9

Las peleas siempre se daban a la salida del colegio, porque si alguno de los curas o sisters te pillaba dándote golpes, la paliza te la daban ellos, y en ese caso no había posibilidad de defensa. Si tenías suerte y era algún profesor el que se daba cuenta de la bronca, te llevabas a casa una papeleta de mala conducta. Por eso, lo mejor era hacerlo fuera del colegio. A mí eso de pelearme también me daba sueño, pero a veces no había otra salida. Esa tarde, luego de clases, Iván Sánchez-Camacho me dijo que Perico Soler se iba a mechar.

—¿Otra vez? —dije—. ¿Con quién?

—Con el ganso de Yano Pontas —dijo el gordo—, va a ser en el Olivar.

El Olivar era un bosque con árboles frondosos que estaba cerca del colegio, ideal para darse golpes y no ser visto por los vecinos, que muchas veces avisaban a la escuela. Eso molestaba mucho a las autoridades y los curas, no tanto por los golpes, sino por la mala imagen que podían llevarse los vecinos de San Isidro.

—No sé, gordo —dije—, no sé si tenga muchas ganas de ver broncas hoy día.

—Anda, vamos —dijo Iván—, ¿qué otra cosa tienes que hacer?

Realmente no tenía muchas ganas de volver a casa, sino de conseguir un cigarrillo y fumármelo, y en el Olivar seguro que alguien tenía.

—¿Quién crees que pegue? —me preguntó Iván cuando salíamos del colegio.

—No sé —dije.

—Yo creo que Yano le puede dar —dijo Iván—, es más grande.

—Es probable.

—Pero tú sabes que nadie tira bronca como Perico, eso es un punto a su favor.

Cuando llegamos había un grupo de unos quince o veinte alumnos que habían dejado sus mochilas junto a un árbol y empezaban a hacer un círculo que les serviría como ring de pelea. Yano Pontas acababa de entrar en el colegio ese mismo año, o sea que era nuevo, y, según lo que él mismo contaba, su viejo era socio de una de las tantas empresas que Fujimori había decidido privatizar. Por eso no le fue difícil entrar. Perico Soler era uno de los que más lo provocaba, aunque no era precisamente una provocación, sino una especie de prueba constante que hacía con todo alumno nuevo. Solo estaba marcando su terreno, ya que no le gustaba la idea de que Pontas alardeara tanto de los contactos de su padre. En verdad lo único que había hecho Yano Pontas era tratar de caer bien al resto, pero a Perico su actitud le molestaba y había que arreglarlo con los puños.

—A ver, a ver —el que hablaba era Pflucker, que se había puesto en medio del círculo y hacía de árbitro—, nada de golpes bajos.

—¡Calla, huevón! —gritó Alfonso Neroni—. Si se van a mechar, que se den duro nomás. No les pongas reglas.

—¿Tú a quién le vas? —Lucho Salcedo se había puesto a mi costado.

—Yano es más grande —volvió a decir el gordo Iván.

—¿Hacemos una apuesta? —propuso Salcedo.

—No sé —dijo Sánchez-Camacho.

—No seas rosquete, pues, gordo —insistió Salcedo—, nos jugamos una hamburguesa del quiosco.

—No sé.

—Anda, yo le voy a Perico. ¿Una hamburguesa?

Sánchez-Camacho se quedó pensando. Me miró, tratando de que le diera una pista, pero entonces escuchamos el sonido seco de un golpe de puño contra la cara de Perico y todos comenzaron a soltar alaridos y gritos. La bronca había comenzado.

—Okey —Iván le dio la mano a Salcedo—, una hamburguesa.

Comparado con Yano Pontas, Perico Soler era mucho más pequeño y varios kilos más ligero, pero nadie como él para moverse con astucia y agilidad. La pelea estuvo reñida, los golpes iban y venían y cada uno sonaba más certero que el otro. Perico no solo daba golpes y los recibía, sino que le hablaba a Yano, diciéndole cosas como ¡Ven, pues, huevón, ven! mientras se cuadraba frente a él, hasta que en un momento dado alguien gritó: ¡Los serenos!, y todos giramos la cabeza. Dos oficiales se aparecieron trotando, haciendo sonar un pito y obligándonos a terminar con la bronca. Pflucker intentó intermediar para que los hombres nos dejaran continuar.

—Sabemos dónde estudian, jóvenes —dijo uno de los serenos, el más grande—, si no quieren que las autoridades de su colegio se enteren de que están aquí peleándose, lo mejor es que se vayan.

—Mejor nos vamos —dijo el gordo Iván.

—¡Mierda! —masculló Pflucker mostrándoles el dedo medio de la mano.

—Mejor, vete —le dijo Marco Rosales a Perico Soler, que estaba a un lado, esperando a que los serenos se fueran para terminar la pelea—, ya se han dado suficiente.

—Sí —dijo Neroni—, se han repartido un par de buenos golpes.

Todos cogieron sus mochilas y empezaron a dispersarse.

—¿Quieres fumarte un pucho? —El que me hablaba era Fernando Madueño.

—¿Tienes? —dije.

—Media cajetilla.

—Yo también me apunto —dijo Bruno Flores.

—Y yo —dijo Lucho Salcedo.

—Vaya bronca —dijo Madueño—, se han dado duro.

—Me debes una hamburguesa, Lucho. —Iván Sánchez-Camacho ya se alejaba de vuelta al colegio—. Mañana en el recreo.

—No te debo nada gordo —negó Salcedo—, se han dado.

Salimos del Olivar y entramos por una calle estrecha, perpendicular a la avenida de los Conquistadores.

—Por qué no vamos aquí, al otro lado del óvalo Gutiérrez —propuso Lucho Salcedo—, hay algo que quiero chequear.

—No querrás regresar al colegio, ¿no? —dijo Bruno Flores.

—No, huevas, quiero ir a ver algo.

—Por mí, donde sea. —Fernando Madueño se había sacado tres cigarrillos de la cajetilla de marca Hamilton.

—Yo prefiero los Camel —dijo Bruno Flores—. ¿Tú?

—Estos son los únicos que pude conseguir en el ambulante que está a la vuelta del colegio. —Fernando Madueño trató de justificarse—. Yo también prefiero los Camel, pero esos son más difíciles de conseguir.

—¿Y para qué chucha quieres ir al óvalo? —dudó Bruno Flores.

—¡No quiero ir al óvalo! —A Salcedo se le veía confiado—. Ustedes vengan nomás.

Bajamos fumando por la calle de Santa Cruz.

—¿Ustedes ya saben con quién van a ir a la fiesta de fin de año? —preguntó Salcedo.

—Ni idea —contestó Madueño.

—Yo tampoco —dije.

—¿Tú?

—Creo que sí.

—No jodas. —Bruno Flores se había puesto unas gafas de sol en la cabeza—. ¿Con quién?

—Con ella —dijo levantando el mentón.

Habíamos llegado a la puerta del colegio San Silvestre en plena hora de salida. Vimos cómo varias chicas uniformadas con faldas a cuadros subían a los coches de sus padres.

—¡No me jodas —gritó Bruno Flores—, una del San Silvestre!

—Shhh —dijo Salcedo—, no hagas tanta alharaca.

—¿Cuál es? —preguntó Madueño.

—Esa. —Salcedo señaló muy tímidamente.

—¿Cuál? —inquirió Bruno Flores.

—Mejor vamos a encaletarnos en la esquina —propuso Salcedo arrastrándonos hacia un lado—. No quiero que me vea.

Nos agazapamos detrás de uno de los árboles y nos sentamos sobre el sardinel que estaba pintado de amarillo.

—¿Otro pucho? —Fernando Madueño había vuelto a sacar su paquete de cigarrillos—. Esto lo amerita.

—No quiero que me vea —dijo Lucho Salcedo, que se había puesto unas gafas oscuras—, todavía no.

—Pero aún no nos has dicho quién es —gimoteó Bruno Flores.

—Esa que está ahí —indicó Salcedo inhalando el humo de su cigarrillo—, la que está hablando con sus amigas.

Y todos dirigimos nuestra atención a la puerta del colegio.

—Cómo me gustan sus falditas —dijo Bruno Flores—. ¿A ustedes no? Yo creo que las usan un poco más altas que las de otros colegios.

—Pero yo veo a varias —Fernando Madueño insistía—, ¿cuál de todas es?

—Yo creo que ellas mismas se suben las faldas para que parezcan más cortas —filosofó Bruno Flores.

—La de la mochila morada.

Durante unos segundos nos quedamos en silencio, analizando a la chica que estaba con una mochila colgada en un hombro mientras conversaba con sus amigas.

—Está rica —dijo Bruno Flores.

—En este colegio casi todas están ricas —sentenció Fernando Madueño.

—Bueno, eso sí, pero de vez en cuando también se aparece uno que otro moticuco.

—Pero esas son excepciones.

—¿Ya sabes cómo se llama? —le pregunté a Salcedo.

—Irene.

—¿Y ya la conoces?

—No exactamente.

—¿A qué te refieres con eso de: no exactamente? —preguntó Madueño.

—¿Cómo así sabes de ella? —dije.

—Cuando éramos más chibolos, coincidimos un verano en la misma playa.

—¡Ah, chucha! —dijo Fernando Madueño—; un amor de verano.

—Nada, éramos chibolazos, no creo que se acuerde.

—Pero tú sí te acuerdas de ella —dije.

—Quizá ella también se acuerde de ti —animó Bruno Flores.

—No sé.

—No pierdes nada si le vas a preguntar —dijo Fernando Madueño.

—No creo que sea el momento. Hoy solo he venido a verla.

—¡No seas rosquete! —insistió Bruno Flores—, ¡anda, dile algo!

Esa tarde nos enteramos de que Lucho Salcedo hacía eso dos o tres veces por semana. Desde que se había enterado de que ya teníamos fecha para la fiesta de fin de año, cada vez que podía, se acercaba a la puerta del colegio para verla y no olvidarse de su cara.

—No sé qué decirle.

—Dile si quiere ir contigo a la fiesta de fin de año —sugirió Bruno Flores.

—Así, ¿de frente nomás? No sé.

—Puedes recordarle el verano que pasaron juntos —intervine.

—¿Otro pucho? —Fernando Madueño sacó más cigarrillos.

—Parece que viene hacia acá —dijo Bruno Flores—. ¡Suave!

Irene se había despedido de sus amigas y caminaba en dirección a nosotros. Iba con otra chica.

—No tienes más remedio que hablarle, viene directamente hacia aquí.

—Déjenme solo —dijo Lucho Salcedo—. Si nos ve a los cuatro, se puede asustar.

—Pero está con una amiga —advirtió Bruno Flores—, necesitas a una punta más.

—Quédate conmigo, Lescano —me dijo Lucho—, hazme la taba.

—Mejor te acompaño yo —dijo Bruno—; la amiga está buena.

—Tú eres muy arrecho, huevón, Lescano no tiene la cara de pajero que tienes tú.

Fernando Madueño soltó una carcajada.

—Vamos —me dijo Salcedo tirando de mi brazo—, me he armado de valor.

Nos pusimos de pie. Lucho Salcedo les hizo un gesto a los otros dos para que desaparecieran.

—Actúa con naturalidad —me susurró.

—Tú dale nomás.

Las chicas se acercaron. Salcedo tomó aire. Le di una última calada a mi cigarrillo antes de tirarlo al suelo y apagarlo.

—Tú eres Irene, ¿no? —dijo Lucho cuando las dos estuvieron a nuestra altura. Se había subido las gafas de sol a la cabeza.

Las dos amigas se miraron durante un segundo. Al principio no supieron si sonreír o no y por un momento pensé que se habían asustado.

—¿Quién eres tú? —contestó Irene.

—Soy Lucho. —Salcedo tenía una mano en el bolsillo y la otra en la parte trasera de su cabeza—. Seguro que no te acuerdas de mí, pero yo también veraneaba en Punta Hermosa.

—Ah, sí —dijo Irene, ahora algo más confiada—, creo que me suena tu cara.

—Él es Facundo —Lucho puso una mano detrás de mi espalda—, estudiamos aquí al lado.

—Ella es Rita —Irene nos presentó a su amiga.

—¿O sea que tienes casa en Punta Hermosa? —preguntó Irene.

—Bueno, teníamos, pero mi papá la vendió y nos compramos otra más al sur. Decía que la zona se estaba maleando mucho.

—Sí, pues, es verdad. Mi mamá también dice lo mismo.

—¿Y viven por acá cerca? —Ahora los cuatro caminábamos en paralelo, las chicas al medio.

—Sí, al lado de Miguel Dasso.

—No vivimos muy lejos. —Salcedo se había vuelto a poner sus lentes de sol—. Yo vivo por el Olivar.

—¿Y cómo así me reconociste? —preguntó Irene con algo de suspicacia.

Lucho Salcedo se quedó en blanco durante un par de segundos.

—Te reconocí de pura chiripa —admitió finalmente—, pasábamos por aquí y al verte fue como un flashback.

—¡Qué buena memoria tienes! —dijo Irene, y después de eso nos quedamos en silencio durante un buen rato.

—¿En qué grado están? —preguntó Rita.

—En quinto —dije.

—Nosotras en cuarto.

—Este año tenemos la fiesta de prom —recordó Salcedo.

—¡Qué bien! —dijo Irene.

—Este año va a ser la mejor de todas, nuestra promoción va a hacer un tonazo.

Habíamos llegado ya a la altura de Miguel Dasso cuando Irene señaló uno de los edificios.

—Aquí vivo.

Entonces Rita me miró un par de segundos. No sabría explicarlo con claridad, pero mientras miraba sus ojos oscuros y profundos, por un instante sentí que podía ver algo más allá. En otras circunstancias me habría venido un ataque de sueño y me hubiese quedado dormido, en cambio, ahora, sentí que no podía estar más despierto.

—Yo también vivo aquí al lado —habló Rita finalmente—, pero me tengo que ir.

Salcedo y yo nos miramos.

—Fue un placer conocerlos, chicos —dijo ella antes de desaparecer—. Hablamos más tarde, Irene.

Nos quedamos solo los tres.

—Yo paso mucho por acá —dijo Salcedo—, a ver si un día vamos a dar una vuelta.

—Claro. Yo siempre salgo a la misma hora del cole.

Alguien se acercó.

—¡Chicos! —era Bruno Flores—, ¿qué están haciendo?

—Me voy, que tengo que almorzar —dijo Irene—. Gracias por acompañarnos. —Y entró en uno de los edificios.

—¿Qué te dijo? —Bruno Flores estaba nervioso.

—¡Casi la cagas! —dijo Lucho Salcedo.

—Pensé que ya te habías ido —dije.

—Los estaba siguiendo. ¿La invitaste a la fiesta?

—Estuve a punto, pero llegaste tú.

—¡Eres un mentiroso! Seguro que no se lo ibas a decir.

—No me importa que no me creas —dijo Lucho Salcedo y luego agregó—: Lo que es yo, me voy a casa. Me muero de hambre.

—Yo también —dijo Bruno Flores mientras seguíamos caminando—. Nos vemos mañana. —Nos dimos la mano a manera de despedida—. Su amiga también está guapa. ¿Cómo se llama?

—¡Rita! —gritó Salcedo alejándose hacia su casa—. ¡La próxima vez que la vea, invito a Irene seguro! Ya vas a ver.

—¡Y yo a Rita! —gritó Bruno Flores.

Me quedé solo. Tenía hambre y también decidí ir a casa. Me acordé de que mi bicicleta estaba dentro del colegio y volví a entrar. Era una vieja BMX. A esa hora en los patios casi no había nadie. En el campo de fútbol estaban los de la selección oficial entrenando bajo las órdenes del director técnico, un hombre grueso, grande, de piernas arqueadas, que todo el tiempo estaba gritando y haciendo sonar su silbato. Alfonso Neroni era uno de los jugadores. Una de las llantas de mi bicicleta estaba baja y llevaba así varios días, pero no sabía si estaba reventada o simplemente desinflada. La tarde, como siempre, estaba gris y húmeda. Comencé a andar con la bicicleta a mi lado y en una de las calles reconocí a alguien sentado en una esquina, con la cabeza escondida entre las piernas flexionadas. Era Pedro Lines.

—¿Qué haces aquí?

Pedro se mostró sorprendido. Parecía que había estado llorando.

—Nada —dijo—, solo matando el tiempo.

—¿Por qué lloras?

La calle estaba desierta. Ya no había alumnos alrededor, ni los autos de los padres.

—¿No me lo vas a decir?

Pedro Lines se quedó callado, pero me dio la impresión de que quería decirme algo.

—¿Alguien te ha pegado? —pregunté.

—No es eso. —Lines seguía mirando al suelo.

—¿Entonces?

—Estoy harto de este colegio.

No me sorprendía que Lines estuviera tan resentido con el colegio. Los compañeros eran muy crueles. Todos necesitaban de alguien más débil a quien molestar, y Pedro era un punto fácil. Ni siquiera era gracioso. Y eso en el colegio era una mierda.

—Lo que pasa es que tienes que aprender a defenderte —dije—, no puedes ser tan ganso.

—¡No soy ganso!

—Perdona, no quise decirte eso. Pero lo que quiero decir es que no puedes dejar que todo el mundo te pise el poncho.

—Pero no se trata de eso —Pedro Lines se sorbió los mocos—, es verdad que todos son unos pesados, pero no tiene nada que ver con eso. Ya me acostumbré.

—¿Entonces?

—No sé si pueda contártelo.

Yo había dejado mi bicicleta en el suelo. Tenía hambre, pero no sé por qué, sentí la necesidad de quedarme un rato más.

—Si no vas a decir nada, entonces me voy.

—Prometes que no se lo cuentas a nadie.

—No me gusta prometer cosas, pero sí —dije—. Si eso es lo que quieres.

Pedro Lines tomó aire. Pasó la chompa por su nariz y se limpió los mocos. En ese momento me hubiera gustado tener otro cigarro.

—¿Tú cuánto tiempo tienes en este colegio? —me preguntó.

—No sé, como todos, desde primer grado de primaria.

—Yo entré en cuarto.

—Eso no lo sabía —dije—, bueno, no me acordaba.

—¿Alguna vez el padre Cipriano te ha hecho algo?

—Más de un reglazo, no sabes cómo pega el hijo de puta.

—¿Solo reglazos?

—Bueno, los curas en este colegio son un poco mano larga, pero no sé. A algunas sisters también les gusta tirar de las orejas.

Pedro Lines volvió a quedarse en silencio.

—Tú sabes que yo soy monaguillo, ¿no? —dijo al cabo de unos segundos.

—Sí, claro, cómo no lo voy a saber, si estás en casi todas las misas. Por eso, también, es que el resto te jode. ¿No te aburres haciendo misas?

—Al principio era divertido, pero ya no tanto.

—¿Y por eso estabas llorando?

—El padre Cipriano es un mañoso —soltó Lines, como si hubiera exorcizado sus palabras—. Ya estoy harto de que me toque.

No supe qué decir. Me había quedado helado.

—¿Estás hablando en serio?

Pedro Lines se había puesto a llorar otra vez.

—Estoy harto —sollozó—. No quiero seguir viviendo así. Creo que me voy a matar.

Me senté a su lado.

—No digas eso.

—La verdad es que ya no sé qué hacer —Pedro se sorbió los mocos—, no tengo ganas de seguir viviendo.

—¿No se lo has dicho a tus viejos?

—No me creerían. Además, el padre Cipriano me ha dicho que me expulsaría del colegio si digo algo. Y si eso pasa, lo más probable es que jamás pueda volver a estar en una misa. Jamás llegaría a ser sacerdote.

—¡Qué hijo de puta!

—Tengo miedo —dijo Pedro.

Traté de pasar mi brazo por detrás de su espalda y darle un abrazo, pero solo puse una mano sobre su hombro. En ese momento pude entender muchas cosas de Lines.

—¿Y desde cuándo lo hace?

—Casi desde que entré en el colegio, pero antes era más pequeño y no me daba cuenta. Ahora me da asco.

—Tienes que decírselo a tus viejos. —Traté de ser más contundente.

—¡No! —se puso de pie—, no se lo puedo decir a nadie.

—¡Pero tienes que hacer algo! —insistí.

Cogió su mochila del suelo, se secó las lágrimas y adquirió una actitud más enérgica.

—Mejor hacemos como si no te hubiera dicho nada —dijo—. Lo mejor es que dejemos esto así nomás. Ya se me va a pasar. No te he dicho nada.

La mochila que Lines llevaba en los hombros tenía los tirantes algo más largos de lo normal y el peso de los libros hacía que le llegara casi hasta las caderas. Se alejó a paso acelerado. Me quedé ahí sentado e intenté imaginarme lo que podía haberle hecho el padre Cipriano, pero me era imposible formar una imagen. Sentí náuseas. Cogí mi bicicleta y comencé a andar en dirección de la gasolinera. Le puse aire a la llanta desinflada y me aseguré de que las dos tuvieran la misma cantidad. A un lado, un par de gasolineros, vestidos con mamelucos llenos de grasa, repostaban gasolina a dos carros, importados y con el timón cambiado. Desde el golpe de Estado habían comenzado a entrar en el país de forma indiscriminada. Comencé a pedalear. Era reconfortante sentir el aire contra mi cara. Subí por la avenida Benavides y cuando llegué a la cuadra de casa, vi a Rodrigo Moll que caminaba a un lado de la acera con un walkman en las orejas. Hacía unas semanas que había llegado de visita a Lima y esta vez se había quedado un poco más de tiempo. Cuando me vio me levantó la mano a manera de saludo. Me acerqué.

—Sigues por aquí —dije.

—Me voy dentro de poco —Rodrigo llevaba el pelo largo y una camiseta que decía: PUBLIC ENEMY—, tengo que completar algunas asignaturas en la universidad.

Siempre que lo veía, cada dos o tres años, me preguntaba cómo llevaría alguien como él eso de que su madre tuviera problemas con el alcohol. Me refiero a que venir cada cierto tiempo a Lima significaba para él recordar el hecho de que su madre era alcohólica, e imaginaba que eso no era algo fácil con lo que lidiar.

—¿Has visto a tu hermana? —preguntó de repente Rodrigo.

Entonces me acordé de Alexia. Cada vez que pensaba en ella no podía evitar sentirme mal.

—La verdad es que no —dije, y por un instante me quedó la duda de por qué me preguntaba por ella.

—Quiero darle algo antes de volver a los States.

—Si la veo, se lo digo.

—Bueno, no importa, seguro que la veo antes de irme.

Rodrigo volvió a ponerse los cascos y siguió su camino. Cuando entré en casa, vi todos los carros en la cochera. La puerta de la cocina estaba abierta, y Dolina tenía cara de preocupación. Rómulo leía el periódico sentado en la mesa. Había terminado de almorzar.

—Qué horas de llegar, niño —dijo Dolina.

Dejé la mochila en una silla, al lado de Rómulo, que llevaba un palillo entre los dientes. Crucé y vi que en el salón estaban los tres: mamá, papá y Alexia.

—¿Recién llegas? —preguntó mi madre con el ceño fruncido—, ¿dónde estabas?

Mi padre tenía una mano en la cintura y con la otra se cogía el mentón. Iba en traje y corbata. Se le veía pensativo.

—Tuve que quedarme a hacer unos apuntes —dije—. Para un examen.

Papá me miró fijamente a los ojos durante un par de segundos, pero no dijo nada.

—¿Ya almorzaste? —preguntó mi madre.

—Ahora.

Alexia tenía una expresión en el rostro que jamás le había visto. Quiero decir que nunca la había visto con esa cara de preocupación. Sentí muchas ganas de acercarme a ella, pero no hice nada.

—Estamos hablando de algo muy importante —dijo papá—, ¿por qué no te vas a almorzar a la cocina?

Me di la media vuelta y volví a la cocina. Realmente me hubiera gustado hacer algo por Alexia. Dolina se apareció con un plato de comida.

—Debes estar que te mueres de hambre.

Me senté a la mesa, pero dejé la puerta abierta para poder escuchar de qué hablaban.

—¿Sabes lo que ha pasado con tu hermana? —preguntó Dolina.

En la televisión ponían el programa de Lara Bosfia. No sé cuántas veces al día repetían el programa, y a mí ya me tenía harto.

—Estamos un poco desconcertados con toda esta situación, Alexia —escuché decir a papá—, nunca pensamos que podías ser capaz de hacer algo así.

—¡Es horrible —dijo mamá con un tono de voz melodramático—, y nosotros que te habíamos inculcado los mejores valores! ¡Toda esta educación para nada! ¡Todo tirado a la basura!

—Hoy en el programa tenemos un tema muy picante —decía Lara con su voz áspera—. «¡Mi marido ha embarazado a mi vecina!»

—¿Y qué es lo que tienes en mente? —dijo papá—. ¿Has pensado qué vas a hacer?

—No sé qué cosa quieres decir con esa pregunta, Mariano —lo interrumpió mamá—, habrá que hablar con los padres de ese muchacho y contarles lo que ha pasado.

—¿Julián ya lo sabe? —preguntó papá—, ¿está al tanto de todo esto?

Hubo un silencio.

—Pues entonces habrá que decírselo de una vez por todas —dijo mamá—, no puede ser que ese chico no esté enterado de lo que ha pasado.

—Nuestra primera invitada asegura que su vecino la ha embarazado y no quiere reconocer a su hijo —seguía diciendo Lara en la televisión—. ¡Que pase la vecina embarazada!

—¿Cómo se apellida Julián? —preguntó papá.

—Gancedo —dijo Alexia.

—Por lo que tengo entendido, su padre está en el sector inmobiliario, o sea que, en ese sentido, no habría ningún problema. ¿Dónde vive?

—Espero que sepan estar a la altura —apuntó mamá.

—Hay que encontrar la mejor forma de solucionar esto —dijo papá—, apenas tienes diecisiete años.

—No sé cómo vas a hacer para seguir una carrera en la universidad en circunstancias así —se quejó mamá y luego pareció lamentarse aún más—. ¡Por Dios, Alexia! ¡Cómo has podido hacernos esto!

—Ahora vamos a conocer a la esposa engañada —decía Lara en la pantalla—, ¡que pase la pobre mujer!

—¿Me das el teléfono de la casa de los padres de Julián? —pidió papá a Alexia.

—Prefiero decírselo yo misma a Julián, primero, antes de hacer cualquier cosa.

—¿Cuándo se lo piensas decir?

—No sé, en cuanto lo vea.

—Es mejor que se lo digas cuanto antes. Bueno, primero tenemos que confirmarlo con el doctor. ¿Lo llamaste?

—Sí —contestó mamá—, tenemos cita en una hora.

—¿Puedo decir algo? —dijo Alexia.

Papá y mamá guardaron silencio.

—¡Él, por supuesto, lo niega —Lara Bosfia les hablaba a sus invitados con firmeza—, pero el desgraciado no sabe que lo hemos grabado in fraganti!

—¿Qué pasa si no quiero tenerlo? —preguntó Alexia.

—Pero qué cosas dices, por Dios, si tú misma nos has dicho que puede que tengas casi un mes de gestación —dijo mamá.

—Bueno, habría que confirmar con el doctor Colomines cuánto tiempo de embarazo tienes —propuso papá—, no lo sabemos.

—En todo caso habría que preguntárselo al cura de la parroquia —sugirió mamá—, pero creo que esa no es una posibilidad, Alexia. Lo que llevas dentro es una vida y esa vida tiene derecho a vivir.

—Papá...

—Tenemos que hablar con el doctor Colomines, primero —insistió mi padre—, sin su confirmación no podemos tomar ninguna decisión.

—La decisión ya está tomada —intervino mamá—, Alexia está embarazada y va a tenerlo. Y tú, Mariano, tienes que hacer lo posible para que ese muchacho acepte comprometerse hasta el final. Si es posible, también tendrán que casarse.

—Mamá...

—Todavía no pueden casarse, son menores de edad. No creo que esté permitido. —Papá dudaba.

—En ese caso habrá que ver la forma de hacer algo —dijo mi madre—. Todo esto es una afrenta para la familia.

—Hay que ir paso por paso —propuso papá.

—¡Que pase el desgraciado! —En ese momento una de las invitadas, la esposa engañada, se lanzó contra el hombre y lo llenó de golpes—. ¡Nada de violencia, por favor! —dijo Lara, pero parecía encantada.

—¡Qué irán a pensar y decir las chicas del club! —dijo mamá—, ¡cómo les explico la situación en la que estamos metidos!

—Ya encontrarás la forma, mujer; por lo pronto, lo primero, es ir al consultorio del doctor. —Mi padre daba vueltas alrededor del salón. Sus pasos sonaban en el parqué.

—Mañana a primera hora —suspiró mamá— me paso por la parroquia, a ver qué dice el padre Severino.

Escuché que Alexia sollozaba y sentí que mi corazón se partía.

—Pero si no has comido nada —dijo Dolina cuando vio que no había tocado la comida—, yo pensé que estabas hambriento.