1
Se llama El Quejío. María baila un solo turno y sale poco después de la una de la madrugada, de modo que puedo decir que sí, sus noches son mías.
San Miguel de Allende es un pueblito “profundamente pintoresco”, según la guía turística que obsequian en todas las tiendas. Desde mediados de los años sesenta ha sido invadido por los “pájaros de invierno”, que a la larga deciden permanecer aquí. Gringos viejos como salidos de las novelas de Carlos Fuentes, pensionistas, retirados, veteranos de las tres guerras que aún pueden contar; llegan así al cálido San Miguel como si fuese una parcela barata del paraíso. Los ancianos arriban con sus mujeres, con sus hijos, con sus amantes, de modo que la población gabacha no es solamente la de los “pájaros de invierno” exhibiendo canas.
Lo que es el temperamento de una bailaora. Dice María Clem que ya la había hartao el horario y el público de Gitanerías, y que este amigo, Luisortiz, que ya la conocía, la invitó a San Miguel por pura puntada y porque había una plaza de bailaora. Luisortiz es el guitarrista nocturno de El Quejío. Que la anterior bailaora era una neoyorquina que dizque aprendió flamenco en Sevilla, pero como que no. ¿Te imaginas a Frank Sinatra cantando “Doce cascabeles lleva mi caballo por la carretera...”? Como que no, ¿verdad? Apenas conocí a Luisortiz, sí, así se llama, se me esfumaron los barruntos de celos que ya asomaban: el pobre es más feo que una máscara de Tezcatlipoca sin peinar. Es decir, ¿de qué se enamora uno, de un rostro o de una sonrisa?, ¿de un cuerpo o de una chequera?, ¿de una mirada o de una tarde abrazados en Reino Aventura? Ahí te lo dejo de tarea.
Sin preguntarme nada y casi como una orden, María Clem me ha conseguido un turno, por la tarde, como cantante del mismo mesón. De modo que mientras los turistas comen pizzas yo me suelto con mi guitarra con aquello de “poco a poco me voy acercando a ti, poco a poco la distancia se va haciendo menos”, y si equivoco la letra ni quien lo note, así que a veces, por puro malora, le cambio la estrofa a José Alfredo y canturreo, conmovido, “yo no sé si tu vives pensando en mí, porque yo sólo pienso en tu amor y en tus d’esos” sin que nadie proteste, y las propinas y los aplausos son los mismos. Para mi actuación, eso sí, tengo que usar un moñito de charro, camisa blanca, sombrero ranchero y un sarape terciado, pero como hace bastante calor me lo quito y lo tiro al piso, en lance desafiante, cuando canto La chancla.
A veces imagino que así me podría pasar la vida. Vagando en la mañana, cantando por la tarde, amando a la recia María Clem por la noche. Nos hemos hospedado en un búngalo con servicio de hotel muy cerca del instituto Allende, y El Quejío, que está detrás de la catedral de San Miguel, nos queda a diez minutos.
No te alarmes, cuando digo que ella es recia lo digo porque lo es. María Clem tiene las piernas más fuertes del mundo, aunque no, afortunadamente, como las de los boxeadores que entrenaban en el gimnasio de Paco Menchaca, llenas de nudos musculosos. La otra noche nos emborrachamos en la cama y comenzamos a soltar disparates. Como los lunes y martes no hay función en El Mujío, nos dedicamos a pasear todo el día cogidos de la mano y en las noches también, pero ya no de las manos.
Estábamos en eso de soltar disparates cuando entró a la conversación el maldito Parets. ¿No te lo había contado? El día, o la noche, que decidimos venir juntos a San Miguel llegó el hasta-cineasta a la casa de Clementiana. No lo dejé entrar porque estábamos en nuestra jónimun, y él se debió haber dado cuenta al adivinar mi desnudez bajo la bata escarlata de la ingrata. “¿Qué, interrumpo un coito?”, preguntó el imbécil al otro lado de la puerta de cristales, borracho y bajo la llovizna. No, ya no, le dije, ni interrumpirás el tercero porque ahora mismo te irás pero que si mucho a la chingada. Y perdonando.
El Parets se me quedó mirando desde la puerta, que es toda de ventanitas y... ¿ya te lo había dicho?, alzando el portafolios de San Tartamudo, que llevaba escondido bajo la gabardina, preguntó, “¿no tendrás por ahí una estampita de San Jasmeo?”. Le tuve que abrir. Evité arrebatarle el pequeño portafolios, que tenía el cierre abierto, no fueran a desparramarse San Martín de Porres, la Virgen de Fátima, la del Carmen, Santa Rosa, San Francisco de Asís y la Virgen de Guadalupe. Y el otro, ya adentro y sacudiéndose las gotas de lluvia, pensé que tu tesoro sería más interesante. Con esos documentos solamente podrás adquirir veinte indulgencias en el Banco Ambrosiano, y qué, ¿por fin te soplaste a “pata de mula”? No aguanté su vulgaridad. Le solté un zurdazo recto que lo derribó al piso. Tenía el labio abierto y yo un rastro de sangre en los nudillos. Pinche animal, fue lo que dijo en retirada mientras María Clem, alzándose en la cama, adormilada, preguntaba allá al fondo, qué sucede, qué sucede.
Sucede que entrando en la conversación Parets, esa otra vez que tonteábamos en la cama entre vinos y migajas, ella me lo contó todo. Tototodo. “Ese es mi problema, Vitus, que a punto del amor me viene un arrepentimiento y ya no dejo entrar al macho. Le digo que no, que se largue, que me perdone. Y lo rechazo a patadas, esto es, nadie me penetra si no lo quiero yo”. “Patada de mula”, repetí, y María Clem musitó ensombrecida, “a no ser, claro, que el tío empuñe una daga”.
Dejé la cama, la dama, la daga. Alcancé mi guitarra y acomodado en el sofacito del búngalo canté para ella, a media voz, “tanto tiempo disfrutamos este amor, nuestras almas se acercaron tanto así, que yo guardo tu sabor, pero tú llevas también sabor a mí”. Regresé a la dama, la daga y la cama, le toqué los labios, se los pellizqué con ternura, habla boca, le dije. Cuenta que este corazón es discreto y te acompañará por siempre. Merry Clam me besó con la mirada, ¿agradecida?, y acomodándose entre las almohadas me soltó ese episodio que ahora hago tuyo. ¿Serás, igualmente, discreto?
“Fue el año que vivimos en Zafra”, comenzó a contar ella mientras se masajeaba los pies, “un pueblecito de Extremadura donde vivían los abuelos. Fuimos a probar suerte, ya sabrás la vieja ilusión de los ratones de ciudad. Abandonar la gran urbe y acomodarte en una casa medio campirana, donde te arrullen los pichones y te despierte el canto metálico del gallo. Los abuelos estaban en la chochez más absoluta y alguien debía encargarse del bar que atendían. Íbamos, por las tardes, a clases de flamenco. Ahí fue que me nació, luego de las horas en el cole, el amor por los tablaos. Mamá feliz porque veía todos los días a los viejos, y ella además se adapta a todo. Lo mismo te alcanza un paquete de tabaco rubio que una caña de cerveza, y eso hacía en Zafra, en el bar Los Ichaurrandieta, además de hacer cocina y casa y los deberes de las criaturas por las noches. Y mi padre... Bueno, ahí fue que le entró, yo creo, la murriña. Se habrá contagiado al ver esos cielos enormes, sin un nube, que te inspiran de pronto un cierto paniquillo. Yo iba al flamenco en bici, a vuelta de rueda porque las calles no estaban pavimentadas, pero se podían transitar en paz. Y nos deteníamos de cuando en cuando en una confitería, en la horchatería, y así una tarde en que dejé ahí detrás mi bicicleta, al salir con el vaso de hielos entre las manos ya no la hallé. En su lugar estaba un tipo, como murciano, que nunca había visto y que me dice, “si buscas tu bici está aquí detrás, porque la han cogido unos chavales”, y yo enfurecida voy a por ella, y me asomo detrás de la horchatería, porque sí, los niños se birlaban unos a otros las bicis, y ahí estaba la mía, tirada detrás de un talud, y el maldito detrás de mí, con una daga en la mano y sujetándome por el cuello. Calma, tonta; no grites y terminamos de prisa. Era la tercera vez que tenía la regla, y con todo y todo ahí me poseyó el maldito. ¡Ay, Vitus!, cómo odié al sol que me daba en la cara y yo sin poder hacer más nada. Y sí, fue rápido, y doloroso también. El hombre aquel desapareció a la carrera, abrochándose la bragueta, huyendo más allá del talud donde descargaba gravilla el tren de los martes. Así llegué a casa y me encerré en la habitación. No hablé con nadie en tres días y mi madre, al revisarme las bragas, me disculpaba, pobre María, que se trae una menarquia de segadora segoviana... Y no, nunca se lo dije a nadie, Vitus, hasta hoy. Eso fue lo que me dejó, te lo decía alguna vez, escaldada del deseo”.
¿Y el tipo?, le pregunté.
María Clem alzó la mirada. Dejó de masajearse los pies ampollados. “Nunca más lo volví a ver al maldito; para su fortuna”, dijo ella. Fue cuando reconocí aquellas lágrimas.
¿Para su fortuna?, insistí implorándole un beso. “Sí, Vitus, porque durante todo ese año cargué una navaja en el bolso. Y la hubiera usado, pero nos devolvimos a Madrí luego que las cuentas del bar no resultaron, porque nunca resultaron las cuentas en casa. Nunca sobró una peseta, y con mi padre consumiéndose en la cama...”.
¿Cáncer?, me atreví a preguntar, con el consabido gesto de usted dispense la imprudencia.
“No, qué cáncer ni qué naá. Murriña, depresión, saudades. Holganza absoluta. Todo el día tumbao en su cama leyendo revistas y libros de viajes. Llamando por teléfono a sus amiguetes, que luego lo visitaban en la terraza, y enviando cartas a todo mundo por el fax. Es un adorador del fax. Martín Ramos, el faxista, le llamábamos, hasta que decidimos abandonar la casa”.
María Clem me pidió otro vaso de vino. Que pusiera un disco de Enya en el aparato de sonido. Que la abrazara en silencio porque al descansar su espalda sobre mi pecho el abrazo era mío y también el de su padre Martín, “el faxista”, besándole la cabellera castaña, como de río nocturno. Y yo feliz luego de reconocer esas lágrimas suyas borrachas de amor y abandono.
¿Se lo diré algún día?
2
La miro tendida al sol. María Clem que apenas si ha desayunado un jugo de naranja, un poco de fruta, sobre todo mango de Manila que la enloquece. Y café de máquina sin azúcar. “¿De máquina”? Luego se ciñe el bikini y va a recostarse junto a la piscina. ¿Sesiñe? Al principio se untaba una dosis abundante de cóppertone, ahora no se pone nada porque ha agarrado un color moreno que ¡wow! ¿Ha agarrado? Por lo visto estoy perdiendo la materia gris, la poca que me quedaba, por la vía seminal... ¿Que te explique qué? Muy simple. Del mujío al quejío, del quejío al cogío y del cogío al crujío.
Mañana cumplimos cinco semanas de vacaciones en San Miguel. Eso de las “vacaciones” es un decir porque yo canto a diario en El Quejío —alegrando a los gringos que ahí comen entre tequilas— y María baila por la noche sobre la misma duela. Para ellos da igual esa mezcolanza abigarrada, canción ranchera y tablao flamenco. Sobre todo si lo sazonas con las corridas de toros, la marimba chiapaneca, Julio Iglesias cantando “Granada, tierra soñada por mí” y los voladores de Papantla girando al son de “la española cuando besa, ¡olé!, es que besa de verdad...” Jáu guónderful is di trópical pipol.
Y la morena que no me pide nada, porque los dolarucos están intactos en el estuche de la guitarra, ahora que he vuelto a ganarme la vida con el vigor de mi garganta. Estoy a la espera de que ella cumpla su destino, la morena mi morena que me diga: “Vitus, dame esa pachocha. Despídete de tu tesoro verde y vete mucho al cuerno”. ¿Lo podría resistir? Revisando el cuaderno, la otra tarde, comencé a palomear los conjuros ya cumplidos de la Güera: aquellos que decían “un gallo se apaga”, “tendrás un tesoro verde”, “veo reyes sin cabeza y tú sin sosiego”, “te irás con dos pies, donde la arcángel”. Sólo me faltan por cumplir tres y San Seacabó. ¡A volar! “El sal me hará libre”, me casaré con María Clem compartiendo bacalao con chamois, me convertiré en su agente promotor, aprenderé el rasgueo andalú y nunca me cansaré de amarla.
Después de mediodía María Clem se guarece bajo la sombra. La alberca de los Búngalos Roxana tiene un par de sombrillas de lámina, como de playa pero empotradas en el piso, y hasta ahí lleva María Clem su toalla, su libro, porque Meri Klem es una viciosa de los libros. Llama al mesero y pide un refresco y un sándwich de tocino y tomate. Yo me voy a cumplir con la garganta, cargo mi guitarra y dejo a la morena del bikini sorbiendo el popote, embebida en la diet-coke y en la lectura de su libro. Odio tener que irme así. Ahora está leyendo ése de Doris Lessing, La buena vecina, y yo cruzo medio San Miguel para llegar al Quejío y alegrar con mi voz a los turistas que disfrutan del tequila con limón, la paella y ya.
En los Búngalos Roxana están hospedados varios matrimonios que ni fu ni fa. Casi todos son de esos viejitos que no sienten la menor vergüenza de lucir celulitis y flacideces a la hora de refrescarse en la piscina. Hay uno que tiene una rara cicatriz en un costado, como si le hubieran arrancado el riñón con todo y cacho, y yo te aseguro, porque lo sé, que es una herida de guerra, ¿pero en Normandía, en Corea, en Vietnam? Y el veterano y su vieja, que se ve que fue un mangazo en su juventud, ahí tan campantes viviendo de las regalías que mister George Bush les envía a cuenta del cacho arrancado. ¿Cómo la ves?
También hay un par de locos, belgas creo, que dizque están trabajando en una pieza dramática. Se pasan la noche tiquitiquiteando en sus maquinitas de escribir y con la luz prendida, y a las dos de la tarde salen al sol igual que osos abandonando la caverna en el deshielo. Todo esto me lo ha contado María Clem, la hermosa María Clementina que me ha dejado un rosetón en el cuello porque así me lo ha prevenido, “o grito o muerdo, Vitus. No me puedo refrenar”. Sólo que mi herida de guerra no cotiza en la bolsa de pensiones militares, y al dejar a mi bailaora con su bikini color aceituna, me voy muriendo un poco por el camino, de celos y tristeza, ella con su sándwich de tocino, con sus amigos belgas desvelados, con los veteranos de Okinawa y Saigón, todos y hasta el mesero deseándola porque la infantesa de Moguer es de absoluto charrascaltrismo, y yo por las callecitas de San Miguel, con mi guitarrita y mi chisguete de voz, arrastrando voy esta marca de guerra que no vale ni diez centavos.
¡Ah!, pero que me la vean todos. Ganas tengo de gritar que ahí estuvo la boca de María, la mi María, jurándome un amor que dura lo que la noche. Y pensando esas nimiedades tuve, por cierto, un extraño encuentro.
No me lo vas a creer. Terminaba mi turno en El Quejío cuando un tipo que estaba tomándose un café al fondo, se acercó al templete donde ya guardaba mi guitarra. En seguida lo reconocí, aunque él a mí no. Hazme una promesa: yo te lo cuento pero tú me lo crees.
El tipo me entregó, de entrada, una tarjetita. Aquí la tengo: “Lic. Erasmo Cházaro / Música y Grabaciones / Productor”. ¿Cómo la ves?
Oiga, me dijo, tiene usted una voz privilegiada y cierto encanto para el escenario, ¿no podríamos conversar más adelante? Quisiera proponerle un... la posibilidad de un negocio? Sí, era él y nadie más que él. Se lo sugerí, “perdone, ¿qué no nos conocemos de antes?”, y el tipo como que se ciscó, no, no creo. ¿Cuándo habría podido ser? “Nooo”, le respondí al zafarme el mocho ñocante que me obligan a llevar ante el micrófono... sí, el mocho ñocante, “eso sí quién sabe. Conoce uno tanta gente en este medio que ya le digo; quién sabe”.
¡Pero qué lo iba a confundir! Lo que pasa es que ahora llevo bigote, ya no tengo trece años ni me espero a recibir su absolución. Me citó a cenar el jueves, en el hotel del Atascadero, frente al mercado de artesanías. Lo que logra la vanidad, ¿no es cierto? Imagínate: Vito Beristáin, “la Voz del Amor Plebeyo”, un disco para los enamorados, y mi retrato en la portada, en actitud desafiante, cargando la guitarra sobre el hombro izquierdo y caminando por una vía de tren abandonada.
Ignoro la historia del padre Erasmo. Sólo recuerdo que era el confesor de los sábados en el templo de la Sagrada Familia. No era mi favorito pero no había otro. Entonces él tendría, no sé, treinta y tantos años y no usaba anteojos. Ahora es promotor musical y me grabará mi primer disco, porque eso me preguntó al despedirnos, “oiga, ¿no tendrá un agente que lo represente, verdad?”, y no, le dije: chino libre. Ahora es un hombre viejo, miope y medio calvo. Pero es el mismo padre Erasmo de entonces, nunca supimos si llevaba ese apellido, Cházaro; sólo que sin túnica ni fe; supongo.
Yo era un niño entonces. ¿Y ahora qué soy sino el mismo baboso de siempre sólo que ejerciendo acto de varón cada noche y resguardando los 60 mil dólares que me anunció una gitana en su agonía? ¿Qué soy, pues?
Me encrespa hablar de estos recuerdos, como ya te habrás dado cuenta. Yo era un niño que creía en ciertos principios y en ciertas verdades. Comulgaba todos los domingos con la tía Cuca porque mamá prefería quedarse en casa para reponer el sueño perdido durante la semana. El padre Erasmo no era párroco de la Sagrada Familia, aparecía los sábados como auxiliar y siempre llevaba el rostro cruzado como por un retortijón. La verdad, creo que nunca lo vi oficiar misa. Daba la confesión los sábados por la tarde y esa vez, que ahora es un recuerdo de pasmosa nitidez, fue la última de mi vida en que me arrodillé ante un hombre. El padre Erasmo estaba medio borracho y creo que le adiviné alguna lágrima a través del “lienzo del perdón”, que se llama.
Yo no era un pecador insalvable, lo que se dice un pecador nefando. Sí, robaba de vez en cuando algunos pesos del monedero de mamá, o tenía lo que se suele llamar “malos pensamientos”, es decir, me imaginaba con las compañeras de Magda cuando se quedaban a estudiar de noche, y se bañaban juntas, y había una, de nombre Tayde, cuyos ojos... Y bueno, también debía confesar mis “impurezas”, que era el nombre diplomático del onanismo. Y los padres de siempre, esos sábados en el confesionario, “¿cuántas veces?, ¿tú solo?, ¿sabes cómo ofendes a Jesús, a nuestra madre la Virgen santísima con tus actos sucios?” Pero con el padre Erasmo, esa tarde, fue muy distinto.
No es que lo quiera disculpar. Estaba borracho, supongo, aunque ahora que me acuerdo no olía precisamente a licor. Estaría pasando por una crisis depresiva, yo qué sé... El caso es que cuando comienzo a confiarle mis pecados me detiene en seco y me regaña, “óyeme, imberbe, ¿sólo para decir esas pendejadas vienes a quitarme el tiempo? ¿Que te masturbas cada tercer día, que olvidas rezar tus oraciones, que piensas en las tetas de tu vecina al conciliar el sueño?... ¡Por Dios, carajo! Eso no es pecar... es la misma ley de la vida y contra ella no hay nada qué hacer, muchacho. La vida son abrojos. La muerte es silencio. Somos un capricho triste del Universo. ¡Cuéntame mejor si has matado a alguien, si perteneces a una banda de secuestradores, si participas con los agentes del gobierno en las torturas de tantos inocentes! ¡Eso es pecar, y pecar en grande!... no las chaquetitas que te haces cada vez que miras los calzones de la sirvienta. ¡Carajo!, mejor déjame purgar mis dudas en paz. Déjame reconciliarme con Dios, permitirle que se manifieste, que me devuelva la fe, si es que el muy maricón existe. ¡Así que sácate a la chingada, puñetero de mierda! ¡Regresa cuando hayas hecho el favor de matar al Presidente!... pero no. Mejor ya no regreses nunca más”.
Después de esa tarde ya nada fue igual. No volví a ver al padre Erasmo y hasta corría el rumor que se había ido a la guerrilla, que se había retirado a una de esas “comunidades de base” donde practican la teología de la liberación. Cristianismo en la pobreza, en la resistencia, y no desde la vacuidad burguesa infectada de caridad culpígena y adulterio los jueves al mediodía. ¿Cómo la ves?
¿Irreverente, me llamas? ¿Hereje ? ¿Blasfemo? Pues qué te crees que es la vida. ¿Llegaste a imaginar que heredaría el oficio de San Tartamudo, eso de andar repartiendo estampitas milagrosas por plazas y calles? A veces, mi estimado, dan ganas de cortar este diálogo. ¿Y si aquí dejo todo y decido callar? Qué.
3
Jijos. Lo que tenía que pasar pasó. Claro, yo podría salir en mi defensa argumentando que no hubo mala intención, que todo fue resultado de una confusión, que el problema estriba en una mala apreciación. Acción, canción, micción. El caso es que la otra tarde una gringa que estaba con una amiga en El Quejío, durante mi actuación, me lanzó los dogs muy hots. Es decir, estaba yo cantando “Cielito lindo”, que tanto les gusta a los turistas porque es el único momento en que pueden participar canturreando conmigo aquello de “¡ay, ay, ay ay, cantai nou llourres!”, momento que aprovechan para sacarse una foto luego de quitarme el sombrero. Bueno, estaba en aquello cuando la gringa ésa me dijo, quierro tomarte clases de canciones con usted. ¿Serría lo posible? Y como la condenada estaba más buena que un acitrón mosqueado, pues ahí voy de ofrecido. Sí, cóumo no, encantadou.
Quedamos de vernos esa noche en un bar medio siniestro que se llama Tiempo Nublado, donde al menor descuido ya estás comprando grapas de coca o churritos de marihuana, y ni modo. ¿Qué problema habría si yo compartiera con Peggy Graves, que así se llama, mi talento musical? Así que llegué a la cita con toda la confianza del mundo porque la Infantesa de Moguer termina su turno a la media noche. Y apenas eran las nueve.
Es una lata iniciar plática con los gringos, sobre todo si te escuchan un par de palabras en su idioma. Luego luego quieren entablar una conversación al you por you, con sus “althoug” y sus “precislys”, como si uno hubiera crecido recitando a Memo Shakespeare. Yo prefiero hacerme el despacito, el que no entiende casi nada, y que el esfuerzo lo hagan ellos. “Dondé aprendio tocar al guitarra tan bueno”.
La Peggy, que es medio mágica porque dizque estudió algo de vudú en Nueva Orleáns, insistía en quererme leer la mano. Y yo ni madres, si ya estoy en lo que estoy con los conjuros de la gitana, con esta Peggy de seguro voy a sacarme una maldición de las brujas de Salem. Y se lo dije, y en el forcejeo coqueto de que si sí o si no, luego de varios tequilas, de pronto me llegó una voz y un palmoteo cariñoso en la nuca.
Era la Inclemenza, que quién sabe qué hacía ahí, en el Tiempo Nublado, y me soltaba en susurro, como quien deja un piropo secreto: “Vitus, te voy a romper las bolas”. Y se fue tan campante. Desde luego que después de eso ya nada fue igual.
Regresé media hora después a los Búngalos Roxana, y María Clem, como que estaba en el baño, me anuncia: “Ya salgo, Vitus, ¿me esperarías en la cama?” Qué pronto olvidan las liberadas los agravios sin importancia de un machismo claudicante, pensé. Y así me metí entre las sábanas, medio entequilado y bastante charrascaltroso, por lo demás. Apagué la luz.
¡Nombre!, la que me esperaba. En lo que se daba o no el abrazo de los amantes, ¡zaz!, un rodillazo a los testículos, y otro, y como la infantesa está bastante fornida me dejó hecho una piltrafa mientras ella gritaba, “¡Joder, Vitus! ¡Odio reñir! ¡Y es que no puedo aceptarte jodiendo con esa pirujilla yanqui mientras yo me parto el alma ganando el duende para náa!”. Te lo juro que eso dijo, “pirujiya llanki” y “para naá”, mientras yo me retorcía de dolor.
¿Devolverle el golpe? Hombre, ni pensarlo.
Ella en su bata, llorando en silencio, y yo postrado esperando que se me disolvieran las testoteronas molidas. ¡Uf!, una escenita pero que si de melodrama napolitano. Si solamente quería enseñarla a cantar en español, Mariclama. Y ella, interrumpiendo los sollozos, “¡joder, Vitus! ¡Bien sabes que odio a las mujeres con más pecho que yo!”. O sea que odia a medio género femenino, pero no estaba en condiciones de planteárselo. “¿Cómo se llamaba la tetuda ésa?” Peggy Graves. “¡Claro, el clásico nombre de la pirujilla yanki!” Y dale.
Me tocó dormir sobre los cojines del sofá. Me tapé con su bata y con las toallas percudidas del hotel. Mala noche, como te imaginarás: frío, jaqueca, espasmos testiculares. Qué lindura. A punto del alba fui por un vaso de agua a la cocineta. La silueta pueblerina de San Miguel apenas se dibujaba en el amanecer, y te juro que eso que yo miré es lo que miraba Pedro Vargas, que ayer murió, hace la pila de años en el ranchito que hoy ocupan estos Búngalos Roxana. Lo sé porque lo sé, insolente. ¿Pero a qué te refieres? ¿A las visiones del “Samurái de la canción” o a que murió esta mañana? ¿Que cómo lo sé?
Con esa visión regresé a la cama y al meterme entre las sábanas recordé, de súbito, mi expulsión del paraíso. Bueno, ni modo, ya estaba ahí. María Clem parecía dormir, pero un ligero sollozo la delató. Imbécil, susurró al buscar una de mis manos. La puso donde quiso. “Arrúllame, monstruo del semen”, dijo ya con otro tono, “cántame una canción de cuna” ¿Y qué crees que le canturrié? Sí, rrié. Andale, ésa mera. Luego, al palparle el rostro, me di cuenta de que seguía llorando. La acaricié, la volví a arrullar, dejé que la tibieza del abrazo nos llevara, como deslizando, hacia el sueño. Pero no fue posible. María Clem rodó entre las sábanas y se despojó del camisón. Anda, Vitus maldito, posee a esta hembra en celo, me retó. Y bueno, la obedecí.
Juro por mi madre, y por la tuya aunque no tengas, que jamás volveré a dirigirle la palabra a la susodicha Peggytetas. Pobre Clementa mía, cómo le dolió ese desliz, que ni lo fue. Esta mujer me quiere. ¿Me escuchas? Esta mujer me quiere.
Y como no llegaba el sueño, electrizados como quedamos luego de ese amor a rabiar, le solté una confesión que me pareció necesaria.
María Clemencia Ramos, le dije, ¿no estuviste el 13 de septiembre al mediodía visitando la exposición “Velázquez y su tiempo” en el museo del Palacio de Bellas Artes? ¿No te detuviste media hora ante el cuadro aquel, de las tejedoras, a llorar en silencio como loca de pintura y nostalgia? Eras tú, ¿verdad? ¿Sí o no?
Ella comenzó a reír, volteó a mirarme con la primera luz del día, me tiró un beso largo y volvió a acurrucarse entre mis brazos. De pronto y sin decir más, comenzó a contar esto que ahora te digo de memoria, porque mi padre, Vitus, enfermó ese mismo día.
—Ocurrió el día en que fue a el Prado a mirar la colección de Velázquez. Llamaron por teléfono a casa los guardias del museo. Que si podíamos llevarnos a ese hombre que se había puesto muy necio. Que el tío se negaba a abandonar la sala del museo y que si no íbamos por él lo entregarían a la guardia civil. Y bueno, a por él fuimos, ya te imaginarás. Desde entonces que mi padre no sale de casa. No, para náa. No sale y no sale. Se queda tumbao en su cama, que es aparte de la habitación que tomó mi madre, y desde allí cavila y cavila. Hace filosofía del aire y lo llena de humo. Le traemos sus... le llevábamos sus periódicos, sus revistas, daba un corto paseo por su habitación, que es más o menos mediana, igual que un león en su jaula. Zumba y zumba, desgastando la esterilla que hay al pie de la cama, navegando en su nube de tabaco. Eso al menos le sale gratis porque el estanco de cigarrillos es lo que mantiene a la familia. Al principio no hacía náa de náa. Solamente allí echado en la cama. Así que lo fueron a ver dos psiquiatras, y bueno: que don Martín no quiere salir. Qué queréis que le diagnostiquemos, ¿agorafobia terribilis? ¿regresión utérica? ¿troglodismo in cressendo? Joder, que el tío no quiere salir, y punto. Le había llegado la murriña y contra eso no hay remedio. Tuvo un periodo de anorexia en que no comía y todos pensamos, ésta ya la palmó. Solamente limonáa, horchatas, sangría, una que otra cerveza, porque hasta eso; dejó de beber. De beber como lo hacía antes con los amiguetes. Luego un día me confió un secreto, María, me dijo, mira, tengo una cuentecilla en el banco y quiero que me la vayas administrando para algunos gastos, pero no le digas náa a tu madre. Por lo pronto necesito que me compres una copia de Las Hilanderas de Velázquez, de ésas en linotipia que venden en el Prado. ¿Será posible? Y desde luego se la llevé. La colgó sobre el televisor frente a su cama, y esa noche escuchamos ruidos extraños en la cocina. Era mi padre preparándose una tortilla de patatas. “¡Pero qué haces, Martín?”, le reclamó mi madre, y él, “¿pues qué no ves, Angustias?, picando cebolla para prepararme una tortilla”. Volvió a comer, aunque ya no recuperó su peso de antes. Le regresó el ánimo y la palabra en la mesa. Un buen día salió a la terraza... Nuestro piso, que está frente a una plaza, tiene una terraza. Unos tiestos con palmitas, con geranios, un pequeño árbol de tangerinas que a veces retoña. Y mi padre ahí, tomando el sol, le volvió el color. Luego le compramos una casetera para vídeos, una bicicleta fija para ejercitarse y un fax. Esa fue su perdición porque empezó a escribirle cartas a medio mundo: a sus primos en Santander, a sus amigos de la infancia en Ribadesella, a los que halló, pues, al párroco de Gijón, que había sido vecino suyo, el tal Primitivo Galván, a su amigo íntimo, Mario Benavente, que recién había sido nombrado director del diario Singladuras, donde comenzó a meterle esas cartas que hablaban un poco de la Asturias de los años de la guerra y de después. “Paño del restaño”, le llamó una vez, y bueno, la convirtieron en columna. Ahora la publica dos veces por semana, los jueves y domingos, y le pagan puntualmente. Aunque no es mucho, alcanza para sufragarse los vicios, el principal de ellos el fax. Mi padre se ha convertido en un vicioso del fax y se los envía a todo el mundo. ¿Ya te lo había contao? Cartas amables que hablan del tiempo y de la necesidad de hacer memoria. Uno de sus faxes se lo respondió el mismísimo rey, aunque lo dudes, su majestad don Juan Carlos. Otro se lo contestó el loco ése del cine, Pedro Almodóvar. Luego comenzaron a visitarlo más amigos que nunca. Hacen, cuando hay tiempo bueno, sus tertulias en la terraza, o alrededor de su cama cuando ventisca. Miran algún programa en la tele, echan en el vídeo una película, o dos. Alguno lleva una botella de manzanilla. Así fue que lo dejamos, hace ya tres años, pero mi padre no sale de casa. Nunca. “Tal vez mañana, vamos a ver”, le responde a sus amiguetes. Y náa, que se queda siempre. Que se queda siempre... Vitus, hombre, ¿te has quedao dormido?
4
A veces voy a escondidas. Sólo para mirarla bailar. Llego de noche a El Quejío y me quedo cerca de la entrada, donde María no alcance a descubrirme. Desde allí la miro. Una, dos tandas, ese taconeo vibrante y sus brazos en alto, “en la copa de los vinos, la luna se emborrachaba, en la copa de los vinos, la luna se ha despertao...”, danzando, dibujando arabescos, conversando en silencio con la guitarra. Después abandono en secreto el tablao, meriendo por ahí cualquier cosa tratando de no pensar en ella. No pensar, por ejemplo, en su mano vendada ahora que se lastimó al resbalar en el camerino, según me explicó. Pero me es imposible no pensar en ella. Ojalá nunca me pida el “tesoro verde”, que permanece intacto, porque entonces la magia que juntos irradiamos se desvanecerá.
Voy a decir algo que podría horrorizarte pero es la pura verdad: cada mañana, al bañarme, procuro darme apenas una sopeada de jabón, un pase ligero bajo la fresca regadera porque de ese modo conservo, durante el resto del día, el olor de María Clem. Su olor conmigo acompañándome por doquier es la garantía de este amor que me obsequió, lo que son las cosas, el cuadro de Las Hilanderas de Velázquez.
¿Que a qué huele la infantesa de Moguer? Eso nunca lo sabrás, supongo, pero imagina que todos los días pasa tres horas bajo el sol junto a la alberca, que taconea y palmea varias horas en la noche al abrigo de una densa nube de fumadores, que asiste rigurosamente cada dos semanas al salón de belleza a darse quién sabe que raros enjuagues, que come tocino todos los días, mangos a reventar, tomates asados con ajo y prefiere el vino blanco enfriado en hielera. Entonces, ¿cuál es su olor? Siempre lo he dicho, el olfato terminará, algún día, por perderme.
Luego de mi muy ligera merienda voy al búngalo y miro un rato televisión. Me recuesto en la cama con una cerveza en la mano. Miro y miro canales a mansalva, manipulando el control remoto como un carrusel enloquecido y con el MUTE accionado, de modo que estoy en todos lados y no me entero de nada. Igual que tú. Suena el despertador a media noche, llamo un taxi por teléfono y llego a El Quejío por María. A veces me pide que vayamos a cenar, a veces, cuando está muy fatigada, prefiere que la lleve a casa para darse un baño de tina y desentumir los músculos. Hasta ahí le llevo su media botella de vino frío, su libro, un ramillete de rosas que a veces, cuando ella queda dormida en la tina, deshojo sobre la espuma perfumada y es una sorpresa al despertar ella tiritando.
¿Te fijaste como lo dije?, “que la lleve a casa”.
Anoche fui a la cita. No creo que existan los desencuentros, y trataré de demostrarlo. ¿Recuerdas al padre Erasmo, que ya no es sacerdote ni lanza sermones heréticos en el confesionario? Acudí a la cita en el hotel del Atascadero luego de subir la cuesta de San Miguel Allende. Como llegué agitado y quizá un poco temprano, pedí una limonada en lo que llegaba a la mesa mi agente Cházaro, ya mero, de la productora “Música y Grabaciones”. Eran las ocho del jueves, como quedamos, y la panorámica desde el restaurante, con las últimas luces del crepúsculo y el “rosicler” de los poetas imbuidos de cursilería, se presentaba como uno de esos nacimientos decembrinos de oropel.
Aún no podía quitarme la sonrisa de encima. ¿Te explico? Venía por la cuesta ésa, que no por nada llaman Del Calvario, cuando me encontré con las tetas de Peggy. Peggy Graves, ¿te acuerdas?, pero ni me saludó. Es decir, prefirió cambiar de banqueta y así, desde aquella otra no tener que explicarme el parche y la venda que llevaba sobre el ojo izquierdo. Y yo, derechito y sin voltear, a lo que iba: a la cita con Erasmo Cházaro, que me contratará mi primer disco grabado en Capitol, mientras me preguntaba, ¿una conjuntivitis, una blefaritis, un derrame ocular? Mejor ni preguntar. Demasiadas vendas para un solo día, ¿no crees?
Pedí mi segunda limonada ya con inquietud. ¿Cuántas razones pueden existir para que un sacerdote católico abandone los hábitos y se dedique a la industria disquera? ¿Le diría eso? ¿Que su confesión fue la última de mi vida, que al salir de la iglesia fui a vomitar por todo lo que sus palabras me removieron en la conciencia? ¿Le plantearía la gran pregunta con la que despiertan la mitad de los padres cristianos, obedezco a Cristo o a los usurpadores de casulla y tiara? ¿O le diría simplemente que sí, que él dispusiera las condiciones para grabar mi primer disco: “Vito Beristáin, el Cantor Plebeyo”? Pero no llegó.
Pedí la cuenta y pregunté, ocultando mi frustración, si ése era el hotel del Atascadero. Me dijeron que sí, el Remanso del Atascadero sí, pero que el Villa del Atascadero quedaba ahí enfrente, al otro lado del mercado de artesanías...
Fui, por no dejar, al otro hotel. ¿Le confesaría al padre Erasmo Cházaro, como en los sábados de mi infancia, que además de todas aquellas faltas y venialidades añadiera también mi constante impuntualidad? Pero ya no lo hallé.
Abatido, aunque el desencuentro tampoco significaba el fin del mundo, me acomodé en la barra para corregir todo con un Tomcollins y un puñado de cacahuates. Cuando el mesero regresó con aquello —un hombre delgado y envejecido por las canas precoces—, pude mirarle el rostro bajo la luz cenital. Algo me hizo preguntarle, apenas tomar la caña helada del vaso, “perdone, ¿de casualidad no se llama usted Pablo Beristáin?”, y el tipo sonrió afirmativamente. “Todos me llaman el abuelo, ¿en qué lo puedo servir?”.
“No lo sé”, le respondí averiguando mientras miraba aquel ojo verde pardo, aquel otro ojo azul. “Usted debe ser mi padre”, le dije. El vaso entre mis manos hervía.
Sí, por fin había llegado a la cita.
5
La tentación es grande. Levantar el teléfono, marcar el número de mamá, decirle “quiúbole, acabo de encontrar a papá”. ¿Te imaginas? Una ausencia de más de veinte años, que es decir una exhumación. Siempre intuí que mi padre estaría muerto, sepultado en cualquier panteón perdido. En la fosa común de Yalina, por ejemplo. Y pensar que fueron precisamente sus “ojos de semáforo” los
que lo delataron la tarde aquella en que me sirvió el Tom-collins. Esa noche estuvimos conversando hasta que acabó su turno. ¿De qué platicamos? De todo un poco, pero principalmente de mí. Le conté las travesuras de Estopa en casa, cómo corretea al hombre del gas cuando llega arrastrando el cilindro y la maldita fiera pareciera comérselo a ladridos. Le dije que Magda tiene tres hijitos preciosos, un marido casquivano y una casa de cantera y aluminio en Ciudad Satélite. Le conté de la tía Cuca, lo fodonga que se está poniendo, del tío Quino, la noche en que murió en mitad de un “gallo” balaceado por aquel marido celoso y las lecciones que me daba, de tarde en tarde, memorizando canciones, “castigando la voz”, como él decía cuando lograba hacerme enronquecer. Dómala ahora que está herida, me exigía, y nos arrancábamos de nueva cuenta, yo con ese dolor de garganta cerrada, “Hay un amor muy grande que existe entre los dos, ilusiones blancas y rosas como la flor; un cariño y un corazón que siente y que ama...” Pero de mamá nada, casi nada. Así llegué al búngalo donde María Clem, al examinarme el semblante, comentó con laconismo, “joder, ¿pero es que te has infartao?”. Esa noche, por cierto, no hubo náa. Ni la siguiente.
He vuelto a ver a mi padre otras tres veces. Vive en una casita alquilada cerca del hotel Villa del Atascadero. Desde hace años que milita en Alcohólicos Anónimos y, al parecer, cohabitó hasta hace poco con una mujer que lo abandonó por aburrido; una tal Marcia Nieves. “Nunca me gustó bailar, nunca me gustaron las fiestas, nunca me gustó el ruido”, se defiende él porque, insiste, “mi filosofía es el pudor, el silencio y la contemplación”.
Cuando le platico los absurdos episodios de mi vida, Pablo Beristáin sonríe y no dice mayor cosa. “Qué barbaridad, qué barbaridad”, repite mi padre porque ha adquirido las maneras de un buen ranchero. La otra tarde me contó, con acento emocionado, una de sus audacias recientes: se había aventurado en el mercado del Parque Juárez donde se zampó, él solito, dos platos de birria “bien picante”. Cuando le sugiero la posibilidad de reencontrarse con la familia, me ofrece un gesto taciturno, como diciendo que más adelante. “Ahora no estaría preparado”, se disculpa, “a nadie le gusta reconocer cadá-veres en las planchas del forense”. Eso dijo, desde luego, “cadáveres”. La plática, sin embargo, es bastante cortada. Como no desatiende a sus clientes en el bar del hotel, va de aquí para allá agitando la coctelera, indagando antojos, alzando propinas, interrumpiendo una relación que decidió truncar, él sabrá porqué, en agosto de 1966. Así que la charla con él es de rato en rato, ¿en qué íbamos?, igual que si un antiguo parroquiano.
He preparado una cita para que conozca a mi morena, la infantesa de Moguer, porque no se la cree. Es decir, no me cree el cuento ése por el que me convertí en lo que ahora soy. Le expliqué todo: cómo una gitana “en su agonía”, exageré, me hizo dejar la universidad, me anunció la muerte de mis amigos y el hallazgo de 60 mil dólares. Cómo esa hechicera anunció mi destino junto a la morena Clemenciana, la de los pies lastimados por el taconeo.
“Oye, Vito hijo, ¿no estarás afectado por un delirio de irrealidad?”, me dice a media voz, como confidente, luego de sus 10 mil sesiones con los AA del barrio de Real del Conde. “Porque aquí mismo yo, ahí mismo tú, he sido testigo de cada caso de coca en sobredosis que ya nada me asusta”, y sigue secando sus vasos de jaibol. “Dímelo, con confianza”. Allá él.
La novedad en El Quejío es que nos darán vacaciones. Es decir, se ve que cierto joven con voz privilegiada, y cierta bailaora que taconea mostrando las desafiantes bigoteras de sus axilas, le han procurado tantos clientes al bar que han decidido remodelarlo. Al parecer le meterán sillas más pequeñas y mesas más estrechas para que, bien apretados, quepan otros cincuenta aplaudidores. Además que aprovecharán esos días para fumigar la cocina y pintarle unos murales sincréticos. Ya vi el boceto donde el Quijote cabalga al lado de José Alfredo Jiménez, en el papel de Sancho Panza, y en la distancia amenazan unos molinos con cara de Cantinflas en esa llanura castellana donde los moros desfilan entre magueyes, alebrijes y antenas parabólicas. Tú dirás, a lo que obligan los 500 años del encuentro chicharronero de dos mundos.
La otra tarde regresé al bar del hotel Villa del Atascadero con mi padre. Le llevé la foto aquella donde él y yo fuimos retratados asomando en una ventana del departamento de Liverpool. Ese bebé que fui yo en su brazos, la sonrisa de entonces que se nos hizo distancia, esa frase detrás legada con misteriosa caligrafía: “Mi lindo mateware, nada te faltará”. ¿Qué quisiste decir con eso?, lo tuteé por primera vez en mi vida.
Pablo Beristáin se me quedó mirando en silencio. Volteó hacia el otro extremo de la barra donde un cliente le pedía la cuenta. Que ya iba, un minuto por favor. “Escribí eso porque siempre supimos que era verdad: tú eras nuestro pequeño mateware, el que no sabe y va a saber. Eras nuestro tutumekiveki, el botón de rosa que llenaba la casa. Pero luego llegó el diablo y ocurrió lo que ocurrió. ¿Nunca te lo contó tu madre?” No, nunca, le dije, y aquel otro alzando la mano, oiga, abuelo, ¿me va a traer la cuenta o no?
En otras circunstancias, tú lo sabes, ya habría ido a soltarle un zurdazo en la jeta, pero debí aguantar y repetirme, “mateware”, “tutumekiveki”. ¿De dónde sacaba mi padre esos vocablos? Se lo quise preguntar a su retorno, pero no me dejó hablar. Insistía, con el ceño estriado por las arrugas, “¿nunca te lo contó?”. No, la verdad. Siempre fue un enigma. Estás hablando del día en que perdieron a mi hermanito, ¿verdad?
Miró largamente la fotografía que me regaló Magda, meses atrás, y me propuso, “al rato, al cerrar, vamos al merendero de enfrente. Ahí te contaré ese infierno que reventó mi vida... nuestras vidas. ¿Tienes tiempo, Vito?”
6
Estábamos en la piscinita cuando se lo dije así nomás. Oye, María Clemente, ¿nos acompañarías a Zacatecas? Y sin pensarlo mucho dijo que sí, hombre, ¿por qué no?
Teníamos ya tres días de vagancia, ahora que están restaurando El Quejío... ¿y qué es un quejío restaurado sino un gemío, verdad? Un descanso que merecíamos, a todas luces, nomás vernos estas ojeras de noctívagos irremediables. Le acariciaba los pies a la infantesa, masajeaba sus tendones lastimados, sus callos duros a golpes de tablao, “la que me lavó el pañuelo, mírala por donde va, mírala por dónde va... hoy presume de dinero y no me conoce máa”, esos dos pies que me trujeron donde la arcángel y que son míos porque son suyos, ¿comprendes?
A Zacatecas para qué, preguntó después, volteándose sobre la toalla, ofreciéndome la fragancia de sus desvelos y la figura requemada por el sol. Es cosa de mi padre, le dije, de mi nuevo juguete llenándome de sorpresas. Un viaje corto, dos o tres días para que haga no sé qué negocito y nos regresamos, insistí como sugiriendo las molestias de un tour a toda prisa porque hubiera preferido viajar con él solo. No creas, me da cierto temor dejarla sola a la Clemiclavia nomás de ver las belgas que le echan los dramaturgos ojos del otro búngalo. No, de ningún modo, ¿cómo dejarla sola en este valle de lángaras? Preferí no dar demasiadas explicaciones. Mañana iremos los tres, mi padre, María y yo en la primera corrida de los Autobuses del Norte. Ya tengo comprados los boletos y vendida mi alma al destino.
Estuve tentado de contarle a María Clem ese capítulo familiar de ignominia y escándalo. ¿Nunca te lo he referido? Es una vergüenza mayúscula y de hecho fue la causa por la cual mi padre nos abandonó. Quien me lo contó fue la tía Cuca, que es la memoria ancestral de la tribu. El caso fue que un tal Conrado tuvo la culpa, toda la culpa. Éramos bebés, mi hermano y yo, cuando ocurrió la tragedia. ¿Qué son dos copas?, embaucó el compadre aquel a mi padre, vamos aquí cerca, a La Estrella Negra, que era un bar medio cabaretoso. Y como mamá estaba en su turno de trabajo en el sanatorio, a mi padre se le hizo fácil llevar cargando a la criatura, Pablito mi hermanito, guardado en su canastón... porque a mí me dejaron dormido en la cuna. Y qué buena puntada, celebraron ya en el cochesote de Conrado, que era un Impala. Así entraron a La Estrella Negra, donde el compadre tenía reservada una mesa. Estaban de vena, creo que celebraban su cumpleaños, llegaban las muchachas, pedían canciones, estaban fascinadas por la puntada. Luego de buen rato se fueron a otro cabaret que se llamaba La Bufanda Rayada, cargando al bebé en su canastón, y en mitad de la madrugada fueron a El Gato Eléctrico, donde igual. Ahí tenían una chamaca muy querendona, creo que se llamaba Zenaida o Cenobia, no me supo precisar la tía Cuca. Y más luego a otro cabaret llamado La Serenata, sobre la avenida San Juan de Letrán. Total que mi padre regresó a casa cuando ya amanecía, más borracho que una cuba. Feliz, cumbianchero, bailando y fajeado, cuando mamá, a media escalera, lo increpa con el grito: “¡Y el niño?”. Ah, esa fue la pregunta. Papá ya no se acordaba de nada. Y fueron de regreso al Avión a Chorro, donde estaban aquellas muchachas tan besadoras, y en el Impala de Conrado para arriba y para abajo por toda la colonia Obrera cuando aquellos salones eran lavados a escoba y detergente; y del canastón con la criatura nada. Ni ahí ni en El Gato Eléctrico ni en La Serenata les supieron dar razón. Alguna de esas pirujas fue la que se robó al bebé, arrojándonos en la peor de las desgracias. Mamá nunca se lo perdonó. El pobre de mi padre, después de eso... ya no fue el mismo. Es lo que me decía la otra noche.
Pobre padre mío. Esos días en que creyó perder la razón y la culpa le hizo abandonar a la familia, después de todo y entre lágrimas soltó una frase que me tiene prendido como tizón... “Me espera el infierno”. Y es que no te imaginas qué sensación ésa tan terrible: abrazar a un hombre que dos semanas atrás no conocías, palpar su cabellera inundada por las canas, decirle eso ya pasó, viejo, me estás contando una historia cargada con más de veinte años de polvo, por favor. Serénate, termina tu refresco; no seas ridículo. ¿Tú crees? Eso le dije a mi padre. Y él se fue calmando, repitiendo, sí, tienes razón, veinte años son demasiado tiempo, sí, demasiado tiempo. Así que pidió otro Jarrito de piña, sacó su paliacate para enjugarse las lágrimas, “pensé que ya nunca le podría contar a nadie esta historia maldita. Una semana después desapareció mi compadre Conrado; todos esos años en que vagué por medio país limosneando la vida tratando de no pensar en ustedes, en Pablito, en ti, en tu madre... que tampoco era una santa”.
“Al principio me fui a Tampico”, siguió contándome, “donde tenía unos tíos y me contraté en el bar del hotel Inglaterra. Pero no duré mucho, ni ahí ni en el hotel Presidente, porque luego de dos o tres meses, un día de pronto, como si yo fuera otro, servía una copa al mediodía, instintivamente, y me la empinaba, y luego la segunda, la tercera... Te juro que era otro el que se apoderaba de mí. Horas después, balbuciendo disparates, ya estaba en la calle con mi liquidación en el bolsillo. Durante varias semanas me perdía... en la zona de muelles, en los burdeles del río, sosteniéndome con cuartitos de aguardiente, durmiendo en los quicios y portales hasta que se me acababa el dinero, o me lo robaban y alguien se apiadaba de mí y me encadenaba en un cuarto, como me ocurrió en Matamoros. Así vagué por Monterrey, Torreón, Juárez, Chihuahua... que fue donde, por fin, decidí convertirme al AA. Te lo juro: no he tomado una gota de alcohol desde el 14 de mayo de 1971”.
¿Y por qué no volviste a casa?, le demandé, porque era pregunta obligada. Digo, mandarnos una carta, una pinche postal donde solamente dijeras “estoy vivo y los quiero”, sin comprometerte al retorno. Y créeme que, en ese momento, sentí unas ganas tremendas de patearlo, meterle una moquetiza. Madrear a mi padre.
“No creas”, dijo después, “lo pensé mil veces, pero no tenía cara para hacer el intento. Ya no volví a la ciudad de México. Lo más cerca que estuve fue en Pachuca, en1982, donde me contraté como barman en el hotel Real de Minas. Era un muerto, Vito, un padre muerto, un marido muerto, un fantasma muerto. Míralo, en mi cartera no guardo ningún retrato de nadie. Solamente mi credencial del Seguro Social, por si las dudas. Tengo un principio de diabetes que cualquier día... Ahí, en Pachuca, fue donde me hallé a la Marcia Nieves, que era manicurista. No fueron malos años con ella, pero tampoco extraordinarios. Qué quieres: sin hijos, sin coche, sin viajes, sin casa propia; la vida no pueden ser sólo achaques y preocupación. Además que la impotencia es la puerta grande de los abandonos. Creo que Marcia se fue con un mesero del hotel Hacienda, a San Luis, pero ya no quise averiguar. A mí sí me gusta, por lo demás, mirar televisión. Podría pasarme la vida pegado a la pantalla; los libros me aburren”.
Cuando dijo eso me ruboricé. No me lo vas a creer. Nomás escucharle esa desfachatez, sentí vergüenza, por él y por mí. ¿Será genético, entonces, mi desdén por los libros? No hallaba la manera de decírselo. Qué escondes tú en la sangre que va conmigo, me tortura el pulso y grita lastimándome el albedrío. ¿Existe, además de la pérdida de mi hermano Pablo, algún otro misterio que deba yo conocer? Tu infierno de culpa y aguardiente, ¿no ocultará alguna clave de mis días y desvelos?
“Bueno sí, Vito”, dijo luego de repensarlo. Prendió un cigarrillo, sin filtro, y jugueteando con la llama del encendedor terminó por admitir: “Quizá lo debieras conocer”. Qué cosa, a quién, ¿no podrías ser más explícito?
“Quizá sería conveniente, aunque no será fácil dar con él. Conocer a tu abuelo, a tu abuelo mi padre. Pero habría que partir, ya mismo, a Zacatecas”. Esa es la frase que me tiene como tizón.
Obviamente no le conté todo a la inclemente María, ¿para qué abrumarla con esta historia de rencor y sinsentido? Además que ella y mi padre no han hecho, lo que se dice, “click”. Por eso le acaricio la melena, oscura y caliente bajo el sol, a esta morena de pies lastimados. ¿Nos acompañarías a Zacatecas?, le he dicho, y ella torna en la toalla. Me ofrece el aroma animal, oloroso un poco a cloro de la piscina, un poco a la ginebra con hielo que ha estado bebiendo toda la mañana, un poco a pasto recién cortado porque el jardinero pasa y repasa con la podadora junto a su tanja naranga y yo, al mirarla sonreír, siento que muero. “Hombre, sí, ¿por qué no?”, y vuelve a voltearse y el rastro de su transpiración en mi olfato y el dolor de sus pies castigados por la danza me duelen aquí dentro y la quisiera morder, y no lo quisiera, porque mi hambre de ella no dejaría migajas y sin ella no sería náa. Como lo oyes. Náa de náa.
7
Nos hemos hospedado en el Holiday Inn. María y yo en la habitación 303 y Pablo Beristáin, mi padre, abajo en la 109. Desde la ventana se domina la panorámica del cerro de La Bufa, el teleférico que lleva canastillas hasta su peñón curtido de verde cobalto. María Clem quiere viajar en él, quiere ir al museo de la ciudad, quiere hacer el amor en la tina, quiere repetir el plato de ravioles, quiere que le cante “Bésame mucho” otra vez, y yo le digo que me deje poner, por lo menos, los calzones. Pero no, como la serenata de un cupido extenuado, aquí me tienes con la guitarra, recostado en la cabecera de la cama, entonando nuevamente la frase aquélla de Consuelito Velázquez, “piensa que tal vez mañana yo ya estaré lejos, muy lejos de ti”.
María Clem, ¿no es un poquito exagerado quererlo todo?, le digo, y ella que no. Apenas suficiente, me arrebata la guitarra, la tira a un lado de la cama súper King Size, me abraza y rodamos entre sábanas y carcajadas, son las once de la mañana y en el susurro del “bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez” no te cuento ya lo que sucede, porque no ha dejado de suceder desde que llegamos y de tantos sucesos ya me duelen los riñones y los moretes.
¿Te lo digo? A María Clem le gusta morder y ser mordida. Tienes complejo de hamburguesa, le digo, y ella ¿ah sí?, ¿por qué lo creéis? y antes de que intente responderle ya me está soltando un chorrito de mostaza, otro de catsup, y me lame y me chupa y me muerde y no quisiera, por nada del mundo, verle la cara a la camarera cuando se lleve en el carrito el juego de sábanas.
Mi padre Pablo Beristáin pidió un permiso de tres días en el bar del hotel. No es muy seguro que hallemos al abuelo, me confesó en secreto al instalarnos en el Holiday de Zacatecas, y de hecho no lo hemos vuelto a ver porque desde temprano sale a investigar su paradero. ¿Será mi abuelo boticario, zapatero, linotipista? Todo un misterio, mejor no preguntes, si lo hallo bien, si no ni modo. La verdad, yo creo que más que zapatero debe ser caváder. ¿Qué gran misterio puede esconder un anciano por el que nadie procura? ¿Qué gran misterio si no es el de su propia muerte? Qué maravilla el polvo del anonimato, las sombras modestas: esto es, “me muero y que nadie sepa de mí”.
Afortunadamente la primavera ha entrado más que tibia. Eso le comenté a Merry Clemy, que aprovecháramos la mañana para dar un paseo, pero ella no. Que me fuera yo solo, que se quedaría en la habitación para practicar quién sabe qué suerte de calistenias, y es que, de tanto taconeo, a ratos le vienen a mi pobre bailaora unos calambres de miedo. Sobre todo en la pierna izquierda.
Qué te cuento. Que fui al Museo Rafael Coronel donde hay una colección impresionante con más de tres mil máscaras de todo el mundo, incluida la tuya, supongo. Africanas, polinesias, máscaras rituales y festivas, las de la danza “de los viejitos” y las del tigre de la sierra de Guerrero, máscaras esquimales, del teatro Noh japonés, de los “chinelos” morelenses. Máscaras, máscaras, máscaras y de pronto, detrás de ellas, el gran vacío del teatro del mundo: un espejo.
Regresé en taxi y subí al 303 con sigilo. Le llevaba una sorpresa a María Clem. Nada del otro mundo: un ramo de rosas que le compré en el mercado de San Agustín y una caja de Midol, porque está a punto de bajarle. Le llevaba también mi máscara, mi máscara que soy yo desde que La Güera perfiló mi destino en el portal del Edificio Marsella hace siglos. Pero ella, la mi infantesa de Moguer, no estaba en la habitación. Ni un recado, ni una señal de violencia, ni su bolsa ni sus documentos. Un frío ligerito me recorrió las venas al mirar la guitarra en un rincón del cuarto junto a la cómoda del televisor, y no me atreví a empujar la puerta del clóset y comprobar si ahí seguía, o no, el estuche de mi instrumento. Coloqué las 24 rosas en la jarra de agua, me tumbé en la cama y traté de no pensar. Dudé si pedir o no que me subieran un coctel de frutas, porque generalmente están rancios a pesar de la cereza curtida en cromato de potasio que podría servir para teñir una bandera. Y dudando de mis dudas me quedé dormido.
Eran ya las tres de la tarde cuando desperté sobresaltado. ¿Dónde estoy, dónde mi fiel Estopa?, y mi estómago se encargó de ubicarme. Era la hora de comer y me habían abandonado. ¿Qué me costaba abrir el clóset y ver si ahí estaba el estuche de la guitarra? Preferí revisar el cajón del buró, donde me hallé dos de sus libros: uno que se titula Informe de una toma de partido en Literatura, de un tal Felipe Alcaraz, y Platero y yo, que ya te había contado. Marqué el teléfono de la habitación 109, pero ahí no había nadie tampoco. ¿Y si la morena de los pies de carey ya se fastidió de mí?
Descorrí la cortina y miré una de las canastillas que se deslizaba por el teleférico. A través del acrílico del gabinete, suspendido sobre la ciudad como un juguete mecánico, creí reconocerla. Eran cuatro o cinco pasajeros viajando en su interior, y de pronto una mano masculina le ceñía el talle, la abrazaba y ella, de espaldas, se dejaba besar. Salí a la terraza y le grité: “¡Clemencia, traidora!”, pero la canastilla estaba a más de cien metros y el jardinero ahí abajo, descuidando el chorro de la manguera sobre un macetón de azaleas, volteó a mirarme y con mueca resignada repitió, “traicióname traicionera que en la boca llevas el beso del dinero”. Qué insolencia, ¿verdad? Dejé la terraza y el teleférico, porque además ya lo tapaba la fronda de un álamo. Regresé a la cama y comencé a leer el librito de Juan Ramón Jiménez.
Al llegar al tercer capítulo no lo resistí más. Dejé todo y bajé al comedor del hotel. Ordené, hilados, dos helados de fresa. ¿Hulados, holados? Pero como tenían una promoción de la Häagen-Dazz, pedí tres. Ahí me estuve, aguantando las ansias, el abandono, la traición; a cucharadas. La verdad, los Häagen se le acercan al paroxismo de sabor que ofrece la nevería Chiandoni, pero son eso: una mera aproximación. Una hora después, cuando terminaba con el cuarto helado, llegó tan campante Clemaría. No me vio y la miré avanzar rozagante, fresca, hermosa como la lluvia de abril, por el recibidor del hotel. Se detuvo ante las puertas del ascensor para desaparecer poco después, y yo ahí con mis celos fundiéndose en el platito de porcelana y las lágrimas agolpándose de rabia y vergüenza.
Demonios, cómo me ha entrado en el sentimiento esa muchacha que no se rasura y duerme sin almohadas.
Pedí al mesero que me acercara el teléfono inalámbrico y la llamé a la habitación. “Joder, Vitus, ¿dónde te has metío?” Le respondí que aquí, en el restaurante, esperándola abajo. “Voy contigo, amor mío, ahora mismo... y pídeme, de una vez, una milanesa con patatas. Oye, y que no se les vaya a quemar porque la regreso, ¿me escuchas? Las patatas bien fritas y la milanesa antes del punto, ¿me escuchas?”. Sí. Te juro que eso dijo. Que no se la quemen y eso que nunca hasta hoy le había escuchado: “amor mío”.
Llegó y me cogió con la cucharada de helado en la boca. El quinto, sí. Me arrebató un beso, sin preguntar, y luego riendo y saboreándose aquellas fresas maceradas, “a que es Häagen-Dazs”. Compartimos una botella de Paternina, y yo de postre pedí un pepito de filete. Preguntó por mi padre y le dije que estaba perdido “en sus negocios”. Luego, a punto de atacar su milanesa, alzó la vista y me advirtió: “Por Dios, Vitus. No lo vuelvas a hacer”. Hacer qué, sabandija de Moguer, quise responderle, pero ella se me adelantó: “Las rosas, Vitus. Qué linda sorpresa... mira que me vas a matar de besos, tío, y yo como que no me acostumbro a esas ternuras. Por Dios, Vitus, quiéreme menos”. No te digo, ahí estaba la recia infantesa llorando, mirándome, deleitándose con sus patatas, advirtiéndome entre bocados y gerundios, “no tanto, Vitus. No tanto”.
Después, a la hora de pedir la cuenta y como si por rutina le pregunté, ¿se te pasó el calambre con la caminata? María Clem me devolvió una mirada aburrida, pero luego sonriéndose. “Jó, tío, ¿es que no podemos desplazarnos a donde nos dé la gana? Mira, Vitus, las mujeres tenemos dos pies, y yo más que todas. Te mueres por saber adónde fui, ¿no es eso?” Un poco, sí, debí admitir, pero cuando me des un hijo y lleves mi nombre... o yo te dé uno y lleve yo tu nombre, el mundo será nuestro, Clémora, y donde tú mires miraré yo, y donde yo pise pisarás tú porque respiraremos, ¿verdad San Agustín Lara de Tlacotalpan?, el mismo aire enardecido.
“Eres un jili”, me regañó, “y yo otra por quererte así. Pero qué te imaginas, Vitus; que me he ido a la estética toda la mañana, para mis enjuagues, embadurnes y lociones. ¿Qué no lo luzco? Enderezar un poco este cuerpo que ya amenaza la gravidez del tiempo”.
Ni tanto, le dije al plantarle un beso a Loluzca; ni tanto. Qué tonto fui, qué tonto soy, qué tontos de amor somos los dos al querernos tanto tanto.
Por la tarde fuimos a pasear. Como ya habían cerrado el servicio del teleférico, caímos en el mercado de artesanías donde le compré un rebozo “de bolita” y ella me regaló un sombrero norteño. Y así, ataviados como revolucionarios de escenografía, seguimos tonteando por la ciudad. La María Climas iba dejando una fragancia maravillosa que me hizo imaginar inconveniencias. ¿Pues qué clase de elíxires y esencias son los que le habían convidado a su cabellera, a su epidermis toda, que al pasar por una escuela secundaria los mocosos empezaron a festejar, al tiempo que salían a la banqueta, “¡Pálmolive... Pálmolive... Pálmolive!”, y danzoneaban burlones. Así que estuve a punto de preguntarle, ¿qué te hicieron?, ¿qué te hiciste? y, sobre todo, ¿cómo te dejaron así?, porque su cabello quedó más lustroso, su rostro más delineado, su garbo con mayor majestad. No me pude reprimir y la besé en mitad de la calle, ansiosa, frenéticamente, y uno de los mozalbetes que nos seguía, lanzó un comentario entre carcajadas: “¡Ay, nanita!... Ese amor ya pide cama”.
No sé si te habrá pasado, eso de que vas caminando abrazado, emparejado el paso y como arrastrando un aura luminosa... Pero tú que. Nos habíamos desviado por una callecita alta, estrecha, donde casi no circulaban los autos. El caso es que íbamos así, jugando a repetir todos los letreros que veíamos, a obedecer con mímica todas las órdenes publicitarias: coma, compre, admire, visite, brinde... cuando comenzó a lloviznar. Era una nube aislada y hasta intenté adivinar el trazo del arcoiris. Entonces lo vi. Te lo juro.
Saltó de un callejón, trotó con nerviosismo y al vernos en la distancia, asustado, de tres saltos volvió a internarse en el callejón... además de que la llovizna arreciaba. ¿Lo viste?, le pregunté a mi fragante bailaora, corriendo para guarecernos del agua, y ella de qué hablas, Vitus. Mira, en esa casona, la puerta está abierta.
Nos metimos sin preguntar, porque además la casa estaba como abandonada. Es más, estoy seguro que ahí mismo había entrado, saltando ligerito y tratando de no golpear los herrajes con sus astas. La casona parecía recién desalojada. Había manchas cuadrangulares en las paredes, donde alguna vez descansaron varios cuadros, y dos pesados macetones con helechos que nadie quiso llevarse. María Clem me apretó la mano con la emoción de los actos furtivos, y no dudó cuando la conduje escaleras arriba. De un momento a otro esperábamos la aparición del velador, con la gorra ladeada y abandonando la silla donde escuchaba el radio, pero no asomó para preguntar qué hacíamos ahí.
Era una casa antigua, con la edad del siglo por lo menos, donde el salitre y las desconchaduras habían sentado sus reales. Llegamos a la segunda planta donde una extendida cornisa ligaba todas las habitaciones alrededor del patio central. Era de yeso, representaba la fronda de una vid cuajada, y en algunas partes conservaba aún el colorido que debió lucir años atrás. María se soltó de mi mano y decidió explorar una de las recámaras, yo entré en lo que alguna vez fue el cuarto de baño: ahí sólo quedaba la caja alta del “water close”, la huella oxidada de una tina robada y los restos de un alto lavabo arrancado a golpes de marro. Es cuando uno piensa cuántos no habrán rasurado aquí sus barbas a punto del baile en el Casino del Centenario.
Lo que sigue aconteció en cosa de minutos. Creí escuchar un pisoteo nervioso, como de pezuñitas resbalando, y salí de aquel baño derruido seguro de que lo volvería a ver llevándose su fantasmal silueta azul como un suspiro en vuelo... y nada. El ruido era en la habitación donde había entrado María, y me trasladé sigilosamente ahí, tal vez para asustarla. Pero no. La infantesa permanecía en mitad del aposento, cubierto con un tapete luido, ante la cantera incompleta que enmarcaba una chimenea. En mitad del techo colgaban los restos de un antiguo candil, cinco prismas de cristal aún enteros, y María Clem revisaba aquello en la parte superior que yo también leí: “Vivere parvo”. Una frase que así, con caracteres gallardos, parecía un susurro en el tiempo. ¿Quiénes habrán leído eso ahí, al despertar toda la vida, al recogerse en las tardes, recordando que lo importante es tener una camisa, un pan, una mujer, y con ello es suficiente?
“Vitus, abrázame”, dijo ella al sentir mi proximidad. La obedecí, ciñéndola por la espalda, y ella giró el cuello con lentitud buscándome los labios. Aquel beso fue más que eso. Era una petición, porque la conozco, y allí mismo, apoyados de pie en la repisa de la chimenea, lo hicimos. Fue rápido, eléctrico, magnífico, y sin quitarme el sombrero.
Minutos después andábamos otra vez por la calle, sin decir palabra, con los retumbos de aquello en los muslos. Había escampado, afortunadamente, y María Clem quiso comer mango. Nos detuvimos en un quiosquito del parque López Velarde y cumplió su antojo. “Nunca quise a nadie”, dijo ella de pronto, con la sonrisa del amor a flor de mango. Sí, a flor de mango. “Nunca a nadie como a vos, hombre mío”, y en silencio y queriendo no verme, lloraba como aquella otra vez ante el cuadro de Las Hilanderas en el Palacio de Bellas Artes.
A punto de adormilarnos, horas después, me preguntó tornando el cuerpo entre las sábanas. “¿No sentiste a alguien, Vitus?” No sentí a quién cuándo, murmuré entre bostezos. “Ahí, en la casa donde nos hemos poseío, macho. ¿No sentiste que alguien nos miraba, que alguien nos había conducido con facilidad?” No, mentí para no perder el sueño, porque cómo explicarle que otra vez el venadito azul me había conducido hasta aquel aposento desconchado a balazos. En eso el teléfono pareció estallar en el buró.
Era la una de la madrugada y mi padre, Pablo Beristáin, anunciándome algunas novedades. Apenas colgar se lo comuniqué a María Clem: “Es el jefe. Que me espera por la mañana, a las nueve, para salir en taxi hacia Fresnillo. Un viaje corto, para sus negocios. Tres días cuando más. Regresamos el día siete...” La infantesa de Moguer soltó un suspiro resignado por toda respuesta, se acurrucó entre mis brazos. Tratábamos de olvidar esa tarde lluviosa bajo la cornisa de las vides cuajadas.
8
No te aburras, le dije con el beso al salir de la habitación 303. María Clem que alzaba una mano, entre sueños, buscándome el rostro. “Nos vemos pasado mañana, o el domingo”, le susurré al despedirme, y ella sí, macho. Tumbada bajo el sol te estaré esperando.
Solamente traigo mi chamarra, como sugirió mi padre, algunos billetes y mi sombrero. Abordamos el taxi temprano, con media taza de café en el estómago y todos los bostezos que te quieras imaginar. Era un Impala 63 con los asientos cubiertos de plástico y como si robado del museo de arqueología. Pablo Beristáin iba adelante, con el chofer, y yo atrás, recostado y al kilómetro cuatro roncando ya. Es lo malo del amor a troche y moche, no quedan energías para otra cosa que no sea el proverbial chucu-chuchucu. Como si eso fuera todo en la vida... en fin. Estoy dormido, no me molestes.
¿No te digo? Ahora qué quieres.
Bueno, sí, a la hora llegamos a Fresnillo y mi padre, carraspeando de un modo tácito, me hizo pagar los 500 pesos del viaje. Estábamos en las afueras del pueblo, donde acababa el pavimento, y sin decir más el hombre con ojos de semáforo me condujo a un pequeño estanquillo donde compramos dos morrales que atiborramos de vituallas, sobre todo galletas y refrescos. Cuando pagábamos mi padre preguntó al muchacho que atendía el negocio, ¿ya pasaron los cholitos?, y el otro, “no, por acá no. Los de Laguna Salada desde la semana pasada, pero los de acá todavía no”. Vamos a caminar un rato, hijo, me advirtió. No te me vayas a retrasar, y echamos a andar rumbo al poniente.
Una hora después habíamos dejado atrás los últimos caseríos del pueblo y los ranchos iban quedando cada vez más desperdigados. Ya te imaginarás: chivas rumiando bajo los mezquites, lagartijas veteadas que huyen por la hojarasca, un cuervo rondando en lo alto. Entonces lo adiviné: mi abuelo era un minero y debíamos encontrarnos con él en las montañas azules que iban aproximándose en el horizonte. Soy buen caminante pero mi padre, tilico y cincuentón, me adelantaba al menor descuido. “Si te cansas me avisas”, me apuró en algún momento, “si no, no te retrases. Es muy fácil perderse en estas cañadas”.
Demasiado tarde para arrepentirme. Son las dudas naturales cuando el sol de mediodía hace vibrar la realidad del paisaje. Hubiera traído mis zapatos tenis, el coppertone de María Clem y una cantimplora con agua de jamaica. En algún momento me detuve para destapar una cocacola, beber la mitad en un solo lance, aguantar la picazón del gas carbónico, eructar con alivio y reemprender la marcha con espíritu renovado pero... ¿hacia dónde?
No es que estuviera extraviado del todo, porque al oriente se alcanzaban a distinguir todavía las torres blancas de la parroquia de Fresnillo. Así que estábamos ahí, de momento, el cuervo en lo alto, una cigarra que se puso a chirriar en uno de los huizaches y yo, Vito Beristáin, peregrino sin rumbo. Por lo demás aquello no sería una fatalidad: viví veinte años con el espectro de mi padre y ahora su renovada ausencia no me ocasionaría un trauma mayor. ¿Mamayor? Estuve a punto de gritarle... pero la garganta, entonces sí, no resistió el desafío. ¿Cómo lo iba a llamar? “¡Papá!”, “Padre mío”, como en las películas de Joaquín Pardavé, “¡Pinche ojete, por qué nos abandonaste?”, si ya sabía la respuesta.
Seguí caminando un trecho y muy pronto la meseta anunció un declive. Ante las montañas azules, como de paisaje barato, se interponía una cañada. Para llegar a la mina en aquella sierra tardaríamos un día por lo menos. Es decir, me tardaría. Comencé a descender entre saguaros como de Western, y en lugar de Gary Cooper emboscado en espera de la diligencia del Wells Fargo estaba mi padre orinando. “Te dije que no te retrases”, me regañó por primera vez en su vida, y sin decir más lo acompañé en el pis. Era también la primera vez que le miraba el áitevoy, y la verdad era una lástima: prieto y marchito, como tamarindo. Pero de qué estamos hablando, por Dios.
Me señaló unas peñas, vereda abajo, y anunció: “Desde ahí lo veremos salir. Tiene que llegar con luz de día”. La cuesta era poco menos que escabrosa. Había que emplear las manos para apoyarse en las rocas y no despeñarse, y se me ocurrió pensar que lo deveras difícil iba a ser el retorno, y resbalé. Me sujetó mi padre, por primera vez en la vida, pero eso no impidió que me lecarara la mano izquierda. Con esa herida no podré tocar la guitarra en una semana. Es más, ¿dónde la había dejado?
Pablo Beristáin me vendó la mano con un paliacate. Lo apretó y roció, sobre el bulto de la herida, un chorrito de mezcal. Me quedé mirando la botella con ojos de ¿y eso?, mientras él la guardaba de nueva cuenta en su morral. “No es para mí”, se disculpó al señalarme un firme en el peñón al que por fin habíamos llegado. “Es para el marakame de Santa Catarina, que ya luego asomará. ¿Quieres una?”. Mi padre se había sentado a un lado y me ofrecía el paquete de galletas saladas. Acepté una, y otra y le convidé mi cocacola. ¿Cuándo hubiera soñado eso en mi infancia? Mi padre y yo compartiendo un refresco, un paquete de galletas soda en mitad del desierto. “Ahora no queda más que esperar a que salgan”, dijo.
Al otro lado de la cañada había un par de cuevas, visibles a pesar de las sombras a plomo que proyectaba el desfiladero. Supuse que era la salida, y la entrada, del tiro de la mina donde mi abuelo se ganaba el pan. El calor apretaba y me fui adormilando sobre una roca. ¿Qué otra cosa se puede hacer en el desierto? Pensé en María Clem, ahora seguramente bronceándose junto a la piscina del Holiday Inn, pero de pronto su tanga la tenía Juanita Sendra, la escritora que saltó de un tercer piso, ¿te acuerdas?, la del cuchuflax más tupido del planeta, y al darse la vuelta sobre la toalla, adivina quién era: la profesora Olga Millán, con las tetotas caídas, bañándose perpetuamente en su regadera de cortinas transparentes. Destapé la segunda cocacola y me tumbé a dormir mientras mi padre permanecía apostado junto a mí, los brazos apoyados sobre las rodillas, silbando una canción que no pude reconocer. ¿Es “Toda una vida”?, le pregunté, acostado y con el sombrero cubriéndome la cara. Pero él no respondió. ¿Estaba soñando? Me puse a canturrear, quién sabe por qué, “un mineeero en una miiina una hiiija poesía, era esbelta era linda se llamaaaba Josefina...”, y la maestra Pita, dale que dale al piano, “¡poseía, no poesía, babosos!” y nosotros, como que no entendíamos, cantando a carcajadas.
Cuando saliera de la mina... ¡el abuelo!, idiota, que me avisara mi padre. Volví a pensar en la profesora Olga Millán, en lo bien que la pasaba en el sofá desconchinflado de su sala mirando las películas de madrugada en la televisión. ¿Cómo se llamaba el compañero aquél, en el quinto año del Miguel de Unamuno, que pescaba ratas? Sí, desde el salón de canto, al ausentarse la maestra Pita, asomábamos por la ventana hacia el patio de la cocina. “Un mineeero en una miiina una hiiija poesía, era esbelta era linda...” El niño aquel aprovechaba para lanzar anzuelos hacia los basureros desde el salón de canto. Cada anzuelo llevaba ensartado un trozo de tocino y quedaba sujeto a una cuarta del piso... la rata llegaba, se alzaba en las patas traseras, olfateaba el cebo y de un salto engullía aquel manjar. Al sentir el punzazo lanzaba un grito de dolor y quedaba ahí prendida, chillando, columpiándose como un péndulo de felpa toda la tarde, y la profesora Pita, desesperada por aquellos chillidos de angustia y agonía, nos daba la clase libre. Así lográbamos salir al patio grande y ganar la cancha de basquetbol. Mens sana in corpore sano, ¿o no?
Sentí que mi padre me tironeaba el pantalón, ¿o me empujaba hacia el precipicio? “¡Fausto Grajales!”, grité de pronto, y alzándome como autómata le debí explicar: “Sí, Grajales era el pescador de ratas”, pero él no me prestó mayor atención. Mira, ya salieron, me dijo, ahí vienen, y yo miré las grutas de enfrente, doblemente oscurecidas por el trazo de la sombra, y nada. Ahí no había nadie, a no ser que se tratase de fantasmas... lo que ya no me sorprendería.
Pablo Beristáin me hizo un gesto obvio, que volteara hacia abajo, al fondo de la cañada, y sí, en hilerita y vestidos de blanco marchaban varios hombres junto al arroyo que escurría lanzando destellos. “Van saliendo, ya salieron, están salidos”, dijo mi padre, que saludaba agitando el brazo, aunque a esa distancia era poco menos que imposible que nos avistaran. “Órale Vito, mi lindo mateware, hay que subir para allá”, me dijo al ponerse en pie, y lo corregí, dirás bajar, a ver si no nos rompemos la crisma. Y él, con espíritu eufórico, sí, sí, ándale, a subir para abajo. Tardamos fácil media hora en llegar hasta el fondo de la cañada, y para entonces ya me había lastimado también la otra mano.
Era una maravilla el frescor de la hondonada, donde el arroyo formaba un remanso. Seguramente se trataba del agua obsequiada por los primeros chubascos de la primavera, y alrededor del estero aquellos huicholes se lavaban el torso. “Espérame, Vito, que se están purificando”, dijo mi padre al indicarme que lo esperara ahí pero que le diera dinero. Un billete. Se acercó a ellos y le entregó, al más viejo, la botella de aguardiente y el billete de cien dólares. Cruzaron algunas palabras, en lengua indígena, y en un momento mi padre me señaló, aunque los nueve huicholes permanecieron como si nada, lavándose, bromeando, compartiendo a pico la botella de aguardiente.
Algunos llevaban pantalón de manta y otros pantalón de faena. Unos iban pintados de amarillo, otros de azul y otros no. Al otro lado del remanso había una mujer descansando bajo un sauce. La mitad de los hombres llevaban sombrero ritual, ribeteado con plumas de guajolote, y los otros llevaban sombrero ranchero.
El licor les había soltado un poco la lengua y en el barullo de plática con mi padre saltaban, a ratos, los vocablos en castellano: gasolinadocumentosmedicinamachetecamionetasborrachocatsup.
Entonces caí en la cuenta: si ese hombre de ojos bicolores era mi padre y aquellos indios peregrinos sus parientes yo era, debía ser, fui, seré y he sido siempre, huichol como ellos. Al veinte, al cincuenta por ciento.
Traté de acercarme al grupo, que ya hacía los aprestos para reiniciar la marcha, y mi padre me lanzó unos ojos terribles de vete-para-allá-en-este-mismo-instante.
Regresé y me senté en mi piedra. Tengo una piedra, ¿no te lo había contado? Mi piedra es de piedra y es de piedra, ya sabes cuál, ¿no? Al rato me alcanzó Pablo Beristáin, el que perdió a mi hermanito, y me dijo: Ya estoy con ellos. Quedaron contentos con el dinero pero más con el brandy Presidente. A ti no te pueden ver porque todavía no llegas, ¿me entiendes? Vas llegando, estás llegando, ya mero llegas. Eres como una sombra de otra sombra, ¿me entiendes? Vamos a ir con ellos, atrasito, despacito, de a poquito y como si no fuéramos. ¿Me entiendes?... Ahora te hablo a ti, menso, que eso me decía mi padre: “vamos buscándolo a tu abuelo porque va atrasado, allá adelante, como desde hace tres días, por el sendero de Wiricuta”.
9
Habían salido por la cañada del Mezquitic porque de ese modo, sorteando las alturas, los huicholes evitaban el viento del norte. El viejo marakame, por cierto, venía enfermo de bronquitis y retrasaba al grupo. En un principio imaginé que se trataba de mi abuelo, pero mi padre Pablo Beristáin no tardó en aclarármelo: “¿No te digo que va detrás? Por eso hay que apurarse para alcanzarlo. Aprisita llegamos atrás. Lo saludas y nos regresamos. Así aprenderás a entrar en la luz del llano”.
Los huicholitos de Santa Catarina marchaban en hilera delante de nosotros, es decir, detrás. De trecho en trecho se detenían para descansar, beber agua, componerse los huaraches. “En la siguiente legua lo hallaremos, lo veremos, estaremos con él”, me advirtió mi padre, que me traía mareado ya con esa manera de decirlo todo tres veces como si uno fuera menso, lelo, tarado. Nos incorporamos y comenzábamos a caminar cuando uno de los huicholes se acercó con mi sombrero en la mano y entregándoselo a Pablo Beristáin dijo: “No lo veo pero se le olvidó el sombrerito. En llegando a la Chicharrona, vamos a cazar el bendito híkuri. Vamos a comenzar”.
Atravesamos una carretera y luego otra. La primera no sé a dónde lleva ni de dónde viene. En la segunda pasó un autobús que nos tocó el claxon, no sé si saludándonos o reprendiéndonos por ocupar un carril del pavimento, y pude ver que iba a Torreón. Lo decía un letrero, lo explicaba, lo anunciaba. Y los huicholes de Santa Catarina, que según supe llevan peregrinando tres semanas desde la sierra del Nayar, avanzaban imperturbables, musitando oraciones, los brazos cruzados al frente. De pronto uno gritaba, en trance místico: “¡Tanana Tonatzin!”, y los demás, tres veces “Tanana... Tanana... Tanana Tonatzin”. Al rato otro: “¡Tanana Nakawe!”, y los otros, con tono más opaco, “Tanana... Tanana... Tanana Nakawe”. Y luego un tercero: “¡Tanana Guadalupe!”, y los demás, igualmente ensimismados y sin detenerse, “Tanana... Tanana... Tanana Guadalupe”.
En cada descanso abría un paquete de galletas, que intentaba compartir con los demás huicholes, pero como que no me veían. Entonces uno le decía a Pablo Beristáin, “ay, compañero, ¿no me convidarías unas galletitas?”, y mi padre me arrebataba el paquete y se las ofrecía, “ah, qué buenas, qué buenas, que Dios se las pague”. La mano izquierda me comenzaba a punzar. No sentía ánimos de quitarme aquel paliacate vendando la herida, supurando seguramente, porque el calor iba en aumento. Sudaba a mares, no tenía ánimos de seguir la marcha, no tenía ánimos de nada. Mi padre me regresó el paquete de galletas, lo que habían dejado, el resto, las migajas. Saqué la única entera y cayó de mi mano, cayó de mi mano, cayó de mi mano. Era el venadito azul que llegaba hasta la piedra donde yo descansaba, mi piedra, en mi piedra yo reposaba y sin más la mordía, la comía, tragaba la galleta. Me mira como exigiendo que le dé otra. Le entrego el paquete, las migajas, los restos y el venadito azul comienza a comer aquello en silencio.
Alza la cabeza, deja que le acaricie las astas, agita las orejas con nerviosismo. “No te abandonaré nunca”, me dice al permitir que le rasque la mollera, “tú vas conmigo, Vitus”. Despierto y los demás huicholes duermen alrededor. Están cansados, les duelen los pies, respiran con fatigada cadencia. “Mejor no comas”, me dice el venado azul, “no comas, no comas”. El paquete de galletas está entero en mi mano. ¿Lo debo abrir? Luego vendrá la sed, magnificada, el empachamiento, el hipo. Los huicholitos miran el paquete en mis manos, yo no estoy, el venado tampoco. Mi padre Pablo Beristáin despierta y dice, Vito, Vito, Vito, ¿ya quieres regresar?
No, de ninguna manera. Si todavía no llegamos a ninguna parte. Mi padre se yergue, moreno, hermoso, su ojo azul, su ojo café, como dos padres en cada guiño. Tiene veintisiete años y una coctelera inoxidable entre las manos, la agita con lentitud, la vierte y al derramarse el Martini seco cae sobre el fierro del riel. La vía que va a Saltillo y viene de San Luis Potosí. El ferrocarril que hace temblar la noche y abre una grieta plateada en el desierto. Entonces mi padre lo señala, ahí, en las duelas curtidas con alquitrán y polvo, lo señala ahí en la estación del tren donde nunca se detiene el express, lo señala a mi abuelo, el más viejo huichol, Tamatz Kauyúmari, que tensa la cuerda de su arco, dispara la flecha hacia lo alto, la saeta vuela cerca del cuervo, roza las plumas de un águila, cae en parábola a diez leguas de ahí, mata un venado al atravesarle el corazón, gritan los huicholes todos, “¡jai jai jai jai jai jai jai!” y echan a correr hacia el desierto de Catorce, ya pueden cazar a Híkuri, el peyote bendito, lo pueden cosechar, lo pueden arrancar, lo pueden cortar con sus afilados machetes. El venado mayor, Uishikuikame, ha muerto con esa flecha que llovió del cielo, nace entonces Marratawekame, el venado loco. Mira sus ojos: son de fuego, sus pezuñas que matan y son de obsidiana, sus cuernos dos relámpagos quebrando las tinieblas de la noche.
“¿Tienes miedo, mi dulce Watemukame, venado chico?”, me dice el abuelo Tamatz Kauyúmari. “El miedo es un camino amarillo. Un camino que se precipita. Un camino de vértigo”. Le digo que no, miedo no es lo que tengo. Lo que tengo es un padre, de nombre Pablo, que me trajo... Pero no está. Nunca está mi padre. Nunca estuvo. Nunca ha estado. Se habrá ido a orinar, le digo, él me vendó esta mano con su paliacate limpio, mira... Pero mi mano está entera, lista para tocar la guitarra, sana. Venía conmigo, compartimos una cocacola, descansamos juntos en la cañada del río Mezquitic. “No, mi dulce Watemukame”, dice el abuelo al señalar hacia el sur, “un camioneta se lo llevó. Una espalda jamás será un padre. Un padre son dos manos y una voz. Aquel, además, nunca tuvo orgullo wisrárika, huichol, nunca fue pueblo de huizaches”.
Si él no fue mi padre, lo desafío, entonces no tengo abuelo. Yo soy Vito Beristáin, peregrino de mi suerte, le advierto, pero el abuelo, que tiene blusa azul y un sombrerito con plumas de tecolote, me indica el letrero de la estación medio corroído en lo alto del poste: “BERISTAIN”. Luego miro la placa inferior donde una flecha hacia abajo indica “MEXICO 692 Km”, y una flecha hacia arriba “NUEVO LAREDO 692 Km”. Había que coger un nombre cristiano para la credencial, para la confederación campesina, para existir a la hora del crédito a la palabra que ofrecía el Banco Rural.
¿Qué trataba de decirme? ¿Que mi nombre es un chiripazo ferroviario? ¿Una broma en mitad del desierto? ¿Que los Beristáin bien pudimos llamarnos Alamillo, Pabellón de Arteaga, Terminal Durazno? ¿Eso?
Hubo una mujer, que fue mía y que fui suyo, continuó diciendo el anciano mientras seguía el vuelo circular del cuervo en lo alto. La que llamaban “la hija de la Francia”. Fue la madre del tal Pablo Kauyúmari, Kauyúmari Pascal. Pero había que buscar nombre cristiano, nombre de registro, y aquí le pusimos, cuando hubo pueblo, su nombre de la estación. Ella, que vino con los ejércitos del Napoleón, le dejó su ojo rubio al tal tu padre. Pero no fue mujer de casa, no para domar: salió cabra y se fue a los nortes del dólar.
Con la luna llegaron los demás huicholes. Traían sus canastones a medio llenar con rizomas de peyote. Se depositaban alrededor del abuelo Tamatz y los comían sin prisas. Uno era un coyote, otro Benito Juárez, un tercero defecaba y su mierda salía corriendo y gritaba “¡no me alcanzas, no me alcanzas!”. La verdad, ya tenía media hora mascando peyote. Entonces la noche se hizo más oscura. Oscura, oscura, oscura que dolían las pupilas. El abuelo Kauyúmari me había entregado una jícara con una docena de peyotitos. Tan sabio, tan tierno, tan revelador el híkuri. Entonces le digo al abuelo, que debe tener mil doscientos años, ¿soy huichol?, ¿tengo sangre wisrárika? Y si no, ¿qué soy?, ¿qué hay detrás de mis ojos?, ¿quién habla por mi boca?
Tamatz Kauyúmari come en silencio su ración de peyote. Los acompaña con lentos tragos de cerveza. Responde algo que apenas logro escuchar: “Por eso nos desprecian, por eso nos temen; porque somos dioses no saben qué hacer con nosotros los indios”. Vuelve a tensar su arco. Dispara hacia lo alto una flecha empapada en mezcal. Hiere al cuervo y el ave se desploma aleteando agónica. Al chocar contra el suelo el cuervo se convierte en lumbre. Incendia un mezquite. Luego viene lo que vino y la sangre se me llena de luz.
10
“¿Ni el mar de Galilea?” No, ninguno mano. De la que me he perdido, ¿verdad?
Ya tiene rato que andamos por el desierto, sin rumbo visible, cogidos de la mano. Jesucristo como que no se la cree, insiste, “oye, y aquella vez que iban a ir a Acapulco, tú y tus amigos, ¿por qué te zafaste?” Suspiro y con el recuerdo quisiera retornar a esos días de entusiasmo y sosiego. Uy, le digo, todo por obedecer a una novia que tuve, la tal Patricia Maldonado. “¿A poco era tan celosa la Maldonald’s?”, me inquiere Jesús, “oye, ¿y por qué le hiciste caso?”
No sé adónde vamos ni cuánto tiempo llevo así. Lo único cierto es que si Jesucristo me suelta de la mano esto se volverá, y perdonando, un infierno. Apenas ingresamos a Wiricuta, hace dos minutos, y ya han ocurrido algunos episodios por demás curiosos. Mi abuelo Tamatz Kauyúmari fue el que los vio primero. “¿Y esos vagos? ¿Qué hacen ahí aventándose esa roca?”, pero debe estar mal de la vista mi abuelo, porque Mario y Silvano jugaban basquet, tenían rato entrenando ahí, entre los huizaches del patio del centro escolar Miguel de Unamuno, y me lanzaban una mirada de a ver si te apuras, queremos desempatar. Por eso llegó Jesucristo, porque necesitaba una pareja para jugar contra los Marsellinos. Es bueno para encestar, pero no corre suficientemente aprisa y Silvano le arrebata el balón al tercer bote. Será cosa de la edad, ¿verdad?, o de la túnica que le impide moverse con soltura. Y ni modo de enojarme, porque el deporte es el deporte, pero hace rato estaba yo solito debajo del aro contrario y le gritaba, “órale, órale que estoy solo”, pero prefirió hacer la jugada personal y Mario le quitó el balón y encestó en un tiro formidable que todos celebraron: los diez mil huicholes que están en aquella gradería y la tía Cuca y el tío Quino, que están en la de este lado. Lo malo es que ya vamos 76 contra 24, perdiendo ya supondrás quién.
Hubo un momento en que, con ese marcador, decidimos irnos de ahí; perder por de fault y ya otro día será el que nos sonría la fortuna. Fue cuando empezamos a caminar por el desierto, y como tengo cinco años y me puedo perder ahora que apagaron la luz, Jesús me tomó de la mano y fue como un remanso de bondad. Se me acabó el miedo y la ansiedad y los deseos secretos de volver a mi cama, a mi casa y que me despierte el Estopa con sus lengüetazos.
“Entonces, ¿muy celosa la muchacha?”, insiste Jesucristo, ¿y qué le cuento? Un viejo amor es eso y para qué tanto rollo, le digo, anda, mejor pregúntaselo a ella porque la Satripia estaba ahí, con su minifalda colorada, suspirituosa y todo sacando fotocopias. “Ya merito van a estar”, nos previno, “es que se nos fue la luz hace rato”, y Jesús no dice nada, tan discreto, porque la Trix trix hoy ni se peinó ni se bañó y hasta da un poco de vergüenza confesar, sí, por ella dejé de dormir y por ella hubiera dado la vida. “Antes se arreglaba un poquito más”, le confesé cuando ya nos íbamos, y ahí quedó la cosa. En las fotocopias que nos entregó, que eran a color, estaba el retrato de Juanita Sendra, ¿te acuerdas?, que nos miraba sosteniendo un lápiz en la mano, haciendo anotaciones, supongo que pertinentes, y fue cuando Jesús preguntó, sin soltarme de la mano: “¿Qué trata de decirnos?” La verdad, me moriría del remordimiento al contar nuevamente el affaire que ocurrió entre nosotros. La carne es débil, la lealtad es débil, el pensamiento es débil, la voluntad es débil, la filosofía es débil, el sexo es débil, la solidez del peso mexicano es débil. ¿Qué quieres?, dije con cierto fastidio, ¿por qué no mejor se lo preguntas a ella?, pero Juanita Sendra soltó la carcajada, la fotocopia de una carcajada, debo aclarar, y se disculpó, “yo soy la que está contando toda esta historia, ¿de acuerdo?, así que aquí me zafo” y se borró de la fotocopia y como ya teníamos rato de andar a lo tonto buscando asiento, Jesús fue el que halló una mesa vacía y dijo, órale, apúrate, no nos la vayan a ganar, y allá fuimos, al fondo del Sanborns. Llegamos cuando todavía no se llevaban la propina y me detuvo, porque lo mío fue instintivo. ¿Qué no te das cuenta? Detente, Vitus; todo en la vida son tentaciones en el desierto. Mira ahí abajo la ciudad a tus pies, ¿quieres que sea tuya?, y como no respondí nada, porque además no sabía qué responder, mejor pedí una orden de molletes, para compartir, y dos cafés americanos. “¿Te puedo hacer una pregunta personal?”, le dije en lo que esperábamos. Sí, desde luego. Para eso estoy. “No es que quiera entrometerme, porque cada quien forja sus preferencias según su muy regalado gusto y tendencias, pero, te quisiera preguntar ¿verdad que tu helado favorito es el de fresa?” Jesús se lo quedó pensando, ladeó la cabeza, no muy convencido, y respondió la verdad, no. Prefiero el de avellana, pero aquí sólo tienen el clásico surtido gringo: vainilla, chocolate y fresa... ¿por qué lo preguntas? “No, por nada, es que pénsé” y dejé la frase inacabada porque en la mesa de atrás había, ya sabes, una conversación de necios que nos distraía. De esos que están hablando de lo mismo pero tratando de ver quién tiene la más alta lógica argumentativa. Como yo no lograba ver a los tipos, Jesucristo que estaba de frente a ellos me hizo una mueca elocuente, que volteara a verlos con prudencia. Bajé el mollete, que en lugar de frijoles tenía un nido de hormigas, y voltié voltié voltié para atrás. Cómo no iba a ser una discusión de necios si era, en una silla, Arturo Reyes... Arturito, el de los Baños Menchaca, resolviendo crucigramas, y en la otra su cabeza. Claro, para sostener la plática Arturo recogía su cabeza, se la ponía y decía, por ejemplo, “Vena principal, vaso sanguíneo remoto” y regresaba la cabeza a la otra silla, donde ésta respondía “puede ser yugular o subclavia o femoral, menso, ¿de cuántas letras?”, para esto ya había llegado la mesera trayéndonos la cuenta, la mesera que era mi madre jugando a los dos papeles, de mesera y de madre querida, madre adorada, llévame al cine y tú pagas la entrada, que después de saludar a Jesús, ya sabes, el consabido mucho gusto, encantada en conocerle personalmente, me dice a media voz, “¿y tu restirador?, ¿qué hacemos con él? Si no regresas pronto lo vamos a regalar”, entonces le entrega a Jesucristo la cuenta, pero me la pasa a mí diciendo, “al fin que ya pronto nos vas a dar ese dinero” qué, de qué estás hablando, le digo, y la mesera va con Arturo y su cabeza, en la mesa de atrás, y al entregarle los cubiertos, porque todavía no les llevan sus enchiladas suizas, se voltean los dos para verme y alzando un cuchillo hacen como si se degollaran, como si amenazaran degollarme, se vacían el salero en la herida y gritan, “¡Ya, se acabó! ¡Vámonos a otra historia!”, y entonces, al llegar a la caja para pagar, la cajera de la caja para pagar es La Güera, con su aliento horrible, de mostaza y encías verdes, que me dice y al hacerlo asoman los gusanos por sus labios, “Vitus estúpidos, ¡para qué le soltaste el manos! ¿Para qué se los soltaste!” y nomás decírmelo se me hicieron de arena los dientes, un alacrán picó mi ojo izquierdo, las uñas se me fueron cayendo, una a una, y los gitanos de negro se llevaban, desnuda, a María Clem. No podía hacer nada. Una víbora de cascabel me salía por el ano, un axolote por la uretra, una lombriz negra por cada oído y un listón de colores por el ombligo porque era rojo, verde, morado y amarillo, rojo, verde, morado y amarillo, rojo, verde, morado y amarillo, rojo, verde, morado y amarillo, rojo, verde, ¡mataron a la mamá de Bambi!, morado y amarillo, rojo, verde, morado y amarillo, rojo, verde, morado y abuelo Tamatz, rojo, verde, tú no me abandones, y amarillo, rojo, verde, morado y amarillo, abuelo venado, verde, morado y dame a beber de tu corazón, rojo, verde, abuelo Tamatz Kauyúmari, y amarillo, rojo, verde, abuelo venado azul, venado azul, venado azul, venado azul.
11
¿Cuánto tiempo llevo siguiéndolo? Podrían ser diez minutos; podrían ser tres años, aunque de ser así ya habríamos muerto de hambre y sed. Ando sobre los cactos, sobre las rocas, sobre la arena quemante de los arroyos secos. No me detengo, resuello, trato de no perderlo de vista pero ni así le doy alcance. Ya no tengo fuerzas para emprender, de nueva cuenta, la carrera. Ni él tampoco. Se nota. De día es color pardo, cenizo y con pintas blancas. De noche, sin embargo, el venado adquiere un brillo azul, como si bañado por un aura magnética. A ratos se detiene, voltea para comprobar que lo voy siguiendo. Inclina la cabeza y rasguña el tepetate con sus astas, como si lo devorara la impaciencia.
Siete años atrás, o siete minutos, el anciano Tamatz Kauyúmari me entregó su arco y una sola flecha bautizada con sus orines. “Anda, vé, cázalo”, me ordenó al descubrirlo al pie de Cerro Quemado.
“Demuestra que tienes voluntad wisrárika, que ya no eres aprendiz matewame, que puedes matar y traernos el corazón de Uishikuikame, venado sabio”. ¿Me hablaba en lengua huichola, en idioma castellano?, la verdad no me decía nada. Solamente me tocaba el hombro con su bastoncito muwieri, adornado con chaquira y plumas de guajolote, que era cada vez como una descarga eléctrica. “Mátalo con esta flecha, tráelo cargado sobre los hombros para celebrar el Híkuri Nierra, la fiesta del maíz que debe nacer. Explora el territorio de los que han perdido el sueño, conversa con los hombres incendiados por el peyote bendito. Regresa convertido en marakame, chamán, abridor de las puertas de Wiricuta”.
Pero habrá sido la fatiga, o el hambre. No he comido más que peyote, no he bebido más que mezcal. Desde hace varias semanas, que es decir dos minutos, ya no retengo nada en el estómago. Escupo, vomito, me atraganto. Habrá sido todo eso, te digo, porque en cierto momento tropecé. Iba bajando una ladera, babajando, tras las huellas de uishikuikame cuando me precipité contra una gran piedra. Al incorporarme descubrí que el arco de Tamatz estaba roto. Entonces supe que mi misión era menos que imposible. Si quería cazar al venado iba a ser necesario darle alcance, matarlo de cansancio, clavarle la flecha a pulso.
Por eso me abandonaron los demás huicholes, por eso permanecieron recolectando cabecitas de híkuri al pie del Cerro Quemado, por eso el desierto ahora es mío, mío y de los tres coyotes que me siguen olisquenado la sangre. La sangre mía de mis pies, la sangre de Jesús Papaluki, el Cristo de los huicholes, la sangre de ese venado que ahora remonta la sierra y aprovecha mi enervante parsimonia para ramonear los brotes tiernos de la grama.
Duermo donde puedo. Bajo el sol. Al amparo de los mezquites. He perdido mi sombrero y una pernera del pantalón está rasgada por la mitad. ¿Hacia dónde voy?
Qué alivio... Desperté en casa de mi hermana Magda. Me ofrecía unos corn-flakes con leche y plátano en rodajas. Me supiron a gloria. Luego saqué una cocacola del refrigerador y fue como retornar, definitivamente, a la cordura. El domingo anterior había regresado Casilda, la sirvienta oaxaqueña, y desde la mesa del desayunador la mirábamos lavar el auto de Manolo, mi cuñado. ¿Sabías que se va a casar con ella?, me preguntó Magda y me atraganté. “Con ella quién, ¿la Nena?”, me atreví a indagar, si ya estábamos en ésas. “No, con ella ella, Casilda; menos mal que le regalaste aquellos miles de dólares de dote. Si no no sería un buen partido”. Tan bromista mi hermana, y hasta imaginé que se trataba de un mal sueño. “¿Me ayudas a sacar el estofado?”, me pidió Magda al abrir la puerta del horno, “está que quema”. Me auxilié con un protector acolchado, de esos que siempre están de oferta en Aurrerá, y saqué con cuidado la bandeja refractaria. “Ponla en la mesa, por favor. Voy a llamarlos de una vez para comer”. Estaba bastante pesado el asado, babado adobado, y cuando lo iba a depositar sobre la formica, Estopa, todo chamuscado, protestó en la bandeja: “Cabrón, me abandonaste a mi suerte y mira lo que esta pendeja me hizo. Nomás no me vayas comer el fífiro, que me quedó como chipotle” y comenzó a orinarme, de ardor y resentimiento, y yo con esa charola de cristal a punto de caérseme, que me quemaba las manos, y el chorro de mi perro empapándome la cara, el chorro fresco en mitad de la noche que llega como una bendición, la primera lluvia de la temporada, supongo, y el relámpago ése, ronco y en lo alto de la montaña, que cimbra el paraje y termina de despertarme.
Algo hay de bálsamo en el agua de lluvia. Es un agua intacta, obsequiada por las leyes del universo y que nos remite, necesariamente, a la pila bautismal. Así yo, guareciéndome del chubasco bajo un aislado pirú, esperaba el momento del siguiente rayo que me dejaría rostizado. Y de pronto, sin anunciarse, la lluvia cesó como si obedeciendo una orden. Quedaba el rumor de los arroyos que escurrían montaña abajo, los grillos contagiando su monótono clamor, un chillido en la distancia que nunca sabrás de qué clase de pajarraco nocturno. Y el frío. Así fue como me reencontré con el agua.
Afortunadamente, adosado al tronco del pirú, no me había mojado la espalda. Trataba de desentumirme cuando descubrí una laja que tenía un cuenco a ras de agua. Me tiré al piso en cuatro patas, porque no hallé un modo mejor, y así comencé lo que se dice a abrevar como bestia. Apenas sentir aquel primer trago de agua de lluvia humedeciendo mi paladar, supe que había perdido el rastro del venado, el rastro de mi abuelo Tamatz, ¿mi abuelo?, y que el tiempo comenzaba a recuperar sus dimensiones. Me mantuve así, en esa postura indigna, un buen rato y hasta sorber la última gota del remanso.
Desde lo alto del promontorio se alcanzaba a columbrar un halo distante, posiblemente un caserío perdido en el desierto. Si me volvía a tumbar corría el riesgo de coger una pulmonía. Mi salvación era la glicólisis, quemar azúcar y desentumirme, así que eché a andar hacia aquella difusa luminaria en el horizonte, hacia donde al menos no se vislumbraba serranía alguna. Me convertiría en un zombi, un zombi desintoxicándose por la vía peripatética, ¿comprende?, porque el oficio de los peregrinos se confirma a pie vil.
No sé cuántas horas anduve, pero no creo que más de tres porque en algún punto empaté a un arriero que se dirigía también hacia aquella luminosidad, y con el buenas noches, buenos días confundidos, iniciamos una conversación que nos fue sacando de las tinieblas.
El tipo llevaba tres mulas cargando costales de carbón, carbón de mezquite, precisó, y era preferible la ruta a esa hora que bajo el sol abrasador de mediodía. “Nooo, a usté qué le digo... Anda perdido, ¿verdá?”, comentó al observarme con la luz del cigarrito que encendía para darse ánimo. No, gracias, no fumo.
Se llama, o se llamaba, Domingo. Me fue contando la biografía de sus mulas, la Prieta, la Dos Fierros, la Eugenia y sobre todo la vida de otra cuarta que había fallecido, la Parrita, dos semanas atrás. “La golpeó una troca y ya nunca volvió a quedar igual... la Parrita”. Era más resistente que la Prieta, más dócil que la Eugenia, más rápida que ninguna. “Y usté, si se puede saber, ¿qué anda haciendo por estos rumbos olvidados de Dios?” Venía en el tren para Saltillo, me bajé y me dejó. Ya lo dijo usted: me perdí.
El arriero de la Dos Fierros como que no se la creyó, pero qué clase de respuesta esperaba con la facha que traigo. “Hasta creí que venía con esos güeros mariguanos que andan detrás de los huicholitos. Luego se entera uno de cada historia”.
Y así los cinco, acompañándonos, fuimos avanzando por un camino de herradura que blanqueaba de polvo en la oscuridad. Me explicó el proceso para la obtención del carbón de mezquite, que no requiere de mucha ciencia. Le conté luego, como si hubiera sido ayer, de los éxitos musicales que obtuvimos Los Marsellinos, las serenatas, las bodas, los bautizos que amenizamos, olvidando de momento que Mario y Silvano son ahora dos calaveras catrinas. ¿Dos calatrinas?, y el pobre Domingo se me quedó viendo con ojos acusadores, como si olisquearan mezcalina. “A ver, si es tan chicho”, me retó, “a que no se echa La Ley del Monte. Digo, si se la sabe”. Pues me va a perdonar la ronquera, por la hora y la empapada, pero cómo no, y nos soltamos los dos, arreando a la Eugenia, la Dos Fierros y la Prieta, con ésa y luego “Qué bonito amor” y “Cuatro Vidas”, como si en película de Ismaelito Rodríguez los sábados en el canal cuatro.
La verdad, Domingo el carbonero disfrutaba la canción. Encendió otro cigarrito y me obsequió una “coyota” de trigo y piloncillo que me supo a bocado de cardenal. Entonces el arriero comentó, como si rutinariamente: “El arcángel abre las puertas del cielo”. ¿De qué estaba hablando?, pero al indicarme el crepúsculo del alba, anunciándose a nuestras espaldas, lo comprendí. Amanecía y ciertamente el firmamento parecía como si rasgado, las nubes púrpuras, el horizonte violeta, el cielo de un azul tan denso y a la mano que se antojaba como para llenar el tintero. Al asomar el sol aquello estalló, frágil como es cualquier metáfora, y nos asaltó un ataque de silencio y soledad.
Minutos después llegábamos al poblado aquél, no me preguntes su nombre, inaugurado por las primeras bicicletas campesinas. Éramos como dos personajes arrancados de la novela Pedro Páramo, un pueblo de polvo y olvido, paredones derruidos, nopaleras creciendo donde hubo quicios y balcones, una parroquia sin campanario y los pocos habitantes de aquel caserío de adobe y abandono, al cruzarse con nosotros, se llevaban la mano al sombrero, inclinaban la cabeza envuelta en rebozos negros. Todo era gesticulación con tal de no emplear palabras. Ya sabes el horror que les tenemos los mexicanos.
Apenas despedirme de mi bucólico camarada asalté el primer taxi estacionado junto a la plaza municipal. Un Ford del año en que yo nací, con más herrumbre que dignidad. “Al Holiday Inn” y señalé hacia el sur con mueca familiar. “¿Cuánto me cobra?”, y como el conductor me lanzara ojos de insolente insolvencia, tuve que revisarme los bolsillos y sacar al aire aquel par de billetes apelotonados. “¿Me puedo recostar?”, pregunté al abordar el asiento trasero, y no esperé la respuesta. Con dinero y sin dinero.