Diecisiete

 

Al principio, David pensó que los gritos no eran tales, sino el ulular del viento a través de los mil resquicios de la mansión, como tantas veces lo había oído. Pero en aquel momento estaba subiendo los escalones del túnel, de regreso de las catacumbas. Era imposible que se pudiera oír el viento desde allí.

Oh, Dios, no. Era Becca. Ahora reconocía la voz. Y la de otra persona. Un hombre. Un hombre que reía como un loco. Agachando la cabeza para no golpearse contra el techo, empezó a correr mientras intentaba desesperadamente adivinar el lugar de origen de los gritos.

En cuestión de segundos, retiró la puerta de la estantería y corrió por el largo pasillo. “«Un grito más. Por favor, Becca, sigue viva… y da un grito más para que pueda localizarte». Pero en el corredor reinaba un extraño silencio. Dobló una esquina y se le aceleró el corazón. Ya no se oían gritos, pero podía escuchar una serie de golpes y chirridos.

Llegó ante la puerta y probó a abrirla en vano solo una vez, antes de sacar la pistola y disparar contra la cerradura. Ya tenía el dedo en el gatillo cuando la derribó de una patada. Lo primero que vio fue el rostro de Kevin Pinelle. Tenía un cuchillo. Y el cuchillo estaba peligrosamente cerca del cuello de Becca.

—Suelta ese cuchillo o disparo.

—Ni hablar. Yo no soy carne de cárcel. Así que la mataré primero y luego me dispararás.

David apretó el gatillo.

 

 

Becca sentía un fortísimo dolor de cabeza. Abrió los ojos y miró a David.

—Tenemos que dejar de encontrarnos de esta manera… —bromeó, recordando la ocasión en que la rescató del coche accidentado, en la carretera de Old Mountain.

—Dicen que cuando salvas a una mujer una vez, se supone que ya no puedes dejar de hacerlo —repuso, meciéndola cuidadosamente en sus brazos.

Se llevó una mano al la blusa, deteniéndose al palpar algo húmedo.

—¿Esto es sangre?

—Sí, pero no tuya, aunque tal vez lo habría sido si hubiera tardado un segundo más.

—¿Lo mataste?

—No. Solo le disparé a la mano con que sostenía el cuchillo. No quería que se perdiera la experiencia de la prisión. Y ahora, si puedes levantarte, te voy a llevar dentro. Tienes un buen golpe en la cabeza.

—Lo que usted diga, doctor Bryson —miró a su alrededor—. ¿Dónde está Kevin?

—Megham y Richard están abajo, con él, mientras esperan a que llegue la ambulancia. La segunda. La primera será la tuya, y esta vez no aceptaré un «no» por respuesta.

Becca apoyó la cabeza en su pecho, agradecida de estar viva, de que el asesino hubiese sido por fin capturado… y de que no murieran ya más mujeres a manos de aquel loco.

Por el momento, no se permitiría pensar en nada más. Sabía lo mucho que amaba a David, pero la horrible experiencia que acababa de vivir no cambiaba la relación que tenían. Amarlo nunca sería suficiente mientras David siguiera anteponiendo a todo su devoción por Tasha. Un castillo encantado. Un amante torturado. Un final trágico, infeliz. Como en una vieja novela gótica.

 

 

Los médicos le diagnosticaron una simple contusión, y hacia la tarde del segundo día, Becca ardía en deseos de salir del hospital. La habían tenido veinticuatro horas bajo observación, pero muy pronto estaría en casa.

«Casa». El problema era que no tenía ninguna «casa». Ya había trasladado sus cosas del hogar de los Cavendish, y su antigua habitación estaba ya ocupada por uno de los críos. Y no podría regresar a The Bluffs sabiendo que David seguía aún enamorado de Tasha.

Ante tal limitación de opciones, Becca había decidido trasladarse a un motel de las afueras del pueblo mientras buscaba un pequeño apartamento para alquilar. Pero una vez que terminara los vestidos que se había comprometido a diseñar para la Fantasía de Otoño, se marcharía de Moriah’s Landing.

Echaría de menos a sus nuevas amigas: Brie, Kat, Elizabeth y Claire… las únicas amigas verdaderas que podía recordar. Si se quedaba en el pueblo, sería una auténtica tortura alzar la mirada y ver The Bluffs cada día, sabiendo que David estaba allí.

Aquello era lo que más dolor le provocaba: un dolor interno, que le quemaba el alma. Sin embargo, al contrario que David, lo superaría. Aunque sabía que no sería pronto…

Levantó la mirada cuando se abrió la puerta y entró Brie Pierce.

—Hola, señorita Heroína del Pueblo —pronunció, abrazándola.

—¿Yo? ¿Una heroína?

—Pues sí. Te las arreglaste para capturar al asesino múltiple que tenía aterrorizada a toda la población.

—Yo no lo capturé. Si David Bryson hubiera tardado en aparecer unos cuantos segundos más, ahora mismo estaría muerta.

—Pero entretuviste a ese tipo hasta que llegó David. Y según he leído en el informe policial, le propinaste unos cuantos golpes con una silla de metal. Prácticamente le sacaste un ojo…

Becca esbozó una mueca al recordarlo.

—Espero no haberle dejado tuerto.

—No puedo creer que te preocupe ese monstruo… no después de lo que hizo con esas dos mujeres y lo que estuvo a punto de hacerte a ti.

—¿Sabes? Fue Kevin Pinelle quien intentó atacarnos a Claire y a mí en el parque. Lo reconoció —lo informó Becca, sentándose en la cama.

—Ya. Supongo que confía en que su abogado alegue un falso estado de demencia para obtener una condena más suave.

—Aunque no ha admitido haberme sacado de la carretera el otro día. Es extraño. Una vez que alguien reconoce dos asesinatos y el intento frustrado de un tercero, no entiendo por qué se resiste a admitir lo que me hizo en la carretera de Old Mountain.

—Drew está convencido de que fue él. Está convencido de que la intención de Kevin era desviar las sospechas hacia otra persona, y de que es el clásico delincuente que disfruta atrayendo la atención de todo el mundo, de la policía y de los medios informativos. Incluso el padre de Drew dice que Kevin sacará el máximo beneficio económico de toda la expectación mediática que pueda conseguir.

—Creo que no merece la pena que sigamos hablando de él… ¿no te parece?

—¿Cuándo te sacarán de aquí? —le preguntó Brie—. Por cierto, si yo fuera tú, no tendría mucha prisa. Antes de entrar, me tropecé en el pasillo con un médico muy atractivo…

—Saldré de aquí tan pronto como mi médico, que no es ni mucho menos tan atractivo como ese, me firme el alta.

Brie se inclinó para oler las flores que David le había enviado, y leyó la tarjeta que las acompañaba.

—¿Volverás a The Bluffs?

—No. Me iré a un motel.

—No consentiré que hagas eso… —protestó Brie—. Ven a casa con Drew y conmigo. Yo cuidaré de ti hasta que estés completamente recuperada.

—Tú estás demasiado ocupada con la carrera política de tu marido como para tener que cargar conmigo. Además, solo me quedaré en el motel hasta que encuentre un apartamento para alquilar.

Sonó el teléfono. Becca lo descolgó, medio esperando que fuera David. Era Claire. Cubrió el auricular con la mano para disculparse rápidamente con Brie antes de hablar con ella.

—Pareces muy alterada, Claire… ¿qué te pasa?

—He empezado a recordar la noche de mi secuestro.

—¿Recuerdas quién te secuestró?

—Todavía no, pero recuerdo detalles no solamente de aquella noche, sino de los días que la siguieron…

—¿Qué dice tu médico?

—Quiere hipnotizarme otra vez. Cuando lo intentó la primera vez, estaba tan nerviosa que tuvo que interrumpir la sesión. Pero ahora dice que ya estoy preparada.

—¿Y tú qué piensas?

—Quiero hacerlo. Quiero que encarcelen a ese hombre para que yo pueda retomar mi vida, para que pueda dejar de tener miedo. Para que, de una vez por todas, deje de sospechar de cada hombre con quien me encuentro. La otra noche, cuando Geoffrey nos salvó, pensé que era él. Y luego, cuando subí a The Bluffs, estuve segura de sentir algo diabólico en aquel lugar. No tenía por qué ser necesariamente David. Era la casa en sí.

«Las catacumbas llenas de cráneos y huesos», pensó Becca. Pasadizos secretos y oscuros túneles. En el caso de The Bluffs, Claire no iba tan descaminada en sus intuiciones. Pero en aquel momento no quería sacar a colación ese tema.

—¿Cuándo vas a ver al médico?

—Esta tarde. Deséame suerte.

—Te la deseo, Claire. La mejor suerte del mundo.

Segundos después de colgar el teléfono, Becca todavía estaba estremecida por la conversación que acababa de mantener.

—Era Claire Cavendish, ¿verdad?

—Sí.

—Ha empezado a recordar cosas posteriores al secuestro. ¿Te lo ha dicho?

Becca le contó además lo de la sesión hipnótica programada para aquella misma tarde.

—Pobrecita —Brie se volvió para mirar por la ventana, pensativa—. Supongo que su madre la acompañará durante la visita al psiquiatra.

—No. Los chicos mayores están en el instituto y la señora Cavendish se quedará con los pequeños. Pero si Claire la necesita después de la sesión, irá a recoger a su hija cuando Tommy vuelva y pueda hacerse cargo de ellos.

—Sería un milagro que Claire llegara a recordar los detalles de aquella noche. Creo que es la única manera que tiene de salir adelante —Brie le apretó una mano—. Bueno, será mejor que me vaya para dejarte descansar.

—Llevo días haciéndolo. Estoy ansiosa por volver a la tienda y ponerme a coser.

 

 

Geoffrey Pierce se hallaba al otro lado de la puerta de la habitación de Becca, escuchando la conversación que estaba manteniendo con Brie. Había decidido pasarse por el hospital para visitar a la convaleciente. Pero lo que no había esperado era que llegaría a enterarse de tantas cosas sin tan siquiera hablar con ella.

Claire estaba recuperando la memoria. Becca se había salvado. O al menos eso era lo que creía todo el mundo.

Se escabulló cuando Brie empezó a despedirse. No necesitaba que lo vieran merodeando por los pasillos del hospital, sobre todo ahora que ya sabía lo que tenía que saber. Pobre Claire. Y pobre Becca. Cuando ya se había creído libre de todo peligro, volvía a caer en la trampa.

 

 

David se hallaba en su refugio de las catacumbas, sintiéndose cada vez más como el monstruo infame que todo el mundo en el pueblo creía que era. Becca le había preguntado tan pocas cosas sobre su pasado… Entonces, ¿por qué no había sido él capaz de ceder, de sacrificarse un poco?

Quería a Becca en su vida, ansiaba ver su rostro en aquel preciso instante, al otro lado de la mesa, oír su risa resonando en las habitaciones de The Bluffs. Ansiaba tocarla, besarla, abrazarla, hacerle el amor…

Pero, en lugar de ello, había dejado que escapara de su vida. Tenso e inquieto, se puso a revisar las anotaciones de Manning, retrocediendo a lo ocurrido veinte años atrás y al proyecto de investigación en que se hallaba embarcado por aquel entonces. Revisó los nombres de los sujetos experimentales de los que había extraído muestras de sangre. El contacto de las tres mujeres había sido facilitado por una persona desconocida, en un gabinete médico de la localidad. Tres mujeres habían sido seleccionadas… todas poseedoras del «gen W». Todas presuntas descendientes de antiguas brujas de Moriah’s Landing.

Y, por supuesto, Joyce Telatia había figurado entre ellas. Pero… ¿qué médico habría dirigido la investigación? Había examinado la lista de todos los de la población, uno a uno, fotos incluidas. Ninguno había encajado con la descripción que aportaba Joyce en su diario. Ni siquiera Leland Manning, a pesar de que era el principal sospechoso.

Descolgó el teléfono y marcó el número de la habitación de Becca en el hospital. Al menos podía preguntarle cómo se encontraba y saber lo que estaba haciendo, aunque sabía que la verdadera razón de su llamada no era otra que la de escuchar su voz. El teléfono sonó varias veces antes de que le respondiera una enfermera.

—Lo siento, señor, pero la señora Smith ha abandonado el hospital.

—¿Sabe adónde ha ido?

—No, pero la vi hablando con Geoffrey Pierce en la puerta. Quizá se haya ofrecido él a llevarla a casa.

Geoffrey Pierce. Aquel nombre relampagueó en su cerebro como si fuera un letrero de neón. Geoffrey ya era miembro de la sociedad secreta cuando David regresó la primera vez al pueblo, y continuó siéndolo hasta que fue expulsado del grupo hacía unos cinco años. Pero no era médico.

Geoffrey Pierce. Actualmente debía de contar unos cuarenta y cinco años. Eso significaba que, cuando tuvo lugar el asesinato de Joyce, su edad coincidía con la descripción. El color del pelo también. En cuanto al resto de los rasgos, resultaba difícil discernirlo. Un hombre cambiaba mucho en veinte años. Pero David nunca había confiado en Geoffrey. Siempre había pensado que había algo intrínsecamente malvado, casi diabólico, en su persona. ¿Pudo haber sido el hombre con quien entró en contacto Joyce, a pesar de que no estaba cualificado para supervisar el proyecto de investigación? ¿Incluso aunque no estaba titulado en medicina? ¿Y por qué no? ¿Geoffrey Pierce, el asesino? La pieza que faltaba en el puzzle.

Y en aquel momento Becca estaba con Geoffrey Pierce… Presa del pánico, se levantó apresurado de la mesa, abrió un armario y sacó su pistola. Tenía que encontrar a Becca ahora mismo. Si Geoffrey fuera el asesino…

Pero, en el fondo de su mente, no tenía la menor duda de que lo era. Lo sabía con la misma certidumbre con que sabía que amaba a Becca Smith. Ahora lo que tenía que hacer era encontrarla a tiempo. Y, cuando lo hiciera, no dejar que se le escapara otra vez de su vida.

 

 

Becca abrió los ojos y vio una desnuda bombilla colgando del techo. Se le nublaba la vista y se sentía aturdida, mareada. Intentó moverse, pero no pudo. Tenía los brazos inmovilizados, y los pies también. Alcanzó a escuchar una respiración. Alguien se encontraba muy cerca, aunque no podía verlo.

—¿Dónde estoy?

—Estamos en el infierno, Becca. En el infierno de Geoffrey Pierce.

Aquella voz se filtró en su conciencia.

—Claire, ¿eres tú?

—Sí. Estoy muy cerca de ti… a tu derecha.

Cuando consiguió girar la cabeza, Becca pudo verla a través de la neblina que nublaba su vista. Claire yacía sobre una especie de camilla médica, atada de pies y manos, como ella. Tenía agujas clavadas en ambos brazos, con tubos por los que circulaba sangre.

Geoffrey Pierce. Se esforzó por recordar. Se había encontrado con él en el hospital y se había ofrecido a llevarla a un hotel. Ella se había negado, pero él le había inyectado una droga que la había dejado débil y aturdida. La había metido en su coche y la había atado, pero sin molestarse en vendarle los ojos.

Recordaba haber recorrido varias carreteras secundarias hasta llegar a la casa que poseían los Pierce en la playa.

Una vez dentro, la había bajado a su laboratorio subterráneo. Y luego… luego la mente se le quedó en blanco. No, ahora se acordaba. Sintió el pinchazo de otra aguja, hundiéndose profundamente en su vena, y luego comenzó a caer, a caer, a caer…

—¿Cómo has venido a parar aquí, Claire?

—Cuando me bajé del coche en la puerta de la clínica de mi médico, Geoffrey me estaba esperando. Ha vuelto para terminar lo que dejó empezado hace cinco años. Creo que siempre supe que había sido él.

—Oh, Dios mío. No, Geoffrey no. No pudo haber sido el tío de Drew quien te secuestró.

—Sí, sí que fue él. Él es el monstruo, y va a matarnos a las dos.

Becca cerró los ojos y se sintió flotar en un mar azul, de aguas cristalinas. Le dolían los pulmones y la sal le quemaba la garganta y los ojos. Agitaba los brazos y las piernas, pero Geoffrey seguía hundiéndole la cabeza. Iba a morir.

Sacudió la cabeza, intentando en vano escapar al efecto de las drogas. No estaba en el agua. Era una ilusión.

—No vamos a morir, Claire. No podemos rendirnos.

—Yo sí me voy a rendir. Quiero morirme. Antes de que empiece a tocarme y a hacerme lo que me hizo antes…

Se le quebró la voz y empezó a sollozar: un bajo y quejumbroso murmullo que desgarró el corazón de Becca. Pero ella no quería morir. Tenía que haber una salida. Si al menos pudiera moverse, o despejar lo bastante su mente como para pensar con claridad…

 

 

El propio Geoffrey Pierce se quedó paralizado de asombro cuando examinó los resultados del análisis de sangre. No podía ser, pero era. El ADN no mentía. Becca Smith no era Becca Smith. Era Tasha Pierce.

Él nunca había querido hacerle ningún daño a Tasha. Jamás se había imaginado que podría estar en el barco de Bryson aquella noche. Lo había descubierto demasiado tarde. Cuando la encontró en el agua, todavía viva después de la explosión, se dejó llevar por el pánico, temiendo que pudiera acusarlo del atentado. Por eso intentó ahogarla, y terminó estrangulándola. Pero si hubiera dejado abandonado allí su cuerpo, las autoridades habrían terminado por encontrarlo. Y habrían descubierto que en realidad había sido asesinada.

Asustado, Geoffrey escondió el cuerpo inerte en el maletero y condujo durante horas y horas, hasta detenerse finalmente en un descampado, de madrugada. Y la enterró en una tumba que cavó precipitadamente, con una pala que robó en el granero de una granja.

Tasha Pierce estaba muerta y enterrada. Eso lo sabía Geoffrey a ciencia cierta. Aquel ser que yacía en la habitación contigua no podía ser humano. No solo tenía el «gen W»: poseía además los poderes de las brujas. Se le contrajo el estómago. Se levantó de la silla y corrió al cuarto de baño. Se estaba mareando. Vomitaría. Y después destruiría a aquella nefanda e inhumana criatura.

Minutos después, limpiándose la boca con la manga, entró en la habitación donde se encontraba Becca.

—No has debido haber vuelto, Tasha. Tenías que haberte quedado en el mundo de los muertos.

 

 

»Tengo que matarte, Tasha. Tengo que matarte. ¿Es que no te das cuenta? No tengo otra opción».

Las palabras reverberaron en su cerebro. Y luego volvieron nuevamente las imágenes. El barco. La explosión. Las paladas de tierra, asfixiándola.

Intentó gritar cuando aquellos recuerdos anegaron su mente. Estaban mezclados, confundidos, pero eran reales. Ella era Tasha Pierce.

 

 

David se había dirigido rápidamente a la casa que los Pierce tenían en la playa, no muy seguro de lo que iba a encontrar allí, o si iba a encontrar algo, después de todo. Geoffrey podía haberse llevado a Becca a cualquier parte.

Frenó ante la verja de entrada, saltando casi en marcha, y corrió hacia la puerta. Sorprendentemente, estaba abierta. Entró con la pistola en la mano. Con el mayor sigilo de que fue capaz, miró en todas las habitaciones, pegado a la pared, dispuesto a disparar al menor movimiento.

La casa estaba lujosamente amueblada. Era el apartamento perfecto de un soltero. Un sofá con grandes cojines, una pantalla gigante de televisión, un sofisticado equipo de música. Todo parecía estar en su sitio. No había rastro alguno ni de Becca ni de nadie más.

Hacía tan solo unos minutos había estado tan seguro de que Geoffrey era el asesino… En aquel momento casi lo dudaba. ¿Se habría equivocado? Deteniéndose en la cocina, se apoyó en el mostrador de mármol.

De repente, oyó el chirrido de una puerta a su espalda. Dio un respingo cuando vio entrar un gato negro, pasar por delante de él y acurrucarse en una esquina, sin dejar de observarlo. David se acercó a la puerta y distinguió unos escalones que se perdían en la oscuridad. Un sótano. Podía oírse un ruido en el fondo, como el del agua corriendo en un lavabo.

La adrenalina fluyó a toda velocidad por sus venas mientras bajaba las escaleras. Los olores le resultaban familiares. Antiséptico, alcohol, formol. Geoffrey no era médico, pero aun así disponía de un laboratorio en el sótano. Las escurridizas piezas de aquel desquiciado puzzle comenzaban a encajar. Solo que ahora Becca corría un peligro enorme.

Y Geoffrey era un asesino mucho más experto que Kevin Pinelle. Había demostrado suficientemente su arte dos décadas atrás.

 

 

—Por favor, Geoffrey. Mátame. Por favor, mátame.

Becca podía oír la voz de Claire, pero sonaba como si surgiera de un pozo sin fondo. Ella misma creía estar flotando en alguna parte encima de Claire, fuera de su propio cuerpo. La habitación parecía girar a su alrededor, a través de una densa cortina de niebla. Intentó en vano consolar a Claire. No podía mover la lengua y sentía la boca terriblemente seca.

—Claro que te mataré, Claire, pero cuando yo quiera… después de castigarte por haberte escapado la primera vez. Pero Tasha tendrá que morir ahora mismo. Es una bruja, ¿sabes? Por eso tengo que sacarle toda la sangre del cuerpo. Una vez que descubra el secreto de la longevidad, ya no volveré a ser el pariente pobre de los Pierce, el único que nunca pudo alcanzar su fantástico tren de vida…

Becca se esforzó por enfocar la mirada, pero lo único que podía ver eran sombras y retazos de luz. Un par de pensamientos asaltaron su mente. Geoffrey Pierce era su tío, pero iba a matarla. ¿Por qué? ¿Acaso porque amaba a David?

David. Cerró los ojos e intentó evocar su imagen. Era tan atractivo, que quitaba el aliento… La había besado mientras manejaba el timón del barco. En aquel momento podía sentir sus labios sobre los suyos. Cálidos. Dulces. La tomó en sus brazos. Siempre estarían juntos. Siempre.

—De acuerdo, Tasha. Ha terminado la diversión. Tienes ya tanta droga en el cuerpo, que no podrás resistirte cuando te saque toda la sangre. En realidad, no puedo matarte. Ya lo hice hace cinco años. Ya estás muerta.

 

 

David siguió el sonido de la voz de Geoffrey. Aquel hombre estaba completamente loco. Loco, pero brillante, tan astuto que había logrado ocultar sus asesinatos durante veinte años. Tendría que llevar mucho cuidado. Aquel hombre podía matarlo a él y a Becca sin vacilar ni un segundo.

Se detuvo justo al otro lado de la puerta. Amartillando la pistola, aspiró profundamente antes de irrumpir de golpe en la sala donde Geoffrey mantenía prisionera a Becca.

—Se acabó el juego, Geoffrey.

—Vaya, mira quién ha venido… ¡Pero si es el doctor Bryson… el monstruo que me robó The Bluffs!

David vio primero a Claire, y luego a Becca, en un extremo de su campo de visión. Sentía una rabia tan inmensa, que a punto estuvo de perder el control.

—Todo ha terminado, Pierce. Tus días de matar mujeres impunemente han tocado a su fin.

—Tú no sabes quién soy. No me conoces.

—Sé que mataste a Joyce Telatia hace veinte años, y a otras dos mujeres. Y muy posiblemente también tuviste algo que ver con el asesinato de la madre de Kat.

—No, a ella no la maté. La encontré muerta. Le robé parte de su sangre… aunque estaba demasiado borracho para hacerlo bien.

—Te aficionaste al sabor de la sangre, ¿verdad, Geoffrey? Y te gustaba tanto que, quince años después, secuestraste a Claire.

—¿Te crees muy listo, verdad, doctor Bryson? Pero no conoces ni la mitad de la historia. Una vez que un hombre mata, ya no puede dejar de hacerlo. Solo tomé conciencia de ello después de matar a Joyce Telatia. Esperaba meses entre cada asesinato, luego me iba de pueblo en pueblo, a la caza de mujeres de la noche cuya desaparición a nadie le importaba. Pero nunca habría ido detrás de Becca si ella no se hubiera mezclado contigo y con Claire. La advertí que se alejara de ti, por escrito y personalmente. Es una lástima que no siguiera mi consejo.

—Por eso intentaste tirarla por el acantilado.

—En efecto, pero entonces no sabía que estaba intentando matar a una mujer muerta. Como ahora. Ella está muerta, David. Muerta.

David miró a Becca. Tenía los ojos en blanco, y los brazos colgaban a los lados, inertes. Y, durante una fracción de segundo, creyó morir mil veces.

Alzó la pistola y apuntó a Geoffrey. De repente, el gato negro que había visto antes volvió a aparecer, atravesó la habitación a la carrera y saltó al estómago de Becca. Una vez allí se encaró hacia Geoffrey, fiero, con el pelo erizado y sacando las garras.

—¿De dónde ha salido este maldito gato? —gritó, nervioso.

En aquel preciso instante Becca se movió, y giró la cabeza hacia David.

—Levanta las manos por encima de la cabeza, Geoffrey. Ahora —le ordenó. Becca estaba viva. El corazón estaba a punto de salírsele del pecho. No podía creerlo—. Me encantaría que me dieras una razón para dispararte.

—Adelante —Geoffrey agarró una jeringuilla de la mesa y apuntó con ella a Becca, como si fuera un dardo—. Una dosis de este veneno y todo habrá terminado.

—Baja esa jeringuilla o disparo.

Lo siguiente que vio David fue la aguja cortando el aire, directamente hacia Becca. Geoffrey había tenido tiempo de lanzarla. Y nada podía hacer ya para evitarlo.