XVI

Viaje al pasado

Dicen que las horas antes de que amanezca suelen ser las más frías y oscuras. Yo no lo siento así. Justo en ese instante, antes de que el sol aparezca por el horizonte, me siento bien. Feliz tal vez. Con ganas de seguir adelante, de aprender, de mejorar, de crecer. De inventar. No tengo miedo al futuro. Tal vez un poco a la inestabilidad de mi vida económica. ¿Cómo sería la vida sin dinero? ¿Seguiríamos preocupándonos por el papel, por los números?

Ricardo se incorpora. Hemos dormido poco. Seguimos desnudos. Algunas parejas pasean por la orilla. Nos miran. Nadie se sorprende, nadie se altera. La despreocupación de los cuerpos que se presentan sinceros y sin condimentos.

—¿Nos damos un baño? —pregunta Ricardo.

Me esfuerzo. Me apetece sumergirme en la sal, limpiar el cuerpo. Mear. Sí, lo siento. Corremos hacia el borde, donde las olas rompen y la espuma deja una marca ondulada que decido seguir. Alzo la cabeza, cierro los ojos. Inspiro. Huelo la arena mojada, la humedad. El agua fría toca mis dedos. Ricardo bucea y nada mar adentro. Avanzo con calma, disfrutando de la densidad del líquido en las piernas, en los muslos, en mi coño, lo que intento evitar poniéndome de puntillas porque está demasiado fría, o yo estoy demasiado caliente. Me rindo, me sumerjo. Meto la cabeza. Ese silencio. Ese bendito silencio. La amplificación de los sonidos acuáticos. Sigo tocando el suelo con mis pies. Me da pánico estar en el mar sin un apoyo. Quién sabe qué tipo de criaturas habitan en sus profundidades.

Ricardo vuelve. Recupera el aliento. Me sonríe con esa sonrisa no perfecta. La perfección no se encuentra entre nosotros. Tendremos que reinventar los defectos. Nos abrazamos y bailamos al son de las olas. Dejamos el cuerpo muerto al libre albedrío del trance. El sol empieza a iluminar nuestra realidad. Estamos cansados, no hemos dormido nada.

—Deberíamos volver a la furgoneta —propongo.

—Me parece bien.

Nos secamos por el camino. Cojo la ropa y me pongo la riñonera. Me hace gracia la estampa. Desnuda y con riñonera. Y yo que me reía de aquel hombre de sesenta y tantos que pedaleaba en su bicicleta con los huevos colgando a un lado... Cap d’Agde. Para no olvidar. Decido no vestirme, para qué. Me calzo las sandalias. Entramos en el camping. En la lejanía veo a Emily y a Diana bebiendo y perreando. La poca gente que pasa por su lado las mira. Pero qué cojones hacen.

—¿Todavía tenéis batería? —dice Ricardo.

—¡Ricardo, my friend! —grita Emily.

—¡Emily! Que son las ocho de la mañana. Relaja, amiga. Nos van a echar.

Diana tiene la mirada perdida y está concentrada mientras toca el césped. Emily escucha música.

Un momento.

—Mírame —ordeno.

Emily obedece. Sus pupilas están dilatadas.

—¿Qué habéis tomado?

—Alicia, menuda noche. ¡Madre mía! Ha sido épica. Épica.

Ricardo y yo nos miramos. Lo cierto es que sí, ha sido épica.

—Voy a hacer el desayuno —me dice Ricardo.

Me siento con ellas. Emily no para de tocarme y de besarme. No sé cuántas veces me ha dicho que me quiere. ¿Diez? ¿Veinte? ¿Ochenta?

—¿MDMA?

Pone cara de traviesa. Diana dibuja una sonrisa con lentitud y calma. Cada una está en su propio viaje personal.

—¿De dónde lo habéis sacado?

—Pues estábamos con un grupo de gente supermaja y de repente abrieron una bolsita y ¡tachán! Polvos del amor. Así que nada, mojamos el dedo y a disfrutar.

—No deberíais tomar droga de gente desconocida.

—Ya, porque Rajiv era superconocido, ¿verdad?

Tiene razón. Recibo el merecido golpe.

—¿Y qué tal la noche? A parte de vuestro amor, claro.

—Buah, buah, buah. Brutal. ¿Verdad, Diana? Hemos follado juntas.

—¿Cómo, cómo?

—Sí, o sea, no entre nosotras.

—Que tampoco pasaría nada. Somos amigas —puntualiza Diana.

—Exacto, pero no ha sido el caso. Hemos participado en una orgía enorme. Gente follando por todos lados. ¡Una locura, en serio!

¿Me arrepiento de no haber estado ahí? Lo cierto es que no. En absoluto.

—O sea, que ya has cumplido tu fantasía —susurro.

—Ya las tengo todas ¡Tres de tres! —grita.

Nos reímos. Me abraza. Diana se une. Acaricio sus cabezas. Están volando. Ricardo saca la mesa y prepara el desayuno.

—Comed, os irá bien —insisto.

Galletas, fruta, zumos, embutidos veganos, tostadas y..., tras el festín, la calma. Emily se queda dormida de pie. Diana se hace un ovillo en el césped.

—Vamos a la cama —las despierto.

Les preparo su rincón. Suben y se quedan dormidas. En menos de un minuto escucho los ronquidos de Emily. Un clásico. Recojo los restos del desayuno junto con Ricardo. Abrimos nuestra cama y nos tumbamos. Lo abrazo. Estoy muerta. Cierro los ojos y a soñar.

Pasan las horas. Son las cuatro de la tarde. Cojo mis cosas y me voy a duchar. Tengo el pelo enredado y lleno de sal. Hoy será un día tranquilo. Al final regresaremos mañana. Intentaremos hacer el viaje del tirón. Diana habla con Rita y le cuenta lo sucedido. Se ríen. ¿Sentirá celos Rita? Emily no se mueve del sitio. Ricardo lee. Yo escucho música y hablo con Leo de blues. Qué ganas le tengo. Y qué bien me siento por ello. El día pasa sin mayor esfuerzo o preocupación. La resaca está presente. Dormimos mucho y, a la mañana siguiente, nos despedimos de Cap d’Agde. De este lugar. De este curioso escondrijo en el mundo.

—¡Adiós, Cap d’Agde! Gracias por las pollas —grita Emily.

—Y los coños —detalla Diana.

Es temprano. Hemos madrugado para poner rumbo a Madrid, ese lugar al que ya puedo llamar «hogar» sin que me tiemble el pulso, sin que me vibre el corazón. Cómo nos acostumbramos a las cosas que en un inicio nos parecían tan importantes, tan relevantes. El tiempo aboga por el equilibrio. Para lo bueno y para lo malo. Tiempo, a veces son solo unas horas, unas semanas o unos meses para domesticar el momento, para reconocer el éxito, para abrazar el fracaso. Y aunque en ocasiones queramos acelerar el presente, el tiempo marca el compás. Nosotros solo somos parte de una orquesta regida por el tictac de un reloj.

A través de la ventana me despido de Francia, de Cap d’Agde. Las cosas han cambiado, al menos en mí. En esta búsqueda de mi propio ser, trascender es casi tan importante como comprender. Por qué el sexo. Por qué el amor. Por qué la libertad. Por qué este lugar. Y entre tantas preguntas me choco con la línea temporal del pasado, con las experiencias que sigo reviviendo en el interior de mi ser a pesar de la distancia medida por segundos y suspiros. Diego. Él. Le abro la puerta a la curiosidad, a una rutina pasada que decidí que ya no más. Aún pesa. Menos, sí, pero pesa. Quién era yo antes de ser. Quién quise ser antes de volver. De volver a mí, a mi esencia, a mi persona. A la misma que quiso romper con todo y nacer otra vez. Con todo lo que eso conlleva. A dónde cojones nos llevará la vida, juro que no lo sé. Pero a dónde quiero ir ahora, lo veo más claro que nunca. Creo que estoy preparada para volver.

—Chicas, ¿estáis despiertas?

—¿Eh? —dice Diana, medio sobada.

—Me gustaría desviar la ruta un poco. ¿Es posible? ¿Qué opinas, Ricardo?

—¿A dónde quieres ir? —pregunta.

Sonrío. Lleno los pulmones de oxígeno, energía y fuerza.

—Al pasado.

Ricardo pone su mano encima de mi hombro y me acaricia. Diana hace lo mismo. Emily está descansando la resaca, que todavía le dura. Cambio la dirección del GPS. Tardamos dos horas. Se me acelera el pulso. Volver allí a donde se incendiaron mis alas, a donde enterré mis cenizas. Allí a donde empecé a volar. Lejos, muy lejos. De ti.

Diana nos cuenta cosas de todos aquellos países donde ha crecido. Ricardo habla sobre los viajes de mochilero que realizó unos años atrás.

—Me encantaría hacer algo así —dice Diana.

—Pues es fácil. Coges tu mochila, metes lo imprescindible y ¡a volar!

—¿Y el dinero?

—¿Qué?

—¿Cuánto necesitas?

—Depende de cómo quieras viajar. Yo me fui con doscientos euros en la cuenta. No sabía cuánto me iba a durar. Cogí un vuelo a Bangkok y, a partir de ahí me dejé llevar. Estuve seis meses recorriendo el sudeste asiático. Laos, Vietnam, Camboya, Malasia, Indonesia..., hasta que decidí volver a casa.

—¿Y cómo sobreviviste?

—Me ofrecía voluntario en algunos hoteles, albergues, restaurantes... Les diseñaba el logo o les gestionaba las redes sociales a cambio de unos días de alojamiento y comida.

—¿Te funcionó?

—¡Claro! Al principio estaba cagado. Pensaba que iba a sobrevivir un mes y da gracias. Pero poco a poco encontré la fórmula. Estaba una semana o dos en un sitio espectacular, en playas paradisíacas o campos de arroz, rodeado de todo tipo de personas. Aprendí muchas cosas buenas y malas, especialmente de mí mismo. En internet puedes encontrar páginas webs que se dedican a formalizar este intercambio, ¿sabes? Workaway, por ejemplo, es la más conocida.

—Qué envidia, Ricardo.

—¿Envidia? La envidia es una sombra de aquello a lo que no nos atrevemos, de aquello que no asumimos que podemos hacer o conseguir por nosotros mismos. ¿Qué te frena? ¿El dinero?

—Sí, eso creo.

—Una vez alguien me dijo que si el dinero era un problema, que no me preocupara, porque no hay. Ni dinero ni problema.

Nos reímos. Buena filosofía de vida. Ojalá pudiera aplicarla.

—¿Sabes? Lo voy a valorar seriamente, Ricardo. Llevo queriendo viajar por el mundo como mochilera muchos años. Antes me lo impedían mis padres. Y creo que eso era un problema mayor que el puto dinero.

—No me cabe duda. Si necesitas que te ayude en algo, aunque sea un empujón motivacional, sabes que aquí estoy.

Diana sonríe. Suspira. Sueña en voz alta. A mí se me revuelve algo en mi interior. La crónica de una muerte anunciada, de un futuro que invocamos y que ahora parece que llega. Que está ahí, a la vuelta de la esquina. ¿Estoy preparada para asumirlo? Me ausento en mi propia cabeza, en mis miedos y mis certezas. Y cuando me quiero dar cuenta, veo ese cartel. Montgat.

—Alicia, estamos llegando. ¿Es por aquí?

—Sí, sí. Gira a la izquierda.

Han pasado unos meses. No muchos, ni pocos. Los justos para volver con nuevas vivencias en la mochila de la vida y darme cuenta del recorrido. A veces estamos en una rueda que no para de girar y girar. No paramos ni para ser conscientes de las huellas que deja nuestro camino ni para ver el paisaje desde el abismo. Y desde ahí siempre se ven las mejores vistas. Aquellas que te quitan el aliento. Aquellas que te devuelven el latido. Aquellas que disfruto.

Una casa blanca con una puerta de madera lacada. Hace esquina. Las baldosas rosas sobresalen ligeramente por debajo. Un buzón vacío. Un número impar. Una calle familiar. No ha cambiado nada en meses; ni lo hará en años. Si me hubiese quedado aquí sería como esta casa. Indemne al paso del tiempo, arraigada a los cimientos del costumbrismo. Ahogada por la humedad, el sol, el calor, sus abrazos, sus quieros, sus lo conseguiremos. Y yo ahí, esperando a ser algo que jamás llegará. Sentada con una taza de té lista para que el milagro, que tanto se promueve en este positivismo ciego y volátil, jamás llegue. Se me escapa una lágrima. No es por pena ni por nostalgia. Es por valentía, por haber sido capaz de largarme sin mirar atrás. Por conseguir estar en esta furgoneta que huele a pies con Diana, Emily y Ricardo. Personas cuya existencia ni siquiera lograba imaginarme meses atrás y que hoy, aquí, son los pilares de mi realidad. ¿Me arrepiento? ¿De qué? ¿De vivir? ¿De apostar? ¿De seguir? ¿De avanzar? ¿De tropezar? No creo en el arrepentimiento. Me parece absurdo torturarse por algo que se desconocía, por una información que, en el momento de tomar la decisión, no se tenía. No, no me arrepiento. Sigo el camino que sienten los huesos, el termómetro del propósito. Ese que me hace navegar por el universo, recorrer mil carreteras sin perder la orientación, el rumbo. Navegar sin escasez de viento.

En medio de mi océano de ideas y emociones, justo en ese empanamiento mental tan profundo y tan delicioso, sale Diego. Él. Tú. Joder.

Joder, joder, joder.

Agacho la cabeza todo lo que puedo. Pero es tarde.

—¿Ese es...? —exclama Diana.

—Sí, sí, sí.

—Pues creo que te ha visto.

—Mierda, no.

No veo lo que sucede fuera. Cierro los ojos. Me siento como un avestruz que esconde la cabeza: si no ve al enemigo, este no existe. Si no veo a mi ex, esto no está pasando. Pero ya sabemos lo puñetera que es la vida y lo que disfruta el universo jugando con estos acontecimientos. Unos golpes en el cristal. Alicia, tu dignidad.

—¿Bajo la ventanilla? —pregunta Ricardo.

—Vamos a por ello.

Pongo cara de sorpresa, como si no supiera que estaba ahí. Cuánto tiempo sin verte. Qué casualidad, tú por aquí. Justo pasaba por esta calle. Cómo es la vida, ¿eh? Mira, el destino. Ja, ja, ja. Je, je, je. Quién lo diría.

—¡Vaya, Diego! Cuánto tiempo. Tú por aquí.

Venga, vamos a por el bingo.

—Vivo aquí.

—Ja, ja, ja, claro, claro. Lo sé.

—¿Qué haces aquí, Alicia?

—Bueeeno, pasaba por el pueblo...

—¿No estabas en Madrid?

—Lo cierto es que...

—Venimos de Cap d’Agde, un pueblo swinger donde hemos montado una orgía —suelta Emily.

No me jodas, Emily, ¡¿pero no estabas durmiendo?!

—Ah.

Sale una chica con el pelo recogido. Morena, ojos castaños. Camiseta de tirantes. Tejanos rotos. Deportivas. Se parece a mí. A mi yo del pasado.

—Diego, ¿cierro con llave?

—Sí, sí.

Se vuelve. Nos ve. Sonrío con una mueca falsa, esa en la que las comisuras se caen y los dientes se ven pero no demasiado. La puta sonrisa de Mona Lisa.

—¿Quién es? —pregunta.

La cosa se pone divertida. El universo coge palomitas y se acomoda en el sofá de nubes y estrellas. Yo miro al cielo. ¿En serio? ¿De verdad?

—Es Alicia, mi ex.

—¿La que se fue?

—Sí, la misma.

Ella me mira con cierta condescendencia. Puedo escuchar sus pensamientos. El cómo fuiste capaz de dejar a este maravilloso hombre. El cómo llegaste a romper su corazón. Y, por supuesto, el cómo eres tan mala persona.

—¿Qué tal te va la vida, Diego? ¿Cómo va tu World Press Photo?

Jaque mate, cabrón.

—¿Acaso te importa? ¿Cómo van tus libros?

—Lo cierto es que bien, estoy escribiendo mi primera novela. Por fin.

¿Te acuerdas de cuando te dije que no sabía sobre qué podía escribir? Bien, fue empezar a vivir y tuve la respuesta. Y no, no estaba aquí. Se instala el silencio. La tensión se puede freír. Es suficiente.

—Nos vamos. Espero que estés bien.

—Estoy bien. Enamorado y feliz.

¿Cuánto has tardado? ¿Dos semanas? ¿Tres? ¿Tan imprescindible era? ¿Tan importante era? ¿O tanto miedo te da estar solo con toda tu mierda? ¿La miras a ella como me mirabas a mí? Ya sabes a qué cara me refiero. Sí, a esa. Justo esa que estás poniendo cuando te giras y te hundes en sus ojos. ¿Tienes más proyectos que jamás cumplirás? ¿E-mails que nunca enviarás? ¿Sueños que no perseguirás? ¿Continúas llenándote la boca de quieros y puedos que no conseguirás? ¿Le cuentas las pecas del cuerpo? ¿Folláis bajo la mancha en el techo? ¿Cómo está la vida que tanto predicas y que solo existe en tu mundo invisible? ¿Cómo está ese amor que tanto anunciaste y al que en dos semanas sustituiste? Dime, Diego, dónde se esconde tu pulso. Qué se siente al ser parte del conformismo. Cómo es eso de estar muerto por dentro. Cuéntame. Que yo me fui lejos, joder, lejos de todo esto y ya me olvidé de qué se siente al sobrevivir.

—Genial, os deseo lo mejor.

Sonrisa forzada. Otra mueca. Subo la ventanilla.

—Arranca, arranca —susurro.

Ricardo mete primera y se mueve despacio. Gira a la derecha, avanza unos metros. Nos paramos en un descampado cerca de la playa. Veo el mar a lo lejos. Mi mar. Mi playa. Mi pasado tal cual lo recuerdo. Grito dentro del coche. Me giro. Diana, Emily y Ricardo tienen los ojos tan abiertos que dan miedo. Parece que se les vayan a salir de las cuencas.

—Joder. Dios. Mierda. ¡Coño ya!

—Alicia.

—¿Cómo me he podido encontrar con él?

—Alicia.

—¿A quién se le ocurre venir a casa de su ex? ¿Soy gilipollas?

—Aliiicia.

—Qué.

—Ha sido la hostia —lanza Diana.

Nos reímos. Fuerte. En alto. Para que nos escuche el universo. Solo duele aquello que dejamos bien adentro. Y esto lleva meses fuera de mí. Lejos de mi vida.

—Qué puta casualidad, ¿eh? —Se ríe Emily.

—Os juro que yo no quería encontrarme con él. Os lo juro.

—Nadie quiere encontrarse con su ex.

—Al menos nadie con estas pintas. Manda cojones. Me podría haber encontrado con él hace dos noches, cuando estaba duchada, maquillada, bien vestida. Pero así... Joder, que llevo el pelo lleno de mierda. No me jodáis. Qué imagen es esta.

—Bueno, él tampoco estaba muy aliñado —dice Emily.

—¿Cómo lo has visto? —se interesa Ricardo.

—Igual. Con sus mismos rizos y su mirada de perro. ¿Cómo pude estar con él tanto tiempo?

Estoy sudando y el corazón me va a mil por hora. Miro a Ricardo. Él me guiña el ojo. Se acerca. Me besa la cabeza. Lo abrazo. Las chicas se unen desde el asiento de atrás. Olemos fatal, pero ¿acaso importa?

—Qué suerte tengo de que estéis en mi vida —susurro.

—Te queremos, Alicia.

El amor. Ese amor. El que no te cambia la cara ni la mirada. El que te calma en momentos de subidón. El que te sube en momentos de calma. El mismo que equilibra todas las emociones, sentimientos y acciones. Jamás me he sentido tan querida. Y yo que buscaba el amor en todas las esquinas. Al final solo se trataba de cambiar el filtro y entender que la pureza se encuentra más allá de lo establecido. Del bien, del mal. Del esto así y esto asá. Del sacrificio. De las posesiones. Del imaginario. Del beso que despierta a la princesa. Del príncipe que mata al dragón. Hay tantas odas a las relaciones románticas y tan pocas a la amistad... Nos gusta tanto clasificarlo todo, encajarlo, etiquetarlo que no somos capaces de ver los vínculos con los mismos ojos del anhelo, del reconocimiento, de la búsqueda, del sosiego que nos venden en formato doble y en packs de dos. ¿Tanto miedo tenemos a salirnos de la norma?

—¿Estás bien? —me preguntan.

—Sí, sí. Extraña.

—¿Por?

—Creo que he actuado como una inmadura, no sé.

—Alicia, de nada sirve que te castigues ahora. Has hecho lo que te ha nacido en ese momento. Ya está —me consuela Ricardo.

Me apetece darme un baño en este mar, en esta playa que siento un poco mía. Quiero bautizar mi pasado, el cierre de una etapa, el principio de la transición. Lo comunico al grupo. Me sonríen y asienten. Me cambio como puedo en medio del descampado. Camino despacio entre la muchedumbre que se aísla del sol bajo las sombrillas. Veo el faro en la lejanía, la heladería donde me compraba el helado de pistacho vegano que tanto me gusta. El banco donde pasé tantas horas con Diego. Las ruidosas vías del tren que me despertaban por la noche al inicio de mi estancia en Montgat. El café del bar L’Estació. El arroz negro de Miquel. Los libros de Maribel. Un pasado que abrazo y que dejo donde le corresponde. Ahí, detrás.

Con pasos lentos y la mirada puesta en el horizonte, me sumerjo. El agua está tibia. Meado de burra, como dicen los norteños. El Mediterráneo es lo que tiene. A mí me encanta. Lo echaba de menos. En el fondo de mi ser, en el rincón más profundo de mi alma, la nostalgia se instala. Y aquello a lo que un día dije adiós con tanta facilidad, hoy se aferra a mis pensamientos. Nado con cierta torpeza y me desplazo pocos metros mar adentro. Sus aguas me mojan el pelo. Meto la cabeza y escucho. El silencio. Ese silencio. Ese que todo lo ensalza y lo oculta. Escucho las burbujas que salen de mis labios. Percibo el tacto de la arena ligera bajo mis pies. A mi lado, una pequeña roca inocente sin intención de joderme el dedo meñique con un golpe repentino. Dejo el cuerpo inerte y las olas lo mecen a su albedrío. Y esas preguntas que tanto he evitado hacerme, esas voces que taladran mi cabeza por las noches, las dejo ahora libres. Los pensamientos son como nubes que cubren el cielo de mi mente. A veces traen claridad y otras, las más inhóspitas tormentas. Quién soy en este momento. Con esta calma, en este lugar. Quién fui en el pasado. Qué se me quedó pendiente. Por qué estoy aquí. Tantas veces he leído la palabra «propósito» que ya ha perdido su sentido. Qué cojones es eso que se supone que tengo que cumplir. A qué coño juega la vida. O el universo. O la existencia. Y cómo algo que para mí es tan vital para el universo es un simple mortal. Otro más. Para qué. ¿Merece la pena todo esto? El sufrimiento, el dolor, el juicio, la lucha, la felicidad. Qué buscamos. Qué anhelamos. Qué tuvimos que ahora nos falta. Por qué cojones en ocasiones siento este vacío tan presente en mí. Y qué significa. ¿Acaso significa algo? Tal vez todo sea más sencillo y queramos complicarlo. Tal vez esto sea un juego de simulación con ciertas misiones y niveles que debemos superar. Conocer el personaje que te ha tocado y ver qué dejaste pendiente en las partidas que jugaste en el pasado. Volver a escribir ese libro cuyo desenlace todos esperamos y conocemos. Sin spoilers, eh: al final, morimos. Sorpresa. Sí, la muerte. Ahí está, acechando en el horizonte. Cada día más cerca. Y pensando en el infinito de la tan temida oscuridad que cubre el apagón de nuestra vida, me pregunto: ¿estoy donde quiero estar?

El aire de la superficie de nuevo. La mano del pulso que te invita a seguir, a avanzar, a dejar el puto pasado atrás. La sal escuece en los ojos. Al fondo, un grupo juega con una pelota hinchable. Los niños gritan. El sol quema. La humedad me asfixia. Me doy la vuelta. Diana, Emily y Ricardo están en la orilla. Sonríen. Me saludan. No quiero salir. Todavía no. Dejo el cuerpo muerto en horizontal. Todo fluye. La vida no se para aunque el latido deje de escucharse. Aunque la respiración deje de hinchar los pulmones. Todo se mueve. Todo circula. Todo progresa. Todo prospera. Lo hiciste bien, Alicia. No sé si lo correcto. ¿Qué es lo correcto? Hiciste lo que tu alma pedía, lo que tu cuerpo necesitaba, lo que tu mente tanto temía. Estás más cerca de conocerte. Este es el camino. El que decides. El que eliges. Donde la cagas. Donde fracasas. Donde lo consigues. Donde lo intentas. Donde te caes. Da igual. Lo superfluo no tiene peso, es como mi cuerpo en este mar caliente y salado. Lo importante no es qué hiciste, sino que lo hiciste. Por ti. Eso es. Por y para ti. Lo único que debería preocuparnos cuando tomamos decisiones es por quién lo hacemos. En la báscula pesa más la efimeridad de la vida que el sistema social. Dejé atrás a un hombre bueno y noble para luchar por mi carrera. Y aquí estoy, visitando al pasado, entregando un cuerpo ligero mecido por la densidad del agua. Muriendo cuando quiero morir. Viviendo solo por y para mí.