VII

Un mensaje

Como soy una patosa, me tropiezo de vuelta a nuestro pequeño rincón. Emily y Diana se ríen.

—No puedes dejar de ser un desastre, ¿verdad? —señala Emily.

—No sé qué me pasa. Cuando me pongo nerviosa, siempre la lío —añado.

Me hago un hueco entre ellas. Nos cogemos de la mano.

—¿Y bien? —pregunta Diana.

—¿Qué?

—¿Qué tal ha ido? No te hagas de rogar, que te conozco.

—Ja, ja, ja. Ha ido muy bien. Tengo su número de teléfono y me ha propuesto hacer una ruta de bares por Madrid esta noche.

—¡¿Y por qué no has ido?! —exclama Emily.

—Porque esta noche es vuestra. No voy a anteponer un polvazo a estar con mis amigas que me recuerdan lo desastre que soy.

Sonreímos. Suena un blues lento y calmado. Cierro los ojos. Durante unos segundos, me evado del tiempo y del espacio. Vuelvo al cuarto oscuro que se presenta ante mí cuando los párpados caen. Ese lugar donde encuentro los temores más arraigados y los silencios más incómodos. Donde me esperan la lista de fracasos y la celebración de los logros. Y es ahí, en medio de ese garito cutre de blues, cuando entiendo aquello que no funciona en mí. Aquello que me hizo cagarla con Diego, la piedra con la tropecé cuando conocí a Pablo.

Rita tenía razón. Mi problema es la idea que tengo del amor, de las relaciones, del apego y, por supuesto, la negación de mi ser, que viene intrínseca. El romanticismo parece el único motor de mis movimientos. Ignoro las múltiples formas que adquiere ese pum pum en el corazón. Creo que ese sentimiento todo lo puede. En lo más profundo de mi ser, sigo dejándome engañar por las carreras al aeropuerto dignas de cualquier película romántica, por los ramos de rosas, por las joyas, por el Moët, por los violines o por el subidón de un primer beso apoteósico en lo alto de la torre Eiffel. Al final, el amor romántico tóxico es como aquel vestido que me compré en una página extraña de internet: lo que pedí y lo que me llegó no tenían nada que ver.

He pasado años buscando la representación del amor romántico y lo único que he aprendido es que dista de lo natural. Cuántas veces habré escuchado o leído la fábula del hilo rojo en una publicación de Facebook. Es mentira, una completa y cruel mentira.

Me duele acabar con esta idea, despegarme de la historia que año tras año me repetía, que tantas veces he leído, que tantas otras he visto. Que tanto he promulgado romper y que nunca lo he conseguido. Pero ahora entiendo que el amor real, el verdadero, tiene mil formas. Lo encuentro materializado en cada relación, sin un primer o un segundo puesto en la escala de prioridades; sin orden. En mi madre, en Emily, en Diana, en mis amantes, en mis ex, en mí. Es imposible clasificarlo, cada fórmula tiene su propio espacio. Por lo tanto, se acabó. No puedo más. Basta. Basta de mitades, basta de ideales, basta de falsedades. Que el amor que yo construya sea mío, un traje a medida para mis valores. Esta vez sí.

—¿Alicia? ¿Estás ahí? —escucho a lo lejos.

Abro los ojos. Vuelvo a la realidad. Emily y Diana me miran extrañadas. Yo sonrío sin más. Veo que la gente se levanta, hay movimiento. Leo me observa desde la barra y disimula cuando percibe que yo también lo miro.

—Sí, perdonad. Me he ido a mi mundo. ¿Se ha acabado ya?

—¡Sí! ¿Qué hacemos ahora? —pregunta Emily.

—Yo estoy un poco cansada. Son las dos de la madrugada, ¿nos tomamos la última y vamos a casa? —propongo.

—¡Trato hecho!

Cogemos nuestros tercios vacíos y los dejamos en la barra. Las chicas se adelantan. Me hago la remolona. Toco el hombro de Leo. Él se gira. Esboza una sonrisa con esos labios finos.

—¿Os vais?

—Sí, vamos a tomar la última.

—Genial. ¿Me escribirás, Alicia?

—No lo sé. Puede.

—¿No te apetece quedar y hacer esa ruta por los mejores bares de blues de la ciudad? Es mi única oferta. No sé qué más te puedo ofrecer.

—Hazte el inocente...

—Soy inocente.

—Ya, claro.

—¿No me crees?

—Nada.

—Tendrás que conocerme.

—O quedarme con las ganas. Quién sabe.

Leo se ríe. Bebe un trago largo de su cerveza. Me mira con esos ojos azules tan penetrantes. Me tengo que ir.

—Que disfrutes de tu noche, Leo.

—Lo mismo te deseo, Alicia.

Subo las escaleras. No me giro. Noto su mirada clavada en la nuca. Me quedo con la duda de saber si realmente es así. Abro el portón de la entrada. Las chicas me esperan en la acera de enfrente. Doy pasos rápidos.

—Pensábamos que estarías follando.

—Anda ya, chicas, ¿de verdad? Vamos a por esa última copa.

Caminamos hasta el próximo bar abierto un domingo de agosto por la noche. Pienso en Leo. ¿Cómo será follar con él?

—¿Os viene bien este?

Entramos en un bar de rock. Hay mucha gente. Pedimos unos tercios. Bailamos un poco. Saltamos con Queen. Cantamos canciones noventeras. Y cuando nos damos cuenta, estamos borrachas y son las cuatro de la mañana.

—Con que una noche tranquilita, ¿eh? —digo.

—Con vosotras es imposible.

Salimos del local. Paseamos por Madrid. Nos despedimos. Paro un taxi.

—A Corazón de María, 33, por favor.

Cojo el móvil. Abro el WhatsApp. Busco a Leo entre los contactos. Miro su foto de perfil. Sale encima de un caballo, en medio de un bosque amplio y verde. Escribo un «hola». Lo borro. Miro a través de la ventana. Vuelvo a abrir el chat, pero esta vez les envío un mensaje a ellas. «Os quiero.» Pasan pocos segundos y obtengo una respuesta. «Y nosotras.» Sonrío. Unas mariposas en el estómago. Un estallido en el pecho. Por fin, joder, por fin. Pago el taxi. Llego a casa. Huele raro. Mierda, la basura. Mañana la bajo. Me desmaquillo y me lavo los dientes. Meo. Hace calor. Enciendo el ventilador. Me tumbo encima de las sábanas y dejo que la brisa acaricie mi piel. Abro la aplicación del banco para ver cuánto dinero me queda. La cosa no pinta bien. Voy a tener que volver a escribir otros libros además del mío. Lo conseguirás, Alicia. Puedes hacerlo. Inspiro. Espiro. Leo se cuela otra vez en mi cabeza. Y por qué no. Tengo ganas de conocerlo. ¿Acaso pierdo algo? Un polvo, Alicia, y listo. Vuelvo al WhatsApp. Miro su foto de perfil. Qué bien le sienta la libertad a este hombre, por favor. Escribo un mensaje. «Que sepas que te escribo porque esa ruta resulta tentadora.» A los pocos instantes, Leo:

«Te vas a enamorar del blues, del jazz y de Madrid. Prepárate».

¿Podré encontrar el equilibrio?