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Demasiado silencio

Silencio. Emily nos mira con unos ojos un tanto desvaídos. Menuda borrachera lleva encima. Ricardo ha dejado de pintarle las uñas a Diana. Guarda el pincel en el bote.

—Tenemos dos camas dobles.

—Uy, uy, uy, uy —dice Emily.

—A mí me da igual —añade Diana.

—Y a mí —le sigue Ricardo.

No sé si será el tequila o el vino. O las ganas de contacto. Lo cierto es que me apetece dormir con él. Creo. Supongo. Sí. Quiero.

—Ricardo, si quieres podemos dormir juntos, que tenemos más confianza.

—Uy, uy, uy, uy —vuelve Emily.

—Sin problema. —Ricardo sonríe.

Cojo el móvil. Tengo poca cobertura. Veo un mensaje de Leo. Es otra canción. Se me escapa una pequeña risita. Intento disimular. Le contesto a mi madre. «Estoy en los Pirineos de camino a Cap d’Agde. Tot bé.» Son las once de la noche. Estoy algo cansada. Cojo algo más para comer. Bebo agua, mucha. Emily sigue perreando a pesar de que ya no hay música. Me alejo de la furgoneta y meo entre los árboles. Vuelvo. Ricardo está contando por qué se hizo vegano.

—Vi un documental hace un par de años, Cowspiracy, y empecé a investigar sobre el tema. Aunque nunca he sido una persona muy carnívora, debo aclarar.

—¿Y dejaste la carne así, de un momento para otro? —pregunta Diana.

—Sí, aunque primero empecé siendo vegetariano y después me hice vegano.

—¿No echas de menos la carne y el pescado?

—No, la verdad. La comida vegana es muy rica.

—Rita es vegetariana —comenta Diana.

—¿Quién es Rita?

—Venga, Ricardo, no hagas como que no sabes nada, que tienes un lorito a tu lado. —Me señala.

—¿Yo? —Me hago la sorprendida.

—Sí, lo cierto es que Alicia me comentó que estabas saliendo con una chica, ¿no?

—Estoy muy enamorada, Ricardo. Mira qué guapa es.

Y como una abuela sacando el álbum de fotos de sus nietos, Diana le enseña fotos de Rita en la playa, con la guitarra, en el retiro tántrico...

—¡Es guapísima! Qué hippie.

Diana le cuenta la historia de cómo se conocieron. Yo empiezo a quedarme dormida. Emily ronca, para variar. Propongo irnos a dormir.

—Preparo las camas —dice Ricardo.

Me bebo el culo de vino blanco caliente y un tanto rancio que queda. Diana me susurra si duermo con él porque me apetece o si lo hago para no generar una situación incómoda. Me giro, la miro. «Me apetece, tranquila.» Asiento con la cabeza y sonrío. Ella me devuelve el gesto.

—¡Ya está!

Nos coordinamos. Viajar en furgoneta tiene su propio sistema. El orden es fundamental. Me agobia moverme en un espacio tan reducido. Nos lavamos los dientes por turnos. Me desmaquillo. Despierto a Emily.

—Vamos a dormir.

Shí.

La ayudo a levantarse. Se va directa a la cama doble de arriba. Apoya un pie en el reposabrazos del asiento del conductor y se impulsa como puede.

—Tenéis una sábana y una manta, por si pasáis frío —indica Ricardo.

A Diana le preocupa si el resorte aguantará su peso. Él la mira vacilante. Ella, de forma automática, pega un brinco y se sube.

—Buenas noches, chicas —se despide Diana.

Apagan las luces de su rincón. Ricardo y yo mantenemos un pequeño destello que nos permite acomodarnos en la cama. Dejo mi móvil encima de la lámina de cristal que protege la nevera, los fogones y el diminuto fregadero. Dudo por un momento si quitarme la ropa o no. En ese instante, Ricardo se sienta en la cama y se quita la camiseta y los pantalones. Observo de reojo ese cuerpo desconocido que no he podido escanear con tranquilidad, que ni tan siquiera he visto sin complementos, sin añadidos. No tiene ni un solo pelo. Es delgado, con una espalda ancha y las clavículas bien marcadas. El pectoral se define sin demasiado artificio, del mismo modo que los abdominales y los cuádriceps. El pecho, el cuello, el abdomen, los brazos y gran parte de las piernas están tatuados. Colores, formas, blancos y negros, palabras, frases... Un batiburrillo sin demasiado sentido estético, pero, entiendo, con gran valor emocional. Se coloca bien el aro de la oreja. Levanta la mirada y con ella sus expresivas cejas. Miro hacia otro lado. Carraspeo. Disimulo, mal, pero lo intento. Él sonríe. Se acomoda en la cama. Me quito la camiseta. Escondo mis sandalias debajo del asiento. Huelen fatal. El puto verano. Estoy en tanga y sin sujetador. Ricardo no curiosea entre mis pliegues y mis detalles corporales, algo que agradezco. Entro en el hueco que ha dejado. Joder, la cama es más pequeña de lo que pensaba. Nos rozamos.

—Perdona.

—Tranquila. ¿Tienes frío, calor...?

—Estoy bien.

Bien cachonda. Hace tiempo que no tengo contacto directo con otro ser, con otra complexión, con otra figura. El roce es inevitable. Me quedo boca arriba. No sé muy bien qué hacer. Él está en la misma situación. Me incorporo, apago la luz. Solo el fulgor natural de la noche se cuela por la ventana y crea una atmósfera ideal para un polvazo salvaje. Oh, joder, necesito una fiesta frenética en Cap d’Agde. Aunque, de algún modo, estoy menos receptiva a follar con cualquier persona en cualquier lugar. ¿Será porque ha cambiado mi visión del sexo después del retiro tántrico? Quién sabe. Ricardo se tumba de costado. Me mira.

—Estás preciosa con esta luz —susurra. Y acto seguido—: ¿Estás bien? ¿Cómoda?

Volteo mi cabeza. Sus cejas se arquean. Sonrío. Él también. Su perfume está presente. Ricardo es una fusión de todos los anuncios de fragancias en plena campaña de Navidad. Sin entenderlo demasiado, me provoca un grito desesperado en mi interior, en concreto en mi entrepierna. Inspiro. Seguimos mirándonos. Le digo con los ojos: «Bé-sa-me». Qué coño. Me acerco a sus labios. Él asiente. Me lanzo y nos fundimos en una lucha de lenguas, derramando saliva en nuestras bocas, ganando la guerra a la pasión, al deseo, al puto pálpito que siento en mi coño, a la erección que noto bajo sus calzoncillos. Somos sigilosos para no despertar a las chicas. Cualquier movimiento se ve amplificado en este cajón de aluminio con ruedas. Me genera morbo. El silencio. La cautela. La discreción. La prudencia de no captar la atención de las dos personas que duermen encima de nuestras cabezas. Aquellas a las que escuchamos respirar con total claridad.

Se escuchan algunos grillos. Seguimos inmersos en besos y susurros, en gemidos ahogados; en una exageración de la gesticulación, como si se tratase de una película de cine mudo un tanto pornográfica. Me agarra el culo, lo empuja contra su polla. Me sudan las axilas a pesar de que las ventanas están un poco abiertas. Muevo mi coño por encima de sus calzoncillos. Nuestra ropa interior mojada se frota. Las sábanas hacen ruido. Decidimos bajar la intensidad. Ricardo me aparta. Con su mano recorre mis pechos, mi abdomen. Llega a mi entrepierna. La palpa. Levanta una ceja en señal de sorpresa. Supongo que será por la cantidad de fluidos que bañan mis labios. Hace movimientos circulares por encima del tanga. El placer que siento por el roce de sus dedos en mi clítoris es inmenso y totalmente desproporcionado. Pero el contexto, el deseo contenido durante todo el camino, las ganas de conectar con alguien y, sobre todo, la confianza que tengo con él incrementan el deleite de forma exponencial.

Me quito el tanga. Lo dejo al final de la cama, bajo las sábanas. Ricardo sigue mostrándome la maestría que tiene con el índice y el corazón, con el tacto delicado de sus yemas. Estoy tan excitada que no puedo moverme. Nos miramos. Él clava sus pupilas en las mías. Y esos ojos conocidos me vuelven a sumergir en el universo que nace de mi ser. La pelvis adquiere cierta rutina en un vaivén sexual. Me apetece sentirlo dentro, tener libertad de meneos y sonidos. Poder romper las paredes, que suenen los muelles, que la carne queme. Comernos los rincones que todavía desconocemos. Afinar el tono de sus gemidos. Mezclarlos con los míos y crear nuestra propia melodía. Y así, con este pensamiento, buceando en esta ansia, me baña el orgasmo. Abro los ojos. La mandíbula se relaja. Frunzo el ceño. Ricardo no desvía sus luceros de los míos. Lo quiere. Y ahí le dan por culo al silencio. Que se joda. Me muevo, respiro un tanto acelerada y... ¡bum! Contracciones, el pálpito, la descarga, la liberación. Un cosquilleo incandescente por la piel. Metralla de placer clavada en el surco de mi garganta. El orgasmo limitado a un simple suspiro. Unos espasmos que no puedo controlar. Ricardo para. Reposa su mano encima del coño. Me acaricia la cara. Intento recomponerme del viaje interestelar que acabo de emprender por el cosmos de mi cuerpo. Y como quien alardea de poder parar el tiempo, Ricardo hace una mueca con sus labios y me guiña el ojo. Nos reímos flojito. Volvemos poco a poco a la realidad. A esta que no ocupa más que diez metros cuadrados. Y justo en este instante de complicidad, de intimidad, de aislamiento...

—Menos mal, pensábamos que no pararías nunca —balbucea Emily.

Ricardo descubre sus escleróticas y puedo adivinar la redondez de sus iris. Yo hago lo mismo en señal de confusión. ¿Nos han pillado? No decimos nada. Ni tan siquiera respiramos. Nos quedamos en silencio por un momento. Y de nuevo:

—Menudo revolcón, ¿no? —comenta Diana.

No podemos contenernos más y estallamos en carcajadas. Nos reímos tanto que me duelen la barriga y el maxilar. Diana y Emily asoman su cabeza por el agujero del techo que separa una superficie de la otra. Nos miran.

—Pero ¡chicas! —grito mientras me tapo con la sábana.

—¿Qué? Si ya lo hemos visto todo de ti, Alicia —añade Diana.

—¿Seguís dándole al tema? —comenta Emily.

—No, no —dice Ricardo.

—¡Ah! Menos mal. Ya podemos dormir.

—¿Tanto se ha escuchado? Pero si no hemos hecho ruido, ¿verdad? —Busco la afirmación de Ricardo. No la encuentro.

—Alicia, te has venido arriba, tía. Ha habido un momento en que he pensado en bajar y darte un poco de agua porque te estabas ahogando entre tanto «oh», «sí», «ah» —se mofa Emily.

Siento como me ruborizo. Ricardo esconde mi cabeza entre sus brazos. Me apoyo en su pecho tatuado. Acerco mi cuerpo al suyo. No hay erección. Siento un poco de lástima. Está siempre tan centrado en mi placer que, al final, por un motivo u otro, el suyo queda excluido. Y no puede ser. Él acaricia mi cabeza. Qué paz más pura.

—No os preocupéis, chicas, que ya hemos acabado —añade Ricardo.

—Venga, ¡a dormir! —grito.

Ellas se ríen. Sus cabezas se esfuman del horizonte y vuelven a acomodarse provocando que se mueva toda la furgoneta. El perfume de Ricardo se mezcla con un ligero olor a sudor. Me aparto de su cuerpo. Nos miramos. Sonreímos. No hay mariposas en el estómago. Ni fuegos artificiales en mi interior. No hay temblores ni chiribitas en los ojos. No hay risas tontas ni imágenes mentales de los dos caminando hacia el altar. Solo encuentro equilibrio y silencio.

Silencio, sin más.