Becca levantó la rama. Lo atacaría primero a los ojos, y después procuraría asestarle un rodillazo en la entrepierna. Pero incluso aunque tuviera éxito, no ganaría mucho tiempo. Porque no podría huir y dejar a Claire a su merced.
—Voy a arrojar mi bolso al suelo. Puede llevarse el dinero. Ni siquiera denunciaré el robo —pronunció, esperando contra toda esperanza que aceptara su oferta.
—No quiero tu dinero.
El hombre avanzó hacia ellas, aunque Becca todavía no podía verlo bien. Solo distinguía su silueta esbelta, aunque no singularmente alta. Y amenazadora. Aguzó la vista, pero sus rasgos no se destacaban de las sombras. Era como si no tuviera rostro. «McFarland Leary se levanta de su tumba cada cinco años, para asesinar a sus víctimas». De repente se acordó de la terrible leyenda. Permaneció absolutamente inmóvil, paralizada, incapaz de moverse. Pero incluso en medio de aquel terror, sabía que aquel hombre no era ningún fantasma, y que no iba a desvanecerse en una nube de humo.
—¿Qué es lo que quiere de nosotras?
—Satisfacción.
Becca intentó levantar a Claire, pero su amiga continuaba sentada, abrazándose las rodillas, meciéndose rítmicamente.
—Deberías preocuparte por ti misma en vez de por esa llorona…
Los faros y el ruido de un coche interrumpieron sus palabras. Becca se volvió para ver acercarse un deportivo. La adrenalina que empezó a correr por sus venas la sacó de su parálisis; sin perder el tiempo, echó a correr hacia la calle, agitando las manos y pidiendo ayuda a gritos. Pudo escuchar los pasos de su agresor, corriendo en dirección opuesta, en el preciso instante en el que el deportivo se detenía. Fue Geoffrey Pierce quien salió del vehículo.
—Becca, ¿eres tú?
—Sí, y estoy con Claire Cavendish… Alguien ha intentado atacarnos.
—¿Dónde está? —inquirió, barriendo el parque con la mirada.
—Estaba allí —señaló el lugar donde lo habían visto—. Pero ya se ha ido. Echó a correr cuando vio las luces del coche.
—Maldita sea. Sabía que sucedería algo así.
—¿De qué está hablando?
—De tu visita a The Bluffs.
—¿Cómo es que sabe usted eso?
—No hay secretos en Moriah’s Landing. Acuérdate de eso, y también de que no puede uno mezclarse en la vida de David Bryson y salir luego indemne. Ese hombre es un ser maligno.
—No era David Bryson.
—Entonces ¿quién…?
—No lo sé, pero no era David.
—¿Pudiste verlo bien? ¿Podrías identificarlo si lo volvieras a ver?
—No. Estaba oculto en las sombras —Becca se volvió para mirar a Claire. Seguía sentada en el suelo, abrazándose las rodillas. Le pasó un brazo por los hombros—. Tranquila, Claire, todo está bien. Geoffrey Pierce está aquí, con nosotras, para ayudarnos. Nadie te va a hacer daño.
Claire alzó la mirada hacia Geoffrey, con los ojos desorbitados. Y, de repente, un largo gemido escapó de sus labios.
—Hay que llevarla a su casa —declaró Geoffrey—. Déjame ayudarte.
Le tendió la mano para ayudarla a levantarse, pero Claire se apartó, gimoteando. Al final fue Becca quien consiguió hacerlo.
—Venga… Geoffrey Pierce nos acercará hasta casa —susurró—. El hombre malo se ha ido…
—No, no. Otra vez no… —suplicó con voz temblorosa. Apenas podía pronunciar las palabras—. No me dejes. Por favor, no me dejes…
—Tranquila, corazón. No te dejaré. Tú apóyate en mí, y yo te llevaré hasta el coche.
Claire se movía como si estuviera en trance. Geoffrey quería ayudarla, pero la joven se apartaba bruscamente cada vez que intentaba hacerlo. Finalmente Becca se acomodó en el pequeño asiento trasero del deportivo, a su lado.
—Deberían ahorcar al hombre que le hizo eso —masculló Geoffrey mientras arrancaba—. Si no pudiste ver a tu agresor, Becca… ¿cómo puedes estar tan segura de que no era David Bryson?
—Porque habría reconocido su voz —respondió. Además, si se hubiera tratado de David, estaba segura de que habría percibido su aura, aquella extraña y deliciosa sensación que la asaltaba cada vez que se acercaba a él.
La luz del porche de los Cavendish estaba encendida, tal y como había imaginado Becca.
—Aquella es la casa de Claire —lo informó.
—Lo sé. Solía llevar a Tasha a ver a Claire antes de que se sacara la licencia de conducir. Las dos eran grandes amigas, ya desde el colegio. Recuerdo bien el disgusto que se llevó Tasha cuando secuestraron a su amiga. Pocos meses después, murió. Y todo porque se mezcló con David Bryson.
La amargura resultaba evidente en su voz. Becca estaba segura de que echaba terriblemente de menos a Tasha. La familia Pierce la había querido tanto… El pueblo entero la había querido mucho, aunque ninguno de ellos la había amado tanto como David.
Geoffrey frenó delante de la casa, apagó el motor y se volvió hacia Becca.
—Te pido por favor que te alejes de The Bluffs y de David Bryson, Becca.
—Estoy segura de que David no desea hacerme ningún daño.
—Entonces eres demasiado confiada. Eres una mujer hermosa, buena, amable. Y tan ingenua y confiada como lo era Tasha. Ese es precisamente el tipo de mujeres que a él le gustan. Mujeres a las que pueda impresionar con su dinero y su estilo sofisticado… Pero es mentira. Es un tipo peligroso. Mortalmente peligroso.
Sus palabras parecieron quedar suspendidas en el aire, mucho tiempo después de haber sido pronunciadas. Becca sabía que estaba esperando la promesa por su parte de que seguiría su advertencia, pero no podía hacer eso, al menos por el momento, así que no dijo nada. Geoffrey salió del coche al mismo tiempo que Becca abría la puerta del lado de Claire. Una vez más la joven, temblando, se negó a aceptar su ayuda.
—Será mejor que la ayude a entrar en casa yo sola —le dijo Becca—. Se sentirá más segura conmigo.
—Lo entiendo.
Geoffrey se hizo a un lado. Claire había dejado de sollozar, pero seguía aferrándose a Becca como si todavía no pudiera mantenerse en pie.
Delante de la puerta, Becca se volvió hacia Geoffrey. Estaba esperando al pie de los escalones del porche, observando, dispuesto a ayudarla en caso de que así lo necesitase.
—Gracias de nuevo. No sé cómo podré agradecerle todo esto…
—Alejándote de Bryson.
—Pensaré en ello.
—Lo que quiere decir que no lo harás. Ya estás bajo su hechizo. Que Dios te proteja. Es el único que puede —y se volvió para subir a su coche.
—Que Dios nos proteja a todos —susurró Becca mientras llamaba al timbre. Tenía llave, pero no podía abrir teniendo que sujetar al mismo tiempo a Claire.
Segundos después, la señora Cavendish abría la puerta. Una sola mirada a su hija y se le llenaron los ojos de lágrimas. Sostuvo en sus brazos a Claire y la acunó contra su amplio pecho.
—Mi niña, mi pobre niña… ¿qué es lo que ha pasado ahora?
Becca suspiró profundamente. No era nada fácil explicarle lo que le había sucedido, por lo menos sin asustarla.
Claire había tenido razón en lo del mes de septiembre. El otoño en Moriah’s Landing era como hacer una excursión por el mundo del horror.
Transcurrieron dos horas antes de que Becca pudiera entrar por fin en su habitación de la casa de los Cavendish. En aquel momento, duchada y vestida ya para acostarse, miraba pensativa por la ventana mientras reflexionaba sobre todo lo que acababa de ocurrir.
Una vez libres del peligro que habían corrido, lo más duro había sido ver cómo Claire volvía a hundirse en un estado cercano al coma pese a los desesperados esfuerzos de su madre por consolarla. Y ver el inmenso dolor reflejado en los rasgos de la señora Cavendish.
Becca la había dejado al cuidado de su madre mientras llamaba a la policía para informar del suceso. El primer agente había llegado en cuestión de minutos. Era joven, amable y muy eficiente. Le había hecho una serie de preguntas directas e inteligentes, escuchando con atención sus respuestas.
Diez minutos después de que aquel agente diera por terminado el interrogatorio y abandonara la casa, apareció el inspector Carson Megham. Era un hombre de unos sesenta años y expresión soñolienta, de complexión rechoncha, que chupaba sin cesar un cigarrillo apagado que parecía llevar pegado al labio. Sus preguntas no habían podido ser menos atinadas. Se había quedado en la casa durante media hora, tomando notas y bebiéndose toda la cafetera que la señora Cavendish le había preparado.
Cuando se marchó, Becca estaba segura de que en toda su vida nunca se había alegrado tanto de ver marcharse a alguien. Para entonces Claire ya estaba durmiendo. Poco después entraba por fin en su habitación, dispuesta a acostarse cuanto antes si quería hacer un buen trabajo al día siguiente y elaborar un primer plan de redecoración para The Bluffs.
En aquel momento, se metió en la cama. O ella se había equivocado con David Bryson, o Geoffrey Pierce y el pueblo entero no llevaban razón. Quizá, después de todo, estuviera realmente hechizada.
Tasha probablemente no había tenido la menor oportunidad de evitar enamorarse de David. Y si Becca no llevaba cuidado, ella también podría acabar enamorándose de él.
La música era obsesionante, una canción de amor que se infiltraba en la conciencia de Becca, removiéndole el alma. La única luz de la habitación era la del fuego de la inmensa chimenea de mármol.
David le hizo un gesto para que se acercase, y Becca obedeció. Podía sentir la presión de su mano en la espalda, atrayéndola hacia sí. El corazón le latía acelerado contra su pecho.
Le alzó la barbilla con el pulgar. El deseo brillaba en sus ojos.
—Quiero que esta noche dure para siempre —susurró contra sus labios—. Solo tú y yo, suspendidos en el tiempo.
—Sí —repuso ella—. Haremos que dure eternamente.
—Prométemelo. Prométeme que siempre me amarás como me estás amando esta noche.
—Hazme el amor, David.
—No puedo. Todavía no.
—Por favor. No podré soportarlo si no lo haces…
Volvió a besarla. Lo deseaba tanto que se lo imaginó desgarrándole la ropa y tomándola allí mismo, frente a la chimenea. Pero, en vez de eso, se apartó.
—Tienes que irte ahora, Becca.
—No, por favor. Te necesito, David.
—Si te quedas, te haré sufrir.
—No. Tú nunca me harías sufrir. No puedes.
—Pero lo haré.
De pronto su voz cambió. Y su rostro también. Se había convertido en una horrible máscara rojiza, surcada de cicatrices. Era algo estremecedor. Becca echó a correr, pero sabía que no conseguiría escapar. Sus pasos resonaban a su espalda, cada vez más cerca. Más cerca…
—Becca, ¿estás despierta?
Abrió los ojos y se apartó el cabello del rostro, confundida y soñolienta.
—Becca, te llaman por teléfono.
¿Tommy Cavendish? El hermano de Claire. Abrió los ojos y miró a su alrededor, medio esperando ver a David tumbado a su lado. No estaba allí.
—¿Quién me está llamando a esta hora?
—No es tan temprano, dormilona. Son más de las ocho. Es un tipo, pero no me ha dado su nombre. ¿Quieres que me deje el recado?
—No, ahora me pongo yo —se levantó de la cama y se calzó las zapatillas. Luego descolgó su bata de franela del gancho de la puerta.
¿Un hombre? ¿Quién podría llamarla un domingo por la mañana? No podía ser Larry. Tommy habría reconocido su voz. Solo esperaba que no fuera el inspector Megham. Cualquiera menos él.
—Mejor utiliza el teléfono del salón, si es que quieres oír algo —le sugirió Tommy cuando Becca ya se dirigía a la cocina—. Mamá está haciendo pasteles y los críos la están ayudando. Imagínate el jaleo que hay.
—De acuerdo.
Olía a café recién hecho y a beicon. Se dirigió apresurada al salón.
—Hola.
—Buenos días, Becca. Espero no haberte despertado.
La voz de David la hizo revivir el sueño. Le flaquearon las rodillas.
—No —mintió, esperando que no la traicionara la emoción—. ¿Ha pasado algo malo?
—Me he enterado de lo que os sucedió a ti y a Claire anoche.
—Las noticias vuelan en Moriah’s Landing.
—Sobre todo las malas. ¿Te encuentras bien?
—Sí. Aunque no puedo decir lo mismo de Claire. Todavía no he tenido oportunidad de verla esta mañana, pero anoche se quedó destrozada. Absolutamente aterrorizada.
—Lo siento mucho.
—¿Es por eso por lo que has llamado? ¿Para preguntarme por lo de de anoche?
—No. Necesito verte.
—Pensaba volver a The Bluffs mañana, para tomar algunas medidas.
—Me gustaría verte esta misma mañana.
—¿Cuándo?
—¿Cuándo puedes tú?
—Acabo de levantarme. No estoy vestida, y aún no he desayunado.
—Puedes desayunar conmigo. Le diré a Richard que te recoja.
Estaba impresionada. El ermitaño que vivía recluido en las sombras deseaba compañía para desayunar.
—Por favor, Becca. Es muy importante que nos veamos.
Su insistente tono se mezclaba con la calidad hipnótica de su voz, afectándola tanto como si la estuviera tocando. O atrayéndola hacia sus brazos…
—Supongo que sí podría.
—Bien. Richard estará allí en cuarenta y cinco minutos.
Antes de que ella pudiera replicar algo, cortó la comunicación. Pese a la advertencia de Geoffrey Pierce, no podía esperar para verlo de nuevo.
La mañana estaba nublada, pero incluso los escasos rayos de sol que lograban abrirse paso entre las nubes quedaban bloqueados por los pesados cortinajes del salón. La única iluminación procedía de los dos candelabros de la repisa de la chimenea. Aquella habitación tan oscura era el único lugar donde David podía sentirse cómodo hablando con Becca Smith. No había planeado en absoluto llamarla aquella mañana, pero la noche anterior había permanecido despierto durante horas, detestando la idea de que algún monstruo pudiera haberla aterrorizado hasta el punto de buscar ayuda en gente como Geoffrey Pierce… Pudo haberla perdido, pudo haberse despertado con la noticia de que su cuerpo había sido descubierto en los bosques, con dos cortes en la yugular…
Habría sido el colmo de la ironía. Perderla para siempre cuando ansiaba tanto tenerla a su lado, para vigilarla… Ansiaba tocarla, deslizar las manos por los delicados rasgos de su rostro, besarla sin cesar y sentirla temblar de deseo. ¿Deseo por un monstruo, que además la doblaba en edad? Eso no sucedería jamás, pero aun así no quería perderla de vista.
Se tensó al escuchar un ruido de pasos en el corredor, seguido de la voz de Becca. Era una voz tan dulce como la de Tasha, con un rico surtido de matices que hablaban de juventud e inocencia.
Y, sin embargo, Becca era tan distinta de Tasha… Más segura de sí misma, más decidida, más madura. Su cabello era dorado como el de la mies en sazón, mientras que el de Tasha era como el reverbero del sol en una mañana de niebla.
Segundos después se abría la puerta, dando paso a Becca. David suspiró profundamente, forzando un tono calmo que no consiguió menguar la intensidad de su deseo.
—Hola, Becca. Bienvenida de nuevo a The Bluffs.
Becca vaciló mientras sus pupilas se adaptaban a la oscuridad de la habitación. Permaneció inmóvil, escuchando cómo los pasos de Richard se desvanecían poco a poco. Estaba a solas con David.
Se hallaba sentado en el suelo, sobre una manta extendida frente a la chimenea apagada, con el rostro oculto por las sombras.
—Está tan oscuro que apenas puedo verte —susurró ella—. ¿Te importa que encienda una luz?
—Yo prefiero la oscuridad, y no hay ninguna luz en esta sala.
—Entonces es cierto lo que la gente dice sobre ti.
—Eso nunca me ha importado, pero… ¿qué es lo que dicen de mí?
—Que solamente sales de noche.
—Se equivocan. Al amanecer salgo a montar a caballo.
Becca se dijo que, o bien los rumores que corrían por el pueblo estaban equivocados, o David mentía. Allí estaba ahora, encerrada a solas con él en una fortaleza inmensa, en el borde del acantilado.
—Espero que tengas apetito —añadió David, señalando la comida que tenía delante, dispuesta sobre la manta extendida.
—No creo que pueda comer nada.
—Si no te gusta la comida, Richard podrá prepararte otra cosa.
—Oh, no es eso. Es que… no me siento segura en tu compañía, David. Quiero decir que… no sé si puedo confiar en ti.
—¿Tienes miedo de que quiera seducirte?
Sí. Tenía miedo de eso. Y de lo contrario.
—No sé de lo que tengo miedo. Eres diferente de cualquier otro hombre que haya conocido.
—No tienes nada que temer. Yo jamás te haría daño, al menos de una manera intencionada.
—Entonces supongo que deberíamos desayunar. Y hablar de lo que tengamos que hablar —pronunció Becca, ya más tranquila. Miró la comida, admirada tanto de la variedad como de la cantidad—. ¿Tiene que venir más gente? Con esto podría desayunar una docena de personas.
—Le dije a Richard que solo seríamos dos, pero a veces tiende a exagerar un poco.
—¿Haces esto muy a menudo?
—¿Desayunar?
—Invitar a una amiga a un picnic… sin salir de casa.
—Solo una vez cada década, o así. De hecho, probablemente tú eres la única persona en todo el pueblo que habría aceptado una invitación como esta. Por eso estás aquí.
—¿Te molesta que la gente de Moriah’s Landing… te tema?
—Ya no, y no todos me temen. Los Pierce simplemente me odian.
Así que era consciente de lo que la familia de Tasha pensaba de él…
—¿Has intentado alguna vez hacer las paces con ellos?
—En realidad, no. No éramos amigos cuando Tasha estaba viva. Y no veo razón alguna para que lo seamos ahora.
—Es una familia muy grande. Y muy diversa.
—Cierto. De hecho, Drew Pierce me cae bien, y creo que será un magnífico alcalde. Y aunque no le tengo ningún aprecio a Geoffrey Pierce, me alegro de que anoche apareciera a tiempo de ayudaros a Claire y a ti.
—Aun así, supongo que te afectará que la familia de Tasha te considere… responsable de su muerte.
—No me preocupa nada de lo que puedan decir los Pierce. Tengo mi trabajo. Y mis recuerdos. Eso es más de lo que tiene mucha gente —señaló la comida—. Sírvete tú misma. Hay café. O champaña, si prefieres.
—Champaña, por favor.
David sacó la botella del cubo y la descorchó. Tenía unas manos finas, de dedos largos y fuertes. Becca se maravilló de que hubieran sobrevivido a los destructivos efectos de la explosión.
Con ese pensamiento en mente, contempló su rostro. Incluso en aquella oscuridad, podía distinguir en parte la cicatriz que lo atravesaba. Se estremeció al pensar en el aspecto que debía de haber ofrecido inmediatamente después de la operación.
Sabía que desde entonces se había sometido a varias operaciones. Y no eran esas las únicas cicatrices que tenía. Tenía otras en el cuerpo, y sobre todo en el alma. Becca sabía muy bien el inmenso sufrimiento que podía llegar a acumular una persona en el alma, enterrado en lo más profundo de su ser. Ella convivía con esa sensación todos los días.
Aun así, de haber estado en su caso, jamás se habría apartado del mundo como había hecho David. Pero Becca no había estado atormentada por el recuerdo de un amor perdido para siempre. Ahora que pensaba sobre ello, estaba segura de que parte de la atracción que sentía por él se debía precisamente a que encarnaba un mito trágico: la imagen de un hombre aferrado desesperadamente al recuerdo de un amor verdadero. Una figura clásica de la literatura universal.
David sirvió el champaña en dos altas copas de cristal.
—Qué elegante —comentó Becca con tono bromista, aceptando la que le tendía—. Si hubiera sabido que este desayuno iba a ser tan formal, me habría vestido para la ocasión…
—Estás preciosa así como estás. Es Richard quien tiene una singular debilidad por la elegancia. En cuanto a mí, soy un antiguo miembro de un club muy particular. El Club de Gentuza de Moriah’s Landing.
—La gentuza no vive en castillos.
—En mi caso, sí. En Moriah’s Landing nadie escapa a la marca de su nacimiento, y yo no solamente procedo de «la zona mala» del pueblo, el muelle, sino de lo peor de lo peor. Nada que ver con los Pierce.
—Mis antecedentes tampoco son una maravilla.
—Lo sé.
Su respuesta la sorprendió. Nunca había compartido su pasado con nadie. Al menos en Moriah’s Landing.
—¿Cómo lo sabes?
David se tensó, desviando la mirada.
—Revisé tus referencias para el trabajo de redecoración.
—¿Y encontraste en ellas algo sobre mi vida privada?
—Sé lo muy cerca que estuviste de la muerte.
—¿Has hecho que me investigaran? —le preguntó, tan irritada que apenas podía dominarse.
—No. Y tampoco te estoy juzgando, Becca —añadió, adivinando lo que estaba pensando—. ¿Cómo podría hacerlo?
—De acuerdo, David, ya que hemos llegado hasta aquí… ¿por qué no me dices exactamente qué es lo que has averiguado acerca de mi pasado?