actúa de forma diferente.

¿Y si... en lugar de bordear el cuerno de África, navegamos hacia el este? ¿No deberíamos llegar igualmente a la India y en menos tiempo?

Así se lo planteó quizá Colón.

Lo que sucedió después, es Historia.

Sí, América, «Las Indias», que no la India, se descubrió por casualidad.

La casualidad de estar ahí camino de la India.

Pero no la clase de casualidad, azarosa, que te permite ganar la lotería comprando un único décimo afortunado. Colón había adquirido muchos números para que le tocara el Gordo. De hecho, llevaba las tres carabelas cargadas hasta arriba de décimos de lotería.

En creatividad, lo que le sucedió a Colón se llama serendipia.

Se trata de un descubrimiento o hallazgo afortunado e inesperado que se produce cuando se está buscando otra cosa distinta. Colón fue un ilustre serendípico, y como él ha habido muchos otros genios «afortunados» a lo largo de la historia. Todos ellos se caracterizaron por una serie de rasgos comunes. Eran personas de acción, mentes inquietas a las que el saber previamente conocido se les quedaba corto; y que tenían la sana costumbre de despertarse a tiempo de sus sueños para acometer su realización.

Aunque a veces esos sueños les llevaran por vericuetos inesperados. Colón quería llegar a la India... ¡Y descubrió América!

Hay un viejo chiste de los llamados de vascos que dice que dos amigos de Bilbao fueron a buscar setas al campo. En un momento dado uno de los amigos llega corriendo hasta donde está el otro y le dice muy exaltado: «¡Patxi, Patxi, mira lo que he encontrado! ¡Un Rolex!».

A lo que el otro responde irritado, cogiéndole el reloj de la mano y arrojándolo lejos, entre la maleza: «Aitor, si dijimos que vinimos a setas, setas. El día que vengamos a por Rolex, cogemos Rolex».

A una persona con carácter serendípico esto no le pasaría nunca, porque su mente está abierta a contemplar cuantos escenarios se le pongan por delante. Sin prejuicios, sin limitaciones. A ellos la inspiración siempre les va a encontrar trabajando, y esto es lo que les permite descubrir cosas que en principio no estaban en sus planes.

Una persona serendípica tiene la capacidad de trabajo y la perseverancia necesarias para lograr que pasen cosas a su alrededor. Son capaces de desplegar un gran esfuerzo repetido en el tiempo. La perseverancia de Colón está más que acreditada. Todos conocemos todo lo que tuvo que porfiar hasta lograr que Isabel de Castilla financiara su proyecto. Cómo recorrió las cortes europeas en busca de un mecenas que creyera en su locura armado con sus cartas de navegación, su entusiasmo y su elocuencia.

Pero además, el serendípico también tiene la capacidad de observación y la intuición creativa necesarias para saber reconocer esos pequeños milagros que está provocando a su alrededor casi sin quererlo. Son personas que se cuestionan permanentemente el statu quo, que se cuestionan permanentemente incluso a sí mismas, que utilizan con mucha frecuencia el «¿y si...?»

Hacen cosas que los demás no hacen y por esa razón los demás les llamamos «genios». Aunque también solemos decir: «era obvio». Eso sí, cuando ya otros lo han hecho.

El maestro del management Peter Drucker, hablando sobre innovación en la empresa, siempre decía: «Cuando los otros te digan que algo es obvio, pon toda tu energía en ello, porque con ello dispones de una idea de éxito».

Los serendípicos también poseen otro rasgo que es clave: están focalizados en un objetivo.

Lo tiene entre ceja y ceja. Ese foco en el objetivo, a veces obsesivamente, es el motor que les lleva a hacer cosas extraordinarias. En el caso de Cristóbal Colón, su obsesión era llegar a la India por el camino más corto.

El objetivo del bacteriólogo británico Alexander Fleming, otro de los grandes serendípicos que nos ha regalado la historia, era reducir la mortalidad infantil en una época —los años veinte del siglo pasado, es decir, como quien dice antes de ayer— en la que casi el 70 por ciento de los niños que nacían se morían. ¡El 70 por ciento! De infecciones normalmente.

Su gran legado, la penicilina, sin duda uno de los mayores avances médicos de todos los tiempos debido al enorme impacto que para la salud de la población tuvo en su época y en los años posteriores fue, como el descubrimiento de América, fruto de una casualidad muy trabajada. Casualidad que es más resultado de la sincronía profesional, creativa, que de la suerte azarosa.

En realidad, las dos grandes aportaciones de Fleming a la ciencia tuvieron mucho que ver con accidentes creativos, ideados desde el esfuerzo cabezón y repetitivo. Y sobre todo, con la capacidad de hacer lo que otros no hacían.

Un día, Fleming estaba trabajando en su laboratorio con unas placas de Petri, en las que había preparado un cultivo bacteriano sobre el agar-agar, cuando le sobrevino un inoportuno (aunque la humanidad al completo estará de acuerdo en que sería más adecuado calificarlo como «oportunísimo») estornudo. Lo que inicialmente tenía trazas de ser un pequeño desastre, pues las mucosidades del científico habían contaminado el cultivo, resultaron ser el origen de un gran descubrimiento.

El particular carácter de Fleming, extremadamente curioso, aunque algo desordenado también, le llevó a no hacer lo que habría hecho el 99 por ciento de los científicos en su situación: arrojar por el desagüe el cultivo arruinado y comenzar a trabajar en uno nuevo. Él, sin embargo, lo conservó durante unos días, y cuando volvió a examinarlo se percató de que había sucedido algo sorprendente. Las bacterias del cultivo habían sido destruidas exactamente en la zona en la que habían aterrizado las gotas de su estornudo. Perseverando en aquel hallazgo casual, siguió experimentando con nuevos fluidos y sustancias procedentes del cuerpo humano como saliva o sangre. El resultado siempre era el mismo: la lisis (muerte de las bacterias) en los lugares donde había gotas de líquidos corporales de personas u otros animales. Fue así cómo descubrió la base de nuestro sistema inmunitario: una encima natural antibacteriana llamada lisozima, que está presente en el cuerpo humano proporcionando una defensa natural del organismo frente a los agentes patógenos. En ese momento a la lisozima se le conoció con el nombre de muramidasa. Es una encima bacteriostática. Es decir, rompe la pared de la bacteria y la hace morir.

¡Fantástico estornudo el de Fleming!

Pero sobre todo, qué bien aprovechado por el científico.

Fleming fue todavía más trascendente, si cabe, hasta el punto de que millones de personas le debemos la vida. Tras una etapa trabajando en París, Fleming volvió a la que había sido su casa, el hospital de St. Mary, en Londres. Con él viajaron, almacenadas en baúles, más de 4.000 placas Petri, acumuladas durante años de experimentos, y que le valieron, junto a otras muchas peculiaridades, ganarse cierta fama de «excéntrico». El motivo: esas placas Petri que Fleming acumulaba no tenían ni una sola bacteria. Eran placas de agar-agar sin más... Eran placas, que al salir de la estufa de calor, no tenían ni una sola bacteria, por lo que todos los científicos solían lavarlas y volver a cultivarlas. Fleming, no. Fleming las guardaba.

En septiembre de 1928 se encontraba en su nuevo laboratorio, intentando poner algo de orden en aquel maremágnum de material, cuando encontró, observando en una de sus placas guardadas con su lupa binocular, lo que a simple vista parecía un pelo. Lo extrajo y guardó. Más tarde, observó otra placa Petri de las que tenía guardadas y volvió a encontrar el mismo pelo. Y así una y otra vez, miles de veces... Una y otra vez, observando siempre el mismo pelo que iba extrayendo de todas esas placas que había tenido guardadas tanto tiempo y por las que le habían tachado sus colegas de «locatis».

Al examinar más detenidamente aquel cuerpo extraño, parecido a un pelo humano, a través de un microscopio, comprobó que se trataba de un hongo filiforme llamado Penicillium notarum.

Se preguntó: ¿Y si... este pelo (hongo) es el responsable de que estas placas Petri no tengan bacterias? ¿Y si... tiene el poder de destruirlas?

¿Y si... este hongo, al contaminar las placas y cuando las sometemos a calor, produce alguna sustancia que las liquida?

¿Y si... tenemos ante nuestros ojos un bactericida natural?

Fue para él realmente asombroso constatar que las bacterias que estaban situadas alrededor del hongo, tras ponerlas al calor durante un determinado tiempo, habían muerto por efecto de éste. Es decir, aquel hongo, al estar a una determinada temperatura, soltaba una sustancia, que se llamó por el nombre del hongo, penicilina, que tenía poderosos efectos antibacterianos. Él mismo se dio cuenta inmediatamente de que estaba ante un hallazgo de enormes proporciones.

Cuando tiempo después Alexander Fleming fue a recoger el título de sir que la corona inglesa le concedió en reconocimiento a su gran aportación científica, al subir al estrado, al comienzo de su discurso aseguró que él no merecía tal distinción porque, en realidad, no había descubierto nada que no estuviera ya inventado.

Que lo único que él había hecho, dijo, había sido «observar la realidad de un modo desacostumbrado».

Por eso debemos a Fleming no sólo el descubrimiento del primer antibiótico, sino también quizá la mejor definición de creatividad conocida.

A mí se me ocurre completarla así:

Creatividad es la capacidad humana, con mucho esfuerzo, de observar la realidad de una manera desacostumbrada, accionando un nuevo modelo de hacer algo.

Fleming y Colón, entre muchos otros, ya albergaban un proto-cerebro de nuevo mono.