IX

Carretera sin manta

Ha llegado el día. Mi maleta espera impaciente en la entrada del estudio. Hay restos de café en la taza que me dejé ayer al lado del portátil. Estoy sudando como nunca. No he podido dormir ni tres horas seguidas. Ayer, entre capítulo y capítulo, decidí que no me iba a depilar. Para qué. Qué tengo que ocultar. Qué quiero mostrar. No me apetece sufrir. Así que mi coño está como naturalmente se desarrolló durante la pubertad. Llevo unos modelitos de infarto para las noches de juerga en ese pueblo swinger, un par de bikinis, la crema solar con protección para pieles traslúcidas como la mía, mi plancha del pelo, maquillaje, el glitter que sobró de Ibiza y, por supuesto, condones. Por lo que pueda pasar.

Suena el interfono. Insisten. «Voy, voy.» Alicia, qué manía, que no te escuchan. Alguien me llama al teléfono. ¿Y este caos tan repentino? Miro quién es. Diana. Lo cojo.

—Dime.

—¡Estamos aquííí! —gritan.

—Baja, zorra —escucho a Emily.

Me río. La que me espera. Cojo la cartera, el móvil, las llaves. Hago un repaso mental a esa lista intangible que solo existe en un rincón de mi cabeza. ¿Cargador? Sí. ¿Cepillo de dientes? Sí. ¿Zapatos, ropa interior, bikinis? Sí, sí, sí. Salgo por la puerta. Lo llevo todo. Cierro con llave. Doy pasos rápidos para acortar la distancia que me separa de mi gente. Abro la puerta del portal. Y ahí están. Emily lleva un vestido corto y Diana, una falda larga con una camiseta de tirantes. ¿Se ha cambiado el pelo? Sus trenzas están más cortas, como por el hombro. Ricardo, unos vaqueros y una camiseta de manga corta.

—¡Venga, tía! Ya era hora —se queja Emily.

—¿Qué dices? Pero si no he tardado ni un minuto.

Miro el reloj. Son las ocho y diez. Vale, voy tarde. Nos abrazamos las tres. Damos saltos sobre nuestro propio eje. Estamos desatadas. Ricardo se ríe. Lo abrazo a él también, pero de otra forma más... ¿íntima?

La furgoneta está en doble fila. Es una Volkswagen blanca con una franja negra. Tiene algunas pegatinas con las banderas de los países que, entiendo, ha visitado Ricardo. Abre el maletero. Pongo mi maleta junto con el resto del equipaje. Emily y Diana se sientan detrás. Voy de copiloto. El salpicadero es ancho. Tiene una pantalla electrónica en la que controlar la música y el GPS. Me giro. Inspeccionó el interior. En la parte derecha hay una pequeña cocina y unos armarios. Parece que esta furgoneta tiene compartimentos por todos lados. El reducido espacio está muy aprovechado.

—Chicas, si queréis os podéis acercar. Debajo del asiento hay una palanca. Tiráis de ella y empujáis.

Y como por arte de magia, ¡chas!, las tengo a pocos centímetros. Nos ponemos el cinturón de seguridad. Ricardo escribe la dirección en el navegador. Cap d’Agde. Allá vamos.

Viajar en furgoneta es como ver la vida por encima del hombro. Los coches, la gente, las líneas de la carretera, el paisaje..., todo lo ves con altura. Algo que contrasta con la lentitud del trayecto. Nos quedan nueve horas por delante, sin contar las paradas. Ricardo propone quedarnos a dormir por mi tierra, en algún bosquecito apartado, para descansar y continuar al día siguiente. Asentimos.

El calor se presenta de forma repentina. Estoy sudando. Mis pies huelen, el pelo se me pega a la frente. Hoy no tendré acceso a una ducha. ¿Tal vez mañana? La furgoneta plantea ciertas dudas vitales que no sé muy bien cómo voy a gestionar. Prefiero dejar de pensar en eso.

—Diana, ¿te has cambiado el pelo? Tienes las trenzas más cortas, ¿no?

—¿Fuiste a la peluquería de Raúl? —pregunta Emily.

—Ni de coña, ¡es carísima! Además, no os lo dije, pero... no me gustó cómo trataron mi pelo.

—¿Tu pelo?

—Sí, mi pelo afro —añade Diana.

—¿Qué le pasa?

—Pues que requiere de un tratamiento especial. Las trenzas no me quedaron mal, pero al poco tiempo se me empezaron a caer. Me fui a una peluquería de Lavapiés especializada en pelo afro. Fue una maravilla, la verdad. Ayer volví y me he puesto las trenzas un poco más cortas. Con el verano se agradece.

Me quedo pensativa. ¿Cuántos obstáculos se le habrán presentado a Diana a lo largo de su vida? Es algo que no expone, que se reserva para sus adentros. Supongo que es normal, sobre todo al principio de nuestra relación, cuando ni tan siquiera nos conocíamos.

—Yo tampoco he vuelto a ir a la de Raúl. He aprendido a cubrirme las raíces en casa. A estas alturas, se podría decir que soy una experta. —Se ríe Emily.

—Mantener una peluquería en medio de Malasaña no debe de ser nada económico. Fuimos al sitio más caro de todo Madrid —comento.

—Pero por el club mereció la pena —añade Emily.

Nos quedamos calladas. Diana le da un codazo. Yo abro los ojos en señal de alerta. Emily nos mira extrañada. Diana señala a Ricardo. Automáticamente, Emily se lleva las manos a la boca en señal de «mierdahemetidolapata». Nos reímos. Me volteo de nuevo y observo el horizonte. Parece que Ricardo no estaba pendiente de nuestra conversación. O no ha querido darle importancia.

—¿Estás bien? ¿Necesitas algo? —le pregunto.

—¿Eh? Ah, estoy bien. Pararemos cada dos horas, si os parece bien. Así estiramos las piernas. ¿Qué me decís? —Observa a las chicas por el retrovisor.

—Ricardo, lo que tú nos digas. Nosotras obedecemos tus órdenes —suelta Emily.

Estallamos en carcajadas. En mi interior se aviva una pequeña llama, un fuego etéreo que nace de los escombros de viejas hogueras y de grandes incendios. En él se encuentran mis amores olvidados, las fotografías borradas, los cambios de estado en Facebook y los celos, esos que me acompañan a pesar de aquel «basta». Ricardo es un hombre libre y ni tan siquiera hay nada entre nosotros. ¿O tal vez sí? ¿Qué tendría que pasar para que hubiera algo entre nosotros? ¿Acaso el vínculo que creamos no es real o tangible? Pienso en la diversidad de relaciones. En Diana y Rita. En mí haciendo el gilipollas al quedarme con Pablo. O en Emily haciendo el gilipollas al seguir con James. Quizá no pueda etiquetar mis extraños sentimientos hacia Ricardo. No sé ni cómo ordenarlos o clasificarlos. Quizá tenga que dejar de hacer esta mierda de analizar y archivar. Y tampoco veo que me haya funcionado eso de la fluidez..., a dónde me llevó hace un mes, es algo que no quiero rememorar. ¿Dónde queda el equilibrio? ¿Cómo estabilizo la balanza?

Ricardo sube el volumen de la música. Suena Stephen Stills. Una voz rota y una guitarra marchita nos acompañan en el trayecto. Viajamos a ritmo de country por el desierto de asfalto que reina en gran parte del centro de la Península. Grandes almacenes de transporte. Algunas empresas cárnicas. Carteles decadentes y antiguos que todavía aguantan los temporales meteorológicos. Campos áridos que sufren el impacto del sol en pleno agosto. Cuarenta grados que no dejan margen a la vida cotidiana. Paneles azules que indican que vamos por el camino correcto y que, de algún modo, me acercan más a mi tierra. Aquella que dejé atrás hace varios meses. Pienso en el pasado, en el maletero del coche lleno de incógnitas, miedos y decisiones. En aquel día que conduje llorando y riendo por la montaña rusa de mi inestabilidad sentimental. ¿Me arrepiento? No, para nada. Sin ese portazo no me hubiese quitado las cadenas. Sin esa llave no hubiese abierto el paraíso. Sin su compañía no hubiese encontrado la hermandad.

—¿Paramos en la próxima gasolinera? —pregunta Ricardo.

No contestan. Me vuelvo. Veo a Diana inmóvil. Emily tiene la cabeza apoyada en su hombro. Está roncando con la boca abierta. Un ligero río de saliva espesa y olorosa desemboca en el hombro de Diana, que abre los ojos en señal de socorro. Me río. La capacidad que tiene Emily de dormir en cualquier situación es digna de análisis.

—Sí, paramos en la siguiente gasolinera. ¡Mira, ahí está! —señalo.

Ricardo pone el intermitente. Reduce la velocidad. Encontramos un pequeño tejado que nos protege del sol abrasador. Son las once de la mañana. Diana despierta a Emily. Ella se incorpora de forma abrupta.

—¿Dónde estamos? —se sorprende.

Miro el GPS.

—Estamos cerca de Zaragoza.

—¡¿Ya?!

Abren la puerta trasera. Salen despacio. El calor impide el movimiento ligero y dinámico. El ambiente es una hostia con la mano abierta en toda la cara. Entrecierro los ojos. Pero qué coño. No hay ni un ápice de brisa, de viento, de oxígeno. Me ahogo entre el olor a gasolina, a polvo, a estiércol, a sequedad. Necesito sumergirme en el mar. Fantaseo en silencio con ese momento.

Ricardo me toca la espalda. Estoy sudando. Se limpia en su pantalón con cierto disimulo. Siento ternura. Emily pega un salto y se sube a la espalda de Diana. Ella carga con el peso de la más alocada de las tres.

—Ni de coña te voy a llevar a cuestas, amiga —grita Diana.

Do you love me? —le pregunta Emily.

Cantamos la canción de The Contours. Y ahí, en medio de una gasolinera mugrienta de la A-2, invocamos los sesenta y el rock and roll. Emily rebota en la espalda de Diana. Yo levanto los brazos y mis caderas se mueven solas. Por un momento nos olvidamos de Ricardo, que, desde el interior del pequeño supermercado, nos mira extrañado. Abre la puerta. Grita.

—Tienen cervezas fresquitas.

En poco menos de un segundo, Diana suelta a Emily y salimos corriendo hacia la tienda.

Fuck, fuck! ¡Es justo lo que necesito!

Compramos unas cuantas cervezas frías y una bolsa de las patatas más grasientas que encontramos. Bueno, dos bolsas. Y unas galletas de chocolate. Salimos de nuevo al infierno. Nos sentamos en un pequeño bordillo. El suelo quema incluso en la sombra.

—Lo mejor de los viajes por carretera son las guarradas que se comen por el camino —dice Ricardo.

Asentimos en silencio con la cabeza y con sonidos guturales mientras nos llenamos la boca de patatas fritas y bebemos cerveza a grandes tragos. No nos incomoda el silencio porque nace de la confianza del ser y del estar.

—¿Has traído el glitter? —me pregunta Emily.

—Aham —respondo.

Y seguimos comiendo y bebiendo. Pasan unos minutos. Las gotas de sudor adquieren cierta velocidad recorriendo los recovecos de nuestros cuerpos.

—¿Dónde vamos a dormir? —pregunto.

Ricardo coge su móvil. Trazamos la ruta.

—Mirad, podemos desviarnos y así pasamos por los Pirineos. ¿Os parece si dormimos allí?, ¿en la montaña?

—¡Me encanta! —comenta Diana.

Nos acabamos las dos bolsas de patatas y las cervezas y guardamos las galletas para el camino. Decidimos seguir. Quedan tres horas más para llegar a ese lugar de descanso. Ricardo me pregunta si quiero conducir. Miro la furgoneta. Me da vértigo, pero accedo. Me siento y analizo los controles. No tiene demasiado misterio.

—¿Alguna duda?

—Está todo controlado. ¡Vámonos!

Pongo primera, nos movemos despacio. Tengo que entender todavía cómo funciona este cacharro. Supongo que en tres horas me dará tiempo. O eso espero.

Ricardo me cuenta dónde compró la furgoneta. Era de un amigo suyo que se mudó a México. «Me hizo una oferta muy atractiva y no me lo pensé dos veces. De eso hace ya... ¿cinco años? Joder, cómo pasa el tiempo.» Yo escucho atenta y sonrío, no sé muy bien por qué. Ricardo pone cariño en todo lo que cuenta. Se deleita con las palabras y con las risas que se cuelan entre frase y frase. Luego mi pelo se rebela contra mí y se adhiere a mi cara a causa del sudor. Él lo coloca detrás de mi oreja con cariño. Aparto los ojos de la carretera y cruzamos nuestras miradas. No decimos nada. Es una fracción de segundo que remueve mi esternón y lo descoloca. Miro el GPS.

—Tienes que salir en este desvío, Alicia.

—Gracias.

Vuelven las sonrisas y las miradas. Subimos el volumen de esa canción de Radiohead que tanto motiva a Ricardo. Emily nos cuenta mil batallas de animadoras y empollones propias de cualquier película estadounidense.

—Pero ¿realmente eso se vive así?

—¡Sí! Es una locura.

El viaje se hace ameno con sus aventuras, hasta que se cansa y vuelve a romperse el cuello en una postura incómoda para sumirse en el coma más profundo. Pienso en lo que nos deparará Cap d’Agde. Creo que soy adicta a la adrenalina. ¿Qué pasará cuando Emily no esté? La penumbra cierne todo acto de felicidad y entusiasmo. Y me ensimismo en mis propios fantasmas, creando un millón de futuros posibles sin ella. No sé si estoy preparada para la despedida. ¿Acaso alguien lo está?

Pasan unas horas. El paisaje cambia de forma progresiva. El gris del asfalto es sustituido por el verde de los árboles. La temperatura empieza a descender. La carretera serpentea. Voy despacio. Miro por el retrovisor. Una cola de coches que se ven obligados a llevar mi ritmo. No siento lástima.

—¿Paramos en ese supermercado y compramos algo de comida? —sugiere Ricardo.

Pongo el intermitente. Aparco la furgoneta como puedo. Nos bajamos. Llenamos la nevera de cerveza, vino, fruta, algo de verdura, salchichas veganas, huevos y zumos. En los armarios guardamos los cereales, las latas de conserva, las tostadas y las porquerías que hemos añadido sin pensar demasiado en nuestra salud.

Ricardo vuelve a ponerse al volante. Pocos kilómetros más adelante, encontramos un pequeño rincón para dormir. Es una llanura verde rodeada de árboles. Escondemos un poco la furgoneta. Miro el reloj. Son las cinco de la tarde.

—Me muero de hambre —se queja Emily.

Sacamos una mesa plegable y un par de sillas. Este vehículo es una caja de sorpresas. Ricardo eleva el techo. Me da una tela enorme con un mandala rojo. «Para el suelo, así nos podemos tumbar.»

Pasamos la tarde bebiendo cerveza y riéndonos con las tonterías de Emily y de Ricardo. Escucho atenta las explicaciones de cómo dar un buen azote. Diana me coge de la mano y se apoya en mi hombro. Acaricio sus trenzas. Me relaja. Proponemos dar un paseo por los alrededores. Emily está demasiado perezosa. «Id vosotras.» Ricardo también se queda. Yo necesito estirar las piernas. Encontramos un camino de tierra y piedras. Es llano. Se agradece. Voy en sandalias.

—¿Sabes algo de tus padres? —le pregunto.

—Pero si ya te lo dije, ¿no?

—Sí, pero me sorprende que unos padres no se preocupen por su hija.

—Bueno, tienen otra hija que les ha salido como ellos querían.

—¿Tu hermana?

—Exacto.

—¿Con ella has hablado?

—Sí, justo me escribió ayer, de hecho.

—¿Y qué te dijo? Si me lo quieres contar, vaya.

Se instala un silencio un poco incómodo. No dura demasiado.

—Que sigue en Hong Kong con su vida de ensueño. Me habló de mis padres. Me echó la bronca por lo sucedido. Lo normal, vaya.

—Joder.

—Nada, estoy acostumbrada. Mi hermana es la extensión de mis padres. Sieeempre controlándome.

—Pero ¿te preguntó dónde estabas?

—Sí, claro.

—¿Y qué le dijiste?

—La verdad.

—Bueno..., ¿qué verdad? —cuestiono.

—Pues que estoy viviendo en un piso compartido, que tengo un gato y... ¡ah! Que tengo novia.

—¡¿En serio?! No te creo. —Detengo el paso de forma dramática—. ¡¿Le dijiste a tu hermana que estás con Rita?!

—Sí. Además le conté que había dejado la carrera y que estaba trabajando en una página web para vender mi arte online.

—Y... ¿qué te dijo?

—Se pasó un buen rato escribiendo y borrando, escribiendo y borrando. Al final, ni me contestó.

—¿Cómo estás tú?

—Bien, Alicia, son muchos años ya. Una se acostumbra a estas cosas.

—Supongo que no debe de ser fácil perder el vínculo con tu familia.

—¿Sabes? Durante toda mi existencia me he esforzado en gustarles, en quererlos, en aceptar que son así. Pero me he cansado. La familia es algo más que un vínculo de sangre. Es un refugio, un apoyo, una motivación... O debería serlo.

—Diana, creo que hay pocas familias así.

—Mis padres han estado muy alejados de mí y de mis aficiones. Era extraño convivir con ellos. Cuando comíamos juntos, mi padre siempre hablaba sobre sus teorías, sobre su «fabuloso» día en la embajada de donde coño estuviéramos, o daba su opinión sobre alguna noticia. Tuve una educación muy estricta basada en la religión cristiana, en el clasismo, en la importancia del reconocimiento social. Para ellos, tenía que ser una gran empresaria, como mi hermana, para mantener el estatus.

—Joder. ¿En cuántos países has vivido, Diana?

—Nací en Suecia y viví allí hasta que cumplí los seis años, más o menos. Después nos mudamos a Alemania, y cuando tenía catorce nos trasladamos de nuevo, esta vez al Reino Unido. Al año siguiente, Francia. Luego, Italia. Y ahora, Madrid.

—Vaya, qué locura.

—Sí, ha sido muy duro. En cada país tenía que hacer nuevas amistades, y ser negra no es una ventaja en este mundo de mierda en el que vivimos. En algunos lugares me aceptaban más y en otros, menos. Los críos se metían con mi tamaño, con mi piel, con mi pelo, con mi nariz... En fin... «Gorila», «negrata», «mono» y un largo etcétera.

—¿En serio?

—El físico siempre ha sido mi carta de presentación. Bueno, la mía y la de todo el mundo, sí, lo sé. Pero en mi caso viene de la mano de los estereotipos y prejuicios que cada sociedad tiene con respecto a las personas negras. Al final te acostumbras a las miradas, a que te pregunten constantemente de dónde eres, a ser la que menos liga de la clase, a que las tallas cambien dependiendo de la tienda, a que todo el mundo quiera tocar tu pelo aun sin consentimiento, a que la gran mayoría de las personas que te rodean sean blancas. A ser la rara, la diferente, el patito feo de cada lugar. A no mirarme en el espejo. A odiarme mucho, Alicia.

—Siento escuchar esto, Diana.

—Fueron una infancia y una adolescencia difíciles. El único cobijo que encontraba era mi familia, y no era acogedor, créeme. Había demasiadas normas, castigos, expectativas... Me acostumbré a estar sola, a no contarle mis preocupaciones a nadie.

—No sabía esto, Diana.

—He aprendido a gestionar el dolor, la rabia, la desigualdad, las miradas, el racismo, la gordofobia y un montón de mierdas más. Y ahora, encima, añado a este caldo de odio un ingrediente más: ser bisexual y salir con una chica.

—Rita es maravillosa, tía. Y creo que te ayudará en todo esto.

—Bueno, en lo de ser bisexual sí, claro. En lo demás... lo dudo. He vivido experiencias que tú o Rita no viviréis por vuestro tamaño y vuestro color de piel.

—Pero, perdona mi ignorancia, ¿crees que vuelve a haber racismo?

—¿Acaso desapareció?

Diana carraspea. Seguimos paseando sin prisas, relajadas, disfrutando de la brisa de un día de verano en la montaña.

—Racismo no es solo que me llamen «negra de mierda», ¿sabes? O que me maten o me agredan. Eso es solo la punta del iceberg, lo que todo el mundo ve. Racismo también es que me hipersexualicen por ser negra, que me hagan un comentario horrible y los demás callen, que la gente espere que actúe de una manera o de otra, que asocien el color de la piel, e incluso la religión, con una determinada posición económica, que no tenga las mismas oportunidades de acceso a puestos de trabajo o universidades, que me persigan en una tienda porque piensen que voy a robar, que no aparezca en las representaciones culturales, que el dependiente cambie el tono de su voz al verme, que solo haya un estereotipo de belleza posible... Y podría seguir y seguir.

Jamás entenderé su dolor ni podré empatizar con su sufrimiento. Jamás podré vivir sus experiencias o compartir anécdotas que a todos nos pasan cuando somos pequeños. La abrazo. No por compasión. No por lástima. La abrazo porque la quiero con todo mi ser. Nos fundimos durante unos segundos en un apapacho sincero, caluroso y algo sudoroso.

—Te quiero —susurro.

—Y yo a ti, Alicia. Me habéis cambiado la vida.

—No, nosotras no hemos hecho nada. El mérito es tuyo. No lo olvides. Tú has hecho que tu vida cambie.

Sonreímos en silencio. Caminamos un poco más. La luz empieza a esconderse tras las copas de los árboles. Nos cogemos de la mano.

—Oye, cuéntame sobre la venta de tus obras, Diana. ¿Cómo lo llevas?

—Es un camino jodido. De momento estoy aprendiendo sobre redes sociales, diseño web, gestión de una tienda online... En fin, haciendo mil cursos para aprender a ser freelance.

—Seguro que te irá bien.

—O no, quién sabe. El del arte es un mundo complicado. He leído sobre el tema. Tengo que llegar a gente, crear una buena reputación, hacer un trabajo excelente. Estoy dejando poco a poco el negocio de las bragas, y cuando tenga la web me pondré en contacto con marcas, artistas y establecimientos para poder empezar a trabajar en el sector.

—Todos querrán que lo hagas gratis y te dirán que es importante para conseguir un nombre. Así funciona el mundo creativo. «¿No es tu pasión?» «Pero si en tus redes sociales no cobras.» Etcétera.

—Me voy preparando entonces, la que me espera. Lo cierto es que Rita me está ayudando mucho. A ella el negocio online le va genial. Se ha posicionado bien y vende como una loca.

—¿Cerámica?

—Sí. Es una artista, Alicia.

Diana sonríe cuando habla de Rita. Sus mejillas se ruborizan. Sus ojos brillan. Sus dientes blancos relucen.

—Estás enamorada, ¿eh?

—Muchísimo. Qué locura, ¿verdad?

—¿Por?

—Por todos los muros que he derribado. Algunos todavía se mantienen en pie, pero otros están destrozados.

—Te estás reconstruyendo.

—Bueno, creo que jamás me construí a mí misma. Digamos que todos menos yo pusieron ladrillos y cemento.

Llegamos a la furgoneta. Escuchamos música. Emily y Ricardo están perreando. Beben a morro de una botella de vino blanco. No paran de reírse. ¿Qué está pasando? En cuanto nos ven, se acercan corriendo. Nos abrazan. Huelen a alcohol rancio.

—¡Qué bien que estéis aquí! —balbucea Emily.

¿Cuánto tiempo hemos estado lejos de ellos? ¿Veinte años? Menuda celebración.

—Bebed un poco de vino —dice Ricardo.

Diana y yo nos miramos un tanto cómplices. Después de nuestra conversación, no me apetece emborracharme. Supongo que a ella tampoco. Pero es agosto, estamos en medio del monte, vamos de camino a Cap d’Agde y no sé cuántos momentos nos quedan juntas. Emily abre el maletero, remueve entre su equipaje.

—¡¡Tachán!! —grita, enseñándonos una botella de tequila.

—¡Pero Emily!

—¿Qué? El tequila es la bebida de nuestra amistad.

Lo cierto es que sí. No sé si me alegra o si me parece lamentable. Bah, qué más da. Durante los segundos en los que me planteo mi postura frente a esta afirmación, Emily ya ha llenado mi boca de licor.

—No tenemos ni limón ni sal, pero no pasa nada, os lo imagináis.

La boca de Diana rebosa y acaba derramando gran parte del ¿chupito? Se aparta y se limpia con la mano. Traga como puede. Emily ni se entera. Bebe a morro. Y va a por Ricardo.

—Ven aquí, Ricardo, obedece.

Él me mira con cara de «sálvame, por favor». Yo no salgo a su rescate. Lo apoyo con una sonrisa. Bailamos al son del reguetón, cómo no. Con Emily es difícil escuchar otro tipo de música. Nos pegamos a Ricardo. Él se ríe muy alto. Se enciende un cigarro. Y así pasan las horas y se instala la noche. Entre sorbos de vino, chupitos de tequila mal administrados y latas de conserva que vamos abriendo. El alcohol hace que nuestras energías mermen. Acabamos tumbadas en la tela y miramos las estrellas, que en verano parecen más definidas.

Emily insiste en pintarle las uñas a Diana. Ella se deja. Yo apoyo mi cabeza en el hombro de Ricardo. Él me acaricia suave el pelo. Pasamos unos minutos ajenos al tiempo y al espacio, escuchando cómo Diana le pide concentración a Emily y esta le acaba llenando todos los dedos de esmalte. Ricardo se asoma.

—¿Me permites? —le dice.

—Sí, mejor. Menudo desastre tengo en las manos.

Puesh no tengo quitaeshmalte, Diana —trata de vocalizar Emily.

Acto seguido suelta una risa maléfica y se tumba a mi lado hecha un ovillo. La abrazo. Ricardo se concentra con el pincel. Diana respira aliviada. «Menos mal.» Justo en este momento de calma mental, física y espiritual, Emily:

—Oye, una preguntita...

—Qué.

—¿Cómo vamosh a dormir eshta noche? —chapurrea.