XI

Pero qué coño

La luz del sol se cuela por la ventana. Avanza directa hacia mi ojo derecho. Me despierto. Un fogonazo me hace cerrar el párpado rápido. ¿Qué hora es? Salgamos de dudas. Palpo la encimera de cristal donde dejé mi móvil. Lo alcanzo. Ricardo se mueve. Respira profundo. Sigue dormido. Cojo el teléfono, me resguardo del sol bajo la sábana. Son las nueve y media. No puedo dormir más. Me levanto con cierto sigilo. Me pongo los pantalones y la camiseta que dejé tirada ayer. Abro la puerta lateral de la furgoneta. No llevo ropa interior, poco me importa. Cierro despacio. La brisa de la mañana me refresca la cara. Hace calor incluso en plena montaña. Voy al mismo rincón donde oriné anoche. Descargo mi vejiga. Qué gustazo. Escucho que alguien abre de nuevo la puerta. Despido las últimas gotas de mi uretra. Me acerco. Es Ricardo.

—Buenos días, preciosa. Voy a mear —me dice.

Sonrío. Le dejo su espacio. Me siento en una pequeña roca. El sol empieza a secar el ambiente, la hierba, los árboles, el rocío de la mañana. Ricardo se acomoda a mi lado. Me acaricia la espalda.

—¿Qué tal has dormido?

—Bien. Me he despertado con la luz del sol y ya no podía dormir más —respondo.

Situación un tanto incómoda. No es la primera vez que tenemos un encuentro sexual entre nosotros, pero quizá haya sido el más embarazoso.

—Me duele la cabeza. El puto tequila —dice Ricardo.

—Sí, el puto tequila —corroboro.

De nuevo callados. La furgoneta se mueve. Supongo que Diana o Emily están adquiriendo una postura nueva. Pasan unos segundos. Emily abre la puerta. Sale con su pelo rosa enredado, con el maquillaje esparcido por toda la cara y oliendo a tequila rancio. Tira para atrás.

—Buenos días —dice con voz ronca.

Nos reímos.

—¿Cómo va la resaca, amiga? —pregunto.

—Calla, calla. Necesito un café. O un tiro en la cabeza, no sé. ¿Qué es más eficaz?

—Bueno, yo si quieres te hago lo primero, que también lo necesito. Lo segundo es cosa tuya —contesta Ricardo.

Se levanta.

Diana también está despierta. Se sientan a mi lado mientras Ricardo prepara el café.

—¿Qué tal habéis dormido?

—Superbién. Esta furgoneta es comodísima —dice Diana.

—Yo no me he enterado de nada, a excepción de tu orgasmo, claro —suelta Emily.

—Ya estabas tardando en lanzarme alguna directa de las tuyas.

—Es que, Alicia... —Diana se empieza a reír sin parar. No entiendo nada.

—¿Qué?

—Se escuchaba todo. Fue muy divertido. Además se movía toda la furgoneta. Era imposible dormir.

—Os juro que pensaba que estaba siendo muy sigilosa.

—Pues no, no lo eras —corrobora Emily.

—Pero bueno, ¿te lo pasaste bien? —pregunta Diana.

—Lo cierto es que sí.

Desayunamos rápido. Tenemos ganas de seguir con nuestra ruta. Limpio los platos en el fregadero más diminuto que he visto en mi vida. Emily se huele el sobaco. «Qué asco doy.» Yo hago lo mismo. Diana me sigue. Olemos fatal. Ricardo nos ofrece unas toallitas húmedas. Nos limpiamos las zonas más apestosas mientras él se baña en desodorante y colonia. Recogemos las camas y preparamos la furgoneta. En media hora estamos de nuevo en la carretera. Yo voy de copiloto. Ricardo lleva unas gafas de sol con cierto aire vintage. Le sientan muy bien. Paramos en una gasolinera. Repostamos. Apuntamos los gastos para dividirlos cuando volvamos a Madrid. Compro un té verde fresco y me despido con un adéu al salir. Me siento en mi otra casa. En mi tierra. Aunque no en mi hogar.

Las horas pasan rápido. Gritamos cuando vemos el cartel azul con estrellas blancas que marca la frontera entre ambos países. Emily se caga en todo porque le duele mucho la cabeza. Diana habla con Rita por teléfono. Yo le escribo a Leo. «Buenos días. Estoy de viaje. Cuando tenga un hueco, escucho la canción. ¿Cómo estás?» No pasan ni veinte segundos y suena mi móvil. Es mi madre. Joder. «Estoy bien», le escribo. Y ahora sí, Leo. «¡Ey! No te preocupes. Yo te iré enviando canciones para convertirte en una experta en blues antes de nuestra ruta. Yo estoy tocando en el metro. Me he levantado a las ocho. No soy persona. Y esta noche concierto. ¿Cómo va tu viaje?» Sonrío. Ricardo se da cuenta. Tampoco tengo nada que ocultar. Nos escribimos algunos mensajes. Le cuento nuestra borrachera de anoche. Le envío una foto del lugar donde pernoctamos. Él me envía una foto suya con su guitarra y su armónica en la línea 6 de metro Madrid. Vuelvo a perfilar una curvatura con mis labios. Me río en voz alta. Diana se acerca.

—¿Con quién hablas?

—Oye, chafardera. —Bloqueo el móvil.

—¿Qué?

—Hablo con Leo.

El radar de Emily detecta cotilleo. Se despierta.

—¿Con Leo?

—Pero ¡¿no estabas durmiendo?!

—Estaba, tú lo has dicho. Cuéntanos.

—¿El qué?

—¿Qué tal con Leo?

—¿Quién es Leo? —pregunta Ricardo.

—No te lo conté, es verdad. Lo conocí el domingo pasado en un bar de blues. Él cantaba y tocaba la armónica. Y, bueno, nos dimos nuestros teléfonos.

—¿Y ya está? —prosigue.

—Sí. No me apetecía acostarme con él, ¿sabes? Estaba con las chicas y quería pasar la noche con ellas.

—Claro, comprensible.

—Pero quedaréis, ¿no? —pregunta Emily.

—Sí, el viernes que viene. Justo dentro de una semana.

—Pues ya está, polvazo que se avecina.

—¡Emily! —grito.

Nos reímos. Nos quedan veinte minutos para llegar a Cap d’Agde. Estoy nerviosa. Los viajes siempre me ponen tensa. Será por la vorágine de emociones que se presenta. O por la pérdida de control, que me inquieta. Tal vez sea el desconocimiento de ese lugar que aparece como una flecha roja en Google Maps.

Enseguida llegamos a un pueblo costero. Hay carteles grandes que indican dónde se encuentran algunas discotecas liberales. Otros anuncios nos muestran hoteles con spa donde la ropa es inexistente. De repente, al final de la calle, nos encontramos con una valla metálica. ¿Tenemos que pagar un peaje?

—¿Alguien sabe francés? —dice Ricardo.

—¡Sí! Voy.

Diana se acerca a una pequeña oficina. Habla con una persona que se cobija del calor abrasador en el interior de la caseta. Mi amiga asiente con la cabeza. Vuelve. Bajo la ventanilla.

—Tenemos que pagar.

—¡¿Qué dices?! —grita Emily.

—¿Y si aparcamos fuera? —sugiere Ricardo.

—Hay que pagar igualmente.

—¿Solo por entrar?

—Claro.

—Joder.

—Bueno, a ver, ¿cuánto es? —pregunto.

—Son noventa y ocho euros por tres días.

—¡¿Por persona?! —exclamo.

—¡No! En total. Podemos entrar con la furgoneta sin problema. Aunque nos recomienda alquilar una plaza en el camping, ya que nos pueden decir algo por acampar en la urbanización.

¿Merecerá la pena gastar tanto dinero? Nos miramos. Hacemos un gesto de resignación. Asentimos.

—Pago yo y hacemos cuentas —dice Diana.

En un par de minutos el trámite está hecho. Diana vuelve con un tíquet. Véhicule. 3 jours / 4 personnes. Lo dejamos en el salpicadero de la furgoneta. El hombre nos abre la barrera metálica y se despide. Ricardo pone primera y, de repente, aparece ante nosotros el típico pueblo costero repleto de guiris en verano. Grandes apartamentos enfrente de la playa. Tiendas que venden flotadores de unicornio, toallas, gafas de sol y cremas solares. Restaurantes. Bares. Un jardín inmenso. La playa al fondo. Un hombre de sesenta años que pasea en bici. Un momento. ¿Un hombre de sesenta años que pasea en bici... sin ropa?

—Pero qué coño. ¿Ese hombre va en pelotas? —pregunto.

—¡Sí! Cap d’Agde es naturista. Puedes ir sin ropa por todo el complejo.

No puede ser. Al señor le cuelga el pene por el lateral. Lleva riñonera. Lógico. En algún lugar tendrá que llevar las llaves de su apartamento o el móvil, yo qué sé. Una pareja pasea con la sombrilla a cuestas y en chanclas. Sin nada más. Tal y como llegaron a este mundo.

—¡Mirad! —grita Diana—. ¡El jardinero también va en pelotas!

Un hombre de unos cuarenta años hace el mantenimiento de las zonas verdes sin ningún tipo de protección más que sus gafas de sol noventeras. Está pasando el cortacésped. Lo cierto es que, de momento, no hay nada fuera de lo normal. Salvo que la gente va desnuda, obvio. Algunas personas llevan un pareo que se mueve caprichoso con el viento y deja ver un coño cubierto de vello. Otras visten con transparencias, rejillas o vestidos estratégicamente cortados para que se vean las zonas más íntimas, que aquí pierden el sentido del pudor. Vemos la señal que indica la entrada al camping. Ricardo pone el intermitente a la derecha.

—Este es el sitio más surrealista en el que he estado —dice Diana.

—Estoy de acuerdo —añado.

Sin embargo, el ambiente, la edificación y los comercios me resultan muy familiares. La gran mayoría de los pueblos costeros y urbanizaciones estacionales en España tienen esta estructura. Pero la magia de este lugar reside en la libertad. Una libertad por encima de la vergüenza, del sistema, de la normalidad. Una libertad que se manifiesta a nivel físico con la ausencia de tejidos. Una libertad que también es sexual. Muy sexual.

Entramos en el camping. No hay sorpresas: también es naturista. Encontramos la recepción a pocos metros y, otra vez, una valla metálica. Diana vuelve a bajar. Pregunta a una mujer de unos cincuenta y largos que está tras el mostrador. Esta le ofrece un mapa de la zona. Después, abre la barrera y nos saluda a lo lejos. Diana sube a la furgoneta.

—¿Ya has pagado? —interrogo.

—Sí. Han sido unos veinte euros.

—Ah, bueno. —Suspiro aliviada.

—Por persona —aclara Diana.

Me resigno. Alicia, ya está, el verano es así. Tienes unos pequeños (diminutos) ahorros. Todo saldrá bien.

Aparcamos la furgoneta bajo la sombra de un árbol, en una parcela bastante grande y espaciosa. Estiramos las piernas. Miro el reloj, son las dos y media. Tengo hambre. Decidimos comer algo e ir a la playa. Preparamos la mesa y hervimos un poco de pasta. Ricardo cocina de maravilla. Comemos a la sombra de un pino mientras charlamos sobre lo ficticio que parece este lugar hasta ahora desconocido. Escribo a mi madre. Y, de paso, también a Leo.

Recogemos las cosas; Diana friega los platos. Yo preparo una mochila con las toallas, algo de agua, unos snacks y crema solar. Me desnudo y me pongo un pareo anudado al cuello. Voy sin bañador. Hemos venido a jugar. Ricardo me mira y sonríe. Yo me sonrojo. ¿Por qué? Ni idea. Pero lo hago.

Ready?

—¡Vámonos! —ordena Diana.

Caminamos por un paseo de piedras y tierra un tanto fastidioso con estas chanclas. La media de edad está bastante clara. Me siento joven, aunque no demasiado. Pasamos al lado de varias tiendas de campaña, personas en su tumbona tomando el sol (en pelotas).

Enseguida llegamos al asfalto. Hace calor. Son las cuatro y media y el sol no tiene piedad. Decido ponerme crema solar en la espalda y en los hombros. Aunque mi piel esté ligeramente bronceada —gracias, Ibiza—, sigo siendo muy apetitosa para las quemaduras solares y las manchas. Nos desplazamos lento y en silencio. Los ánimos no están muy elevados, estamos cansadas. Ricardo me acaricia el hombro y me abraza. Su sobaco está sudado. El mío también. Es mejor no entrar en detalles olfativos porque agosto y el ser humano tienen estas cosas. Hay varios chiringuitos, bares con vistas al mar, pizzerías y una playa enorme y concurrida a lo lejos.

—¿A dónde vamos? —pregunta Emily, un poco hasta el coño de caminar.

—¿Queréis aquí? —sugiere Ricardo.

—Vale.

—Bueno, ¿sabéis cómo va esto de la playa en Cap d’Agde? —nos interroga Ricardo.

—Pues como en todos lados, ¿no? Llegas, coges hueco, plantas la toalla y listo —describo.

—Sí, aunque hay diferentes zonas. Hay una gay, una más familiar y otra para parejas.

—¿Cómo sabes eso?

—Lo leí en Tripadvisor.

—¿En serio? Vaya. Qué cosas.

—¿Y sabemos qué zona es esta? —interrumpe Diana.

—Ni idea. Probemos —insta Ricardo.

Accedemos a la playa por una pasarela de madera que termina cerca de la orilla. Hay varias sombrillas. Encontramos un hueco. Plantamos nuestras toallas. Emily ya está desnuda. Se tumba. Respira. Se ríe sola. Ricardo se levanta. Se quita la camiseta. Intento no mirar. La intriga me puede. Se baja los pantalones y ahí está, su polla. Creo que es el genital que más se me ha hecho de rogar. Tiene el vello recortado y un tatuaje en la pelvis. Deja los pantalones y la camiseta bien doblados en un lateral de su toalla y se tumba. Miro a Diana. Desato el nudo de mi pareo y me quedo sin nada. La brisa acaricia mi piel. Todos los rincones, las esquinas, los pliegues, las formas, los detalles. Todo queda expuesto sin ningún tipo de barrera. Los tatuajes que salpican mi cuerpo contrastan con la tinta que tiñe la piel de Ricardo. Diana me sigue y se quita la ropa. Sus enormes tetas sienten la liberación. Me estiro. Muestro mis axilas un poco peludas. La verdad es que me da igual. Estos días no me apetecía depilarme. Me siento bien.

Analizo mi entorno. La desnudez, la naturalidad del cuerpo y del movimiento. La diversidad del ser. Justo en este momento me viene la inspiración. Qué oportuna. Cojo el móvil corriendo y abro la aplicación de notas. Empiezo a escribir.