XXI

Leo

Viernes. Tan deseado. Tantas ganas contenidas. Tantas conversaciones virtuales. Tantos mensajes de voz. Ya no nos sentimos gilipollas hablándole al móvil sin esperar una respuesta. Charla unidireccional. Doble check. Un jajajá en mayúsculas. Emojis de berenjenas. Sabes lo que significa. Emoji de melocotón. Sé lo que conlleva.

Me paso el día releyendo la novela, cambiando algunos detalles, añadiendo otros. Una trilogía. Joder, una puta trilogía. ¿Es real? Me pellizco. Ay, duele. Parece que sí, lo es. ¿Los sueños se cumplen? ¿Y para qué sirven si no? ¿Para qué los quieres? ¿Para que ocupen espacio?

Son las cuatro. Me desabrocho el botón del pantalón corto que llevo puesto. Mi barriga sale disparada. He comido demasiado. Qué pereza. Leo me escribe. «Nos vemos a las siete en el metro La Latina.» Emoji de corazón. Tengo curiosidad por ver cómo es a la luz del día. Por seguir descubriendo sus facciones y sus formas de reírse o de arrugar la nariz, por contar las arrugas que surgen de sus ojos como afluentes de un río azul que se concentra en sus pupilas. No sé qué pasará. Tampoco tengo expectativas. O intento no crearlas.

Entro en la ducha y dejo que el agua me refresque el cuerpo. Me asfixio en Madrid. Es el primer verano que paso aquí. Ahora entiendo por qué toda España se llena de madrileños en los meses más calurosos del año. Tiene lógica.

Me miro al espejo. Me seco el pelo. El sudor moja mi cuello. No sé para qué me ducho. Desodorante, pintalabios rojo, eyeliner perfecto. Celebro la batalla ganada a este pincel satánico que siempre hace que me dibuje el rabillo desigual. Que te jodan. Hoy gano yo. Me doy cuenta de la hora. Hostia. Me pongo una falda larga y negra. Un top escotado por la espalda. Unas sandalias sin tacón. Cojo el bolso, las llaves, los auriculares enredados y el móvil. Corro hacia el metro. Respiro. Estoy nerviosa. A estas alturas sí. Después de tantas experiencias, lo sé. Pero qué le voy a hacer. Soy así.

Apoyado en una farola hay un chico con una media melena rubia liándose un cigarrillo. Está concentrado. Lleva unos tejanos estrechos con unas sandalias de cuero negro. Una camiseta de manga corta con un estampado bohemio y hippie de color verde. Luce un bronceado que muchos deben de envidiar. Su aspecto me recuerda a esos surferos de California que salen en las películas. A medida que avanzo, observo su cuerpo atlético conseguido sin demasiados esfuerzos. Natural. La brisa mueve ligeramente las puntas de su pelo que rozan los hombros anchos. Saca la punta de la lengua y la pasa por el papel de fumar para dar el último toque a su pequeña hazaña rutinaria. En ese momento, alza la mirada y se sorprende. Estoy tan cerca que casi puede olerme. Y no sé cómo reaccionar ni qué decir. Hemos guarreado tanto en las conversaciones por WhatsApp que dudo entre darle dos besos o hacerle una mamada.

—¡Vaya! No te he visto venir, desconocida —se asombra.

—Claro, estás tan centrado en el vicio... —bromeo.

Enciende el cigarrillo y le da una calada rápida. Lanza el humo al aire contaminado de Madrid. Sonríe. Sus dientes son pequeños y perfectos. Supongo que habrá llevado brackets de pequeño. Le compadezco; yo también. Con su brazo izquierdo me rodea el cuello y me abraza. Es lógico que haya confianza. Nos hemos follado de forma virtual, como quien dice.

—¿Preparada para tu ruta de blues? —Sonríe.

—Nací para esto —contesto.

—Por cierto, estás guapísima. Me encanta tu rollo.

Fíjate en mi eyeliner, joder. Es una puta obra de arte.

—Primero, vamos a tomarnos unas cañas, ¿te apetece? Así tapeamos un poco y después ponemos rumbo al primer garito.

—Estoy a tus órdenes, capitán. Tú diriges el barco.

—Surquemos los grises mares, desconocida.

Mientras, me mira con esos ojos capaces de desnudarte el alma y dejarte al descubierto ante el mundo entero. Con esos faros que iluminan el camino a mi entrepierna desde que nos conocimos. Con esa inocencia que emana, incapaz de vestir de abuelita al lobo que esconde dentro. Un vuelco en el estómago. Un golpe en el corazón. Estos pequeños gestos que siempre —y reitero, siempre— me pillan desprevenida. A ver si la inocente, al final, voy a ser yo.

Caminamos pocos metros. Hay un bar pequeño y pintoresco, muy castizo. Uno de esos bares patrios con las banderas bien grandes, las cabezas de toros disecadas en la pared, las fotos de los famosos que han parado a comer vetetúasaberqué en ese antro. El conjunto me genera cierto rechazo. Empezamos bien.

—Lo sé, no te fijes en la decoración —susurra.

—Es un horror —digo. Y no suelo ser de esas personas que se quejan, no en la primera cita al menos.

—¿Te gustan los toros?

¿Es una pregunta trampa?

—No, jamás entenderé cómo alguien puede ver arte en la tortura de un animal. Es la supremacía del ser humano frente a la naturaleza —sentencio.

Leo se queda callado. Hace una mueca. Pide dos cañas y una tapa de champiñones rellenos. Es el plato estrella de este lugar.

—A mí tampoco me gustan, pero te vas a comer los mejores champiñones rellenos que has probado en tu vida.

—No sé si los mejores, pero sin duda serán los primeros. —Me río.

—Eres dura de roer, eh.

—No te creas.

Flash, esa mirada pícara que llevo entrenando tantos años frente al espejo. La lanzo sin piedad. Ahora me toca jugar a mí, Leo. A ver quién pierde.

—¿Y qué tal vas con el trabajo? —pregunta.

—Lo cierto es que estoy muy ilusionada. Justo ayer me reuní con una editora de Penguin Random House, ¿te suena?

—No tengo ni idea del mundo editorial —se disculpa.

—Normal. Creo que ni los que estamos en él nos enteramos de cómo funciona. El caso es que... ¿Recuerdas que te dije que estaba escribiendo una novela?

—Sí, claro.

—Pues resulta que no será una... ¡sino tres!

—¿Cómo?

—Me han ofrecido escribir una trilogía.

—¡Hostia, Alicia! Eso son muy buenas noticias.

—Sí, eres de las primeras personas que lo saben. Bueno, excepto mi madre y mis amistades.

Como si fuese la popular del instituto. Ni que tuviera más personas a las que contárselo.

—Esto se merece un brindis, joder.

Alza la caña fresca y chorreante. Sonrío. Me hace ilusión. Chinchín.

—¡Espera, espera! —grito.

—Dime.

—Quien no apoya no folla —rezo.

Apoyo mi caña en la barra de madera llena de grasa.

—Quien no recorre no se corre.

Deslizo el culo de mi vaso por toda la mierda que pretenden quitar con un trapo sucio y maloliente.

—Por la Virgen de Guadalupe: si no me lo follo, al menos que me lo chupe.

Alguien por detrás me pone una corona de diamantes, una capa de terciopelo rojo y un cetro dorado y brillante. Soy la puta reina del ligoteo, sí, señor.

—Vaya, menuda declaración de intenciones.

—¿Por? Es un simple ritual.

Bebo un sorbo. Nos ponen los champiñones rellenos. Pruebo uno. Están increíbles.

—¿Cómo están?

—Están increíbles.

Leo asiente satisfecho con su elección. De momento, la ruta va muy bien. A ver cómo acaba. Y dónde.

—Enhorabuena por esa trilogía.

—Muchas gracias. ¿Y tú? ¿Qué tal la semana?

—Bien, he estado tocando en el metro, pero sin demasiado éxito. En agosto no hay nadie en Madrid.

—¿Cómo te dio por la música?

—Buena pregunta. Lo cierto es que siempre he sentido devoción por la música, especialmente por el blues. Recuerdo que mi abuelo tenía un equipo de sonido en su estudio y una estantería llena de vinilos. Esta obsesión por el blues y por la armónica me viene un poco de él, claro está. Pero, vaya, a los dieciséis me compraron mi primera guitarra y empecé a aprender lo básico. Después me aburrí de ella y me lancé a probar otros sonidos.

—¿Y cómo llegaste a la armónica? Es poco habitual.

—No es un instrumento demasiado conocido, la verdad. Solemos ligar poco los armonicistas.

—Venga ya. No seas mentiroso, coño.

Leo se ríe. Es una risa que dice: «Es cierto, estoy siendo humilde, pero cada noche me acuesto acompañado». ¿Por qué cojones harán estas cosas?

—Una tarde pasé por una librería y me encontré un libro sobre cómo tocar la armónica y otro sobre el djembé. Estuve dudando un buen rato. Por aquel entonces había empezado a tontear con el segundo instrumento. Cuando ya había tomado la decisión de llevarme el manual de percusión, de repente, lo cambié. No sé, fue pura intuición. Al final me compré el de la armónica.

—Vaya, ¿y te compraste una armónica o ya tenías una?

—Todo el mundo tiene una armónica en casa. Mi abuelo tenía una en su estudio y cuando falleció me la dieron a mí. Estuvo cogiendo polvo hasta esa misma tarde. Y de eso han pasado... ¿doce años?

—¿Llevas doce años tocando la armónica?

—Sí, pero no de forma profesional. Empecé sin tener ni puta idea. Mucho trabajo y muchas horas de estudio después, puedo decir que me dedico a la música. Aunque tampoco soy rico, eh.

—¿Dónde vives?

—Por Carabanchel, ¿lo conoces?

—¿Eso está al sur?

—Sí, exacto.

—¿Manolito Gafotas no era de ahí?

Leo se ríe. No entiendo el motivo, pero me contagia.

—¿Vives solo?

—¿Quién puede vivir solo en la capital a día de hoy?

Me callo. Soy una privilegiada. Gracias, Carolina, por rebajarme el precio del piso en su día.

—Yo vivo sola.

—Mírala, la marquesa.

—Para nada. A ver, no me va mal, pero tuve suerte. Mi casera es una antigua clienta y me hizo un buen precio.

—¿Esas cosas que solo pasan en las películas también te suceden a ti, Alicia?

—Eso parece.

—Yo comparto piso con dos compañeros.

—¿Músicos?

—Sí, del gremio. Uno es saxofonista y el otro, batería. Creo que a Carlos lo viste en La Coquette aquella noche.

Asiento, pero ni me acuerdo de quién cojones estaba tocando la batería. Nos acabamos la cerveza.

—¿Siguiente bar?

—¡Vamos!

Paga la cuenta.

—A la próxima ronda invito yo.

—Hecho, marquesa.

No acabo de sentirme cómoda con el nuevo apodo, pero lo dejo pasar. Continuamos calle abajo y nos paramos frente a una puerta diminuta con un cartel cochambroso. Le faltan letras. Leo saluda a un hombre que está en la entrada. «Pasa, pasa». Se escucha música. Nos sumergimos. Las luces cálidas, las mesas de madera. Pocos metros cuadrados. En sus paredes retumba el jazz. Leo abraza a unos y a otros. Yo me quedo en segundo plano, sin interrumpir las apasionantes conversaciones sobre conciertos e instrumentos. Bostezo.

—¿Qué quieres beber? ¿Un tercio?

—Perfecto.

Nos quedamos apoyados en la barra. Por suerte, está más limpia que la anterior. Leo saluda a los músicos a lo lejos. ¿Conoce a todo Madrid o qué coño pasa?

—¿Conoces a todo Madrid?

—No, pero sí que conozco a mucha gente del mundillo. Al final somos cuatro gatos los que nos movemos en estos ambientes.

La batería da paso al resto del grupo. No hay voces, solo instrumentos. Un bajo, un saxofón, una guitarra. El jazz eclosiona en mi interior, me reanima. Me lleva a un lugar conocido, aunque tal vez no en esta vida. He estado aquí antes, lo sé. He escuchado esto con anterioridad, estoy segura. Cuándo. Cómo. Quién era. Lo desconozco, pero conecto con la anarquía del sonido, con la batalla de las notas, con la realidad de la música vibrando en mi pecho. Es alucinante cómo nos podemos dejar llevar a otros lugares con tan solo escuchar el caos, ese orden que no sabemos descifrar. Leo me mira de reojo. Sonrío.

—Me vibra el pecho —comparto.

No dice nada. No hay nada que decir. Bebe un sorbo de su cerveza y apoya su mano en mi hombro izquierdo. La magnitud de los estímulos es tan elevada que me aletarga. Me ausento, me voy de esta realidad durante unos minutos. Solo estamos el sonido, ese chas, parabambam y las ondas que impactan en mi tímpano y que son imposibles de transmitir por escrito. El jazz, joder, qué tendrá el jazz.

Unos aplausos hacen que regrese de la oscuridad que encuentro cuando cierro los ojos. Esa tan conocida, esa tan familiar. Esa que tanto asusta, la misma que no logro iluminar.

—¿Te está gustando? —dice Leo.

—Me está encantando. Casi más que el blues.

—¿En serio? A mí el jazz me gusta, pero tampoco me apasiona. Soy más blusero. ¿Quieres otra birra?

Asiento con la cabeza. Brindamos por las historias paralelas que nos cuenta una misma partitura. El garito se llena de gente. Hace calor. Agosto en Madrid. El puto horror. El sudor salpica mi pecho. Leo se da cuenta.

—¿Tienes calor?

—Un poco, la verdad.

—Te acostumbrarás a este infierno madrileño. —Se ríe—. Odio estar en la ciudad en verano.

—¿Y qué haces aquí?

—Trabajar y ahorrar. He llegado hace poco de viaje. Me fui a mi tierra y toqué en la playa y delante de las terrazas. Es un chollo en verano. Menudo negocio.

—¿Cuánto sueles ganar al día?

—Qué directa.

—Soy periodista.

—¿En serio?

—¿Vas a contestarme o no?

—Suelo ganar unos ochenta o cien euros al día.

—Dime que es una broma.

—No, no lo es.

—¡¿Cien euros al día?!

—Solo los días buenos. No todos son así. Hay días que te vas a casa con veinte euros en el bolsillo. Y da gracias.

—Joder.

—¿Pensabas que los músicos callejeros éramos unos pobres desgraciados o unos vagabundos?

—Lo cierto es que tampoco lo veía así, pero no creía que se pudiese ganar tanto dinero tocando en la calle.

—Depende del músico, de la estrategia, del momento... Son muchos factores. Este verano me estoy centrando en tocar para ahorrar y comprarme una furgoneta el año que viene.

—Ah, ¿sí?

Pienso en Ricardo. Sonrío. Le mando luz al hombre más maravilloso que he conocido. A ese que tiene un trozo de mí y que me quiere así, libre. Qué bien sienta el equilibrio. Aunque, ¿está la balanza nivelada?

—Quiero viajar por el mundo tocando en las calles y conociendo la cultura musical de cada sitio. Escuchar nuevos sonidos, historias, instrumentos...

—Suena muy hippie y bohemio.

—Puede ser. Es mi sueño desde hace tiempo.

—¿Qué edad me dijiste que tenías?

—No te lo dije. —Sonríe.

Bebo un sorbo de la cerveza. Espero.

—Tengo treinta y ocho. ¿Y tú?

—Diez menos.

—¿Eso es un problema?

—¿Para qué?

—No sé, para esta conversación.

—¿Lo es para ti?

—Lo cierto es que no. Al contrario. Tienes las ideas claras para una chica de veintiocho.

Pablo se cruza por mi cabeza. Tengo un déjà vu. Esto ya lo he vivido antes, creo.

—Me da rabia que la gente asocie la edad a la madurez. Tú puedes estar rozando los cuarenta y ser un niñato. Y yo puedo estar cerca de los veinte, ¡o de los treinta!, y ser mucho más madura.

—Sí, pero las experiencias ayudan a moldear la personalidad, el carácter...

—¿Acaso sabes las experiencias que he vivido yo? ¿A qué me he enfrentado? ¿Mis traumas?

—Eres guerrera, Alicia.

—O sea, que a tus casi cuarenta años te quieres comprar una furgoneta e irte a viajar por el mundo. ¿Quieres tener hijos?

—Vaya, es la primera vez que me lo preguntan. Al menos alguien que no es mi pareja.

—Eso es porque no eres una mujer. Llego a ser yo quien quiere hacer ese plan de vida y tendría tantas preguntas que responder como estrellas hay en el firmamento. «¿Y no quieres tener hijos?» «¿Cuándo madurarás?» «Se te pasará el arroz.» «¿No te parece peligroso?» «¿Soltera a tu edad?» Y un largo etcétera.

—¿Crees que eso te lo dicen porque eres mujer o porque has dado con personas demasiado cotillas?

Ay, la inocencia antes de que el feminismo te quite la venda.

—Por supuesto que es por ser mujer. A ti se te ve como un hombre bohemio y libre que viaja por el mundo buscando su sonido. Da para el guion de una película. Sin embargo, mi adaptación cinematográfica sería mucho más dramática. Ya sabes, una chica que come helado a altas horas de la madrugada, que llora por las esquinas porque no soporta la soledad, que escucha canciones románticas, que mira sus defectos en el espejo mientras piensa quién la va a querer si cada día está más arrugada y fea, que tiene un trabajo de mierda y una jefa que la odia o un jefe del que está profundamente enamorada aunque es un puto gilipollas...

—Te las conoces todas, ¿eh?

—Son muchas las películas que nos retratan así.

—¿Llevas tiempo soltera?

—¿Quién te dice que lo esté?

—Cierto, ¿lo estás?

—¿Qué es la soltería, Leo?

—Joder, qué pregunta. Pues, no sé... Cuando no tienes pareja, supongo.

—Supones.

—Sí.

—¿Estás soltero?

—¿Yo? Sí. Desde hace tiempo, además. Digamos que las relaciones no me duran demasiado. Lo máximo ha sido un año y medio. ¿Y tú?

—¿Qué?

—¿Tienes pareja?

—No, pero sí que tengo mucho amor en mi vida. Tampoco me da miedo sentir emociones afectivas y románticas por otras personas. Que parece que en esta sociedad nos cueste menos follar que amar cuando para mí son dos caras de la misma moneda.

Quién te ha visto y quién te ve, Alicia. Hace unos meses follando en un club swinger y ahora uniendo el amor y el sexo. Bueno, un momento. ¿Acaso no amé a esos chicos aquella noche? ¿O a Hugo cuando se corrió en mi ojo? Vale, ahí quise matarlo, es cierto. Pero el durante, el proceso, el fuego, la creación, la unión... eso fue mágico. Fue amor. ¿Lo fue?

—No quiero relaciones. Al final me siento agobiado. Me resulta antinatural —dice Leo.

—¿El qué? ¿Amar?

—No, tener pareja y ser fiel. Sigo teniendo ojos en la cara y sintiendo deseo. Me cuesta mucho esa parte.

—A mí me pasaba lo mismo hasta que alguien me habló de las relaciones no monógamas. Y me siento más cómoda vinculándome así.

—¿Eso qué es?

—Son relaciones abiertas. Aunque tampoco diría que tengo una relación abierta.

Ah, ¿no? ¿Qué es una relación, Alicia?

—¿Estás con alguien?

—Sí y no. Tengo a varias personas especiales en mi vida.

—Pero ¿no has dicho que no tenías pareja?

—Y no tengo.

—¿Entonces?

—¿Acaso tengo que construir relaciones bajo una premisa? ¿Hay un certificado que acredita qué es y qué no es una relación?

Leo se ríe.

—Lo cierto es que no.

—Se llama Ricardo. Nos conocimos a través de Tinder. Conectamos, nos queremos, nos respetamos, nos liberamos. Es un gran amigo, alguien que me apetece que me acompañe en mi vida. Al final, de eso se trata, ¿no?, de acompañar. Las otras relaciones que tengo son con mis amigas. Ellas lo son todo para mí. Las amo con todo mi ser.

—Me gustas, Alicia.

Esto sí que no me lo esperaba. Lo miro. Me da un vuelco el corazón. Carraspeo. El jazz inhibe mis retortijones. Una pausa. Un final. Aplausos. No hay respuesta por mi parte. Nos quedamos absortos en ese universo azul que plasman sus ojos, en esa profundidad verde que presentan los míos. Una amplia posibilidad de colores nace de la fusión de nuestros iris. Seremos aquellos que queramos ser. Tan sencillo como eso.

—¿Te apetece que sigamos con la ruta?

Asiento con la cabeza. Me tomo el resto del tercio de un trago. Invito yo. Salimos al cemento asfixiante, a las calles desiertas, a ese Madrid que tanto amo y que me sorprendo odiando.

—Este es el último sitio al que tenía pensado ir, pero ¿tienes hambre?

—Un poco.

—¿Qué te apetece?

—¿Quieres unos tacos? —pregunto.

—Siempre.

—Conozco la mejor taquería de Madrid. Vamos.

Caminamos un poco y llegamos a esa calle Hileras y a su pequeño rincón mexicano en el que tantas risas he ahogado con las chicas. Nos sentamos a una mesa de plástico un poco coja. La calzamos con una servilleta del bar. Pedimos tres tacos para cada uno y una michelada de clamato con Modelo Especial bien fría.

—¿Y cómo han sido tus relaciones? ¿Eres de relaciones largas? —me suelta.

—¿Has estado pensando en esa pregunta todo este tiempo?

—Creo que sí. —Nos reímos.

—En abril lo dejé con mi ex. Llevábamos cinco años saliendo y casi los mismos viviendo juntos.

—Joder, menuda inversión de tiempo. Qué pereza.

—¿Pereza? ¡No! Fue bonito mientras duró.

—¿Qué pasó?

—Eres un poco cotilla, ¿eh?

—Serán las cervezas.

—Serán. Lo cierto es que no pasó nada. Ese era el problema. Me fui de casa. Me dio un arrebato y lo dejé todo. Cogí el coche y puse rumbo a Madrid. Y aquí estoy.

—Aquí estás.

—Comiendo tacos con un músico callejero.

—Sigues viéndome como un vagabundo.

—¿Acaso no lo eres? Ah, coño, es cierto: ganas cien euros al día.

Con su mano derecha me empuja ligeramente. Nos reímos. Casi se me cae el taco de la boca.

—Hace poco tuve otra relación, creo —prosigo.

—¿Crees?

—Sí, fue un poco extraño. Hubo amor, romanticismo, negación, implicación... Me encontré metida en una relación terriblemente tóxica.

—¿Qué pasó?

—Que también hui. Debe de ser un patrón psicológico o yo qué sé. Salí corriendo. Otra vez.

—¿Y ahora?

—Estoy bien. Aprendiendo, espero. Lo cierto es que me está costando aceptarme en mi soledad, en mi soltería, en mi intimidad conmigo misma. A veces pesa, ¿a ti no?

—Lo cierto es que no. Comparto piso, ¿recuerdas? Creo que eso hace que gestione mejor la soledad. Pero, vaya, nunca me he sentido así. Al contrario, creo que soy más feliz estando solo.

—¿Y cómo lo haces?

—¿El qué?

—Estar en ti.

—No sé, valorando los momentos que paso conmigo mismo. Resolviendo conflictos, viendo que soy capaz de hacerlo yo solo. Buscando compañía cuando quiero. Siendo libre todo el tiempo.

—¿No te da miedo?

—¿Miedo?

—Sí, morir solo.

—¿En eso piensas?

—A veces.

—Creo que voy a ser de esas personas que mueren con pocas arrugas en la cara. Presiento que moriré joven. Y no, no me da miedo. Me gusta esta libertad. ¿A ti no?

—Lo cierto es que nunca la había sentido. Siempre he ido empalmando una relación con otra. En estas últimas semanas me he dado cuenta de que sigo siempre el mismo patrón: me vinculo con las personas por miedo a sentirme sola.

—Pero ¿qué te da miedo exactamente de estar sola?

Me tomo unos segundos para meditar la respuesta a una pregunta que jamás me había formulado. Yo buscando las llaves y resulta que las tenía en la mano.

—¿Sabes? No lo sé. Qué fuerte, ¿no?

—¿Por?

—Temer a algo y no saber por qué.

—En eso consiste el miedo.

Apuramos las micheladas. Pagamos a medias. Nos despedimos de los camareros y volvemos a sumergirnos en la ciudad oscura que se presenta ante nosotros. Leo pone la directa y se cuela entre callejones, gente borracha y olor a basura. Hay un pequeño rincón con una luz de neón. Saluda al portero. Mismos gestos, mismas palabras. Toquecito en el hombro, apretón de manos. «¿Qué pasa, tío? ¿Cómo va la noche?» «Ya sabes, aquí andamos.» «Te veo dentro.» «Venga, tío, que lo paséis bien.» Abre la puerta y bajamos unas escaleras. Hay un escenario pequeño iluminado por unos focos. Una oscuridad que mis pupilas tardan en procesar. Una barra de madera. Unas sillas distribuidas por la sala.

—Este es el mejor garito de blues de Madrid.

Y, acto seguido, los doce compases. El sonido de una voz desgarradora. La repetición de estrofas. Las frases que te llevan a Nueva Orleans. Redoble de batería. Un solo de guitarra. Leo saluda a lo lejos. Un golpe de cabeza del cantante le devuelve el guiño. Pedimos dos tercios. No hay aire acondicionado. Supongo que va implícito en el blues.

—Me gustaría invitar al escenario a un gran armonicista que tenemos entre el público. Por favor, denle un fuerte aplauso a Leo González —presenta el cantante.

Leo se hace el sorprendido. Saca su armónica del bolsillo. Vale, era eso lo que se le marcaba bajo el pantalón. Suspiro aliviada. Nunca me han gustado las pollas grandes. Coge el instrumento con una mano. Habla con el resto del grupo. Asiente. El cantante baja del escenario. Leo es quien tiene el control. Chasquea los dedos en el aire haciendo una cruz. Izquierda, derecha, arriba y abajo. La banda entra al mismo tiempo. Su voz es tan personal que funciona como un pasaporte. Viaja hacia el centro de mi ser. El escenario magnifica a todo el mundo. Todos adquieren otra imagen. Y aunque no quiera casarme con este hombre, joder, una buena noche podemos pasar. ¿Por qué no? ¿Será esta la noche?

A media canción, me mira, me lanza esa mirada, la misma a la que recurrió aquella noche en La Coquette. No he aprendido nada. Ni a esquivarlas ni a procesarlas. Me quedo estupefacta. La silla me ata. Su forma de moverse me hechiza. No sé si quiero conocer el truco. Creo que estoy mejor así, sabiendo quién es el brujo, pero sin descubrir cómo consigue hacer magia en mí. Los aplausos reinan en la sala. Leo se despide y deja paso de nuevo al cantante principal. Camina hacia nuestra mesa entre comentarios, ovaciones, felicitaciones. Se debe de vivir bien siendo el centro de atención, aunque sea de forma momentánea. ¿Cómo gestionará el ego? ¿Se lo tendrá creído?

—¿Qué te ha parecido? —pregunta.

—Bueno, no ha estado mal —respondo.

Sus ojos se abren sorprendidos y la boca redondea la expresión facial. Un hachazo a su interior. Me río.

—Qué cruel eres conmigo, Alicia.

—¿Yo? ¿Por qué?

—No podré escuchar ni un solo cumplido por tu parte.

—Seguro que estás acostumbrado a ellos.

—Sí, pero no a los tuyos.

Lo miro de reojo. Giro la cabeza. Bebo del tercio, indiferente.

—¿Es difícil tocar la armónica?

—Al principio no, es un instrumento que enseguida suena bien. El problema es embocar bien y aprender técnicas como el bending, el trino... Se utiliza mucho la lengua en la armónica, ¿sabes?

A mi coño parece que le haya sonado el despertador y que, de forma repentina, se haya levantado de la pelvis.

—¿Y para qué quieres utilizar la lengua? A parte de tocar la armónica, claro.

—No sé, dímelo tú.

—¿Yo?

—¿Qué se te ocurre?

Mi entrepierna está dando palmas tan fuerte que parece un concierto de Rosalía. Tra, tra.

—¿Para poner sellos en un sobre?

—Por ejemplo. ¿Qué más?

—¿Liarte un cigarrillo o un porro?

—Mira, un porrito me fumaba muy a gusto. ¿Qué más?

—Leo, no lo sé. No se me ocurre nada más. Tendrás que demostrarme a qué te refieres porque no caigo.

Él lanza una mirada de reojo. Media sonrisa pícara. Se acaba el tercio. Le sigo. Golpeo con el botellín en la mesa. Ahí, machota. Decidida. Dueña de tu cuerpo. Con ganas de follar. De celebrar que estoy viva. Pagamos y salimos. Nos quedamos en la puerta. Me apoyo en la pared del garito mientras él se lía un pitillo.

—O sea, que todavía no caes, ¿no?

—Lo cierto es que no, Leo. Nunca fui buena con los acertijos.

Apoya el cigarro en su oreja y se acerca a mí. No se lo piensa demasiado. Lo agradezco. En estas situaciones siempre acabo bizca, con la risa floja o tosiendo. Me cuestan las escenas románticas. Soy torpe hasta para eso. Con su mano derecha me levanta la mandíbula y me besa. Sus labios finos se fusionan con los míos rojos. Una lengua astuta y áspera se enreda tímidamente con la mía. No hay grandes proezas ni movimientos bruscos ni caricias. Solo un beso húmedo, caliente y cohibido. Arrimo mi cuerpo al suyo. Abrazo su cintura con mis brazos. Aprieto su torso contra el mío. Y ahí sí, se desata la pasión. Él no cierra los ojos. Eso me incomoda.

—¿Te apetece venir a casa? No vivo muy lejos de aquí.

Pienso en mis sábanas que todavía contienen los fluidos de aquella noche con Ricardo. ¿Follar ahí sería ético? ¿La gente soltera cambia las sábanas después de cada polvo?

—Me apetece.

Un taxi a lo lejos con su luz verde. Leo levanta el brazo. El taxi para. Entramos. Le da la dirección. Su pitillo sigue esperando en la oreja. El pelo rubio le cae por la cara. Me mira, suspira y sonríe. Estos son los instantes que nunca salen en las películas, los que te incomodan sin saber muy bien el motivo. Entramos en una pequeña calle y nos detenemos delante de un portal antiguo.

—Es aquí, ya hemos llegado.

Paga el taxi. Nos bajamos. Antes de subir, ahora sí, se enciende el cigarrillo. Me mira. De nuevo, el beso. Le echamos ganas. Le quitamos el acobardamiento del primero, del desconocimiento. El sabor amargo, el tacto rudo, la saliva que baila, el sonido de los fluidos, los ojos que analizan, mi intranquilidad ante esa extraña manía. Leo me coge de la nuca y sigue surcando mis labios, navegando por la excitación que está a punto de presenciar en directo.

Entre beso y beso, le da una calada a su pitillo. Mira al cielo. Observa la luna. Hago lo mismo. Está creciente, casi llena.

—La luna nos afecta, ¿lo sabías?

—Algo me han contado.

Recuerdo el retiro tántrico y la conversación sobre la luna y la menstruación. Un antes y un después.

—Siempre me ha provocado fascinación. A veces paso horas y horas mirándola. Tiene magia, ¿no crees?

Sigo sin apartar mis ojos del satélite blanco, de esa diosa que hiende los cielos. Me siento como una polilla atraída por la luz. Él está igual. El humo que lanza por la boca nubla con ligereza la visión del horizonte. No decimos nada, ¿para qué? Tira el cigarrillo al suelo y lo apaga. El calor de agosto sigue protagonizando las noches, no pierde oportunidad para mojar mis axilas, mi frente y mi escote. Escucho unas llaves. Vuelvo a la realidad, a este plano físico. Leo abre la puerta. Sonríe. Paso. Subimos unas escaleras. No hay ascensor. Abre otra puerta. No sé ni qué hora es. Miro el móvil. Las chicas me han escrito. «Pásalo bien, zorra. Estaremos escuchando tus empotramientos.» Y Ricardo. «Disfruta esta noche. Mañana si te apetece me cuentas. Te quiero (un trozo).» Una sonrisa estúpida se cuela entre las comisuras de mis labios. Suspiro. Me siento amada aunque no sea de la manera a la que estoy acostumbrada.

El piso de Leo es un cliché absoluto. Un sofá con una tela cochambrosa. Una mesa de centro con algunas birras vacías. Un sillón antiguo y unos muebles de esos que acabas comiéndote con el alquiler porque al casero le daba pena tirarlos o porque a saber por qué cojones no prende fuego a esa terrorífica estantería. Las paredes son de gotelé y de un tono amarillento. Quiero pensar que es la pintura y no la falta de ella. Sus dos compañeros de piso están fumándose un porro mientras charlan. Saludo. Al final no me he fijado en qué hora es.

—¡Ey! ¿Qué tal? Pensé que estaríais durmiendo.

Los colegas me miran. Me escanean. Qué típico. Esto sucede con personas de cualquier género. Analizar a quien acabará, minutos más tarde, gimiendo en la habitación de al lado.

—No, tío. Nos hemos liado, ya sabes. Es viernes, tronco.

—¿Me dais una caladita? —Se vuelve—. ¿Quieres algo? ¿Una birra? ¿Una calada?

—¿Si te digo que quiero ambas estoy abusando de tu generosidad?

—¡Qué va!

Fuma del porro y me lo pasa. Me siento en el sillón lleno de ácaros y polvo. Disfruto de esa calada y del sabor a hierba que recordaba lejano. Asiento con la cabeza mientras expulso el humo. Un clásico. Leo me ofrece una birra.

—¿Vamos a mi habitación o quieres quedarte aquí?

Coño, es cierto. He venido a follar. Me levanto.

—Gracias, chicos. Un placer.

—Hala, hala. Que disfrutéis, guarros. —Se ríen.

—No seas envidioso, Carlos.

Carcajadas. No entiendo la broma. Entramos en su habitación. El colchón está tirado en el suelo. Una mesita de noche de madera esconde las pelusas que hay debajo. Una colcha con una luna y un sol estampados arrastra por el suelo y tapa unas sábanas de cuadros azules, amarillos y verdes. La ropa se amontona en un rincón. No sé si está sucia o limpia. Un armario grande con un espejo. Una estantería con instrumentos, libros de blues, ceniceros, filtros de cigarros y polvo. Dejo mi bolso encima del montón de tejanos y camisetas.

—Perdona, no he tenido tiempo de ordenar el cuarto.

—Tranquilo.

Abro la cerveza. Me siento en la cama. Estoy segura de que me podría quedar embarazada con la cantidad de polvos que deben de acumular las sábanas. Leo sale un momento. «Ahora vengo.» Escucho a sus amigos de fondo.

—Joder, tío, no paras. ¿Estás en racha o qué?

—Anda ya. Esto va por temporadas, ya sabéis.

Bebo un sorbo. Sigo con la oreja pegada a la pared.

—Tu verano está siendo tremendo, tío. Disfruta. Joder, el colega.

Me siento como un trozo de carne expuesta. Aunque, de algún modo, mi verano también está siendo bueno. El trío en el club swinger, Sophie, Pablo, Ricardo... No me puedo quejar. No me ofende que él haga lo mismo. Quizá me molesta la conversación, pero ¿no diría yo lo mismo si estuviera con mis amigas en la misma situación? Entonces, ¿el problema está en el género o en la forma en la que percibimos el sexo y los cuerpos?

—Perdona. Te he dado una birra, pero yo no he cogido ninguna.

Me río. Se sienta en la cama, a mi lado. Me acaricia.

—Me pareces una chica muy atractiva, Alicia. Me encanta tu rollo, tu forma de vestir. Me gustas.

—Gracias. A mí también me gusta tu estilo.

El tuyo, no el de la habitación. De ese mejor no hablemos.

—Llevo tiempo en este piso y no le he puesto ni pósters. Me he mudado tantas veces que ya no tengo ganas de decorar mis habitaciones. Me da pereza.

—Te entiendo. Mi piso está amueblado. Menos mal.

—Qué suerte que puedas vivir sola.

—Sí, lo es. Aunque no sé durante cuánto tiempo voy a poder mantener la situación, la verdad.

—¿Por qué?

—Tengo que ver qué adelanto me dan por la trilogía, pero, vaya, sé cómo funcionan los números en el sector. Y, a diferencia de lo que se muestra en la ficción, es jodido vivir de tus propios libros. Tendré que aceptar menos trabajos como escritora fantasma y eso se traduce en menos ingresos y, en consecuencia, en un alquiler mucho más bajo.

—¿Y si sale la trilogía y lo petas?

—Eso solo pasa en los cuentos y a cuatro personas con grandes agentes literarios, intereses editoriales y pasta por detrás. Normalmente cuesta hacerse un nombre y llegar a vivir solo de escribir novelas propias.

—¿Y qué tienes pensado? ¿Seguir viviendo sola o compartir piso?

—Creo que compartiré piso porque la cosa no está como para vivir sola en Madrid. Tenía ahorros y cobraba bien, sí, pero, joder, ahora mismo mi cuenta está temblando y no quiero dejarme tanto dinero en un alquiler.

La conversación me está cortando el rollo. Leo se da cuenta. Deja la cerveza apoyada en la mesita de noche.

—Bueno, te tengo que enseñar mis dotes lingüísticas.

Entiendo lo de «lingüísticas» por el órgano, no por el idioma.

—Es verdad, he venido solo para descifrar el enigma.

Se ríe. Dejo la cerveza en el suelo. Él la coge y la asegura encima de la mesita. Bien hecho, soy un desastre. Me besa. Empieza a desnudarme. Va bastante rápido. Tampoco me molesta. Me quita la ropa. Observa mi cuerpo, aunque no demasiado. Lo justo para saber dónde se encuentran mis bragas y el sujetador. Ni tan siquiera se fija en que llevo mi lencería de las noches especiales. Esa de encaje negro. Esa que demuestra mis intenciones mucho antes de nuestro encuentro. Me empuja en la cama. OK, vamos a buen ritmo. Sigue besándome y baja por mi abdomen hasta llegar a la entrepierna. Ahí se para. Me mira. Sonrío. Y se lanza al abismo. Me tenso. Va demasiado rápido.

—Suave, suave, suave —susurro.

—Perdona. ¿Así te gusta?

Prueba con la lengua dura, pero baja la velocidad. Me sigue resultando molesto.

—Me encantan las largas pasadas con la lengua blanda.

—¿Ahjí? —comenta mientras me come el coño. Suelto una carcajada.

—Perfecto.

Juro que la Alicia de hace unos meses no se atrevería a comunicar lo que quiere. Me sorprendo porque he cambiado, he crecido, me he conectado con mi propio centro. O al menos estoy en ello. Soy capaz de decir lo que me gusta y lo que no. No sé por qué esto debe de ser tabú para las mujeres cuando follan. Supongo que nos han educado en la sumisión, en el «sí, quiero», en que todo nos parece bien. No hay un manual de instrucciones genérico para todos los cuerpos y podemos pasarlo muy bien descubriendo cómo funcionan los botones y cuándo empieza a centrifugar el deseo.

—Joder —gimo.

Lo cierto es que no se le da nada mal. Tiene una lengua entrenada, capaz de moverse con velocidad sin cansarse. Parece que, al final, eso de la armónica me va a beneficiar. Muevo la pelvis hacia delante y hacia atrás. Miro al techo. El puto gotelé. Una telaraña flotando en una esquina. Un lametón que me hace cerrar los ojos con fuerza. Exhalar. Vibrar. Él se ríe con cierta maldad. Empiezo a acercarme al orgasmo, me dejo inundar por la luz cegadora. Aumento el compás de mi respiración. Mi vientre se hunde. Las costillas se marcan. Elevo el pecho al cielo. Arqueo la espalda. Intento gemir flojito para que no nos escuchen sus compañeros, pero me la suda. A estas alturas, me da igual todo. ¿Será eso la libertad? Aprieto la cabeza de Leo contra mi coño mientras muevo las caderas con fuerza. Él se percata de lo que sucede y aumenta el ritmo. Arrugo las sábanas. Me sujeto. Tres, dos, uno. Y ahí está, el despegue. La NASA interceptando un OVNI en la atmósfera. Mi alma saliendo disparada hacia la nada, la carencia, la ausencia. Se me corta la respiración. Floto en medio del cosmos. Esta sensación, joder, esta maldita sensación. Y luego dicen que el sexo es físico, superficial, carnal. No sé a dónde irán esas personas; en esta inmensidad seguro que nunca han estado.

Los primeros orgasmos con seres desconocidos son una reminiscencia de la virginidad. De algún modo te tocan, te acarician, te besan, te sienten, te penetran, te elevan, te conocen, te desnudan de forma distinta. Es curioso. Una manía que te corta el rollo. Una vulnerabilidad recurrente. Una intensidad desmedida. Un aprendizaje del otro. Son curiosas esas primeras veces en las que se ignora la conexión que pueden sentir los cuerpos, las almas, las mentes. Como si fuésemos enchufes y ladrones y no supiéramos si vamos a inundar la sala de la luz más cegadora que existe o si solo seremos capaces de ser fugaces. Quién lo sabe esas primeras veces en las que todo lo superficial se consagra o en las que todo lo sagrado se vuelve insustancial.

—¿Te ha parecido un buen ejemplo?

—¿De qué? —pregunto absorta por la corrida.

—De lo que puedo hacer con la lengua.

—Ah, sí. Aprobado. —Me río.

Me recompongo del orgasmo y me lanzo a él. Justo cuando se la voy a chupar, me para. Y yo ahí, con cara de circunstancia y con la boca abierta a punto de comerme un jugoso kebab, interrumpida por una propuesta repentina.

—¿Te apetece follar?

Pienso en Ricardo. Si estuviese aquí, diría que ya lo estamos haciendo.

—¿Penetrarme dices?

—Eh, sí —contesta dubitativo.

—Claro. ¿Tienes condones?

Abre la mesita de noche y coge una caja medio vacía. Sonrío. Se coloca el preservativo. Lo miro.

—¿Cómo quieres que me ponga?

—Así está bien.

Me tumba boca arriba. Abro las piernas. Me coloca bien la pelvis. Aprieto mi cabeza contra la almohada. Levanto las caderas. Me penetra despacio. Observa cualquier gesto fuera de lugar que pueda transmitir una anomalía. Clavo mis pupilas en las suyas. El azul de sus ojos sigue teniendo un destello vibrante a pesar de la oscuridad de la habitación, iluminada por la luz cálida de la lámpara. El pelo rubio se entremete en su cara. Deja la mandíbula suelta y sus labios se entreabren. Suspira. Sigue introduciéndose. Adoro ver la fragilidad con la que entran en mi templo. El cuidado, el detalle, la amabilidad. No siempre fue así. Hubo muchos que entraron en mi hogar dando portazos, tirando las cosas, rompiendo este pequeño rincón que habito en mí. Por suerte fueron pocos, pero los hubo. Existieron. Y no sé quién perdió el respeto antes: si esa persona al penetrarme o yo al no saber decir: «Que te jodan, cabronazo».

Leo empuja su pelvis contra mis glúteos. De rodillas, entra y sale de mi coño con experiencia, con seguridad, con exactitud. Me mira a los ojos, pero no demasiado. Intenta analizar el vaivén de mi pecho en cada impulso. La vibración que emite mi garganta en cada embestida. El sudor que se adueña de mi escote y de su frente. Abre la ventana.

—Perdona.

—Tranquilo, no pasa nada.

Nos sonreímos. Y en una centésima de segundo, cambia su cara de chico bueno a la de empotrador nato. Un juego de ilusionismo que no te deja adivinar quién se encuentra detrás de ese ser, a veces frágil, a veces intocable. Leo se tumba encima de mí y penetra con ritmo y fuerza. Miro al techo de nuevo y siento que la telaraña baila a ritmo del reggaeton que estamos haciendo con nuestros cuerpos. Huelo su melena que se esparce por su cara y acaba en mi boca. No me molesta. No será el primer pelo que me trago durante el sexo. Su espalda moldeada y lisa, con algunos lunares que dibujan constelaciones de nuevos mundos y cielos que hasta ahora no había visto. Acaricio su columna, clavo mis uñas en la piel. Él gime bajito, cerca de mi oído. Me quedo boquiabierta con sus jadeos. Creo que son los más eróticos que he escuchado en mi existencia. Los guardo en la pajoteca de mi mente, para futuras ocasiones de apaño —y alivio— momentáneo.

—¿Te importa ponerte a cuatro patas?

Me giro. Pongo el culo en pompa. Lo mira. Frunce el ceño y pone esa cara de «guau» que casi todos ponen cuando estás a cuatro patas. Se coge la polla, apunta y dispara. Sigue metiéndola, empujando, gimiendo, sudando. Se divierte variando el ritmo de su balanceo en mi interior. Yo me hundo en un sinfín de sensaciones, de emociones, de placeres. Y disfruto de su presencia en mí. Pasan los minutos, seguimos follándonos como si nos lo debiéramos. Y de repente, Leo.

—¿Te vas a correr?

—¿Yo? —respondo extrañada. —No.

—Yo creo que tampoco.

¿He hecho algo mal? ¿No le pongo?

—Ah, bueno. No te preocupes.

—Hace calor —se disculpa.

—No pasa nada. —Sonrío.

Se tumba a mi lado. Enciende el ventilador que tiene en el suelo. Una brisa enfría la exudación de nuestra piel. Gira la cabeza. Su pelo se extiende ahora por la almohada. Sus ojos persiguen los surcos de mi envoltorio. Yo me fijo en el vello irregular de su pecho y de su abdomen. Se quita el condón y lo tira a un lado. Se instala un silencio incómodo. Es el primer hombre que no se ha corrido conmigo. Y no es que yo sea una diosa del sexo, no va de eso.

—Oye, ¿quieres que haga algo? —pregunto.

—¿Cómo?

—Para que te corras, no sé. Una mamada, probar otra postura, masturbarte...

—¿Qué? ¡No!

Me mira. Se incorpora. Coge el tabaco de liar y se empieza a enrollar otro cigarrillo, con delicadeza y concentración.

—No suelo correrme la primera vez que follo con alguien —confiesa.

—¿Sabes? Eres la primera persona con la que me pasa algo así.

—No es por ti, Alicia. Me pones muchísimo y he disfrutado como un loco. Pero no me apetece correrme.

—Está bien siempre que tú estés bien.

—Lo estoy.

Con la lengua moja el papel de liar y acaba de envolver el tabaco. Lo enciende. Pega una calada. Se arrodilla al lado de la ventana abierta.

—Se habla mucho de la eyaculación precoz, pero se sabe muy poco sobre la eyaculación retardada.

—¿Qué es eso? Bueno, a ver, el nombre me da pistas.

—Hay personas a las que les cuesta un poco más llegar al orgasmo. En mi caso me sucede solo cuando follo. Y sobre todo con una chica que no conozco... Me cuesta correrme. Si me masturbo, tardo medio minuto. Pero, vaya, eso no quita que haya sido un polvazo.

—Sin duda.

Se hace de nuevo el silencio. Sigo con la mirada perdida en el gotelé.

—Yo no me puedo correr más de una vez. Solo en una ocasión.

—Ah, ¿sí? Joder, sería una buena experiencia.

—Lo cierto es que sí, lo fue.

Pienso en los chicos bisexuales, en la cama blanca, en la comida de coño a dos lenguas. Esa experiencia está marcada a fuego en mi alma. Qué bien estar viva.

—Me gustas, Alicia. ¿Ya te lo he dicho?

—Creo que sí.

—Pues eso, me gustas.

—Y tú a mí, Leo. Creo que congeniamos muy bien, ¿no?

—Totalmente.

—Aunque ahora mismo, y esto lo digo para dejar las cosas claras pero sin presión, no busco nada serio o establecido. Me gustaría fluir. Si follamos y estamos bien, ¿para qué forzar las cosas?

—Yo no soy una persona de cosas serias, Alicia. Creo que por eso me gustas. Ves las relaciones igual que yo.

—No sé si igual. Para mí una pareja es un compromiso muy grande. Cuando estoy en una relación, lo doy todo hasta el punto de quedarme vacía.

—Pero eso de las relaciones abiertas...

—Requieren un compromiso igual. Por eso te decía que creo que no puedo decir que tengo una relación abierta. O, al menos, un vínculo romántico. Joder, es un lío. Al final, ¿qué es el romanticismo? Yo soy muy romántica con mis amigas. Perdona. Estoy aquí deconstruyendo mis propias movidas y tú ahí, pensando en lo loca que estoy.

—¿Quién dice que pienso eso?

—Lo digo yo.

—Ah, bueno, entonces si lo dices tú, vale.

Nos reímos. Tira el cigarrillo por la ventana.

—Normalmente, cuando quedo con una chica un par de veces, enseguida quiere algo más serio. Eso me agobia. En general, el compromiso no me gusta. Me gusta sentirme libre.

—Pero puedes sentirte libre y comprometerte al mismo tiempo.

—¿Tú crees?

—Yo soy fiel a mi entorno y me comprometo a cuidar y amar a la gente que me importa. De eso se trata al final. De no estar tan solos en esta existencia, ¿no crees?

Asiente con la cabeza. Bosteza. Cojo el móvil. Miro la hora. Son las cuatro de la madrugada.

—Leo, creo que me voy a ir a casa. ¿Te importa?

—¿Por? Te puedes quedar a dormir sin problema.

—Lo sé, lo sé, pero me apetece dormir en mi colchón. Ya sabes, pequeñas manías.

—¿A estas horas?

—Pillo un taxi y en un momento me planto en mi casa.

Abro la aplicación y solicito un taxi. En dos minutos llega. Una despedida apresurada. Un par de picos. Cojo mi bolso y me asombro del olor rancio de mis axilas. Él se pone unos pantalones. Me acompaña a la puerta. Sus compañeros están durmiendo, o eso parece.

—Ha sido genial, Alicia. Seguimos en contacto, ¿vale?

—Lo mismo digo. Hablamos.

Otro beso. Bajo las escaleras y subo al taxi. No miro atrás. En menos de quince minutos llego a casa. Tiro el bolso en la entrada. Me pego una ducha rápida. Me desmaquillo, me lavo los dientes. Me tumbo en la cama. Hace calor. Hay oscuridad. Una que lo abarca todo, que desde las esquinas se asoma, que por el techo se desliza, que sin poder evitarla llega a mí. Y otra vez ese sentimiento familiar: la jodida, la odiada, la maldita, la puta soledad.