Espiro. Levanto la mirada.
—¿Has vuelto? —se preocupa Emily.
—Sí, perdón. La inspiración, ya sabéis. Voy a ver cómo está el agua —informo.
—¡Tía! Cuidado con la digestión —me advierte Emily.
—Tranquila, solo voy a meter los pies.
Me levanto y paseo entre toallas y sombrillas. Por norma general, las pieles están muy bronceadas. Siento las miradas clavándose en mis tetas, en mi coño y en mi culo. Escáneres por pupilas que recorren mi frontera sin ningún tipo de disimulo. Me incomoda un poco. Le resto importancia. Llego hasta la orilla. La gente pasea. Empiezo a percibir la moda propia de este pequeño rincón del mundo. Sí, practicar el naturismo está permitido, pero no de cualquier forma. Veo caderas decoradas con cadenas de plata y oro, con pañuelos de colores o con pareos de rejilla brillantes anudados a la cintura. Hay algo que me sorprende todavía más. Algunos hombres llevan un anillo en la base del pene. ¿Qué coño es eso? Toco con la punta de los pies el agua. Un hombre se queda a mi lado y me sonríe. «Bonsoir», dice. No tengo ni puta idea de francés. Fuerzo una mueca y vuelvo corriendo a las toallas. Ricardo me mira con ternura. Me siento a su lado. Necesito respuestas.
—Oye, Ricardo.
—Dime.
—He visto que algunos tíos llevan una especie de anillo en la base del pene.
—Sí.
—Qué cojones es eso.
Él se ríe. «¡Mira, mira!», digo mientras señalo con cierto descaro una polla que de forma casual pasa delante de nuestras narices. Lleva ese aro en plateado.
—Es un anillo que sirve para retener la sangre en la zona genital.
—¿En serio? ¿Y no duele?
—Es una sensación rara. Se usa para mantener la erección y que la polla parezca más grande.
—Vaya, qué cosas.
Pasan unos minutos. Admiramos el llamativo horizonte que se nos presenta. Ricardo se tumba. Está algo nervioso. Lo observo. Su polla parece que está tontorrona. Con su mano derecha escarba un pequeño hueco en la arena a través de la toalla. Se pone boca abajo. Me mira con cierta resignación.
—Uno no es de piedra, Alicia.
—Es normal, Ricardo.
—Me relajo y claro, pues... ya sabes.
—No tienes de qué avergonzarte, ¿eh?
—Lo sé, lo sé. No me da vergüenza, es algo propio de mi cuerpo. Pero ahora no me apetece tener mi polla como un cohete de la NASA a punto de despegar. Entiéndeme.
Nos reímos. Tantos cuerpos, tanto movimiento y tanta falta de descarga. Le guiño el ojo y sigo ojeando cuerpos paseando por la orilla de la playa. Me tumbo y me quedo dormida. La brisa del mar, el sol, el verano. Esas ganas de estar con ellas. De volver a viajar. De conectar. De descubrir. De investigar. El sol empieza a esconderse. No sé ni qué hora es. De repente, alboroto. ¿Qué está pasando? Me incorporo. Ricardo y las chicas señalan.
—Es ahí.
Fuerzo la vista para enfocar mejor. Sigo sin saber lo que ocurre.
—¡Cierto! Vi un documental sobre el tema. La gente folla en las playas —se ilumina Emily.
—¿Cómo, cómo? —me sorprendo.
—Sí, resulta que en Cap d’Agde se montan auténticas bacanales en la orilla e incluso en los arbustos que hay ahí detrás —señala Emily—. El reportaje era una auténtica pasada. ¡Y fíjate! Ahí le están dando duro.
—Y las personas que están a su alrededor, ¿qué hacen? —pregunta Diana.
—¡Ni idea! Vamos a ver. —Emily nos coge de la mano y tira de nosotras. Me levanto con gran esfuerzo. No estaba preparada para este derroche de energía.
—¡Os espero aquí! —grita Ricardo.
Asentimos y echamos a correr. Emily quiere llegar la primera. Diana y yo la seguimos. Hay muchísimos tíos desnudos haciendo un círculo alrededor. Algunos miran a un lado y a otro. Cuando aparecemos nosotras no paran de decirnos cosas en varios idiomas. Diana me mira con repugnancia. «Es mejor que no sepas qué mierdas están diciendo», me susurra. A Emily poco le importa. La curiosidad le puede. Asoma su cabeza entre brazos que se mueven hacia delante y hacia atrás, entre manos que estrangulan pollas que no dejan de menearse. Intento ver qué sucede sin adentrarme demasiado. Me da un poco de asquete, la verdad. La situación es de lo más inverosímil. Veo que hay una pareja. ¿O son dos? Están follando como salvajes, poseídos por el demonio del libertinaje de este pequeño pueblo costero. Una tía cabalga de forma frenética a un hombre que no llega a los sesenta años. Luego se come las pollas de algunos de esos hombres que están masturbándose a su alrededor. Se escuchan gemidos, jadeos y ovaciones. Sus tetas rebotan y rebotan al mismo tiempo que controla la embestida y la caída del peso encima de esa polla que penetra. Otra pareja se ha unido a la fiesta. Los primeros dejan de retozar y ella, una mujer de unos cincuenta y largos, pone el coño en la boca de la otra, que sigue galopando. No tardan ni un segundo en manosear sus tetas y su cuerpo, en meterle un dedo por el culo, por la boca, por el coño... sin ni tan siquiera pedir permiso. No quiero ver más. Emily vuelve.
—Este lugar es mucho más loco de lo que imaginaba.
—Un poco raro, ¿no? —digo.
—El lugar sin normas —añade Diana.
Volvemos a las toallas. Hay poco que ver. O, al menos, algo que sea interesante. Hace unos meses esto me hubiese sorprendido, tal vez hasta excitado. Ese desenfreno, esa adrenalina, esas ganas de romper con todo. Pero ahora, es curioso, ha cambiado mi perspectiva, mis sentimientos, mis objetivos. Siento que nada me sorprende. Y de algún modo noto un vacío. ¿Podré volver a tener esa sensación? Por otro lado, está bien así. Que haya normalizado el sexo. Bueno, normalizado no, naturalizado. Porque lo «normal» se rige por la aceptación social y lo social está marcado por el sistema. Y si hay algo que he aprendido (o eso intento) es que el sistema nos hegemoniza para que seamos más manipulables. Sin embargo, entender la sexualidad como algo natural no da pie a la duda, a la adulteración. Está en el ser humano solo por ser humano. Quiero conocer a dónde me lleva este nuevo camino. Esta ¿libertad?
—¿Qué pasaba? —pregunta Ricardo.
—Nada, una orgía —digo.
—«Nada» —ironiza Emily.
Nos reímos. Me siento. Cojo el móvil. Son las nueve.
—¿No tenéis hambre?
—Muchísima —suelto.
—¿Vamos a comer algo por aquí? —sugiere Ricardo.
Esto será interesante. Guardo mis cosas en la pequeña mochila que he cogido. Sacudo la toalla llena de arena y la doblo. Meto mi pareo también, decido ir sin ropa a comer. Por qué no.
—¿En pelotas? —pregunta Diana.
—Claro.
—Venga, una experiencia más.
Volvemos a recorrer la pasarela de madera. Hay ambiente en este rincón perverso de Europa. Los restaurantes y bares están abiertos. La gente se ha vestido —aunque poco— para la ocasión. Una chica joven pasea a un hombre mayor con un collar de perro. Una pareja conjunta el aro de la polla de él con el color del vestido de ella. Un sinfín de detalles que no puedo asimilar a la vez. Vemos un garito con unas mesas en la terraza.
—¿Este? Parece que tiene opciones veganas —indica Diana.
—¡Menos mal! Me veía comiendo ensalada todo el fin de semana —dice aliviado Ricardo.
Diana le pregunta al camarero. Él asiente y señala una mesa que está libre. Nos sentamos. Sentir el frío del aluminio. De forma automática me levanto. Saco de mi mochila el pareo y protejo la silla. No creo que piensen demasiado en la desinfección. El grupo hace lo mismo.
—Bien pensado.
Nos traen las cartas. Pedimos tres mojitos y un agua con gas. Emily rectifica. «Que se joda la resaca. Ponme otro mojito, que estamos en Cap d’Agde», sonríe. Pedimos dos hamburguesas vegetarianas y un par de hot dogs veganos. Observo el entorno. El ambiente está cargado y no sé muy bien de qué. ¿Deseo? ¿Sexo? ¿Vicio? Una chica guapísima me mira. Le sigo el juego. Se parece a Sasha Grey. Pelo lacio y moreno, piel blanca. Cara inocente. Pecho pequeño. A su lado hay un hombre gordo y calvo que fuma un puro. Pienso en hacer un trío con ellos y, sinceramente, me sobra alguien. Y está claro quién.
—¿No os sentís como... expuestas? —pregunto.
—Sí, todo el rato. La gente te desnuda con la mirada, y como me quiten más cosas me voy a quedar en los putos huesos —sentencia Emily.
El camarero trae nuestros mojitos. Brindamos por Cap d’Agde. No tenemos que esperar demasiado hasta que trae nuestra comida. Bien, mi barriga no paraba de rugir. Observo el perrito caliente cubierto de salsa, con cebolla, pepinillos, tomate picado, aguacate... y la lista sigue y sigue. No sé muy bien cómo hacer esto sin perder demasiado la dignidad. Comerme un hot dog en pelotas en medio de Cap d’Agde es una historia que debo contar a mis nietos, si es que tengo hijos, claro está; si no, a los nietos de otra. Las chicas devoran la comida. Ricardo parte la hamburguesa en dos. Me mira.
—¿Qué pasa, Alicia? ¿No era lo que querías?
—Sí, sí. Pero... no sé cómo comérmelo. Socorro.
No me lo pienso demasiado. Lo cojo y le pego un buen bocado. Parte del condimento cae en el plato, en mis tetas y en mis piernas. Lo sabía. Soy un desastre. Me acabo el bocadillo. Diana cuenta su idea de negocio online para vender su arte. «Es algo que me permitiría viajar, ¿sabéis?», dice.
—Pero ¿quieres viajar?
—Por supuesto, ¿y quién no? —ironiza.
Cierto, y quién no. Estoy pringosa. Necesito una ducha antes de irme a dormir para quitarme la mostaza y la sal. Levanto la mirada. La chica que se parece a Sasha Grey sigue mirándome impasible. Me vuelve a sonreír. Al final se cansa de no obtener respuesta por mi parte. Escoge a otra víctima. Una mujer morena con una bandera de Brasil atada a sus caderas. Empiezan a hablar entre ellas. Sasha Grey se levanta, la otra la sigue. Y justo ahí, delante de nuestras narices, se empiezan a liar como si no hubiese un mañana. El tío calvo se cuelga una medalla invisible a modo de brazos cruzados y largas carcajadas que hacen vibrar su cuerpo.
—¿Aquí todo el mundo va tan a saco? —vuelvo.
—Obvio, es el pueblo swinger más grande del mundo —aclara Ricardo.
Es verdad, ya lo habían dicho. Carraspeo. Pagamos la cuenta. Estamos cansadas. Los ánimos no están muy elevados, aunque el ambiente cada vez se caldea más y más. Cogemos nuestras cosas y volvemos al camping. Llegamos a la furgoneta.
—Me voy a duchar.
—Perfecto. Yo también —añade Ricardo.
Nos separamos y cada uno entra en un baño, no sin antes lanzarnos una mirada sugerente. Joder, lo empotraba. Me recreo en la ducha. Me encanta estar sucia para después sentirme limpia. Qué gilipollez. La sencillez de las personas. Vuelvo a la furgoneta. Ricardo ya está ahí.
—¿Qué plan tenemos para mañana? —pregunta Diana.
—Mirad, mañana es el gran día —adelanta Emily—. Iremos a Le Glamour.
—¿Eso qué es?
—Es el club swinger más grande de Europa.
—¿En serio?
—Estoy hasta nerviosa —se revoluciona Emily.
—Entonces hay que descansar porque mañana será una gran noche —prevé Diana.
Ricardo vuelve a hacer nuestra cama. Les da las sábanas a las chicas. Son las once y media y estamos hechas una mierda. Las chicas suben a su pequeño habitáculo.
—Buenas noches, babies. Intentad poner el silenciador esta noche. —Se ríe Emily.
—Buenas noches, perra —le respondo.
Lo cierto es que esta noche no, no me apetece. De algún modo, sigo un tanto cohibida porque las chicas están literalmente encima de nuestras cabezas. Y porque me apetece hacerlo bien, sin prisas. Solo nosotros. Ricardo me hace un hueco. Entro. Nos abrazamos. Cucharita. Siento su polla tontorrona bajo el pantalón. Él me besa la espalda. «Buenas noches, Alicia», susurra. Sonrío. Me acurruco. Y la paz.