La furgoneta está ardiendo. Dejamos que se ventile un poco. Les pido hacer otra parada. Badalona. Llamo al interfono.
—¿Sí?
—¿Mamá?
—¡¿Alicia?!
—Soy yo, mamá.
—¡Aaah!
Nos abre la puerta. Sonrío.
—¿Te esperamos aquí? —me pregunta Diana.
—No, no. Venid conmigo.
Subimos en el ascensor. Segunda planta. Y ahí está, mi madre. Con sus gafas nuevas que me enseñó por WhatsApp anteayer. Con su pelo corto, sus mechas rubias, su piel morena, sus arrugas, que, como dice ella, «son fruto de la felicidad». Una felicidad que se ha labrado a base de lucha y de golpes en la mesa. Me abraza fuerte. Y lloro. Mucho. Lloro alto por todas las veces que he deseado este abrazo. Cuando llegué a Madrid. Cuando me sentí tan sola en mi hogar. Cuando odié mi trabajo. Cuando estaba de resaca de MDMA. Cuando me enfadé con ellas. Cuando me perdí, de nuevo, por un hombre. Cuando me di cuenta de que repito conductas. Cuando no encontraba la salida. Cuando resulta que, qué tonta, si estaba aquí. Escucho a Emily sollozar. Pienso en la muerte de su madre y en el dolor que debe de afligir su corazón. Ni me lo imagino.
—Te he echado tanto de menos —susurro.
—Y yo a ti, hija.
Nos separamos. Me mira. Limpia las lágrimas de mi cara. Mi pelo está mojado. Mi piel, salada.
—Qué guapa estás.
El filtro que tienen las madres es mejor que el de Instagram. Para ellas siempre estás guapa. Aunque estés en la mierda. Para ellas siempre estás preciosa. Ojalá pudiera verme con esos ojos.
—Te presento a Emily y a Diana.
—¡Qué ganas tenía de conoceros! —Las abraza.
Diana y Emily se ríen. Así es mi madre, enseguida pilla confianza.
—Qué amigas tan maravillosas y tan guapas, Alicia. Me alegro de que estéis bien.
—Y él es Ricardo, nuestro amigo.
—Qué chico tan guapo. Ven aquí. —Lo abraza también.
Se apaga la luz del portal. La vuelvo a encender.
—¿Queréis pasar? ¿Os quedáis a comer?
—No, mamá. Ha sido una visita exprés al pasado.
—Entiendo. ¿Qué tal por Francia?
—Superdivertido. Ya te contaré.
—Pero con detalles, eh. —Me guiña el ojo.
—Sí, mamá, con detalles.
Qué suerte tener una madre sin prejuicios, tan abierta de mente, tan segura de sí misma.
—Venga, va. Dame otro abrazo y ya te dejo ir.
El apapacho dura minutos. Cómo cuesta despegarse de este amor. Qué duro es tenerla tan lejos. Pero, al mismo tiempo, a pesar de los kilómetros, nos sentimos muy cerca.
—Te quiero mucho.
—Y yo a ti, hija.
Me da un beso. Suspiro.
—Espero veros pronto y con más calma. Muchas gracias por cuidar de mi hija y por ser tan buenas amigas.
Nos emocionamos. No alargamos mucho la despedida. El dolor pinza mi corazón. Bajamos en el ascensor y volvemos a la furgoneta. Ahora sí, ponemos rumbo a Madrid. Por la misma carretera que un día recorrí. El camino a mi hogar, al lugar donde los sueños van a parar. Al menos los míos. Es mediodía. Llegaremos de madrugada. Nos da igual. Paramos en un restaurante de carretera. Comemos de menú. Seguimos nuestro trayecto. Emily se queja de lo pesado que es James.
—Le dije que iba a Estados Unidos en septiembre y no para de insistir en que nos veamos.
—¿Tú quieres verlo?
—Lo cierto es que quiero acabar con esta mierda. Ya está. Basta. Me gusta estar sola, ¿sabéis? Tener el control de mi vida y apostar por mi carrera. James solo me ha traído dolor y desgracias.
—No entiendo cómo puede haber hombres así —se enfada Ricardo.
—Yo tampoco, pero los hay. No te das cuenta y, de repente, estás metida hasta el cuello en una relación tóxica.
Pienso en Pablo. ¿Qué hubiese sido de mí? ¿Hacia dónde iba nuestra relación? ¿Quedaría ahora algo de mi identidad?
—El problema es que generan tanta adicción... Fuck. Lo bueno parece tan bueno...
—Claro, porque lo malo está tan presente que el efecto de una simple caricia se multiplica por diez —añado.
—Exacto. Es difícil dejar esta droga, pero no puedo seguir con esta situación. Ya es suficiente. Esta vez de verdad. Necesito retomar mi vida.
—¿Tienes ganas de irte a Estados Unidos? —pregunto.
—Por un lado sí, muchas. Tengo ganas de solucionar las cuestiones que dejé sin resolver. Conectar de nuevo con mi padre, retomar mis estudios, acabar con James. Volver a mí, a quien soy yo. Pero, por otro lado, joder, os voy a echar mucho de menos. De hecho, hace que me plantee realmente emprender ese viaje o no.
—¿Te estás planteando quedarte aquí por nosotras? Pero ¿esto no lo hablamos?
—Ya, chicas, pero nunca había tenido una conexión así con nadie. Sois mis amigas, no os quiero perder.
—Y no nos vas a perder, Emily.
—En parte sí.
Cierto, en parte sí. ¿A quién quiero engañar, a mí? La distancia separa. A veces, solo de forma física; otras, pone el punto y final a un capítulo que fue bonito mientras duró. ¿Cómo será para nosotras? Nadie habla. Diana está ausente. En qué mundo andará. Emily mira a través de la ventana. Conduzco yo. Paro en aquella gasolinera de Zaragoza en la que estiré las piernas y anhelé una botella de vino para ahogar y quemar las penas que tenía en mi interior. Qué lejos queda todo aquello. Y qué cerca lo siento. No me importa. Forma parte de mí, de quién soy, del pasado, del presente, ¿del futuro? Tal vez. Lleno el depósito de gasolina. Compro unos sándwiches para comer algo. Me suena el móvil. Es Leo. «¿Lista para nuestra cita?» Se me escapa una pequeña sonrisa. «Eso creo, ¿y tú?» Me envía una foto. Está recién salido de la ducha, con una toalla como barrera de contención. Amplío la imagen. Not bad. Subo al coche. Comemos rápido.
—¿Qué te pasa? —me pregunta Emily.
—¿Qué me pasa? —respondo.
—No sé, dímelo tú.
—No sé, tú eres la que me ha preguntado.
—Alicia, joder.
—¡¿Qué?!
—Sí, te pasa algo —insiste Diana.
¿Cómo han desarrollado ese sentido tan intuitivo? ¿Me escanean la cara? ¿Tienen archivadas todas mis expresiones? Arranco la furgoneta. Suelto una carcajada. No puedo dejar de reír.
—Dispara.
—Leo me ha enviado una foto sin camiseta, solo con una toalla.
—Vaya, ¿ya estáis en ese punto?
—Lo cierto es que no lo sé.
—Pero ¿habéis guarreado por WhatsApp? —suelta Emily.
—Creo que no. No lo sé.
—Cómo no lo vas a saber, Alicia.
—A ver, nos hemos tirado la caña un poco, sí.
—¿Un poco?
—Bastante.
—Ah, eso me cuadra más.
—Pero no nos hemos enviado fotos. O al menos no de este estilo, vaya.
—¿De qué estilo? —cotillea Diana.
—Joder, queréis saberlo todo, ¿no?
—Obvio —dicen a la vez.
Ricardo se ríe.
—Estos días hemos hablado por WhatsApp bastante. Él me enviaba alguna canción, yo le contestaba. Le expliqué que estaba en una playa nudista y le envié una foto de mis piernas.
—¿Por encima de las rodillas?
—Claro.
—Qué zorra —lanza Emily.
—Pero bueno, ¿hemos vuelto a la Edad Media y no me he enterado? —Me río.
—A veces me hago la misma pregunta —dice Ricardo.
—Sigue, sigue. Le envías una foto de tus muslos y...
—Y él me envió una foto de un cartel en el que habían puesto el logo en su paquete. Era para la promoción de un concierto en un pueblo.
—¿Qué más?
—Hemos hablado del plan para este viernes. Salir a tapear, ir a un concierto de blues, tomar algo...
—¡Y comerte el cabecero de la cama! —grita Emily.
—¡Emily, coño!
Nos reímos. Intento no cerrar mucho los ojos ni ser demasiado expresiva. Tengo que concentrarme en la carretera.
—¿Qué? ¿Acaso no piensas en follar con él?
—No sé, ya veré. Tampoco quiero planearlo.
—¿Está bueno? Enséñame la foto —ordena Emily.
—Tía, si enviara una foto sexy a alguien, no me gustaría que se la enseñara a sus colegas —comento.
Silencio.
—¿Qué es estar bueno? ¿Estar fibrado? ¿Ser alto? ¿Un empotrador? —pregunta Ricardo.
—¿Tú eres un empotrador? Alicia, responde. —Emily me mira.
—¿Yo? ¿Por qué tengo que responder?
—Anda ya, joder, que habéis follado.
¿En qué momento la conversación ha derivado en esto?
—¿Y si la empotradora es Alicia? —cuestiona Ricardo.
—¿Lo eres? —insiste Emily.
—No sé, ¿lo soy? —Observo a Ricardo. Él sonríe.
—Nos empotramos mutuamente. Es lo bonito del sexo.
Que nadie tenga un exceso de responsabilidad. Que todo esté en equilibrio. Que podamos romper con los roles de género y con lo que se espera de nosotros. Que seamos solo quienes realmente somos, quienes queremos ser, y no quienes nos dicen que seamos. Que el sexo sea solo el principio de un camino introspectivo, que nos lleve a las catacumbas de nuestro ser. Que todo esté conectado con el universo. Eso es. Que a través del sexo nos sintamos uno con el otro, con el mundo, con el infinito. Estoy cachonda. Otra vez. Pienso en el encuentro con Ricardo. En su piel, sus tatuajes, su sonrisa no perfecta. En la libertad de las etiquetas. En no esperar y, por fin, empezar a estar. De cualquier forma, de cualquier modo, sí, pero, sobre todo, presentes.
Le cojo de la mano. Me apoyo en su rodilla. Ricardo es un hombre especial. Único. Casi perfecto. Humano. Puro. Con esas inseguridades que proyecta, con su forma de cuestionarlo todo. Me pregunto en qué momento un hombre se plantea su género, cuándo es consciente de que el sistema también lo oprime, lo condiciona. En qué instante se da cuenta de que le han lavado la mente, de que el arquetipo que quieren reproducir en ocasiones es imposible y sobre todo asfixiante. Y nosotras, qué pasa con nosotras. Con lo que buscamos, lo que añoramos. Lo que seguimos perpetuando. Tenemos parte de responsabilidad en todo esto. En la propagación del ideal. En empoderarnos a través de ellos. En necesitar una figura masculina para tener el cuento perfecto. En no ser capaces de salir sin su consentimiento. Joder, ¿acaso no somos suficiente? No sé la historia de Ricardo al completo, ni tan siquiera me acerco a ella, pero no tuvo que ser fácil aceptar la bisexualidad. Olvidarse de ese estereotipo del empotrador nato o del macho alfa. Abrazar su lado femenino sin castigarlo ni juzgarlo. Solo siendo él en su conjunto, en su armonía, en su bienestar.
—¿Quieres que conduzca yo? —me pregunta.
—Venga, vale.
Paro en un área de servicio. Nos cambiamos. Son las ocho de la tarde. Nos quedan pocas horas. Hablo con Leo. Me cuenta que está cambiándole las cuerdas a la guitarra. Me manda una canción, esta vez suya. La escucho por el altavoz.
—¿Qué suena? —pregunta Ricardo.
—Es Leo.
—¡¿En serio?! Canta muy bien. Tiene una voz bonita.
—Y ahora ¿qué le digo yo?
—¿Qué le quieres decir?
—Es que..., verás, tengo una foto que me he hecho en el baño de la gasolinera, pero no sé si mandársela.
—¿Por?
—Es un poco hot.
—¿A ti te apetece?
—Sí.
—¿Entonces? ¿Es muy explícita?
—No, qué va.
—¿Dónde está el problema? —Se ríe.
Eso, ¿dónde? No lo encuentro. Le pongo un filtro vintage a mi selfi delante del espejo. Enviar. Al cabo de unos segundos, su respuesta. «Alicia, no me puedo concentrar.» Sonrío. Ricardo me mira.
—¿Y bien?
—Le ha gustado.
—Normal. Lo raro hubiese sido lo contrario.
¿En qué fantasía se ha convertido mi vida? ¿Tanta felicidad es posible? Seguro que trae algo negativo. No estoy acostumbrada a que todo vaya tan bien. A mí no me pasan estas cosas.
Me quedo dormida. Abro los ojos y justo veo a lo lejos ese cartel rojo con estrellas blancas, el mismo que me hizo gritar en el interior del coche aquel viernes de abril. Bienvenida a tu hogar, Alicia. Es aquí. Sin duda, sí.
Son las doce. Ricardo deja a Diana y a Emily en sus casas. Nos despedimos.
—Os quiero tanto, zorras... —susurra Diana.
—Y yo a vosotras.
La última parada es mi casa. Aparca en doble fila. Me mira. Se me acelera el pulso.
—Ha sido genial esta escapada, ¿no? —comento.
—Me lo he pasado en grande, Alicia. Gracias por contar conmigo.
—Si eres maravilloso, Ricardo, ¿cómo no voy a quererte en mi vida?
Un mechón de pelo se descuelga por mi cara. Lo coloco tras la oreja. Él me acaricia el hombro. Mi coño se humedece de forma instantánea. Nuestros ojos quedan suspendidos en el ambiente. Me muerdo el labio. Joder, este deseo. Se acerca. Me acerco. Nos fundimos en un beso caliente, húmedo. El ambiente se tensa. La cuerda está a punto de romperse. No podemos parar. Con la mano acaricio su pelo. Lo cojo de la nuca, lo empotro contra mí. Estoy desatada. Me encantaría sentirlo de nuevo aquí, dentro de mí. Como la otra noche en la playa.
—¿Quieres quedarte a dormir? —jadeo.
—¿A dormir? —Se ríe—. Claro.
Buscamos un sitio para aparcar. Tardamos casi media hora. La excitación se esfuma. Sacamos las maletas de la furgoneta. Pasamos enfrente del chino. Compro un vino y algo vegetariano para cenar. Hay poca cosa. Unos noodles, por los viejos tiempos. Entramos en casa. Me coge por la cintura. Me abraza. Está bien sentir este calor en mi espalda, adentrarme en él. Dejar que ocurra, que suceda. No plantearme nada. Me besa la cabeza y abre el vino. Caliento agua y sirvo los noodles. Nos sentamos en el sofá.
—Qué curiosa es la vida, ¿no?
—¿Por? —pregunto.
—Por habernos cruzado en este camino.
—Sí, lo cierto es que descargarme Tinder ha sido lo mejor que pude hacer esa noche de borrachera. Y darte like, claro.
—Has sido el gran descubrimiento, sin duda.
—Anda ya, seguro que tendrás a muchas chicas interesadas en ti. Eres increíble, no me jodas.
Se ríe. Absorbe los noodles. Le da un trago al vino. Alarga la respuesta.
—Sí, claro. Tengo ligues, como todos, pero creo que cada vez me interesan menos, ¿sabes?
—¿En qué sentido?
—Las relaciones actuales me parecen algo superficiales. Fáciles y rápidas de consumir. La gente solo busca una lengua, unos dedos, un coño o una polla. A veces me pregunto: vale, ¿y qué más?
—Te entiendo.
Qué más me ofrece la vida. Qué me ofrecen las personas más allá del cuerpo. Qué más me ofrece la libertad. ¿Y qué ofrezco yo?
—Últimamente me siento un poco desconectada del sexo, no sé. Busco profundidad, creo. No me apetece tanto follar con gente desconocida.
—Es diferente. El sexo que puedas tener con alguien a quien has conocido una noche en una discoteca o el que puedes experimentar con un amante recurrente.
—Sí, me apetece amar a las personas, aunque solo sea por una noche. Pero entregarme con todo mi ser, con mis errores y mis éxitos. Con quien soy... ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Perfectamente.
—Es como, no sé... El retiro tántrico me cambió más de lo que imaginé. El hecho de materializar la energía y de ver ese intercambio me hace plantearme con quién follo y por qué. En una de las clases nos dijeron que en el sexo, si una persona está mal a nivel energético, se lo traslada a la otra.
—Bueno, Alicia, no te tienes que rayar por estas cosas, que al final hablamos de algo intangible. Son suposiciones.
—¿Lo son? ¿Tú crees? Recuerdo cuando follaba con Diego. Veía el sexo como algo físico, liviano, trivial. Sin importancia. Me había metido en la cabeza que era importante en la relación y me obligaba aunque no quisiera. Siempre era lo mismo, polvo tras polvo. Al final eso me absorbía, sentía cómo mi vitalidad se alejaba con cada corrida. Estos meses me he sentido cerca de mí misma, más que nunca. Y en parte ha sido por el sexo. Por experimentar, por probar, por entender quién soy y qué me gusta. He fluido y me he dado cuenta de que tampoco es la fórmula correcta. Cuando me dejo llevar, no soy dueña de mi destino. Supongo que es cuestión de encontrar el equilibrio.
—Es difícil, eh.
—Joder, cuesta muchísimo.
—¿Dirías que lo has encontrado?
—No lo sé. ¿Cómo sabemos si estamos en equilibrio?
Nos quedamos callados. Bebemos un poco más de vino. Me acabo los noodles y dejo el plato encima de la mesa. Me apoyo en el sofá. Ricardo está pensando. La respuesta es compleja. Me adelanto.
—En tantra, nos dijeron algo interesante sobre las energías femenina y masculina. ¿Conoces algo sobre esta filosofía?
—Lo cierto es que no. Cuéntame.
—La energía femenina se relaciona con la creación, las emociones, la fuerza, la intuición. La masculina es la consciencia, lo físico, lo material, la representación. Esto no tiene nada que ver con el género, que te veo la cara, Ricardo. —Se ríe. Continúo—. Ambas energías están en nuestro interior. Si tenemos un exceso de energía femenina, nos perdemos en las emociones, en los sueños. Si tenemos un exceso de energía masculina, nos obsesionamos por lo material y nos convertimos en personas frías y sin escrúpulos. Lo que te dicen es que abraces ambas energías internas para que así puedas materializar los sueños o poner consciencia a las emociones. Que seas un ser humano...
—... sin importar el género.
—Exacto.
—Qué fácil y qué difícil. Si nos alejamos de lo que se espera de nosotros, tenemos un problema.
—¿Y si el equilibrio es sinónimo de libertad? —pregunto—. ¿Y si solo somos capaces de alcanzarlo al igualar el peso en la balanza, al aceptar nuestros lados masculino y femenino? ¿Y si es la clave para ser quienes somos?
—La que estás filosófica hoy eres tú, eh.
—Totalmente. Parece que me haya fumado un porro —bromeo.
—Me encanta la conversación. El concepto de libertad es curioso, ¿no crees? Se habla mucho de él, pero nadie sabe qué cojones es. Ni a qué sabe.
—Al principio de mi búsqueda pensaba que la libertad estaba en el aspecto físico, en enlazarme con muchos cuerpos, en experimentar locuras. Después me di cuenta de que tenía cierta relación con la mente, con romper las estructuras que tenemos interiorizadas. Y ahora creo que también implica al alma o como cojones queramos llamar a la consciencia.
—Especialmente implica a esta última. Sin consciencia no somos nada.
—Bueno, somos uno más.
—¿Tú crees que eres libre?
—No lo sé, pero cada día me siento más así, Ricardo.
Silencio. Apunto con las pupilas y disparo. Esa mirada. Sabe leerla. Me devuelve un «sí, quiero» en formato besos. Nuestras lenguas se conocen. Se buscan. Se encuentran. Se acarician. Se pelean. Me pongo encima de él. Me quita la camiseta. Besa mi piel todavía salada. Le quito lo sobrante. Vamos a la cama. Nos quedamos desnudos. Admiro su cuerpo tatuado, esta vez a la cálida luz de la lámpara de noche, una claridad que me induce a descubrir sus rincones al detalle, con total atención. Se tumba boca arriba. Beso su cuello, su torso, su ombligo, sus costillas, sus ingles, sus muslos, sus gemelos, sus pies, sus dedos. Beso cada rincón de ese saco de huesos, carne y deseos; cada centímetro que me acerca a sus adentros. Él se entrega así, en materia y alma. Sin pretender nada. Sin esperar nada. Nos besamos. Me acaricia tranquilo la espalda. Rozo mi organismo repleto de anhelos con el suyo. Los latidos se fusionan. El calor aumenta. Una intimidad que nos invita a pasar. Conozco este lugar. Es el que creamos cuando estamos juntos. Y libres. Libres. Así es.
Ricardo me coge del culo. Aprieta. Seguimos besándonos, tocándonos, rozándonos. Bajo suave hasta su entrepierna. Su polla no está erecta. ¿Acaso cambia algo? ¿Las sensaciones de su cuerpo? ¿El placer de este instante? ¿La fusión que estamos construyendo? El sexo va más allá de una polla dura, de un coño húmedo, de una corrida; más allá de lo medible, tangible o previsible.
Me pone boca abajo. Siento su peso. Calculo cada kilogramo que me comprime de forma desigual. El pecho se hunde por la gravedad de su tronco. Mi cuello se modifica con cada beso. Mis manos se enredan con las falanges de sus dedos. El aire que respiro sale disparado en cada movimiento de pelvis. Abro la boca, suelto un quejido. Ricardo me mira. Sonreímos.
—Te quiero.
—Te quiero.
No huimos, no corremos, no miramos para otro lado. Porque en ese momento nos tenemos, nos amamos, nos poseemos. Nos adoramos. Nos respetamos. Nos encarcelamos. Nos desatamos. Nos llevamos al abismo y, desde ahí, (nos) volamos. Nos caemos, nos tropezamos. Nos quedamos suspendidos en medio del holograma de la existencia que en ocasiones da tanta pereza. Con nuestras almas, nuestras sombras, nuestra diminuta partida en este juego. Nos perdemos, nos encontramos. Nos prometemos que nunca más, que ya es suficiente. Nos mentimos. Nos peleamos. Nos retozamos. Nos liberamos. Nos cargamos el puto sistema que todo lo define y todo lo manipula, que todo lo niega y todo lo estipula. Hackeamos el mundo a través de un gemido. Y las piezas se derrumban, se caen. La realidad adquiere otro nivel, uno superior. Ese que nos hace ser conscientes de quiénes somos, de dónde estamos, de por qué. Ese que da respuestas a las preguntas que ahogan la supervivencia, que revienta las persianas que nos alejan de la realidad, de la calle, del hogar.
Ricardo acaricia mi cara. Un viaje astral me eleva hasta la quinta dimensión. Solo siento su estela navegando por mis mares, los mismos que desembocan en mi coño. Él se percata. Toca con suavidad mi entrepierna. Yo lo estaba deseando. Me entrego a él sin miedos. Para qué cojones sirven. Para acelerar el tiempo. Su sonrisa no perfecta se funde con mi mirada. Nos dejamos ir adondequiera que esto vaya. Fluir, sí, pero con la cabeza sobre los hombros, ahí, bien colocada.
—¿Tienes un condón?
—Voy.
Abro la mesita de noche. Lo cojo. Ricardo se lo pone sin prisas, sin pausas. Me mira, me examina. Es uno de mis momentos favoritos, ese instante en el que te aniquilan con las pupilas. Cuando sabes lo que ocurrirá dentro de pocos segundos. Cuando te percatas de la necesidad de sentirlo dentro y cerca. Cuando ya no puedes más.
Se la cojo y me la meto. Entra rápido. Cabalgo encima de su cuerpo, de sus huesos, de su dharma. Él solo se deja ser, sin ensalzar las palabras o los gestos. Yo me muevo con firmeza sobre su polla. Él me agarra del culo, clava sus uñas. Suelto un gemido. Apoyo mis manos en su pecho. Me da igual el final, quiero congelar este puto momento. El sudor resbalando por sus tatuajes. Su estructura delgada en la que se le marcan algunos huesos. Mi coño sin depilar que se enreda con los surcos de su pelvis. Esa mirada intensa que solo pone cuando está a punto de dejarse llevar, de emprender el viaje, de volar por los aires. Esos ojos que se clavan tan dentro de mí que arañan las paredes del templo. Esas pupilas tan negras que podrían absorber al universo. Esas pestañas cortas que marcan la línea donde su fuego detona. Unas cejas pobladas que cargan la pistola de su desesperación circunstancial. Y yo ahí, cabalgando a un ser que está a punto de desfallecer, de volver al origen, de flotar en el cielo. Lo observo. Quiero memorizarlo entero. La hendidura que se crea en su garganta. El fruncir de su ceño. La apertura de su boca reflejando la magnitud del encuentro. La piel erizada y áspera. Las frases tatuadas que se estiran. La dilatación de las líneas que perfilan su torso. La mirada que me rapta al interior de ese espejo en el que me veo reflejada. La fuerza que hace su último intento por permanecer intacta, la misma que se pierde cuando la batalla estalla. El sonido de su voz amortiguando el orgasmo. La respiración que pierde el compás de la balada. Los labios que comprimen las ganas. Las fosas nasales que palpitan al ritmo de su entrepierna. Las venas que se marcan tras esa capa fina de tinta. Un cabello rebelde que no encuentra el camino a casa. La nuca cóncava y arqueada. Los oídos que difieren aquellas ondas sin importancia. Una polla bombeando sangre y semen. Unos testículos contrayéndose. El ano reflejando el espasmo. La pequeña muerte que llega cuando zozobramos en el cosmos, entre las estrellas, los planetas; entre las almas. El impulso vital que se lleva lo superfluo, lo cargante, lo irrelevante. El cuerpo se queda grabado entre los astros de este rincón del universo. El sol abrasa la fuga de aquellos miedos mal gestionados. La luna ilumina el camino de una existencia mal planteada.
Paro el movimiento de mis caderas. Ajusto mi peso. Bajo el pecho. Lo abrazo. Se queda dentro. Lo acompaño en el orgasmo. Me fundo con él. El tictac de ese reloj que no encuentro se escucha a lo lejos. Materializa algo que desconocemos. ¿Tiempo? ¿Y se supone que morimos por eso? Él mueve sus brazos con cierta dificultad. Retoma la respiración. La coordina con el vaivén de mi torso. Articula una palabra, «joder», y reposa la adrenalina sobre la almohada. Comprimo las gotas que mojan su pelo. Salen disparadas. Carraspeo. Él me abraza fuerte y yo me dejo querer. Sin un motivo o un por qué. Solo me dejo, en él.
Y es entonces cuando comprendo que la vida te ofrece dos cosas: morir ahogada por el quiero o vivir empujada por el puedo.