Capítulo 7

 

 

 

 

 

QUINN entró en la cafetería a las siete en punto de la mañana siguiente. Travis le había dejado un mensaje en el hotel para que se reuniera a desayunar con él.

Vio al otro hombre sentado en una mesa al lado de la ventana y le hizo un gesto con la cabeza a la camarera mientras se le acercaba.

—Buenos días —dijo cuando estuvo a su lado.

Travis dejó sobre la mesa el periódico que estaba leyendo y se sirvió café de la cafetera que tenía al lado.

—¿Cómo estás? No sabía si querrías levantarte tan temprano.

—No duermo mucho —respondió Quinn encogiéndose de hombros.

Aquello era uno de los gajes de su oficio, pensó. Se había pasado años sin poder relajarse, así que le costaba conciliar el sueño. La noche anterior había añadido la frustración sexual a la lista de las razones por la que no podía dormir. Besar a D.J. le había dejado duro y dispuesto a todo con ella. Aquello sí que había sido un beso. Le había valido la pena pasarse la noche casi en blanco por su culpa.

—Mis hermanos están invitados a reunirse conmigo, pero saben que si no están aquí a las siete y cinco no les espero. Así que supongo que hoy estaremos solos tú y yo.

—No hay problema —aseguró Quinn reclinándose en su asiento tras darle un sorbo a su taza de café—. ¿Qué tal es la vida de sheriff?

—Estamos teniendo un verano bastante tranquilo. Dentro de un mes los chicos del instituto empezarán a aburrirse y a meterse en líos —aseguró mirando fijamente a Quinn—. ¿Qué tal la cena de ayer?

A Quinn no le sorprendía que las noticias hubieran corrido como la pólvora, aunque dudaba mucho de que a D.J. le hiciera gracia saberse objeto de los cotilleos.

—Bien. La compañía era buena.

—Me sorprendió escuchar que ibas a quedar con D.J.

—¿Porque ella no sale mucho?

—Es una persona muy reservada —respondió Travis tras dudar un poco.

Quinn se alegró de que Travis estuviera intentando proteger a una persona que le importaba, y también de que D.J. no estuviera tan sola como pretendía estar.

—Es una mujer complicada —aseguró.

—¿Acaso no lo son todas?

—Lo cierto es que no pretendo comprenderlas —admitió Quinn.

Y a D.J. menos que a ninguna. Había algo en su pasado que la hacía huir. No físicamente, sino emocionalmente. Por una parte le había ofrecido sin problemas sexo a cambio de enseñarle lo que sabía y sin embargo la noche anterior había tenido un ataque de pánico por un simple beso.

Quinn tenía el suficiente ego como para creerse que se había quedado impresionada por su buen hacer, pero tenía que admitir que había algo más que eso. Algo la había asustado, y quería saber de qué se trataba.

—¿Qué está ocurriendo entre vosotros dos? —le preguntó Travis sin preámbulo.

—Me ha contratado para que le enseñe un par de movimientos.

—Me he hecho una ligera idea de a lo que te dedicas más por lo que tu hermano calla que por lo que me ha contado —le dijo Travis—. Venciste a D.J. en los juegos, algo que nadie había conseguido antes, así que comprendo que quiera aprender de ti. Pero eso no explica que quedarais a cenar.

Quinn no estaba muy dispuesto a admitir que D.J. había accedido a cenar con él como pago por tres clases.

—Es una mujer preciosa —aseguró para desviar la atención de Travis.

—La mayoría de los hombres no llegan a advertirlo porque se quedan solo en lo dura que es.

—Ya me he dado cuenta.

—Quiero preguntarte qué piensas hacer al respecto, pero sé que no tengo derecho —aseguró Travis con una sonrisa.

—No sufras. Me gusta saber que hay alguien que se preocupa de D.J.

—Pero no se lo digas a ella o me arrancará la cabeza.

—Eso sí, primero te romperá las piernas —reconoció Quinn con una mueca.

—¿Llego demasiado tarde?

Quinn giró la cabeza y se encontró con un hombre alto de pelo largo y oscuro y un pendiente en la oreja. Travis se hizo a un lado para dejarle sitio.

—Has madrugado, Austin.

El hombre asintió con la cabeza y tomó asiento.

—Austin Lucas —dijo extendiendo la mano por encima de la mesa.

—Quinn Reynolds.

Ambos se estrecharon la mano.

Quinn se fijó en aquel cabello demasiado largo, los ojos fríos y grises y la mirada inteligente. Reconocía las señales externas de otro solitario.

—Austin es un Haynes honorario —aseguró Travis pasándole la carta a su amigo—. Nos conocemos desde que éramos pequeños.

—He conocido a tu hermano Gage —dijo Austin—. Es un buen hombre.

—Estoy de acuerdo.

La camarera apareció entonces y les tomó nota. Reemplazó la cafetera vacía por otra llena, trajo una taza para el recién llegado y luego los dejó solos.

—Estábamos hablando de D.J. —dijo Travis—. Quinn cenó anoche con ella.

—Me sorprende —aseguró Austin—. Normalmente le gusta masticar a los hombres y escupirlos antes de desayunar.

Aquella afirmación implicaba un nivel de intimidad que hizo que Quinn se sintiera incómodo. Trató de definir la tensión interior que estaba experimentando. ¿Molestia? ¿Celos?

Observó fijamente al hombre que tenía enfrente y Austin le sostuvo la mirada. Al parecer, se dio cuenta de su preocupación, porque se apresuró a explicar:

—D.J. es buena amiga de Rebecca, mi mujer. No pueden ser más diferentes, pero Rebecca dice que eso es lo que hace interesante su relación.

—D.J. es una mujer interesante —aseguró Quinn.

—¿Deberíamos preocuparnos? —preguntó Austin mirando de reojo a Travis.

—Por mí no. Soy del equipo de los buenos —aseguró Quinn.

—¿Ah, sí? —preguntó Austin, que pareció sorprenderse.

Quinn supuso que era una pregunta justa. Había pocas circunstancias en las que se describiría a sí mismo de aquella manera. Pero en aquella ocasión así era. Se había comprometido con D.J. en darle lo que ella quería y así lo haría. Había pocas posibilidades de que le rompiera el corazón en el proceso.

—Quinn, ahora formas parte de la familia, y todos cuidamos de todos —aseguró Travis inclinándose hacia delante—. Lo cierto es que también cuidamos de D.J. Supongo que tendremos que confiar en que respetes este acuerdo. ¿Te parece bien?

—Por supuesto.

Quinn dijo que sí con facilidad, pero tuvo un mal presentimiento. Parecía como si se le acabara de complicar la vida.

 

 

Para cuando se hizo de día, D.J. ya había recuperado el control. Había puesto aquellos besos y su reacción a ellos en perspectiva y había decidido que olvidaría lo que había pasado. Sí, de acuerdo, había reaccionado ante aquel hombre. ¿Y qué? Tenía prioridades muy concretas en su vida, y ser la mejor era lo primordial. Quinn tenía la información que ella quería e iba a conseguirla. Fin de la historia.

En cuanto al pago de futuras lecciones, tendrían que negociarlo cuando llegara el momento. Ella se oponía a tener más citas. Eran demasiado…

La puerta de la oficina se abrió en aquel momento y entró el hombre en cuestión. Los pensamientos de D.J. huyeron volando de su mente como si fueran una bandada de gorriones asustados por un gato.

Pero la confusión mental no era tan molesta como su reacción visceral ante aquella presencia masculina y poderosa. En cuanto entró, a D.J. se le secó la boca, comenzaron a sudarle las palmas de las manos y sintió una quemazón entre los muslos. Era muy irritante.

—Buenos días —dijo Quinn alegremente cerrando la puerta tras de sí—. Ya sabes lo que dicen: cuando el alumno esté preparado aparecerá el profesor. Aquí estoy. Más te vale estar lista.

D.J. trató de sonreír ante la broma, pero estaba demasiado atenta a lo alto y musculoso que era. Llevaba puestos unos pantalones cortos que enfatizaban sus largas y poderosas piernas. La camiseta le marcaba los músculos, que probablemente podrían levantar a un equipo entero de animadoras.

—¿Has dormido bien? —se interesó Quinn.

—Por supuesto —mintió ella entre dientes.

Quinn parecía fresco y tranquilo, como si sus besos no le hubieran afectado. De acuerdo. Si él podía jugar a aquel juego ella también. Y lo haría todavía mejor.

Quinn cruzó hasta colocarse a su lado y luego le puso la mano en el hombro.

—Vamos.

—Me parece bien.

Al darle la espalda, D.J. se deshizo como quién no quiere la cosa de su contacto y se dirigió a toda prisa al gimnasio de la oficina. No le gustó nada el calor que sintió por la piel ni la sensación de pesadez del vientre. Lo irónico de la situación era que estaba mucho más preocupada por su reacción sexual ante él que por el potencial de Quinn para hacerle daño físicamente.

La mayoría de las mujeres, cuando supieran cómo se ganaba realmente la vida, se mostrarían aterrorizadas por el mero hecho de estar en la misma habitación que él.

D.J. podía confiar en su profesionalidad mientras estuvieran trabajando. Lo que la hacía sudar era su masculinidad y la sensualidad que desprendía.

Una vez en el gimnasio hicieron una serie de ejercicios de calentamiento y estiramientos. D.J., igual que Quinn, llevaba puestos pantalones cortos y camiseta. Se había recogido el cabello en una cola de caballo. Quería tener libertad de movimientos, pero no le apetecía nada el contacto físico. Una cosa era decirse a sí misma que no reaccionaría, y otra muy distinta recordar lo que había ocurrido la noche anterior.

Ambos se quitaron los calcetines y los zapatos antes de entrar en la colchoneta.

—Nos lo tomaremos con calma —dijo Quinn colocándose en el centro—. ¿Te acuerdas de lo que hicimos la última vez?

Ella asintió con la cabeza. Habían estado trabajando el ataque frontal.

—Te enseñé cómo contraatacar —dijo él.

—Me lo enseñaste, pero no funcionó.

—Porque soy muy bueno —aseguró Quinn con una sonrisa.

—Deja de fanfarronear. La lección no versa sobre ti.

—De acuerdo. Entonces, vamos allá.

Quinn se colocó frente a D.J. y esperó a que lo atacara. Ella se acercó al tiempo que se preparaba mentalmente para su reacción. Segundos más tarde estaba tumbada de espaldas contra el suelo.

—Me acuerdo de esta parte —murmuró entre dientes poniéndose en pie.

—Nos lo tomaremos con calma —repitió Quinn—. Mírame a mí.

Cuarenta minutos más tarde D.J. estaba haciendo progresos. Podía contabilizar un veinte por ciento de ocasiones en las que había evitado el ataque y un treinta por ciento de victorias. Lo que dejaba un saldo de otro cincuenta por ciento de veces en las que hubiera terminado muerta.

—Ahora entiendo por qué cobras tanto —aseguró cuando cayó por enésima vez sobre la colchoneta.

—Ya ves.

Quinn le tendió la mano y la ayudó a levantarse. Aquel movimiento se había convertido ya en algo casi familiar y D.J. no vaciló a la hora de aceptar la ayuda que le ofrecía. Cuando estuvo de pie se limpió el sudor de la frente. Por descontado, él seguía pareciendo tan fresco como si acabara de salir de la ducha.

—Ahora voy a atacarte por detrás —le dijo acercándose—. Se pueden hacer muchas llaves desde esta posición.

Quinn apretó el cuerpo contra el suyo y le rodeó el cuello con el brazo. La concentración de D.J. se partió completamente por el medio. Una mitad se centró en el calor del cuerpo de Quinn y en la mano que descansaba sobre su cintura. Sentía como si se le fueran a derretir los huesos, pero el resto de su ser luchó contra aquella respuesta inconsciente.

—Puedes liberarte fácilmente —aseguró Quinn—. Mantén la barbilla hacia abajo y trata de hacer palanca. Un ataque mortal y más controlado pondría toda la presión aquí.

Quinn se giró hasta taparle por completo el cuello con la mano. El miedo de D.J. subió rápidamente de nivel hasta llegar a desear desesperadamente liberarse y salir corriendo. En cuanto él presionó un poco con el pulgar el estómago de D.J. dio un vuelco y sintió cómo la adrenalina corría por toda su sangre.

—La diferencia entre impedir que el riego sanguíneo llegue al cerebro de una persona y esta se desmaye o muera es solo una cuestión de grado —aseguró Quinn con una naturalidad pasmosa—. Ahora inténtalo tú —dijo soltándola y dando un paso atrás.

El pánico se desvaneció tan rápidamente como había aparecido. Pero la reacción química que le había provocado la dejó un poco temblorosa y con cierto dolor de cabeza.

—Tenemos un problema con la altura —murmuró D.J. mientras apretaba los pechos contra su espalda—. Sería más fácil si fueras un poco más bajo.

Trató de apretarle el cuello con la mano, pero no fue capaz de abarcárselo. El calor que emanaba su cuerpo y el aroma de su piel no la ayudaban precisamente a concentrarse. Ni tampoco el hecho de que ella tuviera las manos pequeñas. Se sentía grácil y femenina. Y ninguno de los dos conceptos le agradaba especialmente.

—¿No podría simplemente dispararte? —preguntó D.J.

—Eso acortaría nuestro tiempo de clase —respondió Quinn poniéndose de rodillas—. ¿Así mejor?

—Algo ayuda —reconoció D.J. apretando el cuello con más firmeza.

—No te acostumbres. Cuando hayas aprendido la técnica tendrás que enfrentarte a mí a mi auténtica altura. No puedes estar segura de que tus atacantes sean más bajos que tú.

D.J. estaba a punto de corroborar aquella afirmación cuando escuchó una voz familiar llamándola por su nombre. Una rápida mirada al reloj de pared le sirvió para ver que eran casi las diez y media. El tiempo había transcurrido volando.

—Estoy aquí —gritó apartándose de Quinn—. Creo que será mejor que descansemos ahora.

Él se giró hacia la puerta y alzó las cejas cuando vio entrar a Rebecca. D.J. siguió la dirección de su mirada y estuvo a punto de soltar un gruñido.

«Estupendo», pensó dirigiéndose a la nevera para sacar una botella de agua. Estaba acalorada, sudada y mal vestida. En cambio Rebecca parecía la exaltación de la feminidad con aquel vestido blanco de verano, el maquillaje perfecto y los pendientes de perlas. Las sandalias de tacón bajo dejaban al descubierto el esmalte rosa de las uñas de los pies. D.J. nunca había tenido celos de su amiga con anterioridad y se negaba a empezar a tenerlos entonces. ¿Qué le importaba a ella si Quinn pensaba que Rebecca era la mujer perfecta? D.J. no estaba interesada en él, y además su amiga estaba felizmente casada y no había vuelto a mirar a otro hombre desde que conoció a Austin casi diez años atrás.

—Vaya, tienes compañía —dijo Rebecca, que traía una cafetera en una mano y una caja de pastas en la otra—. ¿Interrumpo?

—En absoluto —aseguró su amiga sin girarse para mirar a Quinn porque no quería verlo babeando—. Rebecca, te presento a Quinn. Me está enseñando a ser mejor luchadora.

—Esa frase lleva implícitas un montón de cuestiones —aseguró Rebecca dejando las pastas y la cafetera sobre la mesa antes de acercarse a la colchoneta—. Encantada de conocerte, Quinn.

—Igualmente.

Muy a su pesar, D.J. los miró a ambos. Todavía seguían estrechándose la mano, pensó con malestar. Pero a ella no le importaba. Los hombres como Quinn no le interesaban. Ningún hombre le interesaba. Ella no era de las que se dejaban llevar por el juego romántico.

—Esta mañana he quedado a desayunar con Travis Haynes y he conocido a tu marido.

—¿Verdad que es un hombre maravilloso? —preguntó Rebecca retirando la mano y suspirando.

D.J. se consoló con el hecho de que si Quinn se había quedado extasiado ante los encantos femeninos de Rebecca, acababa de recibir una dosis de realidad. Tal vez fuera lo suficientemente guapa como para tener un retrato suyo colgado en la National Gallery, pero era mujer de un solo hombre. Y aquel hombre se llamaba Austin.

—Los hombres no solemos referirnos a otros hombres con el adjetivo de Maravillosos —aseguró Quinn.

—Eso es cierto —respondió Rebecca con una sonrisa—. ¿Y estarías dispuesto a calificar así a D.J.?

Quinn se giró para mirar a la otra mujer. D.J. siguió bebiendo de su botella de agua y trató de que no le importara.

—Tal vez.

—Creo que eso es un sí secreto —dijo Rebecca tomando a Quinn del brazo—. Me dejo caer por aquí un par de días a la semana. Traigo comida que engorda y café. D.J. y yo hablamos de cosas de chicas mientras aumentamos nuestro nivel de azúcar en sangre. Es un entretenimiento que no hace daño a nadie y que a nosotras nos gusta.

Ambos salieron del gimnasio, dejando a D.J. sola para que agarrara las pastas y el café y saliera detrás de ellos.

—¿A qué te dedicas? —le preguntó Quinn a Rebecca.

—La mayor parte del tiempo soy esposa y madre, pero también trabajo a tiempo parcial en el orfanato de Glenwood. Antes era la directora, pero cuando me casé con Austin y empecé a tener hijos ya no tuve tiempo.

—Eres muy tradicional.

—Supongo que sí.

Cuando D.J. llegó a su despacho, Rebecca y Quinn ya habían tomado asiento alrededor de la mesa. Ella se dejó caer en su silla y arrojó la caja de pastas delante de ellos. Estaba enfadada y no sabía muy bien por qué. De acuerdo, Rebecca estaba hablando con Quinn. ¿Y qué importancia tenía eso? ¿Acaso no resultaba más fácil para D.J. de aquel modo en lugar de tener que hablar ella con él?

Rebecca le guiñó un ojo y luego volvió a dirigir toda su atención hacia Quinn.

—No te dejes engañar por la sencillez de la oficina. Nuestra D.J. es una empresaria de éxito. Viaja por todo el país, a veces por todo el mundo, para rescatar niños. También da conferencias y hace demostraciones.

—Sigo estando aquí delante, ¿sabes? —dijo la aludida agarrando una pasta.

—Por supuesto que sigues aquí, pero dudo mucho de que estuvieras hablando de tus éxitos —respondió Rebecca sonriendo y mirando de reojo a Quinn—. D.J. puede llegar a ser muy modesta.

Ella puso los ojos en blanco y le dio un mordisco a su pasta.

—Mencionó que ayudaba en casos de secuestro de niños —aseguró él metiendo la mano en la caja.

—Sí. Corre mucho peligro, pero allí está ella. Parece dura, pero los niños nunca le tienen miedo. Supongo que presienten que está ahí para ayudarlos.

Aquello era tan doloroso como una extracción dental, pensó D.J. No le gustaba que hablaran de ella.

—Cambiemos de tema —intervino con tono entusiasta—. Hablemos de Quinn. A los hombres les gusta ser el centro de atención.

Rebecca fingió sorprenderse.

—No sabía que supieras eso —dijo girándose hacia él—. ¿De dónde eres?

—De una ciudad pequeña de Texas.

—Sé que tienes un hermano. Bueno, supongo que ahora tendrás muchos. ¿Y qué me dices de tu madre? ¿Estás muy unido a ella?

D.J. frunció el ceño. Aquella era una pregunta poco usual.

—No me mires así —le reprochó su amiga girándose hacia ella—. El modo en que un hombre trata a su madre es un indicativo de su carácter. Bueno, a menos que sea una madre horrible, como era el caso de la de Austin.

—Mi madre es maravillosa y me llevo estupendamente con ella —aseguró Quinn con una sonrisa.

D.J. sintió deseos de esconderse debajo de la mesa. Estupendo. Así que Rebecca ni siquiera iba a tratar de disimular sus intenciones casamenteras.

—¿Estás saliendo con alguien? —le preguntó a Quinn.

En el momento en que pronunció aquella pregunta a D.J. le entraron ganas de golpearse la cabeza contra la mesa. ¿Estaría saliendo con alguien? ¿Acaso se le había ocurrido a ella planteárselo? El hombre podía estar incluso casado, y ella le había estado ofreciendo sexo.

D.J. aguantó la respiración hasta que Quinn contestó que en aquellos momentos no tenía ninguna relación.

—¿Has estado casado alguna vez? —le preguntó Rebecca.

—No —aseguró él soltando una carcajada—. Nada de ex esposas.

—¿Alguna relación importante?

—Mi trabajo me lleva de aquí para allá.

—Vaya, vaya —murmuró Rebecca mordiendo una pasta con exquisita delicadeza—. Esa excusa es mejor que la de otros —aseguró girándose hacia su amiga con una sonrisa—. D.J. no sale mucho, como seguramente te habrás percatado. Aunque no se puede decir que no lo necesite.

—Sigo estando aquí delante —respondió la aludida mirándola fijamente.

—Ya lo sabemos. Solamente estoy constatando un hecho.

—¿Y cuál es exactamente su historial amoroso? —preguntó Quinn.

—Es muy triste —aseguró Rebecca—. No es que los hombres no estén interesados. Muchos lo están. Gran parte del problema está en su actitud de suficiencia.

D.J., que acababa de darle un mordisco a su segunda pasta, se atragantó. Rebecca le golpeó suavemente la espalda.

—¿Mi actitud de suficiencia? —consiguió preguntar cuando se le pasó el ataque de tos.

—¿Acaso me equivoco? —preguntó a su vez su amiga con una sonrisa—. ¿Animas de alguna manera a los hombres a que formen parte de tu vida? ¿No has convertido en costumbre asustar a cualquiera que muestre el más mínimo asomo de interés?

—Bueno, ya está bien —dijo D.J. poniéndose en pie—. Seguramente tendrás que marcharte ya.

—Si es por mí, no hay prisa —aseguró Quinn reclinándose en su silla con una sonrisa.

—Ya me imagino —respondió D.J. tratando de ignorarlos a él y a su creciente rubor—. A ti te encantaría sentarte aquí y escuchar historias escabrosas de mi pasado.

—Es más interesante que ver la televisión.

—Estoy tratando de ayudar —intervino Rebecca poniéndose en pie y agarrando su bolso—. Quinn parece muy agradable.

D.J. se quería morir. No podía creerse que su amiga; o mejor dicho, su ex amiga, estuviera actuando de aquella manera.

—No pienso volver a hablarte —le aseguró D.J.

—Claro que lo harás —respondió Rebecca palmeándole suavemente el hombro antes de dirigirse a la puerta—. Encantada de conocerte, Quinn. No te dejes intimidar por ella.

—Igualmente —respondió él—. Tu marido es un hombre afortunado.

—Lo sabe —aseguró ella con un suspiro—. Por cierto, mañana por la noche vamos a organizar una gran cena en mi casa. Otra reunión de los Haynes para afianzar los lazos con los nuevos miembros de la familia. Espero verte allí.

—No me lo perdería por nada del mundo.

—Voy a necesitar tu ayuda para organizarlo todo —dijo Rebecca girándose hacia su amiga.

—Ni por todo el oro del mundo.

—Tienes que hacerlo, D.J.

Rebecca no estaba siendo precisamente sutil, pero D.J. pensó que discutir con ella delante de Quinn solo serviría para que él se divirtiera todavía más. Así que apretó los dientes y asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Allí estaré.

—Bien.

Rebecca se despidió de ambos con la mano y salió del despacho. D.J. se la quedó mirando fijamente hasta que la vio desaparecer y se le cruzó por la mente la idea de agarrar una silla y arrojarla al suelo, pero no estaba muy convencida de que aquello sirviera para rebajar su nivel de frustración. Al menos tenía la suficiente energía acumulada para seguir peleando con Quinn.

—Volvamos al trabajo —le dijo levantándose para dirigirse de nuevo al gimnasio.

—No tan rápido —respondió él sin moverse—. Tengo una pregunta.

D.J. se imaginaba cuál era.

—¿Quieres saber cómo nos hicimos amigas Rebecca y yo?

—No. ¿A qué corresponden tus iniciales?

Ella parpadeó varias veces. ¿Quería saber cuál era su verdadero nombre?

—Ni por todo el oro del mundo.

—No pienso ayudarte hasta que me lo digas.

—Ya he pagado por mis clases —aseguró D.J. entornando los ojos—. Me lo debes.

—Tal vez sí, pero no me moveré hasta que me lo cuentes.

Ella lo miró fijamente. Quinn parecía estar cómodo y más que dispuesto a quedarse allí sentado toda la tarde. D.J. consideró sus opciones: no tenía ninguna. No podía obligarlo a moverse y tampoco podía continuar la clase sin él.

Así que suspiró con fuerza y se preparó mentalmente para la carcajada.

—Daisy Jane.

Quinn movió ligeramente los labios, pero esa fue su única reacción.

—Te va bien —dijo.

—No me obligues a matarte —lo amenazó ella dando un paso al frente.

—Ni siquiera podrías tocarme un pelo, pequeña —respondió Quinn con una sonrisa—. Vamos.