XXVII

VPH

Lanzo un gemido al viento y viajo a ese lugar al que siempre regreso. Ricardo jadea a mi lado y nos miramos incrédulos por la unión que formamos. Por ese vínculo que resuena eterno. Estoy sudando. Escucho el móvil a lo lejos. Mierda, la hora. Me levanto. Son las siete. Coño.

—Hostia, voy tardísimo.

Entro en la ducha. Me lavo los dientes, me peino. El eyeliner no está del todo perfecto. Es lo que hay. Ricardo ya está vestido.

—¿Vas en metro?

—Sí, sí.

Cojo mis cosas y salimos por la puerta. Todavía puedo sentir su lengua en mi coño, su polla bien adentro. Me estremezco con solo pensarlo. Corremos hacia el metro.

—Perdona que hayamos salido tan precipitados —añado.

—Tranquila, habías quedado, pero nos hemos liado un poco.

—Un poco solo. —Sonreímos.

—Si después de quedar con ellas necesitas hablar, aquí estoy, ¿vale?

—Gracias, Ricardo. Eres un ser de luz.

—Anda ya.

Apoyo mi cabeza en su hombro. Él me besa. No hablamos. Estamos inmersos en el más absoluto silencio que puede existir un domingo por la noche en la línea 1.

—Esta es mi parada. Te quiero un trozo, Ricardo.

—Y yo a ti, Alicia.

Nos abrazamos. Un beso sentido. Un guiño sexy. Salgo por la puerta. Me encuentro con las chicas en el mismo skybar de ayer. Las abrazo. Emily me quita parte del eyeliner mal puesto.

—¡Cómo te has maquillado hoy!

—Como el culo, amiga. Lo cierto es que Ricardo y yo...

—Ah, ya. Ahora lo entiendo todo. Ven aquí, anda. —Me abrazan de nuevo. Esta vez es más profundo, más sentido, más eterno.

—Lo siento, de veras.

—Ya está, Alicia. Yo también siento haberlo dicho sin vaselina ni nada —se disculpa Diana.

—Me alegra que hayáis encontrado vuestra felicidad.

—Estamos en ello, las tres. —Diana sonríe—. Bueno, las cuatro.

—¿Qué tal con Ricardo? Cuéntanos.

Pedimos cuatro mojitos como si nada hubiese sucedido, con la enorme diferencia de que ha pasado de todo. En especial, mi propio viaje o sueño o lo que cojones fuera eso.

—Me encanta Ricardo. Es un hombre tan especial y tan bueno... Estoy un poco obsesionada con nuestra relación porque, aunque odie la soledad con todas mis fuerzas, me quiero obligar a no llenar este vacío que siento con otra relación romántica. Llevo emparejada toda mi vida. Necesito estar soltera y dejar de entrar en las mismas dinámicas.

—Te vendrá bien para centrarte en tu trilogía, zorra —contesta Emily.

—Sí, es cierto, pero tengo sentimientos hacia Ricardo, eh.

—Una cosa no quita la otra —añade Diana.

—Es solo que... Mirad, os lo cuento. Resulta que ayer estaba en la mierda cuando llegué a casa y llamé varias veces a Ricardo. Sabía que era la persona que me podía sacar del pozo en el que andaba metida. No me lo cogió, que no pasa nada, ¡eh! Hoy ha venido a comer y me ha dicho que estaba con otra chica.

—Follando, entiendo —interrumpe Emily.

—Exacto. Y aunque no tengamos nada y nos queramos libres, he sentido celos. Y no sé cómo dejar de sentirlos porque nunca me he encontrado en una situación parecida.

—Amiga, yo en eso no te puedo ayudar. Soy experta en toxicidad —aclara Emily.

Diana mira a Rita. Se fusionan a través de sus sonrisas tiernas y enamoradas.

—Eso es algo muy habitual, Alicia. Cuando empezamos relaciones más únicas o no monógamas, tenemos que lidiar con esos sentimientos —avanza Rita.

—¿Y cómo lo hago para que no duela?

—Creo que esta conversación la tuvimos en Ibiza.

—Sí, es cierto. Me hablaste de los celos como una emoción con muchas otras dentro, ¿no?

—Ja, ja, ja, exacto, una emoción compleja que tenemos que deconstruir. ¿Qué has sentido cuando Ricardo te lo ha contado?

—Pues... —Me tomo un momento—. Creo que me ha dado miedo el no ser especial para él, que nuestra relación se vea modificada o que de repente haya otra persona que limite nuestro vínculo.

—No conozco a Ricardo, pero ¿piensas que dejará de sentir lo mismo hacia ti porque haya aparecido esa chica?

—Sí, en parte sí.

—¿Tú has cambiado tu forma de relacionarte con Ricardo desde que te acostaste con Leo? —corta Diana.

—Eeeh..., no.

—¿Entonces?

—Pero porque yo sé en el punto en el que me encuentro.

—¿Y no confías en él?

—Será eso —digo.

—A ver, el hecho de sentirnos especiales tiene que ver con el ego, con la necesidad de reconocimiento y aceptación. A veces buscamos esos aplausos o esa exclusividad de forma innata porque no somos capaces de encontrarla en nosotras mismas —sigue Rita.

Hachazo a mi alma.

—El otro miedo, el miedo a que la relación se vea modificada es irracional. Por supuesto que vuestra relación cambiará, ¡la vida es evolución!

—Cierto.

—¿Por qué no confías en Ricardo? Si él quiere seguir con vuestro vínculo y la otra persona se entromete, es adulto para establecer límites.

—¿Y si no lo hace?

—¿Qué?

—¿Y si se acaba lo que tenemos?

—¿Qué pasa? —insiste Rita.

—Me jodería.

—Por supuesto, pero ¿ahora cómo estáis?

—Estamos muy bien, viviendo esta relación rara que hemos creado.

—El futuro está en el horizonte. No quieras ir más rápido que el tiempo, Alicia.

¿Será Rita esa voz que a veces aparece en mi cabeza?

—Mira, existen algunos ejercicios que te pueden ayudar en la gestión emocional. Al menos a mí me funcionan.

—Cuéntamelos, por favor. Los necesito.

—Lo primero es hacer un quesito y dividirlo en tres porciones que representan las tres emociones negativas básicas: el enfado, la tristeza y el miedo. Tienes que poner el porcentaje que sientes de cada una. Por ejemplo, ahora mismo, ¿podrías hacerlo?

—Sí, creo que sí. A ver... Enfado no siento. Miedo sí, ¿un ochenta por ciento? No, espera. Un setenta, eso es. Y el resto es tristeza.

—Vale, genial. Una vez tengas eso, en un papel haces una columna por cada emoción. En tu caso, dos. Céntrate primero en el miedo, ¿de acuerdo?, y empieza a escribir todas las ideas y todos los pensamientos que se te ocurran relacionados con ese sentimiento: «La otra chica es más especial que yo», «no me va a querer igual», «siento que esto cambiará las cosas», etc. Absolutamente todo lo que se te pase por la cabeza, ¿me sigues?

—Sí, estoy a tope con esta mierda.

—Ja, ja, ja, vale. Una vez lo hayas hecho, enlazas y conectas creencias. Al final te darás cuenta de que se puede meter bajo el mismo paraguas el miedo al abandono, el miedo a no ser especial...

—¿Y después?

—A partir de ahí, tiras del hilo.

—¿De qué hilo?

—El hilo de la mierda más profunda que albergas. —Rita se ríe.

—¿En serio?

—Sí, debes plantearte por qué te sientes así y de dónde nace. Quizá el miedo al abandono venga de una situación pasada con tus padres, de tu ex, de tu infancia... Intenta descubrir cuándo fue la primera vez que te sentiste así.

—Aham.

—Después viene la parte más interesante. Si sabes de dónde viene, ¿cómo puedes dejar de sentirte así?

—¿Eso se puede hacer?

—¡Claro! Apunta ideas racionales que te quiten el miedo. Como hemos dicho antes, el hecho de que Ricardo se vincule con esa persona no significa que vaya a olvidarse de lo vuestro, puesto que tú estás haciendo lo mismo con... ¿Cómo se llama?

—Leo.

—Eso, con Leo, ¿lo entiendes? Y, finalmente, anota algunos mantras. A mí me ayudan cuando estoy en crisis de celos, puedo recurrir a ellos.

—Rita, eres una enciclopedia de la no monogamia. Mil gracias. Lo probaré.

—Ay, hermana, es la experiencia. Ojalá te sirva. Estas son las herramientas que a mí me funcionan. Tú debes encontrar las tuyas propias.

Nos acabamos los mojitos. Es de noche en la capital. Pedimos otros cuatro más. Es domingo, sí, pero es agosto. La vida se percibe diferente. Emily está rara, más inquieta de lo habitual.

—Joder, chicas, os tengo que contar una cosa —interrumpe.

—¿Qué pasa?

—Estoy muy rayada y no lo quería comentar con nadie porque me da vergüenza, pero...

—¿Qué? —decimos las tres a la vez.

—El viernes me llamó el ginecólogo. La semana pasada me hice una revisión. Quería hacerla antes de irme a Estados Unidos, allí la sanidad es privada y es muy muy cara.

—Emily, qué pasa —le corto.

—Me dijo que tenía VPH.

—¿Y eso qué es? —dice Diana.

—Yo tampoco tenía ni idea. Le pregunté. Me dijo que era una ETS.

—Se dice ITS —aclara Rita—, Infección de Transmisión Sexual.

—¡¿Qué dices, Emily?! Pero, pero... ¿has follado sin condón? —pregunto.

—No, tías, os juro que no. No sabéis el agobio que me entró hablando con el médico, casi me da un ataque de pánico. Me calmó bastante cuando me dijo que es más habitual de lo que pensamos.

—A ver, un momento. ¿Tienes algún síntoma? ¿Te pica el coño? No sé, ¿qué sientes?

—Nada, eso es lo más fuerte, que no siento nada.

—Normalmente el VPH no suele dar síntomas —aclara Rita.

—¿Sabes algo de esto? —exclama Emily.

—Sí, bastante. Varias amigas lo tienen. —Sonríe.

—¿Cómo? Pero ¿esta mierda la regalan o qué? —bromeo.

—Es la infección más común entre la población. De hecho, se dice que el ochenta por ciento de las personas pasarán el Virus del Papiloma Humano en algún momento de su vida.

—¿Así es como se llama?

—Exacto.

—¿Y cómo puede ser que lo haya pillado a pesar de follar con el puto condón? —se cabrea Emily.

—El preservativo te protege del VPH, pero, incluso aunque lo utilices, hay un treinta por ciento de posibilidades de contraerlo. Piensa que se transmite con el contacto de mucosas. Si has hecho las tijeritas o has practicado petting...

—¿Petting? —pregunto.

—Sí, cuando hay roce, pero no penetración, ya sabéis.

Joder, yo he practicado eso sin protección. Socorro.

—Hostia —dice Diana preocupada.

—Calma, hermanas. Respirad —nos tranquiliza Rita—. El VPH es una mierda muy común, aunque la gran mayoría de las personas no saben que lo tienen. Por eso es tan importante hacerse una revisión anual.

—Pensaba que cuando contraes una... ¿ITS?

—Sí.

—Pensaba que te picaba la zona o que te salían verrugas..., no sé. ¿Cómo es posible que no presente signos o síntomas? No lo entiendo.

—Es muy sencillo. Hay dos tipos, ¿vale? El de alto riesgo y el de bajo riesgo. El primero puede derivar a la larga en cáncer de cuello de útero, aunque las probabilidades son muy bajas. El segundo puede hacer que te salgan verrugas con una forma parecida a una coliflor.

—¿Y te ha recetado algo el ginecólogo? —Miro a Emily.

—No, nada. Me ha dicho que no hay tratamiento para esto, que mi cuerpo lo eliminará.

—Eso es. Si el sistema inmune no genera anticuerpos y las células precancerígenas aumentan, lo que se suele hacer es una pequeña intervención: te quitan una capita del cuello del útero. Una de mis amigas pasó por eso el año pasado.

—Menuda movida —dice Emily.

—Tranquila, la probabilidad es baja. Lo importante es que lo han detectado a tiempo y van a estar pendientes.

—Ya, pero ahora, en Estados Unidos... Me costará una pasta.

—No, solo tienes que hacerte una revisión anual y decirle al médico que tienes VPH. Nada más —vuelve a calmarla Rita.

—Te juro que me quise morir cuando me lo dijo. Estoy bastante preocupada. Me puse a llorar. Lo he pasado muy mal —aclara Emily.

—¿Y por qué no nos llamaste? —pregunta Diana.

—Porque sabía que estabas con Rita y que Alicia había quedado con Leo. No quería molestar, tías. Empecé a buscar información en Google, pero me entró el pánico. Y ayer os lo quería comentar, pero, claro...

—Me fui, sí. Lo siento.

—No, Alicia, tranquila. Ya está.

—Es mejor no buscar estas cosas en Google. Ahí todo son tumores y muerte asegurada —bromea Rita.

—Sí, me asusté y mi ginecólogo tampoco te creas que me ayudó mucho. Yo estaba que me subía por las paredes, ¡no entendía nada!

—Lo peor de las ITS es la vergüenza que provocan. Nadie habla sobre ellas, parece que no existan. Y están presentes, ¡vaya!

—Ni tan siquiera en el colegio —insisto.

—Nada, nada. No te educan sobre este tema en ningún lado. Se le da más importancia a los embarazos no deseados que a contraer cualquier mierda.

—Y además que sigue siendo una visión bastante clásica, ¿no? Porque ya me dirás qué riesgo de embarazo podemos tener, por ejemplo, tú y yo —señala Diana.

—Los tiempos cambian, hermanas. Todo se adapta, pero es normal que vaya lento. Lo dicho, Emily, respira. Es un rollo y lo siento mucho, pero no te vas a morir por eso. Sigue follando con condón y listo.

—Lo cierto es que ahora me ha entrado el pánico. Iba a quedar el viernes con un tío de Tinder, pero... me bloqueé. Me siento como ¿sucia?

—¡¿Por qué, tía?! —grito.

—No sé. ¿Y si me lo vuelven a pegar? ¿Y si lo transmito yo? Estoy paranoica. No tengo ganas ni de tocarme, joder. Y que yo no tenga ganas... manda huevos.

—A ver, ya te lo ha dicho Rita: si sigues follando, que sea con condón y sin frotarte. No puedes dejar de experimentar y de vivir por tener esto, Emily. Al final es algo muy común, ¿no? —dice Diana.

—Bueno, supongo que necesitarás tu tiempo y tu proceso. Debes asimilarlo tú misma. No te sientas sucia, en serio. Seguro que todo sale bien y que al final tu cuerpo puede con ello —la animo.

—Gracias, tías. No podía guardármelo más. Me pesaba demasiado.

—Ven aquí, anda.

Nos abrazamos fuerte. No me hago una idea del estigma que puede conllevar esto. Me sorprende lo poco que sabía sobre este tema y lo común que es. ¿Cómo puede ser que no se informe de esto? ¿En qué mundo vivimos?

—No quiero ser un bajón, tías. Se acabó —se anima Emily—. ¿Cuándo y cómo vamos a montar ese fiestón de despedida?

—Emily va a lo importante: la fiesta —se mofa Diana.

—Por supuesto. Y hay que contar con un invitado más: el VPH.

Soltamos una carcajada. Es mejor tomarse las cosas con sentido del humor, sí.

—¿Cuándo te ibas, Emily? —pregunto.

—El 7 de septiembre —aclara.

—¿Y tú, Diana?

—El 13.

—Vale, o sea, tenemos que hacerla antes. A ver...

Cojo el móvil. Abro la agenda.

—Tenemos la semana que viene o la siguiente. No tenemos más margen.

Mierda, creo que no he asimilado que se van ya.

—¿La semana que viene? —pregunto—. Ah, no, esperad. Me va a bajar la regla.

—¿Y?

—Zorras, no me apetece estar de bajón.

—¿La siguiente, entonces?

—Que sea un viernes para que me dé tiempo a descansar la pedazo de resaca que voy a tener —sugiere Emily.

—Pues el 4.

—¡Listo! Apuntado —responde Diana.

—Rita, ¿tú estarás?

—Sí, sí. Viajo la semana que viene a Ibiza y vuelvo la siguiente con la mochila preparada para dar la vuelta al mundo. Así dejo la casa bien cerrada y..., ya sabéis.

Fuck, qué ilusión.

—Tenemos que hacer una gran despedida. —Diana sonríe. Contenemos las lágrimas. Todavía es demasiado pronto, ¿no?

—Ay, chicas, joder.

Abro la veda de llantos y te quieros. Qué duras serán estas semanas. Qué difícil será esta nueva etapa en Madrid sin ellas. Qué raro todo.

—Vale, vale. Dejemos el drama, joder, que todavía quedan muchos días por delante —interrumpe Emily.

—Sí, mejor. ¿Dónde haremos la fiesta?

—Yo tengo mi casa —digo temerosa—. Pero no sé si podremos liarla mucho. Es pequeña, ya sabéis.

—Cierto, no cabe mucha gente.

—¿Cuánta gente vendrá?

—Vamos a montar una buena, ¿no? —se motiva Emily.

—Qué peligro tienes, tía.

—¿Y si alquilamos una casa rural? Podría estar bien, ¿no? En medio de la naturaleza seguro que nadie protesta —sugiere Rita.

—Hostia, ¡qué buena idea! Pues ya está, casa en medio de la montaña y fiestón —aprueba Emily.

—¿A quién invitamos? —pregunta Diana.

—Por supuesto a Ricardo. —Emily me mira. Sonreímos—. Puede venir Leo y que se traiga a algunos amigos macizos.

—O amigas —anota Rita.

Miro de reojo a Diana. No se ha inmutado. Quiero su gestión emocional, joder.

—Yo puedo comentárselo a algunas amigas de la universidad con quienes todavía me escribo —añade Diana.

—¡Perfecto! Yo tengo a varios tinders por ahí perdidos. Estaría bien que vinieran.

—Tus ligues me dan miedo, Emily.

—¿Por?

—No tienes un buen historial.

—¿Lo dices por el VPH, zorra?

—¡¿Qué dices?! ¡No! Por lo zumbados que están: que si no se ponen condón, que si el de la mamaíta, que si el flipado de Christian Grey o aquel al que le molaba disfrazarse.

—Pues con ese último era superdivertido. Amorticé el disfraz de Frozen.

—¿En serio? Pero ¿a quién le ponen esas cosas?

Y automáticamente aparece Ricardo en mi cabeza con su «No juzgues, Alicia». Es omnipresente.

—A mí me puso muy cachonda. Él hacía de Olaf, el muñeco de nieve de la película. Su polla era la zanaho...

—Vale, vale. Nos ha quedado claro, Emily —corto la conversación.

Es tarde, empieza a refrescar por la noche. Mis pezones dan fe de ello. Miro la hora. Son las doce y media.

—Sí, sí, nos vamos.

—No he dicho nada —justifico.

—Te vemos la cara, Alicia.

—Y te conocemos muy bien. —Diana sonríe.

Me las quedo mirando, embobada. Las echaré de menos. Tantísimo...

—Venga, pagamos y nos vamos.

Salimos a la concurrida calle. Se empieza a notar que estamos llegando casi al final del verano. Menos mal.

—Miramos casas y nos mandamos aquellas que nos gusten por el grupo, ¿vale?

—Hecho. Avisamos a la gente.

—Podemos hacer invitaciones. Le podemos llamar: «La casa mística del perreo» —propone Emily.

—Tú y el perreo, tía. Tal para cual —bromeo.

Nos abrazamos y cada una se va por su camino. Llego a casa, dejo las llaves y la riñonera en la entrada. No sé qué manía tienen en Madrid de beber y beber sin llenar el estómago. Al final, todo sube más. Cojo un trozo de pan rancio y algo de embutido que tengo en la nevera. Rebaño la sartén del arroz con verduras que ha sobrado del mediodía. Pienso en Ricardo. Le envío un mensaje. «Estoy bien. Ha ido genial. Gracias por todo. Por cierto, apunta el 4 de septiembre, que vamos a montar un fiestón de despedida.» No pasan ni treinta segundos y me responde. «Esa no me la pierdo por nada del mundo. Si necesitas hablar, aquí estoy. Eres mágica.» Sonrío. Leo me ha mandado una foto del bar donde toca esta noche. Lo invito a la fiesta. «Tengo que mirar bien la agenda, pero en principio no tengo nada. Avisaré a mis compis de piso.»

Dejo caer mi cuerpo pesado encima de la cama. No enciendo las luces, me siento cómoda en la penumbra. Lo cierto es que, joder, me siento bien en esta soledad.