Lo primero que hizo mi madre cuando volví a casa fue preguntarme varias veces si estaba bien y luego se molestó conmigo. Me dijo que cómo había sido posible que hiciera lo que había hecho en la capilla del colegio, y, peor aún, que me hubiera ido de casa sin avisar. Para ella era inconcebible haberla dejado preocupada tantos días.

—No sabes la angustia que me has hecho pasar —dijo casi sollozando.

Sabía que lo mejor que podía hacer era quedarme callado. Mamá no tenía culpa de nada, su ceguera la exculpaba, así que la dejé que hablara. Era lunes por la mañana, y si bien ese día me tocaba volver al colegio, me había despertado muy tarde. Aparte de mamá, solo estaba Dolina en casa. Alexia estaba en clase.

—¿Y papá? —le pregunté a mi madre.

—Está de viaje —dijo ella.

Entonces comencé a comprender muchas cosas. Por supuesto, no le dije nada a mi madre de lo que me había pasado la noche anterior ni del desafortunado encuentro con mi padre. No sé por qué, pero me sentía diferente, era como si en vez de una semana hubiera pasado varios años fuera de casa. Por la tarde, mientras Dolina veía el programa de Lara Bosfia, me fui a casa de Perico Soler.

Perico vivía en San Isidro, en una enorme casa frente a un parque. En vez de tocar el timbre, lancé una piedrita a la ventana de su habitación y al poco rato se asomó y me sonrió antes de dejarme pasar. Sus padres no estaban, estaba solo con la chica que trabajaba en casa, muchísimo más joven que Dolina. Casi parecía que podía tener nuestra edad.

—¿Dónde te habías metido? —me preguntó Perico.

—Es una larga historia —dije.

—No hemos dejado de hablar de ti en toda la semana —Perico caminaba hacia su habitación y yo lo seguía—; lo que hiciste en la capilla quedará grabado en los anales de la historia de nuestro colegio.

—Tampoco es para tanto, solo quería hacer algo por lo que pasaba con Alexia.

—¿Cómo está?

—No la he visto aún. Seguro que la veré más tarde en casa.

—Pero ¿sabes si está bien? —Cerró la habitación de su cuarto—. Lo que le ha pasado a ella también es una putada. ¿Quién está preparado para tener un hijo a los diecisiete años?

—No me lo recuerdes que me pongo mal —dije—, si tuviera que cargarme a toda la Iglesia católica con tal de que no lo pase mal, lo haría.

—Te entiendo, es tu hermana.

La habitación de Perico estaba llena de afiches y fotos de skateboards sacadas de revistas como Trasher o Big Brother, y afiches de personajes como Bob Marley fumando marihuana y Mario Bros.

—Entonces, cuéntame, ¿qué fue lo que pasó? ¿Dónde has estado?

—En un hostal —dije sin entrar en detalles—, no podía quedarme en casa.

—¿Y qué hacías en un hostal?

—Nada, los hostales pueden ser muy aburridos.

—¿Vas a volver mañana al colegio?

—Sí. Pero cuéntame, ¿qué es lo que ha pasado con Pedro Lines?

—Está internado, en la clínica Anglo Americana.

—¿Se le puede ver?

—No lo sé, está en cuidados intensivos.

—¡Puta madre!

—¿Es cierto lo que me dijiste por teléfono? —Perico se había sentado en su cama y limpiaba uno de sus skateboards.

—¿Te refieres a lo de Cipriano?

—Sí, y si es cierto es muy grave.

—Tenemos que hacer algo, Lines me comentó que la estaba pasando mal, que Cipriano lo tenía amenazado.

—¡Qué hijo de puta! —soltó Perico—. Siempre supe que era un concha de su madre.

—Tenemos que hacer algo.

—Pero ¿qué?

—Lo primero sería ir al hospital y verlo, a ver cómo sigue.

—Está bien —dijo mientras se quitaba el uniforme de colegio—, déjame cambiarme. ¿Has venido en bicicleta?

—La dejé en el colegio, pero creo que puedo pasar a buscarla.

—Así puedo ir yo en skate.

—Me voy a buscarla. Pasa por el colegio cuando estés listo.

Caminé en dirección a la escuela: no estaba muy lejos y llegué en menos de diez minutos. No había nadie. Me dirigí a la cancha de fútbol y busqué mi bicicleta. Estaba en una esquina, amarrada. Vi que en los vestuarios había algunos alumnos que se habían quedado a jugar al fútbol después de clase. Salí de la zona de bicicletas con la mía a un lado y andando. Entonces, alguien se me acercó. Era Alfonso Neroni.

—Facu —dijo—, ¿dónde has estado todo este tiempo?

—Una larga historia —dije—, pensé que los entrenamientos ya habían acabado.

—La final fue el sábado.

—¿Cómo quedaron?

—Ganamos —Neroni sonrió—, somos los campeones de Adecore.

Por su expresión supe que estaba más que orgulloso de la hazaña que había conseguido con el equipo de fútbol. Ganar el Adecore no era cualquier cosa. El nivel era muy competitivo.

—¿Ya sabes con quién vas a ir a la fiesta del sábado?

La verdad era que me había olvidado de todo, incluso de la fiesta de promoción, que era ese sábado.

—Ni idea —dije—, quizá no vaya.

—¿Cómo que no vas a ir?

—No lo sé.

Me subí en la bicicleta.

—¿Adónde vas?

—A ver a Pedro Lines.

—Ya te enteraste, entonces. —La expresión de Neroni cambió—. Dicen que tuvo un accidente con la pistola de su padre, que la estaba limpiando y se le escapó un tiro.

Entonces supe que esa había tenido que ser la explicación oficial del colegio para con los alumnos.

—¿Y tú te lo crees? —quise saber.

—¿Qué cosa?

—Que fue un accidente.

—Es lo que nos dijeron.

—¿Y si el disparo fue intencionado?

—¿Estás hablando de un intento de suicidio?

—¿No te parece muy sospechoso que Pedro Lines haya estado limpiando una pistola? —pregunté—. ¿A quién se le ocurre limpiar una pistola cargada?

Neroni se quedó en silencio, pensando en lo que le había dicho.

—Lo que han dicho los profesores es mentira —dije—; Lines se ha querido matar.

—¿Y por qué haría eso? —Neroni realmente no se enteraba de nada.

—Porque Cipriano abusaba de él.

Se quedó en silencio. Para todos los que estudiamos en ese colegio y habíamos crecido con Cipriano, lo que le estaba diciendo no era nada extravagante. Creo que todos, en algún momento de nuestra infancia, habíamos sufrido algún tipo de situación extraña con Cipriano, o con alguno de los catequistas, o con los consejeros religiosos.

—¡Puta madre! —dijo Neroni—. Si lo que dices es cierto, hay que hacer algo.

—Estoy yendo con Perico a la clínica a ver si lo podemos ver.

—Vamos —dijo Neroni—. Estoy en bicicleta.

Cuando salimos del colegio nos encontramos con Perico Soler que venía encima de su skate. Nos dirigimos a la Anglo Americana y en la recepción preguntamos por Pedro Lines. La recepcionista nos dijo que estaba en cuidados intensivos, que su familia estaba en la sala de espera.

—¿Qué hacemos? —dijo Perico Soler señalando a los padres de Pedro Lines—. ¿Crees que debamos decirles lo que te contó Lines, Facundo?

La verdad era que tampoco lo sabía. Era una situación delicada.

—No lo sé —dije.

—Por qué no tanteamos —propuso Perico.

El padre de Lines se puso de pie y fue a la cafetería de la clínica.

—Voy a acercarme a hablar con él —dije.

—¿Quieres que te acompañe? —me preguntó Soler.

—Mejor voy solo.

Caminé hacia la cafetería.

—¿Señor Lines?

—Sí —dijo—, soy yo.

—Soy Facundo Lescano, compañero de Pedro.

—Hola, Facundo. —Me estrechó la mano.

Su rostro se veía muy mal, parecía devastado, con ojeras, se notaba que había llorado mucho.

—¿Cómo está?

—Muy mal —dijo el señor Lines—, sigue en coma. El calibre de la bala era muy bajo, veintidós, y se ha salvado de milagro. Pero el doctor dice que su estado es muy grave, su vida pende de un hilo.

—Lo siento mucho.

—No sé cómo se le ocurrió coger mi arma y ponerse a jugar con ella —llevaba una fina cadena con una pequeña cruz colgada del cuello—, y la culpa fue mía por dejar el arma fuera de la caja fuerte.

Apenas dejó de hablar, se puso a sollozar. Me daba la impresión de que no había dormido en un par de días y estaba agotado.

—Lo siento —dijo luego de secarse las lágrimas—, ¿quieres un café?

—Estoy bien, gracias.

El señor Lines pidió un par de cafés.

—¿Eres muy amigo de Pedro?

—Bueno, estamos en el mismo salón de clase.

—Con lo buen hijo que ha sido siempre, no sé por qué el Señor me pone este tipo de pruebas en la vida.

—Señor Lines —hice una pausa—, solo quería decirle que estamos con usted en este momento. Si algo pudiera hacer, no dude en pedírmelo.

—Gracias, hijo. —El hombre recibió su pedido—. Tengo que llevarle el café a mi esposa.

Comenzó a alejarse y, cuando estaba a punto de salir de la cafetería, dije:

—¡Señor Lines!

El hombre se detuvo, giró la cabeza y me miró. Quise acercarme y contarle lo que me había dicho Pedro y sus intenciones de quitarse la vida, pero me fue imposible: ¿cómo decirle a un hombre devastado y con la esperanza de que su hijo pueda salir vivo que se ha querido matar? Simplemente no pude.

—Espero que se recupere —dije.

—Gracias.

Volví con Perico y Neroni, que habían estado esperando fuera, en la rampa de emergencias.

—¿Qué pasó? —preguntó Perico—, ¿se lo dijiste?

—No pude.

—Me lo imaginaba —dijo Perico—, debe estar hecho una mierda. Destrozado por dentro.

—Eso es poco —dije—. Creo que mientras tenga posibilidades de quedar con vida, no podemos decir nada.

Salimos de la clínica y caminamos hacia el óvalo Gutiérrez.

—Entonces, ¿qué haremos? —preguntó Neroni.

—Por lo pronto, esperar —dijo Perico—, Facundo tiene razón. Quizá se recupere y él mismo pueda contar lo que está pasando. ¿A alguien le apetece fumarse un pucho?

—Yo no fumo —dijo Neroni.

—Vamos al Olivar —propuse.

No sé cuánto rato estuvimos en el parque del Olivar, pero pasamos buena parte de la tarde hablando de muchas cosas, sobre todo de lo que era inminente: el año escolar se acababa y ese era el último para nosotros. La fiesta de promoción estaba a la vuelta de la esquina y la preocupación más grande era saber con quién iríamos. La verdad era que no tenía mucha idea. Ni siquiera tenía un traje con el que ir. Según Neroni, la mayoría ya sabía con quién iba a ir y se habían hecho un terno a la medida. A mí me tenía sin cuidado. La semana fuera de casa me había enseñado a dejarme llevar menos por lo que opinaba la mayoría, que por lo que pensaba yo realmente. Por alguna razón sentía que ahora tenía una mayor autoridad sobre ellos.

—¿Tú con quién vas a ir, Facundo? —me preguntó Perico.

—Aún no lo sé —dije—, no sé si vaya.

—Yo iré con una chica del San Silvestre —intervino Neroni—, está buena.

—La conoció en la fiesta que hubo la semana pasada —dijo Perico—, en casa de Alejandra de la Roca.

—Te la perdiste —dijo Neroni—, estuvo buena.

La verdad era que no me importaba mucho. Seguro que había sido una de esas tantas fiestas pretenciosas donde todos van contando historias exageradas para quedar bien y sentirse los más bacanes. Lo más probable era que me hubiese quedado dormido.

—Entonces, ¿no tienes con quién ir? —dijo Perico.

Levanté los hombros.

—Puedo hablar con Alejandra —se ofreció—, seguro que tiene alguna amiga. Yo voy a ir con ella.

—No sé —dije.

—Tienes que ir, Facundo —insistió Perico—, es nuestra fiesta de promoción.

Empezaba a caer la noche cuando nos fumamos el último cigarrillo sentados en medio del parque, recostados contra un árbol. Serían poco más de las seis de la tarde cuando nos fuimos para casa. Cogí mi bicicleta, comencé a pedalear y no sé por qué se me ocurrió pasar por Miguel Dasso. Fue ahí donde me la crucé. Estaba saliendo de una tienda con un chupete al que le iba quitando el envoltorio. Cuando su mirada se cruzó con la mía, ya había disminuido la velocidad, giré en U y me puse a su lado.

—¿Qué haces por aquí? —me preguntó Rita, la amiga de Irene, a la que Lucho Salcedo quería invitar a la fiesta y a la que habíamos ido a buscar un día a la salida del colegio.

—Estaba con unos amigos por el Olivar —dije mientras trataba de mantener el equilibrio de la bicicleta—. ¿Tú?

—Salí a comprar aquí a la vuelta de casa. —Se metió el chupete a la boca—. ¿Quieres uno?

Entonces me tuve que bajar de la bicicleta para recibir el chupete que me dio: era rojo y en la envoltura se podía ver la imagen del Chapulín Colorado.

—Gracias. —Me metí el chupete en la boca.

—¿Cómo estuvo el día? —Aún estaba con su uniforme de falda a cuadros.

—Bien, hoy no fui al colegio.

—¿Y eso?

—Una larga historia.

—No me la quieres contar. —Rita no parecía con muchas ganas de volver a casa pronto.

Caminábamos en dirección al parque cercano a Miguel Dasso. Ya había oscurecido completamente y el silencio y la tranquilidad en ese barrio era incluso mayor que en el mío.

—Podemos sentarnos aquí un rato. —Rita señaló un sardinel que se elevaba por encima del césped.

El jardín estaba verde y muy bien cuidado, parecía como si lo hubieran cortado ese mismo día.

—¿Por qué no fuiste a clases hoy? —preguntó Rita—, ¿te sentías mal?

—La verdad es que me suspendieron del colegio durante una semana.

Sus cejas se enarcaron y su expresión quedó a medio camino entre la sorpresa y la curiosidad.

—¿Qué pasó?, ¿qué hiciste?

—Si te lo digo no me lo vas a creer.

—Anda —insistió ella—, dímelo ya.

—Intenté bajar la imagen que está en la capilla del colegio.

Rita puso cara de desconcierto.

—Quise quitarle los clavos —dije tratando de que visualizara lo que había hecho—, dejarlo libre. Me parecía que así les hacía un favor a todos mis compañeros de clase.

—¿Y por qué lo hiciste? —Rita frunció el ceño.

Entonces le conté lo de Alexia.

—No sabía que tenías una hermana.

—Y la está pasando mal. Y creo que todo eso de la culpa religiosa agrava las cosas.

—¿A qué te refieres?

—Que si mi hermana no lo quiere tener no lo debería tener —dije—, es su cuerpo, no de la Iglesia. No entiendo por qué se tienen que meter en sus decisiones. Si estudiáramos en un colegio laico, no habría esta presión sobre mi hermana y mi madre.

—¿Tu madre es muy católica?

—Creo que sí.

—Como la mía.

—Lo peor de todo es que mi madre prefiere hacerle más caso a la Iglesia que a Alexia —dije—. ¿No te parece injusto?

—¿Y qué piensa hacer tu hermana?

—No lo sé; desde que me fui de casa no la he vuelto a ver.

—¿Te fuiste de casa?

—Bueno, sí, pasé toda la semana de suspensión en un hostal. No podía quedarme en casa.

—Estás un poco loco. —Rita sonrió.

—¿Qué hubieras hecho tú?

—No lo sé —dijo Rita—. Pero te entiendo.

Entonces, mientras la tenía frente a mí, me di cuenta de lo bonita y guapa que era. Quiero decir que comenzó a mirarme distinto y en esa mirada pude apreciar algo que no había visto antes.

—¿Tú sabías que los caballitos de mar son los únicos animales en los que el macho se queda embarazado? —dijo Rita, entonces—. Lo leí el otro día en una revista.

—¿En serio? —dije—. No lo sabía.

—El macho lleva una bolsa donde incuba los huevos durante semanas luego de aparearse con la hembra —continuó Rita—. El apareamiento se da cuando entrelazan sus colas y dura pocos segundos. Así aseguran que los huevos provengan de una sola hembra.

—Me gustaría tener caballitos de mar.

—A mí también —dijo Rita—. Quizá los seres humanos también deberíamos decidir quién quiere tener a los hijos, ¿no crees?

—Eso sería mejor, pero no sé si al Papa y a la Iglesia les guste mucho esa idea.

Nos reímos. El chupete que me había regalado Rita ya se había convertido en un chicle dentro de mi boca cuando ella volvió a mirarme a los ojos fijamente, pero esta vez nos quedamos en silencio. Un par de segundos después, Rita dijo:

—Creo que tengo que irme.

—Yo también.

Nos pusimos de pie.

—Espero que tu vuelta al cole no sea desagradable —dijo Rita—, tampoco falta mucho para que se acabe el año.

—Sí, ya no falta nada.

Cogí mi bicicleta. Por una de las calles adyacentes al parque, una mujer había salido a pasear con su perro, un labrador de color miel.

—Te acompaño —dije—, y luego me voy.

Caminamos hasta su casa, y cuando llegamos a la puerta de su edificio, sacó unas llaves.

—Nos vemos —dijo Rita luego de besarnos en la mejilla.

Vi que caminó hacia la puerta de su casa, pero antes de que entrara me animé a pedírselo.

—Sabes, hay esta fiesta en el colegio. Es la fiesta de promoción de fin de año, y me preguntaba si te querrías venir conmigo. No pensaba ir, pero si te vienes conmigo, creo que nos la podríamos pasar bien.

—Sí —dijo ella—, claro. Creo que tu amigo Lucho ha invitado a Irene.

—Es verdad. Espero que Irene le haya dicho que sí.

—Yo creo que sí —dijo Rita.

—¡Genial!

Cuando se metió en su casa, comencé a pedalear hasta bordear el óvalo Gutiérrez, luego seguí por Comandante Espinar, Pardo y Benavides. Las luces de neón de los locales comerciales del centro de Miraflores se habían encendido. Llegué a casa cerca de las nueve. Dolina estaba en la cocina y me preguntó si quería comer algo.

—No sabes el gusto que me da que estés en casa. —Dolina manipulaba vasos y platos en la cocina—. Te he extrañado.

Me acordé del encuentro con su hermana, en la Carpa Grau y lo que me había dicho acerca de las amenazas del equipo de producción de Lara Bosfia. Comencé a preguntarme ciertas cosas, no sé, quería saber por qué le gustaba tanto ese programa, por qué lo veía todos los días.

—Es divertido —dijo Dolina—, además, la gente que sale es gente como yo.

—¿A qué te refieres con eso de «como yo»?

—Tú sabes, pues, joven —dijo Dolina—, gente como nosotros, no como tú o tu familia.

—¿Y por qué crees que somos tan diferentes?

—Ustedes tienen educación y esta casa tan bonita —dijo Dolina—, en cambio nosotros somos gente pobre, provincianos.

—Pero todo lo que pasa en ese programa es mentira —dije—, y te lo venden como si fuera verdad.

—Bueno —Dolina levantó los hombros—, es divertido.

—¿No te gustaría dejar todo esto?

—¿A qué te refieres, niño?

—Dejar de trabajar y vivir aquí —dije—, dejar de ser una sirvienta. No te gustaría tener y organizar tu propia vida.

—Pero adónde me voy a ir, niño —dijo Dolina—, ya no tengo veinte años. Casi todo lo que tengo está en esta casa.

—¿No te gustaría hacer otra cosa?

Dolina se quedó en silencio mientras seguía manipulando los trastos. No sé por qué se me dio por preguntarle y decirle eso, quizá porque ahora veía las cosas que siempre consideraba normales de otra manera.

—El otro día me encontré a tu hermana por la calle —dije.

—Ah, ¿sí?

—Sí, me contó que tenía un problema con la producción del programa de Lara Bosfia. Querían que fuera a hablar bien de Fujimori en la televisión. Quieren que se haga pasar por una víctima del terrorismo.

—Sí —dijo Dolina—, algo así me contó.

—¿No te parece eso una mierda?

—Bueno, ya le he dicho que voy a hablar con tu papá, para ver si nos puede ayudar en eso. Él se relaciona con mucha gente y quizá conozca al dueño del canal.

Entonces me acordé de mi padre y de Dionisio.

—¿Está aquí?

—¿Quién?

—Mi papá.

—Creo que sigue de viaje.

Alguien entró por la puerta principal.

—Debe ser tu hermana.

Me puse de pie y fui a recibir a Alexia.

—Facundo —me dijo Alexia—, ya estás aquí.

Vi que no había cambiado mucho. Bueno, en verdad no tenía por qué haber cambiado, tan solo había pasado una semana, pero por un instante tuve la sensación de que no la veía en años. Le pregunté cómo estaba, si se sentía bien.

—¿Te apetece caminar un poco? —dijo Alexia, y luego me susurró al oído—: no sé si sea bueno hablar aquí.

Después de dejar en su habitación unas pruebas médicas que le había mandado hacer el doctor Colomines, volvimos a salir de la casa. Caminamos por nuestro barrio, por las silenciosas calles y por el parque en el que tanto habíamos jugado cuando éramos niños.

—¿Te acuerdas de la primera vez que intentamos recolectar golosinas en Halloween? —preguntó Alexia—. Habíamos salido disfrazados, y tú no dejabas de quedarte dormido cada vez que las puertas de los vecinos se abrían.

Era la primera vez que salía de casa por las noches y también una de las primeras que me disfrazaba. A insistencia de Alexia, mamá nos había hecho unos disfraces con los que, según ella, íbamos a ser capaces de recolectar una buena cantidad de dulces y golosinas. No es que fuera una tradición netamente peruana eso de disfrazarse el 31 de octubre, pero por alguna razón, como muchas costumbres que los limeños importábamos de Estados Unidos, la de Halloween era una tradición que los niños de muchos barrios de Lima habíamos hecho nuestra.

—¿Te acuerdas de los disfraces? —prosiguió Alexia.

Ella se había disfrazado de un personaje de la Familia Monster, la madre, Lily Monster, la vampiresa que tenía el pelo de dos colores. Cuando me preguntaron de qué me quería disfrazar yo, les dije que del Hombre Araña, pero mamá había leído en el Vanidades que venía de México lo sencillo y creativo que era hacer un disfraz de tortuga. Aunque en un principio me negué a ser una triste y lenta tortuga, mamá y Alexia me convencieron de vestirme de verde, con una malla ceñida al cuerpo que me hacía ver como una bailarina de ballet. Pero lo que a mamá más le llamaba la atención, como autora intelectual del disfraz, era el caparazón: para ella ese era el reto. No recuerdo bien cómo fue que lo hizo, pero sí que utilizó mucho pegamento, papeles de periódico y purpurina de colores. Al final terminé con un enorme caparazón en la espalda y las mallas verdes que me hacían sentir no como una tortuga, pero sí como una mezcla de un gimnasta de las Olimpiadas y el jorobado de Notre Dame. Era muy pequeño, y cuando Alexia, yo y algunas de sus amigas del barrio salimos a pedir caramelos, muchos vecinos se habían preparado y habían adornado sus casas con calabazas, fantasmas o muertos vivientes, pero a mí me picaba todo el cuerpo. Ya para entonces comenzaba a quedarme dormido cuando algo me hacía sentir mal, y mientras las niñas gritaban: ¡truco, o treta!, a mí se me cerraban los ojos. Alexia, que me cogía de la mano, no dejaba de zarandearme cuando veía que la cabeza se me iba hacia un lado y me despertaba diciéndome al oído que si me seguía quedando dormido no podríamos continuar. Entonces yo abría los ojos más de la cuenta, intentando que no se me cerraran, pero cada vez que una puerta se abría, me vencía el sueño. Al final, no sé cómo, volvimos a casa con los recipientes llenos de dulces, y cuando Alexia y mamá le contaron a papá cómo me quedaba dormido, él se reía con algo de complicidad. Te juro, Mariano, recuerdo que le dijo mi madre, ¡nunca había visto una tortuga tan dormilona!

En el parque nos sentamos en una esquina, en una de esas elevaciones hechas de cemento en las que se podía leer el nombre de las calles.

—Cuéntame —dijo Alexia—, ¿dónde has estado?

Entonces volví a contar lo que les había dicho a mis compañeros del colegio, lo del hotel, el hostal.

—¿Vas a volver mañana al colegio?

—Sí —dije—, tengo que hacerlo. Ya no queda nada para que las clases acaben.

—Es cierto.

—¿Y tú? ¿Cómo te sientes?

—Bien, todavía recuperándome de todo esto. Hay días en los que siento muchas náuseas y tengo que correr al baño.

—Debe ser incómodo.

—Y eso que lo peor aún está por venir. Esto es solo el principio.

—Entonces ya sabes lo que vas a hacer. ¿Lo vas a tener?

—No lo sé —dijo Alexia—, creo que no tengo otra salida.

—¿Estás segura? Porque si no lo quieres tener, algo podremos hacer. Solo tienes que estar segura.

Entonces Alexia me miró con cierta ternura, como cuando era pequeñito. Conforme fuimos creciendo, las riñas y peleas de adolescentes no faltaban entre nosotros, pero nunca iba a olvidar la forma tan cariñosa de mirarme que Alexia tenía a veces.

—¿Sabes que me encontré con Julián el otro día? —pregunté.

—Sí —dijo—, me lo contó.

—Entonces ya habló contigo.

—Sí, Facundo, ya hablé con él.

—¿Y qué es lo que opina él de todo esto?

Alexia se quedó en silencio, bajó la mirada y comenzó a jugar con una flor que había cogido de los arbustos.

—Porque por lo que yo entendí...

—Facundo —Alexia me interrumpió—, hay algo que aún no te he contado.

Me quedé en silencio. Lo único que se escuchaba en la penumbra era el sonido de los grillos.

—Lo que llevo dentro no es de Julián —dijo.

Seguí en silencio y no tuve que decir nada, porque ella misma continuó.

—El padre es Rodrigo.

Pude sentir el aroma de las flores y plantas que venía del parque y que a esa hora parecía más intenso.

—¿El hijo de Alicia Moll?

Alexia asintió, y no supe si lo que me estaba contando era beneficioso para ella o perjudicial. Me costó entender ciertas cosas, aunque la verdad era que no tenía mucha idea de si lo estaba diciendo con satisfacción o con cierto pesar.

—Pero Rodrigo está en Estados Unidos, ¿él ya lo sabe?

—En eso estoy, por lo pronto te voy a pedir discreción.

—¿Y qué hay de papá y mamá? ¿Ya lo saben?

—No.

—¿Y cómo crees que reaccionarán?

—No lo sé, pero no va a ser fácil.

En ese momento vimos pasar a Alicia Moll. Curiosamente, no hacía ruido, y en esta ocasión no sabría decir si estaba borracha. Ni siquiera se dio cuenta de que estábamos ahí, y siguió de largo.

—¿Sabes que los caballitos de mar son los únicos animales en los que el que queda embarazado es el macho? —pregunté.

Alexia sonrió.

—¿En serio?

—Se aparean durante seis segundos juntando sus colas —dije—, luego la hembra coloca los huevos en una bolsa que el macho tiene en la parte delantera y los incuba durante varias semanas.

Alexia me escuchaba con atención y una media sonrisa.

—¿No te gustaría tener caballitos de mar?

—Me encantaría —dijo Alexia, antes de producirse un silencio entre ambos—. La verdad es que más que tener uno, me gustaría ser una.