Tres

 

David dejó la última rosa sobre la mesa llena de tiestos de cerámica, mientras veía acercarse a Rebecca Smith por el sendero empedrado. La falda se le enredaba en las piernas, azotada por el viento. Llevaba una blusa blanca y un fino suéter azul sobre los hombros, que contrastaba maravillosamente con su melena rubia. Era una mujer muy bella, exquisitamente femenina, y emanaba una sutil sensualidad, como un halo o un aura invisible.

Retrocedió un paso, dolorosamente consciente de su cojera y de la cicatriz que desfiguraba su rostro. Tomó un tiesto medio lleno de tierra, añadió agua y extendió el barro resultante sobre una ventana, sin conseguir que la luz del sol dejara de entrar del todo en la pequeña caseta de jardinería.

Había cometido una estupidez al salir a buscarla e invitarla a entrar en su mundo. Incluso aunque no hubiera estado tan horriblemente desfigurado, no habría tenido nada que ofrecerle. Ni a ella ni a ninguna mujer. Las invisibles cicatrices que laceraban su alma y su corazón se habían revelado como las más terribles de todas.

Becca se detuvo ante la puerta, asomándose tentativamente a su interior. A pesar de permanecer oculto en las sombras del fondo, todavía se giró hacia la derecha para esconderle el lado desfigurado de su rostro.

—¿Hay algo que pueda hacer por usted, señorita Smith?

—Por favor, llámeme Becca. Todo el mundo lo hace. Y, sí, hay algo que puede hacer por mí.

—Si es acerca de la casa, Richard tiene autoridad suficiente para aceptar las decisiones que usted juzgue conveniente. Confío en su buen criterio.

—Para ser sincera con usted, señor Bryson, no estoy segura de que mi criterio valga de mucho en esta situación.

—Creo que subestima sus propias capacidades.

—No. Si usted quiere que le diseñe un vestido, yo soy la mujer indicada. Y también he cosido fundas y cortinas antes, pero siempre según las sugerencias y deseos de su dueño, o de un decorador profesional. Yo nunca he asumido en solitario una tarea de decoración de interiores como la que me propone.

Su forma de dirigirse a él lo sorprendió. Había esperado que se mostrara más vacilante, más insegura. Grave error por su parte. Era una mujer decidida, con agallas.

—¿Está rechazando mi oferta, Becca?

—No es eso lo que yo he dicho.

—Entonces no veo dónde está el problema. Yo confío en usted, y Richard está autorizado a gestionar el proyecto. Me veré con usted de cuando en cuando, pero, en el futuro, yo escogeré el tiempo y el lugar —se dijo que estaba siendo demasiado duro. Si no llevaba cuidado, la ahuyentaría. Y ahora que estaba tan cerca de ella… deseaba que se quedara en The Bluffs mucho más que antes.

Aquel descubrimiento le desencadenó un abrumador sentimiento de culpa. Estaba seguro, además, de que el hecho de tenerla allí, en aquellas condiciones, constituiría a la postre un tremendo error. Pero no podía evitarlo.

 

 

Becca estalló de furia. El descaro de aquel hombre era intolerable.

—Todavía no he decidido aceptar este trabajo, pero ni siquiera me lo plantearé si no me presta usted toda su colaboración.

—¿Qué quiere decir exactamente con mi «colaboración»?

—Me gustaría que recorriera conmigo las habitaciones que le gustaría redecorar. Que me diga qué colores o qué estilo prefiere.

—¿Quiere que la acompañe? —le preguntó, incrédulo.

—Que me acompañe y que hable conmigo, doctor Bryson. No es tan difícil. Soy una mujer inteligente y de agradable conversación. Lo descubrirá conforme me vaya conociendo.

—Su inteligencia en ningún momento ha sido puesta en duda.

—Si todo esto se debe al estado de su rostro, puedo asegurarle que no es necesario que permanezca oculto en las sombras.

—No es de su incumbencia lo que haga o no haga yo con mi… deformidad.

Becca se apiadó de él. ¿Eso era lo que le había hecho Moriah’s Landing? ¿Conseguir que se viera a sí mismo como un monstruo? Cuando volvió a hablar, su voz apenas era un murmullo.

—Una persona es mucho más que su aspecto exterior.

—Cierto. Y usted debe confiar en mí de la misma manera que yo confío en usted. Quiero que desempeñe este trabajo en The Bluffs, pero solo podré tratar con usted según mis condiciones. Aquí estará perfectamente segura, y le pagaré lo que me pida.

—¿Aunque le pida una cantidad ridículamente alta?

—No lo hará.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Porque la conozco, Becca.

Su voz reverberó hasta en lo más profundo de su ser. No podía dar media vuelta y marcharse para no volver nunca a ese lugar, para no volver a ver jamás a David Bryson. Porque sabía que, si lo hacía, seguiría escuchando aquella voz por las noches. La única forma que tenía de superar la impresión que le había producido era llegar a conocerlo mejor. Darse cuenta de que era un hombre como los demás, que no ejercía ningún poder sobrenatural sobre ella.

Además, el trabajo estaría bien pagado, y podría ahorrar suficiente dinero para llegar a comprar algún día la tienda. Y se mantendría ocupada durante los largos meses de invierno, cuando los encargos se espaciaban. Una vez que hubiera pasado la Fantasía de Otoño y el baile de Navidad, la vida en Moriah’s Landing volvería a la rutina acostumbrada y cesarían los encargos de vestidos de fiesta.

—Acepto el trabajo.

—Me alegro.

Y así fue. Segundos después, Becca salió de la pequeña caseta de jardinería. Sola.

 

 

La cafetería Beachway estaba llena de clientes, en su mayoría pescadores recién desembarcados, con sus gruesos suéteres de lana y sus botas de goma. No era el lugar más elegante de la población, pero la comida siempre era buena. Shamus McManus estaba sentado en un rincón, soportando la discusión de Marley Glasgow y Kevin Pinelle, sus compañeros de mesa. Desgraciadamente el local estaba atestado y no había ningún otro sitio libre.

Con sus treinta y cinco años, Marley siempre había vivido en Moriah’s Landing. No tenía trabajo fijo, pero siempre se las arreglaba para que lo contratara algún patrón de barco y sacar lo suficiente para sobrevivir. Shamus tenía sesenta y ocho años, y había visto empeorar con el tiempo el ya de por sí agrio y desagradable carácter de su compañero.

Kevin solía trabajar en los pesqueros durante los veranos. Era demasiado sociable para gusto de Shamus, y frecuentaba los bares del muelle, casi siempre en compañía de alguna hermosa joven, las noches que no tenía que madrugar para salir a pescar. A las mujeres las hechizaba tanto su físico como su encanto juvenil.

—Creo que deberíamos ir ahora mismo a The Bluffs para que ese maldito asesino deje de una vez en paz a nuestras mujeres —estaba diciendo Marley, con la boca llena.

—No sabía que tú tuvieras alguna mujer —se burló Kevin—. Por la manera en que siempre te estás quejando del otro sexo, me sorprende que no te alegres de la mortandad que está haciendo Bryson o ese fantasma de Leary.

Marley resopló disgustado antes de llevarse un puñado de patatas fritas a la boca.

—Me gustan las mujeres. Las buenas, claro. No confiaría lo más mínimo en ninguna de ellas, pero mientras se queden donde tienen que estar… Lo que pasa es que sigo sin entenderlo… ¿Cómo es que esa modista tan guapa se atreve a subir a The Bluffs para ver a un peligroso lunático como ese? A no ser que ella misma sea descendiente de una de las antiguas brujas del pueblo, y vaya a reunirse con alguien de su propia ralea.

Shamus sacudió la cabeza y apartó su plato. Estaba harto de Marley.

—Becca Smith no es ninguna bruja y lo sabes perfectamente. Y si fuera de tu incumbencia lo que ella haga o deje de hacer en The Bluffs, estoy seguro de que te lo habría dicho.

Kevin apoyó los codos sobre la mesa, integrándose en la conversación.

—Ya, pero por mucho que me disguste admitirlo, puede que Marley tenga razón esta vez. Bryson es un tipo muy raro, se comporta como un maldito vampiro, no sale más que por las noches. Y anoche yo mismo lo vi hablando con Becca, en la puerta de The Wheels.

—Un maldito vampiro, eso es lo que es. Entonces… ¿por qué una mujer hermosa como ella habría de subirse a un coche y dejarse llevar a ese castillo?

—¿Sabes con certeza que lo hizo? —quiso saber Shamus.

—La vi con mis propios ojos —respondió Marley—. Estaba saliendo de la tienda de licores cuando la vi subir al coche del mayordomo de Bryson. Y los seguí en el mío hasta la carretera que llevaba a The Bluffs.

Shamus descolgó su sombrero de pescador del respaldo de su silla.

—Eso es espiar a la gente.

—Ya, pero si fue él quien secuestró a Claire, seguro que tiene miedo de que algún día llegue a recordar lo suficiente para que lo detengan, ahora que ya está fuera del hospital —apuntó Kevin—. Becca vive en la casa de los Cavendish. Y las dos son amigas. Yo las he visto salir juntas.

—Miserable asesino… —masculló Marley, furioso—. Este pueblo está harto de David Bryson. Ya es hora de que alguien nos libre de esa peste.

Shamus se le encaró.

—Quizá alguien lo haga, pero no serás tú. Eres un cobardón, Marley Glasgow. Ladras mucho y no muerdes nada.

—Vete al infierno.

—Probablemente lo haga. Aunque espero que no sea hoy —dejó unos billetes arrugados sobre la mesa y se levantó.

Segundos después se marchó, todavía impresionado por la noticia de que Becca Smith estaba visitando al doctor Bryson. Pero al contrario que Marley y Kevin, era lo suficientemente prudente como para guardarse sus propias opiniones.

 

 

Pasaban quince minutos de las tres cuando Becca se despidió de Richard y bajó del vehículo. El recorrido parcial por la mansión había durado hasta la una y media. Después de eso, había comido en compañía del mayordomo, con quien había compartido sus primeros proyectos para la casa.

Una vez terminado el recorrido, se le habían ocurrido múltiples ideas para redecorarla. De hecho, estaba entusiasmada y ansiaba ponerse a trabajar. Al parecer, el dinero no suponía ningún problema, y tanto David como Richard tenían plena confianza en ella. Solo había una restricción: su trabajo se limitaría al primer piso del ala este de la mansión.

Cuando se disponía a abrir la tienda, vio un sobre blanco fijado a la puerta, justo encima del picaporte. Probablemente sería una de sus clientas, que se habría pasado por allí mientras estaba fuera. Despegó el sobre y se lo guardó en el bolso.

Lo primero que hizo fue preparar una cafetera, y solo entonces leyó la nota. Estaba escrita en un papel cuadriculado, de bloc de notas, con grueso rotulador negro:

 

Aléjate de David Bryson si no quieres correr la misma suerte que Natasha Pierce.

 

La letra era simple e infantil, como si la hubiera escrito un niño. El mensaje no. Releyó la nota en voz alta, nerviosa a la vez que disgustada. Si se trataba de una broma, no era en absoluto divertida. Parecía más bien un sincero aviso de alguien del pueblo que creyera a pie juntillas en los rumores que corrían de vampiros y científicos criminales.

Después de servirse una taza de café, se sentó ante la máquina de coser. Pero las imágenes de The Bluffs asaltaban su mente sin cesar. La mansión era formidable. Por primera vez en su vida, había tropezado con un proyecto que la ilusionaba… para ella sola. Podría hacer que The Bluffs volviera a la vida. Y quizá podría obrar el mismo efecto con su extraño propietario. Estaba segura de que alguna mujer se lo agradecería.

A no ser… Recogió de nuevo la nota que había recibido. A no ser que David Bryson no fuera el hombre que parecía ser. A no ser que fuera realmente el criminal que había matado a todas aquellas mujeres, veinte años atrás. Y que había secuestrado y torturado a la pobre Claire Cavendish, hasta trastornarle el juicio.

Intentó imaginárselo en ese papel. No, la imagen no encajaba. De todas formas, lo prudente sería basar su propio comportamiento en hechos, y no en rumores o supersticiones absurdas. Generalmente mantenía abierta la tienda los sábados, en beneficio de las clientas que trabajaban durante toda la semana, pero ya era demasiado tarde para volver a abrir. Además, en aquel instante no le parecía tan urgente ponerse a coser como acercarse a la biblioteca del pueblo para echar un vistazo a los periódicos de hacía veinte años. Los que recogían la ola de asesinatos que se abatió sobre el pueblo.

 

Cuarta joven asesinada este año.

 

Becca se estremeció y cruzó los brazos sobre el pecho mientras terminaba de leer el artículo microfilmado. Esos crímenes eran antiguos, pero sentada sola en la biblioteca, absorta en la lectura de aquellos periódicos, tuvo la extraña sensación de que aquellos cadáveres estaban tan recientes como el que acababa de ser encontrado en la carretera de Old Mountain, no muy lejos de The Bluffs.

El primer asesinato había sido resuelto. Los tres últimos no. La cuarta víctima había sido Joyce Telatia, de los Telatia de Boston, una de las familias más ricas de la costa Este. El asesino habría podido pedir millones por su rescate y no matarla. Pero aparentemente era la muerte, y no el dinero, lo que le había interesado. Y su morboso interés pudo haber sido estimulado por la publicidad que rodeó el primer asesinato, el de Leslie Ridgemont, la madre de Kat. En este último caso las motivaciones habían sido los celos y una secreta pasión, pero en los otros tres no parecía existir móvil alguno aparte del puro ensañamiento con víctimas inocentes.

Le dolían los ojos, y se apartó de la pantalla de lectura. Ya tenía bastante por aquel día. Miró su reloj. Si se daba prisa, todavía podría sacar en préstamo un par de libros sobre la brujería en Moriah’s Landing, antes de reunirse con Claire para cenar.

 

 

La tarde en el laboratorio había sido completamente improductiva y, al cabo de un par de horas, David había renunciado al experimento que tenía entre manos. Luego había salido por el pasadizo que comunicaba la biblioteca con aquel antiguo mundo de oscuridad. Siempre que lo hacía, solía preguntarse por qué encontraba aquel mundo de cámaras secretas, repletas de cráneos y huesos, más acogedor que aquel en que vivía.

Allí se había quedado durante el resto de la tarde, revisando la montaña de anotaciones que antaño había pertenecido al doctor Leland Manning. El doctor Manning había sido la persona que más había influido en su decisión de dedicarse a la investigación médica. Actualmente se hallaba encarcelado por conducta criminal y realización de experimentos genéticos ilegales. Aparentemente nada podía explicar que un hombre de su talento e inteligencia hubiera traspasado la frontera de la locura con tanta facilidad.

David volvió a salir por la puerta secreta y la cerró a su espalda, quedando nuevamente disimulada por la alta estantería de libros. Luego atravesó la biblioteca y continuó por un largo pasillo. El solitario eco de sus pasos no pudo menos que recordarle lo diferente que había sido todo cuando Tasha vivía. Finalmente se detuvo ante la puerta del dormitorio que habían compartido.

Sacó de un bolsillo el anillo que servía de llave y lo insertó en la cerradura, vacilando un tanto cuando volvió a pensar en Becca. Era tan diferente de Tasha… Mucho menos inocente. Valiente. Decidida. Sincera. De senos firmes y redondeados, y caderas sensuales. Con un nudo en la garganta, dejó caer la mano. No. Aquella habitación pertenecía al pasado, a un amor tan puro como aquellas rosas blancas que arrojaba al acantilado cada semana. No podía profanarlo con los pensamientos que asaltaban su mente en ese momento.

Caminó apresurado por el pasillo y bajó las escaleras, sin detenerse hasta que llegó a la puerta trasera. Empujó la pesada puerta y salió al exterior, respirando a pleno pulmón.

—¿Ocurre algo, señor?

Se volvió al oír la voz de Richard a su espalda.

—No. ¿Debería ocurrir algo?

—No, señor.

David leyó la duda en los ojos de su mayordomo. Era extraña y desconcertante la facilidad que tenía de adivinar siempre su estado de ánimo. Aunque lo cierto era que jamás se había tenido por un hombre complejo o difícil. Simplemente hacía lo que tenía que hacer para sobrevivir, una habilidad que se había visto obligado a adquirir desde muy joven.

Richard sacó un pañuelo blanco y sacudió los asientos de un par de sillas de jardín, de hierro forjado.

—¿Por qué no se sienta, señor? Permítame que le prepare un martini.

—Todavía no. Solo quiero contemplar la puesta de sol.

Richard se sentó en una de las sillas y se desabrochó el botón superior de la camisa. Después de la cinco de la tarde siempre solía relajarse un poco, aunque David jamás le había exigido nada, ni comprendía tampoco la necesidad que sentía de adoptar aquella actitud tan formal durante el día. Sobre todo teniendo en cuenta la vida tan aislada y solitaria que llevaban…

—¿Sabe una cosa? Me cae bien Becca Smith —le confesó Richard—. ¿Qué piensa usted de ella?

La pregunta lo tomó desprevenido. No porque no hubiera reflexionado sobre ello, sino precisamente por todo lo contrario. Había pensado en Becca con harta frecuencia desde la primera noche que la vio saliendo de su tienda, con la cabeza bien alta, nada temerosa cuando lo descubrió entre las sombras. En aquella ocasión lo había mirado directamente a los ojos, sin bajar la vista.

Había sido un instante fugaz, pero algo extraño e incomprensible había estallado entre ellos, silenciosamente, en aquel cruce de miradas. Lo había sentido en lo más profundo de su ser, y aquella insólita sensación lo había dejado tan estremecido y aturdido que había equivocado el camino de regreso a casa. Conduciendo como si estuviera en trance, había dado un rodeo de varios kilómetros para llegar a The Bluffs.

Y ahora, semanas después de aquello, seguía sin poder quitársela de la cabeza. En cinco años, ninguna mujer le había suscitado el menor interés. Pero, con una sola mirada, Becca parecía haberlo hechizado.

—Es abierta y directa, y tiene muchas ideas para The Bluffs —le estaba diciendo Richard—. Creo que hará un excelente trabajo.

—No veo ninguna razón para que no vaya a ser así —comentó David con la mirada fija en el horizonte, contemplando las oscuras nubes ribeteadas de rojo y amarillo—. Espero que los dos sean capaces de trabajar juntos en este proyecto.

—Ella preferiría trabajar con usted.

—Lo dudo mucho —se volvió finalmente para mirar a su mayordomo—. Además, yo ya no me relaciono bien con la gente.

—Se relaciona bien conmigo —repuso Richard, cruzando una pierna y recostándose en la silla—. Creo que se llevaría muy bien con ella. Desde luego, nunca lo sabrá si no se da usted mismo una oportunidad.

David se llevó una mano al lado desfigurado de su rostro. Recordaba muy bien la reacción de las enfermeras cuando le retiraron los vendajes. Y aquella cicatriz, por muy horrorosa que fuera, no era nada en comparación con las quemaduras que surcaban su pecho y estómago.

—Perdí toda oportunidad hace cinco años, Richard. Y he aprendido a resignarme.

—¿De veras?

—Sí —al menos su mente había aceptado la verdad. Y hasta que Becca apareció en su vida, también su cuerpo y su corazón. Pero las cosas no tardarían en volver a la normalidad.

En aquel instante se levantó un fuerte viento, que arrancó varias hojas secas al árbol bajo el cual se encontraban.

—Definitivamente ha llegado el otoño —comentó David, deseoso de cambiar de tema.

—Sí. Ya es hora de que el fantasma de McFarland Leary se alce de su tumba.

—Ese tipo lleva enterrado desde finales del siglo XVII. Probablemente haya vuelto ya… convertido en un puñado de polvo.

Richard se frotó la mandíbula, pensativo.

—No si la gente del pueblo lleva razón. Dicen que estaba emparejado con una bruja. Cuando ella lo sorprendió engañándola con otra mujer, lo maldijo para que sufriera eternamente. Además de eso, Leary maldijo a su vez al pueblo de Moriah’s Landing por haber castigado con la muerte sus hechicerías.

—Lo sé. He oído todas esas historias cuando era niño. Supuestamente regresa cada cinco años y mata a una joven o dos para vengarse del pueblo, esperando al mismo tiempo que ese sacrificio aplaque a la bruja y le levante la maldición. Son cuentos para turistas, pero yo estoy seguro de que en el pueblo hay gentes supersticiosas que se creen todas estas tonterías, incluso aunque los hechos no lo demuestren. Son numerosos los asesinatos que durante los veinte últimos años han quedado sin resolver en Moriah’s Landing.

—En el pueblo ya está corriendo el rumor de que fue Leary quien mató a la mujer cuyo cadáver fue encontrado la otra noche.

—¿Cómo se ha enterado de eso?

—Pasé un momento por la tienda de alimentación cuando bajé a Becca al pueblo.

—Ya. Y mientras ellos se preocupan por los fantasmas, un psicópata anda suelto haciendo de las suyas.

—Como el hombre que secuestró y torturó a Claire Cavendish hace cinco años.

—Supongo que no habrá sucumbido usted también a esos cuentos de fantasmas, Richard…

—No. No creo que Leary sea responsable de ninguno de esos crímenes, pero hay algo extraño, maligno, en Moriah’s Landing. No sé lo que es, pero está siempre presente… como si el corazón del pueblo estuviera latiendo en el pecho de un loco.

David no tenía nada que objetar a aquello. El mal anidaba en el negro corazón del asesino que había destruido su mundo. La furia y la locura vivían en su seno. Lanzó una última mirada al sol antes de que sus últimos rayos se perdieran en el acantilado.

—Creo que voy a dar un paseo —anunció, levantándose.

—¿Cenará a las siete?

—Mejor a las ocho.

—Lo que usted diga.

Ojalá todo en su vida fuera tan fácil. Si así fuera, aquella misma noche la compartiría con Becca Smith. Su cuerpo despertaba a la vida ante aquel simple pensamiento. La necesidad se abría paso en su interior, abrumándolo como la inmensa ola de un mar encrespado.

Pero no la quería así. No tenía derecho. Incluso aunque no siguiera enamorado de Tasha, no tenía nada que darle a Becca Smith. Tenía cuarenta años, y ella debía de contar poco más de veinte. Estaba deformado, desfigurado. Becca, en cambio, era joven y hermosa, y tenía toda la vida por delante.

Él era la Bestia. Y Becca la Bella. Cinco años atrás había renunciado a la ilusión de que su vida pudiera tener un final feliz.

Pero no renunciaría a tenerla cerca de sí. No podía. Todavía no.