Diez

 

Becca no podía recordar la última vez que una ducha le había sentado tan bien. El agua caliente consiguió aliviar, al menos en parte, la tensión de sus doloridos músculos. Se inclinó lentamente, con esfuerzo, para enjabonarse las piernas con la manopla. En la pantorrilla derecha tenía un moratón, de feo aspecto. Aunque no tanto como el coche de Larry, cuya parte delantera había quedado tan arrugada como un acordeón.

Se irguió de nuevo, gimiendo, no solo por la punzada de dolor que sintió en la cadera, sino por la perspectiva de volver a ver a Larry. Con un poco de suerte podría retrasar el encuentro cara a cara hasta el día siguiente, pero tendría que llamarlo ese mismo día. Le debía una explicación.

Primero Megham, luego Larry. Para entonces, David tal vez hubiera salido ya de su hermético laboratorio. Y se suponía que era esa gente la que estaba de su lado. Al otro estaba el hombre que había intentado matarla.

Claire permanecía de pie ante la ventana, absorta. Tan pronto pensaba en Becca, encerrada en aquella fortaleza encantada, sobrenatural, como retrocedía mentalmente a cierta noche de septiembre, cinco años atrás.

El miedo, la desesperación, la locura se cernían sobre ella, ahogándola, debilitándola por dentro. Temblando, cerró los ojos. Y revivió aquella horrorosa experiencia.

Estaba tan oscuro el mausoleo… No podía ver nada, pero podía oler la muerte a su alrededor. Ella, sin embargo, era joven. La muerte no podía afectarla. Lo único que tenía que hacer era quedarse allí durante unos minutos, y todo habría acabado.

Ella, junto con Brie, Kat, Elizabeth, Tasha. Todas superarían aquella prueba, demostrarían su valentía como condición necesaria para ser admitidas en la más prestigiosa hermandad de estudiantes de Heathrow. Las otras estaban afuera, esperándola. Cualquiera de ellas habría ocupado su lugar si ella se lo hubiese pedido. Eran grandes amigas. Una para todas y todas para una.

Intentó sobreponerse a su miedo mientras se internaba en las oscuras cámaras de la tumba. Hacía frío. De repente sintió que algo empezaba a correrle por una pierna, debajo de los vaqueros. El pánico le atenazó las entrañas. Se detuvo, sacudiendo la pierna, pero aquella pequeña criatura se negaba a salir… hasta que la atrapó, aplastándola con la tela del pantalón. Probablemente era una araña. El suelo estaba lleno de ellas.

No pensaría en eso. Unos pasos más… y ya tendría que darse la vuelta. Solo entonces podría encender la única cerilla que la hermandad le había permitido llevar.

Sintió volar algo por encima de su cabeza, y alzó una mano para protegerse los ojos de lo que debía de ser un murciélago. Luego siguió avanzando, hasta dar con una dura y fría pared de cemento. Gracias a Dios: ahora podría dar media vuelta y dirigirse hacia la salida. Se llevó una mano al bolsillo para sacar la caja con el único fósforo. Pero de pronto algo le agarró el brazo, y una mano grande, de fétido olor, le tapó la boca impidiéndola gritar.

El rumor de una respiración ronca, acelerada, resonaba en la tumba, pero Claire no sabía si era la suya o la de aquel hombre que olía a whisky. El terror la abrasaba por dentro, hasta el punto de tener la sensación de que el corazón le iba a estallar en el pecho…

Sintió el pinchazo de una aguja en el brazo. Y luego el foso se abrió, tragándosela…

—No. No. No. No.

—Claire, tranquila, corazón. Estoy aquí.

Claire abrió los ojos. Tenía un frío terrible, como si se le hubiera helado la sangre en las venas. Abrazó con fuerza a su madre. Porque, si no lo hacía, volvería a caer en aquel foso.

Su madre la acunó contra su seno, acariciándola tiernamente.

—No vuelvas a hacerlo, Claire. No vuelvas a ese terrible lugar de tu mente que tanto miedo te da…

—No puedo evitarlo. Yo no lo busco… me sucede sin que me dé cuenta. Es… es «eso» lo que arrastra de mí.

—Pues yo no lo consentiré. Yo siempre estaré aquí, contigo. Para rescatarte.

—Cuento con eso…

Pero Claire sabía que regresaría a ese lugar, una y otra vez, hasta que pudiera volver a ver lo que se escondía tras el foso, a ver el rostro del hombre que la había secuestrado aquella noche y le había hecho vivir un infierno. Eso sería lo único que podría liberarla del terror… liberarla o destruirla completamente.

—Ya estoy bien, mamá.

—¿Estás segura, cariño? Puedo quedarme aquí, contigo.

—No. Sigue con lo que estabas haciendo. Voy a tumbarme en el sofá y a reposar un rato.

—Buena idea. Tú descansa, que yo volveré dentro de un momento.

Claire esperó a que su madre saliera de la habitación para descolgar el teléfono y llamar a Larry al trabajo. Detestaba molestarlo, pero sabía que él tenía tanto miedo como ella de que Becca se dejara seducir por el maléfico poder de David Bryson. Larry era la única persona con quien podía contar. No había tiempo que perder.

Tenían que salvar a Becca antes de que fuera demasiado tarde.

 

 

Después de ducharse y ponerse la ropa limpia que le había facilitado Richard, Becca regresó a la habitación de invitados. Allí estuvo durante un buen rato, mirando por la ventana, aburrida, hasta que decidió dar un paseo por la casa. Había visto gran parte de aquella zona con David el otro día, pero había incontables pasillos y habitaciones que aún no había explorado.

Desde donde estaba podía oír un ruido de ollas y cacerolas procedente de la cocina, y el rumor de una aspiradora al fondo del pasillo. Aquellos sonidos y aquella actividad hacían que la mansión le pareciera mucho menos intimidante que durante su primera visita.

Avanzó por el corredor. Las molduras del techo tenían un color crema pálido, o quizá fueran blancas y hubieran amarilleado con el tiempo. El papel de pared presentaba un desvaído diseño floreado. En los antiguos apliques de bronce se habían instalado pequeñas bombillas, que apenas iluminaban el largo y sombrío pasillo. Se detuvo ante la primera puerta cerrada que encontró y, tras una ligera vacilación, la abrió. Después de todo, Richard le había dicho que podía sentirse como si estuviera en su casa…

Supuso que se trataría de otra habitación para invitados, a juzgar por la falta de artículos personales. El cabecero de la cama era de madera labrada. Había un antiguo escritorio en una esquina, y una mesilla de caoba, con una jarra y una taza de porcelana china, al lado de la ventana. Indudablemente, cien años atrás aquella habitación habría tenido el mismo aspecto. Nunca dejaba de sorprenderla que aquella casa hubiera sido edificada piedra a piedra en el siglo XVII. Durante la mayor parte del tiempo, había pertenecido a la familia Pierce. David había sido el primero en romper esa tradición. Por primera vez, Becca empezaba a comprender la animadversión que sentían los Pierce hacia él. Primero la mansión, luego Tasha. Les había arrebatado sus más preciadas posesiones.

Cerró la puerta a su espalda y siguió avanzando por el pasillo hasta encontrarse con otro corredor, que atravesaba perpendicularmente el primero. A la derecha casi no había luz, y la moqueta del suelo era de un color rojo sangre, desteñido. A la izquierda, una escalera llevaba al segundo piso. Vaciló un tanto antes de comenzar a subir los escalones lentamente, haciendo crujir las tablas de madera. A cada paso que daba parecía alejarse de la escasa vida y actividad que la mansión podía presentar durante el día. Sintió una punzada de miedo. Era como si estuviera entrando en una vasta zona aislada del resto.

A excepción de una, todas las puertas del pasillo del segundo piso estaban cerradas. Se dirigía ya hacia ella cuando de pronto sintió una corriente de aire frío a su espalda y se volvió, buscando su origen. No parecía tenerlo. Recordó entonces las palabras de Richard: «inexplicables lugares fríos». Aquello era aterrador, y le estaban entrando ganas de escapar corriendo hacia la parte segura de la casa…

Procuró decirse que eso era una estupidez. Aquella mansión tenía siglos de antigüedad. Tenía que haber un montón de motivos lógicos para la corriente de aire frío que seguía percibiendo. No alcanzaba a imaginárselos en ese momento, pero los había. Tal vez tenía que ver con la puerta más cercana, aquella ante la que se encontraba en ese instante…

Intentó girar el picaporte, pero no se movió. Una puerta cerrada con llave. Era extraño. Hasta ese momento había podido abrir todas las puertas. ¿Por qué aquella estaba cerrada y las demás no? ¿Qué guardaría David allí?

Miró su reloj: eran las once y media, la hora a la que llegaría el inspector Megham. Bueno, no le pasaría nada por esperar algunos minutos. No quería marcharse sin echar un vistazo a la única puerta abierta de aquel pasillo, aunque eso significara tener que recorrerlo todo, hasta el final.

Entró en la habitación, conteniendo el aliento, y de repente se halló frente al paisaje más maravilloso que había visto en su vida. En el inmenso ventanal se divisaba la ensenada de la costa, de un color azul turquesa salpicado de diminutos reflejos. A lo lejos podía ver las rocas que se acumulaban al pie del acantilado, blancas por la espuma de las olas. Era un espectáculo tan maravilloso, que tardó varios segundos en dedicarse a examinar el resto de la habitación. Evidentemente, se encontraba en una biblioteca. Las paredes estaban forradas de libros hasta el techo y dos grandes escritorios se alzaban en el centro. Se acercó para curiosear los títulos de los tomos: se trataba de estudios e investigaciones sobre crímenes y asesinatos múltiples.

Había una carpeta abierta sobre uno de los escritorios, con un nombre escrito a grandes letras: Joyce Telatia. Le resultaba tremendamente familiar… hasta que recordó dónde lo había visto escrito antes. Se le hizo un nudo en el estómago.

Joyce era el nombre de la cuarta joven que había sido asesinada veinte años atrás, la tercera de las víctimas del asesino que nunca había sido capturado. Abrió la carpeta y leyó la primera hoja, en la que figuraban algunas anotaciones: Pelo rubio. Uno setenta de estatura. Ojos azules. Complexión menuda. Cincuenta y cinco kilos de peso.

Tenía que ser la descripción física de Joyce, pero habría podido ser igualmente la de Becca. Veinte años atrás Joyce había sido la víctima, y apenas el día anterior ella misma había estado a punto de ser asesinada.

—¿Estás buscando algo?

Dio un respingo al oír la voz de David, y se giró en redondo. La miraba desde la esquina más alejada de la biblioteca, en la penumbra.

—No sabía que estuvieras aquí… ¿por qué no me has dicho nada?

—Estás muy lejos de tu habitación, Becca. ¿Es que te has perdido?

—No —respondió. Se negaba a dejarse intimidar por su actitud—. Richard me dijo que me sintiera como si estuviera en mi casa. Y eso es precisamente lo que estaba haciendo.

—¿Sabes quién era Joyce Telatia?

—La cuarta joven que fue asesinada hace veinte años, en el pueblo. Pero, ¿por qué estás tan interesado en ella, David?

—Todo el mundo en Moriah’s Landing se interesa por los asesinatos. Revivir el horror es una especie de pasatiempo local —hundió las manos en los bolsillos del pantalón—. No quiero parecer un mal anfitrión, Becca, pero el acceso a esta parte de la casa está prohibido. No solo a esta habitación, sino a toda esta zona.

—¿Seguirá estando prohibida si acepto tu invitación para trasladarme aquí?

—Siempre lo estará. Me gustaría que olvidaras lo que has visto aquí hoy… y tendré que pedirte que nunca más entres en esta habitación.

«Hay gente que piensa que fue David quien cometió todos esos crímenes, hace veinte años». Las palabras de Larry asaltaron en aquel momento su cerebro, provocándole una náusea. Aspirando profundamente, se obligó a concentrarse en los hechos. David vivía en Moriah’s Landing cuando se produjeron los crímenes que tanto conmocionaron a toda la comunidad. Ese simple dato bastaba para explicar su interés por reunir la máxima información posible sobre los mismos.

—No creo que me gustase vivir en una casa con tantos secretos —repuso, dirigiéndose hacia la puerta.

—Todos tenemos secretos. Incluso tú.

—Escondidos en un remoto rincón de mi mente, quizá, pero no en las habitaciones de una casa. Y yo no tengo intención alguna de esconder mi pasado: mi problema es que no puedo conocerlo. Por cierto, te perjudicaría bastante que el inspector Megham se enterara de que guardas todos estos libros e informes en esta habitación…

—No pensaba invitarlo a entrar. Pero yo quiero que te quedes en mi casa, Becca. Te quiero aquí, viviendo en The Bluffs, donde pueda tenerte a salvo. Sé que le has pedido a Richard que te lleve a casa, pero te ruego que reconsideres esa decisión. Por favor. Quédate conmigo.

Hacía apenas un minuto se había quedado paralizada de miedo. Pero en aquel momento su voz parecía penetrar hasta lo más profundo de su ser, y su mirada hipnótica la mantenía cautiva, hechizada…

—Pensaré en ello.

—Bien.

Becca se volvió y regresó presurosa por el pasillo. Bajó los escalones de dos en dos. «Hechizada». Aquella palabra no dejó de resonar en su mente hasta que llegó a la zona habitada de la casa. Así era cómo Claire había descrito la extraña atracción que sentía hacia David.

Richard la estaba esperando en la puerta de la habitación de invitados.

—Tiene usted visita.

—El inspector Megham.

—No. El inspector ha telefoneado para avisarla de que llegará con retraso. Ha venido Claire Cavendish, acompañada de un joven llamado Larry Gayle.

—Oh, no. Claire no… aquí no… Por su aspecto, ¿diría usted que se encuentra bien?

—Al contrario. Parece extremadamente alterada. Han preferido no entrar y la están esperando en el cenador del jardín.

—Gracias, Richard.

Se detuvo en la cocina para beber un vaso de agua antes de salir del edificio. Claire visitando The Bluffs… Aquello no presagiaba nada bueno.