3

Estaba harto. Harto de tener que levantarme todos los días a las seis y media de la mañana, ponerme un uniforme e ir al colegio. Lo peor era abrir los ojos y salir de la cama. A veces me hubiera gustado dormir días enteros. Semanas. Dormir, y un día despertarme cuando las clases hubieran terminado ya. No más mañanas frías, oscuras y llenas de niebla húmeda que te calaba los huesos. Las clases no deberían empezar tan pronto. No sé por qué ese afán de querer hacernos empezar el día cuando muchos ni siquiera habíamos tenido tiempo de dormir lo suficiente. Esta vez Dolina no había entrado a primera hora en mi habitación para cerciorarse de que me levantara y bajara a desayunar. A veces nos dejaba todo listo la noche anterior. Como hoy. Así que cuando bajé no había nadie. Antes Rómulo me llevaba al colegio, pero cuando pasamos a tercero de media dejó de hacerlo.

—Ya no son unos críos —había dicho papá—, tienen que aprender a moverse por la ciudad como cualquiera.

Mamá era la única que no estaba de acuerdo. Si por ella hubiera sido, tendríamos que haber ido en auto hasta el último día de la secundaria.

—Papá tiene razón —decía Alexia, que desde que había comenzado a salir con Julián buscaba más independencia—, ya estamos grandes.

Esa mañana, cuando entré en la cocina y no vi a mi hermana, supe que iba retrasado de tiempo. Aun así, me senté a desayunar, llegaría tarde de todos modos. La mañana estaba gris, con una niebla que llegaba hasta las rodillas, pero decidí andar y encender un cigarrillo antes de subirme al colectivo que me acercaría al colegio. El tabaco hacía que el frío se sintiera menos. En la calle todo el mundo parecía ir con prisa y el tráfico era ruidoso y caótico. Lima es una ciudad grande, tiene casi diez millones de habitantes, y a veces daba la impresión de que muy pocos de esos diez millones respetaban los semáforos. En el colegio nos contaron que antes no había tanta gente como ahora. Todo comenzó con la llegada de inmigrantes del campo a la capital, de la sierra andina a la urbe. Fue la gran migración de los cincuenta que durante treinta años hizo que la ciudad creciera desordenadamente. Como el tráfico. Cuando bajé y llegué a la esquina del colegio eran más de las ocho. Las puertas se cerraban a las siete y cuarenta y cinco, y, antes de acercarme, me metí un caramelo de menta en la boca. Siempre que uno llegaba tarde había que pasar por la entrada principal: una pequeña puerta de rejas que daba a una avenida y la única abierta luego del cierre oficial. El portero era el mismo desde que entré a primero de primaria: un hombre moreno de piel y de pelo ensortijado, con un bigote en el que asomaban algunas canas. A veces daba la impresión de que vivía en una especie de burbuja; hasta cuando nos sonreía, parecía estar haciéndolo por cumplir con su deber. Jamás se atrevía a entablar conversación con ninguno de los alumnos, nunca supe si por timidez o porque le estaba terminantemente prohibido.

El patio de quinto era una cancha de forma rectangular que los alumnos utilizábamos indistintamente para jugar al baloncesto y al futbito. Era donde los alumnos que llegábamos tarde teníamos que esperar al jefe de normas educativas. A lo lejos pude ver a uno de mis compañeros de sección que entraba en el aula. Dentro de los salones de clase, todos estarían alborotados, colocando las mochilas sobre las carpetas y pupitres: el pequeño caos antes del orden y el silencio que daría inicio a la primera clase del día. Todavía hacía frío, pero la niebla había subido un poco, así que ahora se podía ver la cruz sobre la iglesia al otro extremo del colegio. No era el único, había unos cuantos más que habían llegado tarde como yo. Había que ponerse en cinco filas, de primero a quinto, y esperar de pie a que Mr. Albiol apareciera y nos soltara el rollo de la puntualidad. Pero estaba cansado, así que me senté en el pequeño muro de color ladrillo, junto a la pista.

—¿Tienes un caramelo, Lescano? —A mi lado se había sentado Perico Soler.

Metí la mano en el bolsillo y saqué un caramelo de menta. A mi otro costado estaba Alfonso Neroni.

—Estuve a punto de no entrar —dijo Perico—, pero creo que hoy no es un buen día para estar en la calle.

—Si mi viejo se entera de que he faltado al colegio, me cuelga de los huevos —dijo Alfonso—. Es más, creo que esta tardanza me va a costar caro.

—Es que tú eres un burro, Neroni, no sabes hacer las cosas —dijo Perico—. Por eso has repetido de año.

Neroni era el más alto de los tres. Tenía el pelo castaño y la cara alargada, como la de una esfinge. Había hecho tercero de media dos veces.

—Lo que pasa es que anoche me quedé jugando al fútbol hasta muy tarde.

Era también de los que mejor jugaban al fútbol. Por eso a veces los profesores hacían la vista gorda con él cuando daba los exámenes. Casi siempre lo suspendían, pero a veces el entrenador de la selección intercedía por él. Sobre todo, cuando había competiciones importantes como el Adecore o la Copa de la Amistad, el torneo de fútbol infantil más importante de todo el país. Participaban todos los colegios y clubes del Perú y el nivel era muy alto. Una vez participé. Creo que fue en quinto de primaria y lo que más recuerdo fue el día de la inauguración del torneo. Se dio en el Estadio Nacional. Mamá y papá fueron a verme y me tomaron fotos. Fue la única vez que estuve en el Estadio Nacional. Quiero decir que esa fue la única vez que estuve donde suelen estar los futbolistas profesionales, sobre el césped y no en las gradas donde están los espectadores. Aunque solo fuera suplente, nunca lo voy a olvidar. Desde ahí todo se veía distinto. Por un momento pude imaginarme la sensación de estar siendo observado por miles de personas y casi me quedo dormido.

—Yo acabo de llegar de Miami —dijo Perico masticando su caramelo de menta.

—No jodas —dijo Neroni—. ¡Qué lechero!

El viejo de Perico Soler trabajaba como directivo en una línea aérea. En su juventud fue piloto, pero cuando ahorró lo suficiente, decidió comprar acciones en la empresa y fue dejando el pilotaje paulatinamente. Por eso Perico viajaba tanto; los billetes de avión le salían gratis, o pagaba casi nada. Lo cierto es que viajaba mucho y se iba de jueves a domingo fuera del Perú. Los profesores se hacían los suecos. Imagino que el padre de Perico le ofrecía billetes de avión gratis al director del colegio para que no molestaran a su hijo.

—Yo estuve el verano pasado —dijo Neroni—. Estuve en Epcot Center. ¿Conocen Epcot?

Nunca había estado en Miami. La verdad era que no sé qué le veían tanto a esa ciudad. Todo ese rollo de Disney me daba dolor de estómago.

—Me encontré con Lucho Salcedo —dijo Neroni.

La mamá de Lucho Salcedo se llevaba a su hijo de compras a Miami. Decía que le salía más barato irse de compras al Mall de las Américas que comprar ropa en Lima, que además era una mierda. Una vez Salcedo nos invitó a su casa y nos mostró la ropa que había comprado en Miami. Las prendas llevaban aún las etiquetas con el precio en dólares y olían a nuevas. La casa de Lucho tenía piscina, y esa tarde se bañaron todos. Menos yo.

De repente, escuchamos una voz. Era Mr. Albiol.

—¿Qué pasa aquí? —gritó cuando nos vio sobre los muros anaranjados—. ¿Qué hacen sentados?

Nos pusimos de pie inmediatamente y nos colocamos en la fila correspondiente a nuestro año.

—¡Encima de que llegan tarde, llegan cansados! —siguió bramando—. ¿Dónde creen que están? ¿En Disneylandia?

Se oyeron un par de risas contenidas.

—¡Párense derecho! —nos ordenó—. ¡Al que madruga Dios lo ayuda! ¿No habían oído eso antes?

Albiol se puso frente a Neroni y acercó su cara a la suya, a menos de medio metro.

—Sí, profesor —dijo Neroni—. Lo habíamos oído.

—¡No le estoy hablando a usted, Neroni! Estoy hablando en general, a todos ustedes, que son unos tardones y unos perezosos. ¡Unas tortugas!

En total éramos unos nueve, cuatro de segundo, uno de primero y nosotros, los de quinto.

—¡En esta vida hay que madrugar y estar en pie incluso antes de que salga el sol! —Albiol caminaba frente a nosotros, de una hilera a otra, mientras nos observaba—. ¡Hay que abrir los ojos con el rocío de la mañana!

—¿Dónde está Rocío? —me susurró Perico al oído.

No le hice caso.

—Es la única forma de convertirse en ganadores —continuó con su discurso Albiol—. Porque aquí todos quieren ser ganadores, ¿no es así?

Vi que en la fila de primero había llegado un nuevo alumno. Parecía el menor de todos.

—¿No es así? —repitió Albiol.

—Sí, Mr. Albiol.

—¿No han tomado desayuno, acaso? Parecen señoritas. ¡Hablen como hombres! ¡No parecen hijos del señor!

Entonces sentí una comezón en el hombro izquierdo, acerqué la mano para rascarme y me di cuenta de que tenía un cigarrillo en el bolsillo de la camisa. Eres un imbécil, Facundo, pensé.

—¡En este colegio no queremos perdedores! Porque los perdedores no sirven para dirigir el país. Y ustedes, aunque no lo crean, lo van a dirigir. Serán ustedes los que reemplazarán a sus padres y tomarán las riendas económicas del Perú. Y en el mejor de los casos, las riendas políticas, también.

—Yo creo que hoy este viejo se ha tomado más café de lo normal —me volvió a susurrar Perico.

—¡Porque me imagino que eso es lo que quieren, ¿no es así?! Por ejemplo, usted, Neroni. ¿Qué cosa quieres ser de grande?

—¿Yo?

—¿Yo? —Albiol lo imitó con desdén—. Sí, usted, ¡acaso hay otro Neroni aquí!

—Futbolista, profe.

—Futbolista, futbolista. —Mr. Albiol remedó a Neroni de forma burlona—. Aquí todos quieren ser futbolistas. La carrera de un futbolista termina a los treinta, treinta y cinco si eres arquero. Y eso con mucha suerte si llegas a primera división y puedes jugar en un equipo decente. ¿Y después qué...?

—Puedo ser entrenador.

—¡O aguatero! —soltó Perico.

—¡Silencio! —gritó Albiol y se acercó a Neroni enseñándole el reloj que tenía en la muñeca—. ¿Y usted cree que despertándose tarde va a conseguir ser futbolista? ¡Para el deporte hay que tener disciplina y rigor! ¡Si llega a esta hora al colegio, imagínese en un equipo de fútbol! ¡En este colegio queremos profesionales universitarios, y con un máster en Estados Unidos o Europa si es posible, que para eso sus padres trabajan tanto! Nada de fútbol y tonterías. ¿Entendido?

—Sí, profe —respondió Neroni.

—Por ejemplo, usted, Freitas. —Albiol se acercó a uno de segundo de media—. ¿Qué quiere ser cuando sea grande?

—Ingeniero, profe —dijo Freitas.

—Muy bien, Freitas, muy bien. Eso ya es otra cosa.

Albiol se paseó entre las tres hileras de alumnos y comenzó a señalar la basta de los pantalones de cada uno para que le mostráramos los calcetines. Los uniformes eran siempre los mismos: pantalón gris, camisa blanca y una chompa de color azul. Los calcetines tenían que ser grises y los zapatos negros. No sé a quién se le habría ocurrido la idea de implementar el color gris de los pantalones. Como si no tuviéramos ya suficiente con el color gris «lomo de rata» del cielo; encima teníamos que vestirlo.

—Tienen que tener en cuenta que el tiempo pasa muy rápido —continuó Albiol mientras seguía revisando los calcetines—, dentro de poco estarán fuera del colegio y habrá que tomar decisiones importantes que condicionarán su futuro y el resto de sus vidas. Y si nos quedamos dormidos, ¡como hoy!, pueden tomar la decisión equivocada. ¡Aquí no queremos tardones!

Ahora Albiol revisaba al alumno que acababa de llegar. Nunca lo había visto antes, pero eso siempre pasaba con los de primero, que acababan de pasar de primaria a secundaria.

—¿Y eso? —le preguntó Albiol al alumno—, no sabe usted que aquí los calcetines se llevan grises.

El alumno se quedó en silencio.

—¡Nombre y sección!

—Miguel de Sanz, primero C.

—De Sanz, ¿y usted no sabe que el color de los calcetines es el gris?

De Sanz parecía algo atemorizado. No era para menos. Cuando pasamos a primero de media, todos le teníamos terror a Mr. Albiol.

—Le estoy hablando...

De Sanz asintió.

—Y dígame, ¿de qué color son sus calcetines?

De Sanz se quedó en silencio.

—Le he hecho una pregunta. ¿De qué color son sus calcetines?

De Sanz parecía que iba a llorar.

—¿De qué color son sus calcetines? —levantó la voz Albiol.

—Blancos —sollozó De Sanz.

Albiol dejó de mirarlo y se dirigió a todos nosotros.

—Si confundimos el gris con el blanco estamos muy mal, muy mal. Y esto va para todos. —Albiol volvió a caminar—. Hay que saber distinguir el blanco del gris, el trigo de la paja. En el camino del señor tenemos que distinguir entre lo que está bien y lo que está mal. ¡No lo olviden nunca!

En ese momento me vino un ataque de sueño. Podía controlarlo, pero si estaba en un lugar muy cómodo, sentado en la carpeta de clase o en posición horizontal, haciendo ejercicios en educación física, los bostezos venían a mí de manera repentina e inevitable.

—¿Qué pasa, Lescano? Encima que llega tarde se pone a bostezar, ¿quiere seguir durmiendo?

—No, profe.

—¡Porque si quiere seguir durmiendo lo mando ahora mismo a su casa, eso sí, no regresa en tres días! ¿Quiere dormir?

—No, profe, estoy bien.

—A ver, quiero que vayan sacando sus libretas de control. —Albiol no había dejado de mirarme fijamente—. ¿Alguien ha llegado tarde por tercera vez en este mes?

Nadie dijo nada. Albiol pasó uno por uno, recogiendo las libretas de control donde nos pondría un gigantesco sello de TARDANZA. Delante de mí se había puesto Alejo Mendoza. Cuando Albiol se puso frente a él, se quedó observando su pelo.

—¿A quién quiere parecerse usted con este pelo, Mendoza? —le dijo cogiéndole el cabello por detrás de la nuca—. ¿A las chicas del San Silvestre? Acaso no conoce usted el reglamento del colegio acerca de la longitud del pelo. ¿Alguien aquí lo sabe?

Permanecimos callados.

—El cabello no debe tocar el cuello de la camisa —dijo acomodándoselo a Mendoza, que había decidido tirárselo todo para atrás y así no se notara que lo llevaba tan largo—. Aquí veo que por lo menos hay dos centímetros de más. ¿Quién se cree usted, John Lennon?

Mendoza no dijo nada.

—¡Ahora tiene dos opciones, o mañana viene usted con el pelo corto o se lo corto yo ahora mismo! —dijo Albiol—. ¿Alguien tiene una tijera?

—Me lo corto mañana, profe.

—No. No se lo corta usted mañana, se lo corta esta tarde —insistió Albiol—. Mañana lo trae corto. Si lo veo con las greñas mañana, yo mismo le corto el pelo, ¿me entendió?

Alejo Mendoza asintió, entregándole su libreta.

—La apariencia en este mundo es muy importante. —Albiol había girado la cabeza y ahora volvía a dirigirse a todos—. Tienen que ir presentables por la vida: ordenados, limpios, pulcros. Los hombres con el pelo corto y bien peinados. Es así como se tiene que mostrar uno ante el resto de la sociedad.

Volvió a girar la cabeza y esta vez quedó cara a cara conmigo. Me miró de arriba abajo.

—A ver, Lescano —dijo cogiéndome el jersey que llevaba encima—, ¿no tiene usted una plancha en su casa?

Asentí con la cabeza.

—¿Y sabe usarla? Porque quizá hay una plancha en su casa, pero no sabe usarla, o no sabe cómo encenderla. ¿Sabe encenderla?

Ahí mismo, abrió los botones de mi chompa y miró mi camisa para ver si estaba planchada.

—Me equivoco o esto que lleva usted aquí en el bolsillo es un cigarrillo. —Albiol había metido los dedos dentro del bolsillo de mi camisa—. ¿Fuma usted?

A mi alrededor, el resto de los alumnos hacían un gesto de lamento, apretando los dientes, cogiéndose la cara o cerrando los ojos.

—Le estoy hablando, Lescano, ¿fuma usted?

—No, profe.

—¿Y qué hace un cigarrillo en el bolsillo de su camisa, Lescano? —Me mostraba el cigarrillo—. ¡Me va a decir que cayó ahí por accidente!

Otra vez me entraron unas ganas brutales de quedarme dormido, pero en vez de eso me llevé las manos a la boca para evitar tener que bostezar. Traté de inventar una respuesta, pero sabía que, dijera lo que dijera, estaba en problemas.

—¡Deje de bostezar y respóndame, Lescano! ¿Fuma usted? A ver, sópleme... Sópleme, le he dicho.

Soplé en su cara.

—¡Más fuerte!

Volví a soplar.

—Menta. Ha estado masticando un caramelo de menta. Esto es muy sospechoso.

A lo lejos apareció el padre Cipriano, con su sotana negra y una especie de casquete sobre la cabeza. Llevaba una Biblia en la mano.

—¿Todo bien, Mr. Albiol?

—Padre Cipriano —dijo Albiol, dándose la vuelta—, buenos días.

—Buenos días, Mr. Albiol. —La voz de Cipriano era tenue y calma, como si susurrara en voz alta—. ¿Están causando muchos problemas estos alumnos?

—Son los tardones del día de hoy —dijo Albiol.

—¿Les ha recordado usted que a quien madruga Dios ayuda?

—Todas las mañanas. Pero estos jovencitos, a veces, no parecen oír los consejos que nosotros los mayores les damos. Parece que lo que les entra por una oreja les sale por la otra.

—La cosecha es abundante —dijo Cipriano—, pero los obreros son pocos.

—Lucas, diez, doce —apuntó Albiol.

—Así es, Mr. Albiol. El camino es sinuoso, y hay que enseñarles a estos jóvenes que muchas veces la cruz no es ligera e incluso puede llegar a tener astillas que nos desgarrarán la piel de las espaldas. Por eso, no dude usted en utilizar el rigor que sea necesario para encaminarlos por el camino recto, en el que no caben las ovejas descarriadas.

—Es lo que trato de hacer todos los días, padre Cipriano.

—Ya lo decía el santísimo José María: si te ven flaquear y eres jefe, no es extraño que se quebrante la obediencia.

El problema se había agravado. No sé muy bien por qué, pero el padre Cipriano me inspiraba más terror que el propio Albiol.

—¿Y qué tenemos para el día de hoy? —Cipriano comenzó a observarnos.

—Tenemos dos casos de..., no sé muy bien cómo llamarlo..., desobediencia y rebeldía.

—Ajá.

—Ve esto. —Albiol le mostró a Cipriano el cigarrillo que me había quitado—. El alumno Lescano lo tenía en el bolsillo de su camisa.

El padre Cipriano cogió el cigarrillo y lo inspeccionó, como si tratara de encontrar algo raro en él. Me miró.

—¿Usted fuma, señor Lescano?

—No, padre.

—¡Diga la verdad! ¡No mienta! —intervino Albiol—. ¿Qué hacía, entonces, un cigarrillo dentro de su camisa?

—¿Es suyo, Lescano? —preguntó el padre Cipriano—. ¿Es suyo el cigarrillo?

—No, padre, no es mío.

—¿Y por qué estaba dentro del bolsillo de su camisa?

Me quedé en silencio e imaginé lo que me harían si supieran que el cigarrillo sí era mío.

—Me lo encontré en la calle.

—¿En la calle?

—En el suelo —dije—. Yo simplemente lo recogí.

—Ah, lo recogió —dijo Cipriano—. ¿Y por qué lo recogió usted?

—Pensaba dárselo al portero del colegio —fue lo único que se me ocurrió decir—, para que se lo fumara en su tiempo libre.

—Ah, caramba, qué generoso nos ha resultado el alumno Lescano, ¿no le parece, Mr. Albiol?

—Sí, sí —dijo Mr. Albiol—. Ya lo veo. Es toda un alma caritativa.

—¿Y por qué no se lo dio usted, entonces? —Cipriano señaló la entrada—. Esta mañana entró usted por esa puerta, pasó frente al portero y no se lo dio. ¿Qué pasó?

—Pensaba dárselo a la salida. —Vaya invento que había creado—. Llegaba tarde.

El padre Cipriano giró la cabeza y volvió a dirigirse a Mr. Albiol.

—¿Y quién es el otro? —preguntó el padre.

—El alumno De Sanz, de primero —dijo Albiol—, que ha venido con calcetines blancos.

Por un instante fue como si el padre Cipriano hubiera perdido la noción del tiempo mientras miraba a Miguel de Sanz, que parecía muerto de miedo en la última línea de la fila de primero.

—Por qué no le dice al resto de los alumnos que entren en sus respectivas aulas —ordenó el padre Cipriano—. Creo que ya deberían estar en clase. Que se queden solo estas dos ovejas descarriadas.

—Sí, padre. —Mr. Albiol se apresuró a recolectar todas las libretas de notas, luego se dirigió a los alumnos y gritó—: ¡A ver, en orden, se dirigen a sus aulas de clase, y quiero que esta sea la última vez que los vea por aquí, no quiero más tardones en este colegio! ¿Me han entendido?

—Sí, profe —mascullaron todos y desaparecieron en dirección a las aulas de clase.

—Es increíble lo que nos puede costar que estos alumnos cumplan con sus obligaciones —se quejó Mr. Albiol. Luego se dirigió al padre Cipriano—. ¿Qué hacemos con estos dos alumnos?

Miguel de Sanz me miró directamente a los ojos y pude darme cuenta de que estaba mucho más asustado que yo.

—¿Tiene usted una regla de metal, Mr. Albiol? Ah, no, aquí tengo yo una. —El padre Cipriano sacó una regla que estaba dentro del bolsillo de su sotana—. Se lo voy a preguntar una vez más, ¿es este cigarrillo suyo, Lescano?

Entonces, me imaginé en mi cama, durmiendo. Durante un segundo fue un pensamiento reconfortante. Luego negué con la cabeza.

—¿Mano cerrada o abierta? —me preguntó.

Me quedé en silencio.

—¡Le he hecho una pregunta! —insistió Cipriano—. ¿Mano cerrada o abierta?

—Abierta —dije.

Entonces el hijo de puta me soltó un reglazo que me enrojeció la palma de la mano. Como hacía frío, el golpe se sintió más. Apreté los dientes para no llorar y aguanté sin decir nada.

—Esto va por faltar al octavo mandamiento —dijo antes de darme un segundo reglazo—. ¿Sabe usted cuál es el octavo mandamiento?

No dije nada.

—No mentirás. —Un nuevo reglazo en la otra mano, luego otro—. ¡Acostúmbrese a decir no a los vicios!

Esta vez las lágrimas se me salían de los ojos.

—Mr. Albiol, que Lescano lo ayude a cargar las libretas de notas y se las lleve a su oficina —dijo Cipriano—. Aplique el reglamento que hace referencia a introducir elementos extraños dentro del colegio.

—Sí, padre Cipriano —dijo Albiol—. ¡Ya oyó, Lescano, cargue las libretas y llévelas a mi oficina! ¿Y qué hacemos con De Sanz?

Cipriano se acercó y le pasó suavemente la mano por detrás de la cabeza.

—¿Acaba de pasar usted a primero, no es así, De Sanz?

De Sanz asintió.

—Mr. Albiol, yo me encargo. Esta criatura aún puede corregirse del descarrilamiento. Aún veo pureza en su mirada.

—Como usted diga, padre Cipriano.

—Usted encárguese de Lescano.

Albiol me miró.

—¡Qué hace ahí parado, Lescano, viéndonos como si fuéramos monos de circo! —gritó—. ¡Lleve las libretas de control a mi oficina!

Recogí todas las libretas de notas que Mr. Albiol había dejado sobre los muros color ladrillo. Las manos me dolían por los reglazos, pero pude con ellas. Antes de abandonar el patio vi cómo el padre Cipriano se alejaba con Miguel de Sanz caminando a su lado.

—¡A mi oficina, Lescano! —insistió Albiol—. ¡Ahí me espera a que llegue!

La oficina de Mr. Albiol estaba en la torre central del colegio, donde tenía un enorme ventanal con una vista panorámica de toda la escuela. Durante los recreos Albiol se ponía de pie frente a los cristales a observar a los alumnos y si lo consideraba necesario los llamaba desde allí, o bajaba a buscarlos para darles una reprimenda. Detrás de su silla había un cuadro de la Virgen María, y cuando puse las libretas de control sobre su mesa de trabajo, vi que además de la figura de un santo, estaba el micrófono por el que se hacían los anuncios o llamamientos oficiales a todo el colegio. Albiol tardó unos cinco minutos en subir. Lo esperé en uno de los sillones donde solía recibir a los padres de familia. En medio de los sillones había una mesa de centro de cristal con la foto de uno de los fundadores del colegio: el padre Scrivense. Apenas me senté, me quedé dormido.

—¡A ver, Lescano! ¡Quién le dio permiso para sentarse y dormirse! ¡Póngase de pie!

Estaba soñando con Alexia. Albiol se sentó detrás de su escritorio y me pidió que me acercara. En el sueño Alexia estaba llorando.

—Entonces usted dice que el cigarrillo no era suyo. —Albiol había traído el cigarrillo y lo había puesto sobre la mesa—. ¿Está seguro de que usted no fuma?

Negué con la cabeza.

—Bueno, pues usted tiene una suerte de los cojones, porque si lo hubiéramos cogido fumando...

De repente, sonó el teléfono que estaba sobre su escritorio.

Albiol levantó el auricular.

—Sí, dígame. —Hizo una pausa—. ¿Señora Lescano...? ¿En qué la puedo ayudar? —Parecía muy sorprendido—. Sí, sí. Entiendo...

Mientras escuchaba, Albiol me miraba.

—Pero señora Lescano, sabe que esto de llamar a los alumnos en hora de clase no se debería hacer..., solo en caso de emergencia..., entiendo... Pero no me puede pedir que incumpla las normas del colegio..., sí, entiendo. —Ahora Albiol se dirigía a mí tapando el auricular del teléfono—: Dice tu madre si sabes algo de... Sí, sí, señora Lescano, yo mismo se lo voy a preguntar. Déjeme un número de teléfono para llamarla... Sí, no se preocupe, se lo pregunto a su hijo y la vuelvo a llamar... Sé que es una emergencia, pero hay que cumplir las normas de este colegio. En cuanto sepa algo, la vuelvo a llamar.

Colgó, se quedó mirándome y durante un par de segundos no dijo nada. Luego resopló.

—Lescano, ¿sabe usted algo de su hermana Alexia?