7

En la enfermería no había televisión, pero ahí podía dormir todo lo que quisiera. Sandra, la enfermera, siempre recibía a los alumnos con un gesto a medio camino entre la compasión y la sospecha.

—Otra vez tú, Lescano.

—No me siento bien —dije.

—Tú nunca te sientes bien.

—Esta vez me duele el estómago.

—Pero siempre te duele el estómago, Facundo. —Se puso de pie y se dirigió a una pequeña mesa donde había una tetera eléctrica—. ¿Quieres una manzanilla?

—Creo que me vendría bien. ¿Me puedo recostar?

—Solo si prometes no quedarte dormido.

La enfermería era una habitación mediana en la que había un par de camillas pegadas a la pared y una ventana que daba al patio, cubierta por unas cortinas.

—¿Qué sabes de los embarazos? —dije sentándome sobre la camilla y apoyando mi espalda en la pared.

—¿Qué quieres decir? —La enfermera se cogía las manos a la altura del vientre. Parecía sorprendida por mi pregunta.

—¿Qué pasa si una chica se queda embarazada cuando todavía no ha cumplido la mayoría de edad?

—¡No me digas que has embarazado a alguien! Si apenas eres un adolescente.

—No, pero quiero saberlo.

—¿Qué quieres saber?

—¿Qué se puede hacer para remediar algo así?

Me miró fijamente a los ojos un par de segundos. Ahora la tetera comenzó a silbar y vi que afuera, en el patio, la neblina se hacía más densa.

—¿Realmente quieres hablar de esto? —Sandra me sirvió un poco de manzanilla caliente en una taza—. No sé si debería hablar contigo de este tema.

—Hay alguien que lo está pasando muy mal y quiero ayudarla.

—¿Quién es?

—No puedo decírtelo, pero es alguien que necesita mi ayuda.

—Facundo —Sandra se sentó al otro lado de su escritorio—, estas cosas deberían enseñártelas en las aulas de clase.

—No te estoy pidiendo que me enseñes nada —el humo de la taza de manzanilla se disipaba hacia mi cara—, solo quiero saber qué puede hacer una chica de diecisiete años que se ha quedado embarazada.

—¿Sus padres lo saben? Quiero decir que si sus padres saben que está embarazada.

—Ese es el problema —dije—. La madre lo sabe y está muy molesta. Ella no soporta lo que le está pasando.

—E imagino que quiere que su hija tenga al hijo —dijo Sandra, como intuyendo la situación—, ¿o quiere que no lo tenga?

—Me temo que ella va a querer que lo tenga —dije dándole un sorbo a mi infusión.

—Eso me temía yo también.

—La madre es muy conservadora. Por lo menos es lo que quiere aparentar. Tú sabes —dije—, va con todo ese rollo de la religión por delante.

—Se nota que conoces bien a la madre —dijo la mujer con algo de suspicacia—. Pero si es así, entonces la cosa se complica más.

—¿Tú qué harías?

La enfermera volvió a mirarme en silencio, como tratando de entenderme.

Entonces oímos pasos. Era uno de primaria. Estaba sollozando, con la respiración entrecortada y los ojos llorosos. No estaba llorando realmente, pero se le veía bastante alterado. La enfermera se acercó a él.

—¿Qué ha pasado?

El chico solo atinó a dar un par de inhalaciones bruscas que parecieron hacerlo temblar. Las palabras no le salían y la mujer entendió que lo mejor era no preguntar y le pasó la mano por detrás de la espalda, haciendo que se sentara en la otra camilla.

—Tranquilo —le dijo caminando hacia la tetera y encendiéndola una vez más—, te voy a preparar una infusión de tila que te va a sentar muy bien, ¿okey?

El niño asintió con la cabeza.

—Todo va a estar bien —dijo la mujer tocándole la frente para ver si tenía fiebre—, no es nada grave. ¿Te duele algo? ¿Cómo te llamas?

El alumno hizo un esfuerzo grande, pero las palabras no parecían poder salir de su boca, hasta que finalmente pudo hablar:

—Arturo.

—¿Arturo qué?

—... Torrecillas —dijo con dificultad.

—Muy bien, Arturo, tranquilo nomás, ¿ya? Ahora nos tomamos la infusión y no va a pasar nada.

Observé al chico de arriba abajo: llevaba la camisa afuera y le faltaba uno de los botones. La chompa que tenía encima también estaba algo desgarbada y uno de los cordones de sus zapatos estaba desatado.

—¿Hay algo que quieras contarme? —preguntó la enfermera sacando un sobrecito de tila de una caja—, ¿algo que te haya pasado?

Arturo se quedó en silencio. Parecía como si quisiese contar algo, pero no podía. Intenté que su mirada se encontrase con la mía, pero solo lo conseguí durante un segundo. Sandra se acercó a la tetera, que había vuelto a silbar, preparó la infusión y se la dio.

—Tómate esto y si luego me quieres contar algo, me lo dices, ¿okey?

El chico dijo que sí con la cabeza.

—Ten cuidado, que está caliente.

Sandra se dio la vuelta hacia la mesa, se sentó y apuntó algo en su cuaderno de registro de alumnos.

—¿Me puedo echar? —preguntó Arturo cuando terminó de beber.

—Claro. —Sandra colocó un cojín a la altura de su cabeza—. Descansa.

No pasó mucho tiempo hasta que se quedó dormido.

—Y tú, Lescano, ¿ya te sientes mejor?

La miré.

—Me ibas a decir algo —dije.

—No sé si sea el momento.

—Anda, Sandra.

—En otra ocasión.

—No pasa nada —dije señalando con el mentón a Arturo—. Duerme como una roca.

Sandra dirigió su mirada a Arturo e hizo un gesto de resignación.

—Por qué no salimos a tomar un poco el aire —dijo—. No quiero despertarlo.

Me levanté de la camilla y salimos. Cuando estuvo de pie a mi lado, vi que Sandra llevaba el pelo recogido con una coleta. Nos sentamos a un lado de la puerta, en uno de los muros que rodeaban el patio.

—Antes de entrar aquí yo trabajaba en otro colegio —dijo Sandra metiéndose las manos en los bolsillos de su chompa de color blanco.

Desde donde estábamos se podía oír el sonido del tráfico de la calle. Sandra había reemplazado a la antigua enfermera apenas tres o cuatro años atrás, así que a nosotros, los que estábamos en quinto de media, nos había acompañado durante casi toda la secundaria.

—Era un colegio de chicas y una vez pasó que una chica tuvo el mismo problema que tú me acabas de contar.

Los patios de todo el colegio estaban cercados por paredes con rejillas de unos tres o cuatro metros de alto. La neblina parecía atravesar y borrar parte de ellas.

—Yo me enteré porque un día la chica vino a la enfermería, sintiéndose mal, mareada y con náuseas —dijo Sandra—, ella no sabía muy bien lo que le pasaba.

No sé cuántos años tendría Sandra, unos treinta, quizá unos cuarenta. A cierta edad es muy difícil poder darte cuenta, realmente, si una persona es mayor o menor que otra.

—Esa misma mañana sus padres pasaron a buscar a su hija al colegio.

—¿Estaba embarazada?

—Nunca más la volví a ver —dijo.

—¿Qué fue lo que pasó?

Según lo que Sandra pudo enterarse después, cuando los padres de la chica supieron que su hija estaba embarazada, no tuvieron mejor idea que sacarla del colegio y llevársela a vivir fuera del país. No querían que se quedara en Lima, en medio de las habladurías.

—¿Y sabes si lo tuvo o no?

Un año después de haberse ido, me contó Sandra, no se sabe bien si a Estados Unidos o Inglaterra, regresaron, madre e hija, con una niña pequeña.

—Le hicieron creer a todo el mundo que la bebé era hermana de la chica y no su hija.

—Entonces sí lo llegó a tener.

—Al parecer siguen diciéndole a todo su círculo cercano que madre e hija son hermanas.

Durante un segundo me acordé del caso de nuestra vecina Alicia, de cómo había querido perder a su hijo lanzándose por la ventana de su casa desde la segunda planta.

—Claro que hay una alternativa para la chica que tanto te preocupa —dijo Sandra—, pero tiene que ser algo que ella realmente quiera hacer. Es una opción que no va a ser fácil.

—Me estás hablando de abortar.

Sandra se llevó el dedo índice a la boca para que bajara la voz. Luego volvió a asegurarse de que Arturo siguiese dormido y continuó hablando en susurros.

—Es una decisión que esa persona tiene que meditar mucho.

—Pero ¿dónde puede hacerlo? ¿Puede uno ir a una clínica y pedirle a un doctor que la ayude?

—Me temo que no es tan fácil.

—Pero alguna forma debe de haber —dije.

—¿Estás seguro de que ella no lo quiere tener?

Me quedé en silencio.

—Porque es una decisión que la va a marcar para toda la vida, y la única que tiene que estar convencida de eso es ella.

—Pero tener un hijo es algo que también te va a marcar para toda la vida, ¿no? Tener un hijo con diecisiete años puede ser incluso peor —dije—. ¿Tú me ayudarías? Si ella no quiere tenerlo, ¿tú me ayudarías?

Sandra ladeó su cabeza y me miró con compasión. Iba a seguir hablando, pero sonó el timbre del cambio de hora. Volvimos a entrar en la enfermería. Arturo abrió los ojos, pero luego volvió a quedarse dormido.

—Es mejor que vuelvas a tu clase, Lescano —dijo Sandra.

Entonces comprendí que no debía seguir insistiendo. Ahora parecía que tenía un motivo más para sentirme preocupado. Ya no era solamente lo que le estaba pasando a Alexia, sino lo que le estaba pasando a cierta parte de la sociedad, que no podía contra sus propios prejuicios.

—¿Qué crees que le ha pasado? —pregunté señalando al niño que dormía.

—Debe haber sido un ataque de ansiedad —dijo Sandra—, cuando son peques suele pasar. Seguro que con la tila y la siesta se recupera. A esta edad, a veces, solo echan de menos a sus padres.

Dejé la taza de manzanilla vacía sobre la mesa y me dispuse a salir. No tenía ganas de volver a clase, pero tampoco quería quedarme ahí.

—Lo siento, Facundo.

—¿Por qué? —pregunté dándome la vuelta en la puerta—. ¿Por qué la gente le tiene tanto miedo a la verdad?

Sandra levantó los hombros. Afuera, en el patio, el cielo estaba gris y parecía que una ligera llovizna había comenzado a caer sobre mi cabeza, pero era tan leve que no estaba seguro si realmente estaba cayendo. Me metí en uno de los baños. En la hora de cambio de clase había muchos profesores saliendo y entrando de las aulas y no quería ser visto. La verdad era que me hubiese gustado salir del colegio y ver a Alexia, pero ni siquiera sabía dónde podría estar. Quizá ahora necesitaba hablar con alguien. Solo de pensarlo me ponía peor. En un principio me pareció que el baño estaba vacío, pero en uno de los retretes había alguien. La puerta se abrió. Era Luque Ferrini, uno de quinto A.

—¿Qué pasa? —me dijo con una mano en la nariz—. ¿Se te ha perdido algo?

Los del A siempre tenían este aire de superioridad con el que no podía.

—A mí nada. ¿A ti? —Me di la vuelta y abrí uno de los caños para beber agua—. Tienes la bragueta abierta.

—¿Te gusta verme la pinga? —dijo poniéndose de pie a mi lado y llevándose agua a la cabeza como si fuera gel.

Me quedé en silencio.

—¿No tienes nada que decir?

Eructé en su cara.

Alguien más entró, otro alumno, pero de quinto C, que venía con las manos en los bolsillos y un gesto intrigante. Todos lo conocían porque le gustaba meterse en problemas con los profesores. Su nombre era Joselo. Comenzó a decirnos algo acerca de unos cuetecillos que tenía en los bolsillos y que le gustaría hacerlos reventar en uno de los baños.

—¿Estás loco? —dijo el otro—, ¿ahora mismo?

—Anda... —insistió Joselo—, para eso he salido de clase. ¿Tú qué dices?

Levanté los hombros.

—He escuchado que al hijo de puta del padre Cipriano le gusta tocar a los de primaria —dijo Joselo mientras ponía la sarta de cuetecillos sobre uno de los retretes—, ¡qué tal concha de su madre! Si fuera cierto, yo le reviento todo su puto colegio.

Joselo había hecho una mecha más larga para que nos diera tiempo a salir corriendo.

—Tan cojudo no soy. —Ya tenía un encendedor en la mano—. ¿Están listos?

Lo que había colocado Joselo no era exactamente una sarta de cuetecillos, sino unas calaveras, que eran mucho más ruidosas. Las reconocí porque siempre las utilizábamos en Navidad y la noche de año nuevo, antes de que dieran las doce.

—Prepárense. —Joselo prendió la larga mecha.

Atravesamos corriendo el patio. Los petardos explotaron.

Cuando volví a quedarme solo, caminé en dirección del coliseo techado que hacía poco acababa de ser remodelado con dinero que los padres de familia habían tenido que aportar a la cuota mensual. La decisión de remodelarlo había generado cierta discrepancia entre algunos. Al final, la concesión y el diseño a realizar se lo llevó el viejo de Arteaga, que es arquitecto o ingeniero civil, nunca lo tuve claro del todo, y había estado haciendo obras para el Ministerio de Transportes y Comunicaciones de Fujimori. Ahora el coliseo parecía una especie de nave espacial que acababa de aterrizar en medio del patio. Seguí andando y me percaté de que la oficina juvenil de Pastoral estaba abierta. Era de los pocos lugares que no frecuentaba. Prefería no compartir mi confusión con un grupo de gente que estaba igual de confundida. Quiero decir que a veces sospechaba que ahí dentro todo era un poco raro. Eso sí, había que reconocer que los chicos que lo llevaban querían dar la impresión de que estaban en las antípodas de las autoridades escolares y hacían todo lo posible por verse frescos y abiertos. Durante el año pasado, en el que toda la sección tuvo que hacer la confirmación, los estuvimos frecuentando durante cuatro meses, aunque en el último minuto desistí de confirmarme. Ahí nos hablaron de Jesús como si fuera una estrella de rock and roll y de la importancia de su mensaje entre los más jóvenes.

De todas formas, entré en la oficina. Quizá esos chicos podían responder algunas de mis preguntas con respecto a Alexia. Además, no quería ser pillado por Albiol y que me castigase por estar deambulando por el patio. Dentro había un fuerte olor a incienso y en la mesa de escritorio vi varios cuadernillos de catequesis. En la pared había una cruz y en una esquina descansaban un par de guitarras acústicas que se usaban en las misas de entre semana. También había una estantería con varias Biblias de lomo oscuro. Cogí una y me senté en una de las sillas. La abrí en una página al azar y leí un párrafo. Jesús hablaba de cómo sería preferible amarrarse una roca al cuerpo y lanzarse al mar antes de corromper a los niños. A veces las historias que contaba Jesucristo eran muy complicadas de entender y uno siempre se preguntaba qué demonios habría querido decir, pero había algo en él que me caía bien. Cuando los curas las contaban, todo sonaba impostado y falso, pero si te imaginabas las escenas cuando las leías a solas eran totalmente diferentes. Una de las que más me gustaba era cuando echaba a los mercaderes del templo que habían utilizado los alrededores para convertirlo en una especie de mercadillo. Les decía que habían convertido todo en una cueva de ladrones y tiraba abajo todos los puestos y comercios ante la cara de cojudos de los rabinos, que veían cómo perdían dinero. A los curas como Cipriano no les interesaba mostrarnos ese Jesús; me refiero a ese lado que no se parece mucho al tipo que siempre te está ofreciendo la otra mejilla.

—¿Qué haces tú aquí?

La que hablaba era Marta, la consejera juvenil. El olor a incienso venía de la habitación contigua, de donde Marta había salido.

—Lo siento —dije viendo cómo se acomodaba el pelo y uno de los botones de su blusa—, es que necesitaba hablar con alguien.

—Pero ¿no deberías estar en clase? —Marta tenía la pintura de los labios corrida—. No creo que puedas estar aquí.

Alguien más se apareció por detrás de Marta. Era César, otro de los consejeros que había conocido el año pasado.

—¿Pasa algo? —Cuando me vio pareció sobresaltarse—. ¿Qué haces acá, Lescano?

—Eso mismo le he preguntado yo —dijo Marta.

—¿He interrumpido algo?

—No, nada —se adelantó César—, ¿estás bien?

—Puedo regresar otro día.

—No, quédate —dijo César mirando a Marta.

—¿Quieres un vaso de agua? —Marta tenía las tetas grandes y el cabello esponjoso—. También hay galletas.

Negué con la cabeza. Había un rumor acerca de Marta y algunos compañeros, sobre todo los de quinto A, con los que supuestamente había tenido roces y toqueteos. Algunos decían, incluso, que la chupaba bien. Hasta ahora ninguno de nosotros era capaz de confirmarlo. La verdad era que cualquiera hubiera estado dispuesto a hacerlo, porque Marta no estaba nada mal.

—Entonces, ¿qué era de lo que querías hablar?

César, como todos los catequistas, había estudiado también en el colegio. Quizá ambos fuesen amigos íntimos desde antes de que César terminara quinto de secundaria. Tal vez todos los rumores de que Marta era una depredadora sexual fueran ciertos. Quise reírme.

—Bueno, no sé, quizá no sea el momento —dije.

—Anda —intervino Marta—, ¿qué nos querías contar?

—Hay alguien a quien me gustaría ayudar.

—Ajá —dijo César—, ¿quién es?

—No puedo decirlo, pero es una chica.

—¿Una chica? —Marta se llevó una galleta a la boca. Siempre quería aparentar estar más relajada que el resto de los consejeros—. ¿Qué pasa con ella?

—Está embarazada. Y solo tiene diecisiete años.

Marta y César se miraron como si un boy scout hubiera encontrado una moneda de oro en medio del bosque.

—Cierra la puerta —le dijo Marta a César, que se apresuró a cerrarla.

No sé por qué, pero me arrepentí de habérselo contado. Tuve la sensación de que lo que me dijeran no me iba a ayudar en nada.

—¿Quién es? —Marta se había sentado en una silla muy cerca de mí—. ¿Tu enamorada?

—No tengo enamorada, pero digamos que es una amiga que vive por mi casa.

—¿Y cómo sabes que está embarazada? —César era un chico bastante guapo, parecía un actor de televisión.

—¿Te lo ha contado ella misma? —Marta tenía media galleta en la mano.

—Sí —dije—, pero quizá debería volver en otro momento.

—No —Marta me puso una mano sobre el brazo con mucho cariño—, estamos aquí para ayudarte. O ayudar a tu amiga.

—¿Quién más sabe que está embarazada? —preguntó César.

—No lo sé, quizá su madre.

—¿La madre es de este colegio? —preguntó Marta—. ¿Es la madre mamá de alguno de tus compañeros?

—No —técnicamente no estaba mintiendo—, no es mamá de ninguno de mis compañeros.

—¿Y cómo quieres ayudarla?

—Creo que ella no lo va a querer tener, y quiero ver qué puedo hacer para ayudarla.

—¿Y cómo sabes que ella no quiere tenerlo? —preguntó Marta—. ¿Cómo puedes asegurarlo?

—Pura intuición, es lo que sospecho.

—Pues quizá sospeches mal, eso que estás diciendo es muy feo.

—Lo que te quiere decir César —dijo Marta— es que no hay nada más valioso que la vida.

—Quizá haya algo que tenemos que contarte. —César se acercó a las estanterías donde estaban las Biblias. Cogió una—. Has oído hablar de la buena nueva, ¿no?

En ese instante me vino un ataque de sueño y bostecé de manera abrupta.

—Lo siento —dije antes de quedarme dormido.