Becca corrió hacia la ventana cuando oyó sonar el timbre, rezando para que no fuera el inspector Megham. No era él. Era el recadero de la floristería. No podía ver su camioneta, pero reconocía las cajas de rosas con la cinta roja. Una nueva remesa de rosas blancas para ser lanzada al acantilado, en memoria de Tasha Pierce.
La primera vez que lo había visto, le había parecido un rito conmovedor. Pero ese día solamente le confirmaba que había tomado la decisión adecuada. Tan pronto como encontrase un lugar a donde ir, abandonaría The Bluffs.
Incluso aunque David la convenciera para quedarse, sabía que no funcionaría. Cada vez que lo sorprendía pensativo, con expresión absorta, era Tasha quien ocupaba su mente. Cuando se besaban, la preocupaba que estuviera pensando en Tasha. Y cuando hacían el amor… Tenía que poner fin a aquello. La estaba poniendo físicamente enferma.
Aunque tal vez estaba siendo demasiado dura con David. Quizá estuviera esperando demasiadas cosas de él, y demasiado pronto. Solo porque ella se hubiera enamorado tan rápida e intensamente, no significaba que él tuviera que tener la misma reacción. Con el tiempo, tal vez llegara a relegar un tanto a Tasha en su corazón y a amarla tanto como ella lo amaba a él.
Avanzó por el pasillo y subió las escaleras que llevaban al santuario de Tasha. Deteniéndose un instante frente a la puerta, cerró los ojos y se imaginó a Tasha luciendo su vestido de novia, con los ojos brillantes de emoción, el corazón desbordando amor. Conteniendo a duras penas las lágrimas, continuó andando.
Tasha y ella tenían tantas cosas en común… Ambas habían entregado su corazón a David. Pero Tasha seguía poseyendo el suyo.
Fue recorriendo un pasillo tras otro, sin rumbo fijo, con el único objetivo de alejarse lo más posible de aquella habitación. De repente se detuvo, apoyándose en la pared. No sabía en qué parte de la mansión se encontraba. Pero tenía la estremecedora sensación de que no estaba sola.
—¿Quién está ahí?
No hubo respuesta. Ni el menor movimiento. Pensó que se estaba volviendo paranoica. En aquel edificio se oían ruidos extraños. Abrió una puerta y entró en una habitación sin ventanas, con sillas y mesas plegables apoyadas contra la pared. Había una antiquísima mesa de comedor, cubierta con un tapete de piel, debajo de una lámpara de bronce. En el centro de la mesa había una gran caja de cartón abierta, de la que asomaban un cráneo y una especie de garra. El cráneo estaba coronado por una peluca blanca, que se derramaba sobre los bordes de la caja como si fuera una telaraña. Evidentemente se trataba de un simple disfraz de Halloween. Pero, aun así, se le encogió el estómago cuando metió ambas manos en la caja para sacar su contenido y examinarlo de cerca.
Era la odiosa máscara de McFarland Leary, mirándola con sus horribles ojos. Se le debilitaron las rodillas, y la habitación empezó a girar a su alrededor. «Contrólate, Becca», se ordenó. «No es más que un estúpido disfraz de Halloween. Lo venden por decenas en el pueblo». Pero tuvo que apoyarse en el borde de la mesa, aspirando profundamente varias veces.
De repente, oyó el ruido de la puerta cerrándose a su espalda. Se giró en redondo. Lo primero que vio fue el reflejo de la hoja de un cuchillo. Lo segundo, el rostro del hombre que lo blandía.
—Hola, Becca. Ya es hora de que conozcas al verdadero monstruo.
Becca se lo quedó mirando de hito en hito, segura de que lo había visto antes, pero sin recordar dónde.
—¿Quién eres?
—Es cierto, todavía no hemos tenido oportunidad de presentarnos formalmente, ¿verdad? —esbozó una burlona sonrisa—. Mis amigos me llaman Kevin. Y la mayor parte de las mujeres me llaman simplemente «cariño».
—¿Hasta que las matas?
—Exactamente, corazón. Habitualmente, primero dejo que disfruten del placer de mi compañía. Es una pena que no pueda hacer lo mismo contigo. Con lo que me gustan las chicas como tú…
Becca pensó rápidamente. Las posibilidades de que alguien escuchara sus gritos eran prácticamente nulas. Y una vez que empezara a gritar, aquel hombre no perdería el tiempo en matarla. Tenía que pensar en otra cosa.
—¿Por qué haces esto? —le preguntó, intentando ganar tiempo para pensar.
—Solo estoy haciendo lo que todo el mundo en Moriah’s Landing quiere. Piensa en lo decepcionados que se habrían sentido si el viejo McFarland Leary no se hubiera levantado de su tumba para matar a unas cuantas jóvenes. Una aquí, otra allí… Todas muy cerca del monstruo de la colina. Y la tercera en el interior de su misma guarida. ¿Qué más habría que hacer para convencer a un tribunal de que él es el asesino?
Aquel hombre estaba rematadamente loco, pero había cuidado hasta el menor detalle de su plan. Y ella había ido a caer en sus manos al trasladarse a The Bluffs. Ella moriría. Y David sería encarcelado… por unos crímenes que no había cometido.
A no ser que…
Barrió la habitación con la mirada. Miró la horrible máscara, con la garra. No le serviría como arma. Retrocedió un paso, hasta la pared en la que estaban apoyadas las sillas plegables.
—Todo esto para perjudicar a David… ¿sabes tú siquiera quién es?
—Oh, todo esto no tiene que ver ni con David Bryson ni contigo, corazón, aunque te convertiste en la candidata ideal cierta noche. A partir de ese momento, decidí incorporarte a la lista de víctimas.
Becca fue retrocediendo lentamente hacia las sillas, y discretamente se llevó las manos a la espalda para agarrar el respaldo de una de ellas.
—¿Cuándo fue eso?
—La noche en que te presentaste en el bar Wheels con Larry Gayle y esos dos amigos tuyos. No debiste haber rechazado a mi amigo por ese científico loco. No fue justo.
—Pero ya antes de eso habías matado a una mujer y pretendías culpar a David.
—Cierto. Tú solo fuiste la guinda de la tarta. Un asesino fantasmal, un vampiro encerrado en un castillo, y una hermosa joven seducida por su hechizo. La historia clásica.
—Y yo te lo puse fácil al trasladarme a The Bluffs…
—Fácil y difícil. Me habría resultado mucho más fácil entrar en la casa de los Cavendish que en una fortaleza como esta —explicó riendo.
Mientras hablaba abría y cerraba convulsivamente la mano izquierda, como preparándose para el ataque. De repente, una imagen asaltó la mente de Becca. El vestido de novia y el velo. Solo que no lo lucía Tasha, sino ella. Y bailaba con David en la cubierta de un barco, bajo un cielo estrellado…
David y ella. Amándose. Siempre, los dos.
Con la adrenalina circulando a toda velocidad por sus venas, alzó la silla y la lanzó contra Kevin. El efecto del impacto le hizo ganar el tiempo suficiente para agarrar otra. Había empezado a chillar: un grito que resonó en techos y paredes, mientras blandía la otra silla como arma.
Pero él seguía acercándose, con el cuchillo en la mano. Le arrebató la silla y la lanzó al otro lado de la habitación. Becca agarró una tercera, como última oportunidad de resistirse. Esa vez lo golpeó con una pata en un ojo. El agresor retrocedió, tambaleándose.
Cuando se recuperó, se lanzó sobre ella con redoblada furia, tensos los músculos, sangrándole el ojo herido. Consiguió derribarla. Becca se golpeó en la cabeza con el borde de la mesa.
Se le nubló la vista. Al alzar la mirada, vio dos cuchillos acercándose hacia ella. Y luego fue como si le explotara la cabeza. Sintió las primeras gotas de sangre cayéndole en la blusa.
—Te amo, David. Te amo tanto… Ojalá pudiera haber sido Tasha para ti, pero…
Las palabras murieron en sus labios mientras se hundía en un oscuro abismo, más allá del dolor y la pena.